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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (40 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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»Bien, eso hace que Harvey se gane nuestro aprecio. Naturalmente, Philby invita a Bill y a su mujer, Libby, a la cena. En aquel entonces, Bill Harvey estaba casado con Libby. Yo le habría advertido a Philby que no lo invitase. No era muy optimista en lo que a expectativas sociales se refiere. Cuando se pone a un hombre sencillo como Bill Harvey al lado de un estrafalario como Guy Burgess, ni siquiera el Cielo puede ayudar.

»Bien, todos empezamos a beber. Harvey puede correr una carrera con Burgess, y Libby es igual. La mujer de Harvey es de Indiana o de Kentucky, de algún lugar agrícola, una muchacha sexy sin ninguna presencia, excepto una risa de caballo tan mala que sólo podría pertenecer a una duquesa. A ninguna fregona se le debería permitir reírse de manera tan estridente y vulgar. Pero aquello es una jarana. Harvey se ha estado jactando por todo Foggy Bottom de que tiene una relación sexual todos los días de su vida desde la tierna edad de doce años. Si no es con su mujer, dice, podría ser con la tuya. Y Libby no sólo está besando a todos los de la fiesta ("Tienes barro en el ojo", dice a gritos), sino que se ha puesto a flirtear nada menos que con Guy Burgess. Guy ha llegado a sacarle la mano de encima al muchacho que lo ha acompañado a la fiesta para jugar a los coches chocadores con el trