Read El fantasma de Harlot Online

Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (44 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Estábamos en el Balhaus Resi, en la esquina de Grafenstrasse, un lugar legendario con teléfonos en todas las mesas. Se puede llamar a una mujer en el extremo opuesto del salón marcando el número de su mesa. El proceso funcionaba igualmente bien a la inversa, y nuestro teléfono no dejaba de sonar. Había mujeres que querían hablar con Dix. Él hacía de ejecutivo, y cortaba cuando la mujer no hablaba inglés. Pero a aquellas que sí lo hablaban, les aguardaba el curso avanzado.

—Ángel —decía él—, levanta la mano para saber con quién estoy hablando.

Una rubia al otro lado del salón agitaba los dedos entre el humo.

—Eres fabulosa —decía él — . No me lo agradezcas. Es la verdad. —Mientras tanto, él no dejaba de tamborilear sobre la mesa—. Helga. Bonito nombre. Y dices que eres divorciada. Muy bien. ¿Podrías responderme a una pregunta, Helga?

—¿Sí?

—¿Te gustaría follar conmigo?

—¿No recibes muchas bofetadas? —le pregunté una vez.

—Sí —respondió—, pero también follo muchas veces.

Si Helga colgaba, él se encogía de hombros.

—Una gata reseca —decía.

—¿Y si hubiera dicho que sí?

—Le habría lubricado el conducto.

Las mujeres no siempre decían que no. Fijaba citas para más adelante. Algunas veces cumplía con sus compromisos. Otras, su ánimo se tornaba amargo ante la sola idea de una mujer. Se ponía de pie y nos íbamos a otro club. En el Remdi's, en Kantstrasse, el imperativo categórico era conseguir una mesa junto a la pista y usar las cañas de pescar provistas por los camareros para levantar las prendas arrojadas por las chicas que hacían
strip tease
. ¡Un homenaje a Immanuel Kant! íbamos al Bathtub, en Nürnberger Strasse, un sótano donde tocaban jazz, luego al Kelch, en Prager Strasse. Allí había muchos hombres disfrazados de mujer. Eso no me gustaba, era algo que odiaba con todo el puritanismo que acechaba en mi sangre, pero Butler disfrutaba. Luego seguíamos la ronda. Él no dejaba de conversar con todo el mundo, le ponía la mano sobre la cadera a alguna muchacha, sacaba un pedazo de papel del bolsillo y se lo entregaba a un camarero, prestaba atención a lo que la encargada del guardarropa le susurraba al oído, anotaba rápidamente algo en la libreta y ostentosamente arrancaba la página para enviársela al barman. Al advertir cuan disgustado me sentía por su técnica, se echó a reír.

—Vuelve a leer en el manual sobre la propaganda negra —me dijo—. Ese barman trabaja para los alemanes del Este. Puro SSD. Quiero avergonzarlos.

Así eran las cosas. Una sola de esas noches me excitaba lo bastante como para enardecer mis fantasías durante un mes. Sin embargo, lo acompañaba en sus rondas varias veces por semana. Nunca antes me había sentido tan interiormente conmocionado. No sabía si estábamos en un sótano o en un zoológico. La vida prometía precisamente porque se había tornado oscura e impregnada por el mal. Estábamos en Berlín Oeste, rodeados por ejércitos comunistas; podíamos vivir un día más, o un siglo, pero el vicio titilaba como las luces de un parque de atracciones. Una noche, un camarero de mediana edad me dijo:

—¿Usted cree que esto es algo, ahora?

Asentí.

—Pues le aseguro que no es nada —dijo.

—¿Había más actividad cuando estaban los nazis? —le pregunté impulsivamente.

El camarero me miró un largo rato.

—Sí —dijo — . Era mejor entonces.

Me quedé pensando en qué sentido sería mejor. En las mesas apartadas, la gente podría parecer deprimida, pero a nuestro alrededor todo era febril. La presencia física de Dix nunca era más irresistible que a la una de la madrugada en un club de Berlín. Sus rasgos, alegres y crueles, su pelo rubio, su estatura, su fuerza física, sus evidentes ansias lujuriosas de expoliación, debían de enviar su mensaje a esa otra época victoriosa cuando el sueño de un poder propio de los dioses, impregnado de magia pagana, vivía en la mente de muchos berlineses. Dix siempre tenía el aspecto de quien nunca ha estado en un lugar mejor en el momento apropiado.

Podría suponerse que con la cantidad de mujeres que se cruzaban por su camino yo habría cogido algo de las sobras, pero, como pronto descubrí, no estaba preparado para ello. Nunca había estado en tantas situaciones que revelaban el terror que sentía por las mujeres. Siempre había creído que era el secreto mejor guardado de mi vida. Hasta me las había ingeniado para ocultármelo a mí mismo. Ahora me veía obligado a reconocer que temía tanto a mujeres jóvenes que no parecían tener más de catorce años, como a mujeres de setenta notablemente bien conservadas, para no hablar del espectro intermedio. Saber que algunas de estas mujeres trabajadoras, divorciadas, solteras o casadas me deseaban, producía en mí el mismo pánico de mis primeros años en el colegio Buckley cuando no sabía pelear y pensaba que me harían daño. Ahora me parecía que el sexo era la transacción humana más cruel de todas: uno entregaba una gran parte de sí para recibir no se sabía qué. La mujer podía irse con las alhajas de uno. Las alhajas espirituales. Exagero mi temor en mi afán por explicarlo. Cuando una mujer se sentaba a mi lado durante una de esas noches, sentía el temor más abominable, aunque oculto. Era como si estuviese a punto de robarme parte del alma. Podía revelar secretos que me había confiado Dios. Era un sentimiento más devoto que el episcopalismo que me habían inculcado en St. Matthew's, referido a la verdadera fuerza de Cristo, el valor y la responsabilidad.

Por otra parte, aún me sentía competitivo con Dix Butler. No sé si era por las duchas frías de la escuela primaria, o por los tendones de las sinapsis familiares, lo cierto es que me enfurecía no poder competir con él en el campo de la conquista femenina. Deseaba ser capaz de jactarme de que podía ser un artista mejor que el señor Randy Huff en eso de hacer el amor, pero el sentido común de los Hubbard se interponía en mi camino. Una razón por la cual hasta ese entonces había conseguido evadirme de esos temores era que en mis años escolares siempre me había pasado el tiempo prestando atención a muchachas que por un motivo u otro no estaban disponibles. Esta luz irónica obligadamente se proyectaba sobre mi amor por Kittredge. Se había abierto una puerta trampa en mi calabozo.

No quería enfrentarme a la profundidad de ese problema; estropeaba la imagen que quería forjarme de mí mismo como un joven y equilibrado oficial de la CIA.

Sin embargo, debía adoptar una posición ante ese evidente rechazo hacia todas las mujeres que aparecían en mi camino. Podía contar el cuento de que quería mantenerme fiel a una chica que me esperaba en mi país, pero eso me expondría a las bromas de Dix Butler, de modo que le dije que tenía una enfermedad venérea.

—Gonorrea —murmuré.

—Estarás bien en una semana.

—Es algo resistente a la penicilina.

Se encogió de hombros.

—Cada vez que me pillaba una venérea, me ponía maligno —me dijo—. Me encantaba metérsela a las mujeres, con enfermedad y todo. —Me clavó con la mirada. Siempre que hablaba de lo perverso que podía llegar a ser aparecía una luz extraordinaria en sus ojos. Nunca se veía más espléndido que entonces—. ¿Sabes? Esos eran los momentos en que buscaba bajarles las bragas a mujeres respetables. Me encantaba la idea de contagiarles mi infección. ¿Crees que estoy loco?

Era mi turno para encogerme de hombros.

—Lo atribuyo —dijo— al hecho de que mi madre nos abandonó, a mi padre, a mi hermano y a mí cuando yo tenía diez años. Mi padre era un borracho perdido. Solía darnos unas palizas terribles. Pero cuando nos hicimos mayores, nos gustaba contar con cuántas de sus putas nos acostábamos a sus espaldas. Yo aborrecía a esas putas porque nunca llegaron a ser, a pesar de todas las que conocí, una buena madre para mí. Quien más se ha aproximado a tomar el lugar de una madre para mí es el viejo rey Bill, allá en su pequeña colina en GIBRAL. Pero no le digas que te lo he dicho. Empezará a revisar mis viáticos, cosa que no quiero.

Dix mezclaba el placer con sus rondas oficiales y pasaba a la cuenta de la Compañía los gastos en los bares. Cuando se ofreció a incluir mis gastos también, me negué. Las reglas que él quebrantaba, yo no estaba preparado siquiera para torcerlas. Según la actitud de los oficiales más sobrios con quienes yo había trabajado en el Centro de la Ciudad, cualquier hombre sensato se daba cuenta de que cargar sin autorización gastos personales era un punto negativo si se incluía en el 201 de uno. Nuestra tarea era engañar al enemigo, no a nuestra propia gente.

Dix se comportaba, sin embargo, como si su posición fuese privilegiada. Demostraba mayor desprecio por la reglamentación que cualquier otro que yo hubiera conocido hasta ese momento. La noche que pasé en Washington con mi padre, le hablé de Dix, pero Cal no se mostró impresionado.

—Todos los meses sale de la Granja uno como él —acotó—. Unos pocos continúan. La mayoría termina quemándose.

—Es excepcional —le dije a mi padre.

—En ese caso, terminará dirigiendo alguna pequeña guerra en algún lugar —respondió Cal.

Dix interrumpió el recuerdo de esta conversación preguntándome:

—¿En qué piensas?

Yo no estaba preparado para confesar que mi mente estaba ocupada por el encargo de desenmascarar a KU/GUARDARROPA. Me limité a sonreír y a observar el Balhaus Resi. ¡Qué variedad de recursos humanos! Nunca había visto tanta gente con rostros tan raros. Por supuesto, ser berlinés no impedía que se tuviesen rastros oblicuos: la fisionomía colectiva tenía reminiscencias de los bordes afilados de las herramientas de un ebanista (para no hablar del brillo emprendedor que se asomaba en la mirada más opaca). Los miembros de la orquesta ubicada en un extremo del salón de baile bien podían haber sido los mismos que tocaron durante el incendio del Reichstag, la muerte de Von Hindenburg, el ascenso y la caída de Adolf Hitler, los bombardeos aliados, la Ocupación, o el puente aéreo de Berlín, y todo ello sin haber cambiado nunca de expresión. Eran músicos. En diez minutos habría terminado su número y podrían fumar o ir al lavabo. Eso era más significativo que la historia. Ahora terminaron con las canciones estadounidenses de éxito, como
Doggie in the window
,
Mister Sandman
y
Rock around the dock
, que finalmente logró espantar de la pista hasta a los burgueses más libidinosos (yo creía que sólo los alemanes prósperos, de cuello duro, podían entregarse al vicio con la dignidad reservada para una actividad seria), y atacaron un enérgico vals en el que prevalecía la tuba. Esto barrió con el joven elemento criminal extravagantemente vestido, que regresó a sus mesas, e igualmente con las mujeres más jóvenes con sus pelucas rosadas y púrpuras.

El teléfono de nuestra mesa empezó a sonar. Una muchacha estadounidense en el extremo opuesto del salón quería hablar con Dix. Había marcado su número creyendo que era alemán.

—Hola, tesoro —dijo él—. Te has equivocado. Soy americano, pero está bien. Aun así podemos acostarnos.

—Voy para allá. Quiero comprobar qué clase de imbécil habla de esa manera.

Era alta y rubia, de rasgos también grandes y cuerpo largo y esbelto. No había ningún patrón, por grosero que fuera, según el cual ella podría haberse apareado con él en un plano de igualdad (¿estarían dictando mis pensamientos las sombras de la vida nocturna nazi?). Se llamaba Susan, Susan Blaylock Pierce, se había educado en Wellesley y trabajaba en el consulado estadounidense. Además de la empresa importadora de cerveza, Dix también podía aducir que trabajaba para el Departamento de Estado, pero cuando escogió hablar de su trabajo en este último, bastaron cinco minutos para que Susan Pierce se percatase de la mentira.

—Bien, Randy Huff, o como te llames, te diré que la gente del Consulado debe de estar harta de ver tu escritorio vacío.

—No soy más que un pobre empleado, ama —dijo él.

Me di cuenta de que la había escogido para esa noche. Ella tenía una risa de caballo. Se puso a defender tozudamente las ventajas de la montura inglesa respecto de la de los vaqueros estadounidenses.

—¿Quién quiere ver a un palurdo desplomado sobre un caballo?

—Algunos necesitan un animal para trabajar y no para exhibir el culo, señora.

—Tú deberías haber sido un pequeño ogro lleno de verrugas —dijo ella.

A él le encantó eso. Los indicios de posición y rango social sonaban en su mente como una caja registradora. Oí el sonido de la campanilla por Wellesley y por Susan Blaylock Pierce.

El siguiente gambito de Dix me sorprendió.

—¿Te gustaría oír una larga historia acerca de mí? —preguntó.

—No.

—Señora, afloje un poco las riendas. Es un historia especial.

—De acuerdo, pero que no sea demasiado larga.

—Cuando yo tenía quince años —comenzó Dix—, estaba en excelente estado físico. Mentí acerca de mi edad para participar en un torneo de boxeo en Houston, y fui el vencedor de mi categoría. Casi no bebía. Corría diez kilómetros por día. Hacía flexiones con un solo brazo, con ambos brazos, de piernas. Cualquier proeza que quieras nombrarme, Susan, yo la hacía. Durante el segundo año de instituto podría haber sido presidente de mi curso, si hubiese pertenecido a la extracción social adecuada. Pero era feliz. Salía con una rubia de quince años, de ojos azules y tetas incipientes. —Susan Pierce manifestó su desagrado al oír esto—. No te ofendas —dijo él—. Eran unas tetas inocentes. Ni siquiera sabían para qué estaban. Yo amaba a esa muchacha, Cora Lee, y ella me amaba a mí. Era hermoso.

Bebió un sorbo de su copa.

—Una noche interrumpí mi sesión de entrenamiento para llevar a Cora Lee a nuestro gran salón de baile, Laney's, y exhibirla allí. Era la más bonita de todas. Laney's siempre estaba lleno de gentuza. Un lugar inmundo. Dejar sola a tu chica era como poner un pedazo de carne en un plato y pedirle a un perro que no lo mirara. Pero a mí no me importaba tener una pelea, y quería beber cerveza. Hacía un mes que no lo hacía. Por el entrenamiento. De modo que tenía sed. Dejé a Cora Lee en un banco y le dije: «Querida, no dejes que ningún hombre se siente a tu lado. Si se ponen pesados, diles que se cuiden de Randy Huff». La dejé y fui al bar a comprar dos latas de cerveza. Estaban heladas. Duras como rocas. Las llevé de vuelta, deseoso de sentarme al lado de ella y sentir su dulce muslo acariciando el mío mientras sorbía el primer trago de cerveza. ¿Qué vi entonces? Un tío la estaba abrazando. Cora Lee me miraba, aterrorizada.

BOOK: El fantasma de Harlot
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

WEBCAM by Jack Kilborn
The Ghost Files by Apryl Baker
Case of the Footloose Doll by Gardner, Erle Stanley
Eyeshot by Lynn Hightower
The Year of the Rat by Clare Furniss
Baghdad Central by Elliott Colla
Fairy by Shane McKenzie
Jungle Freakn' Bride by Eve Langlais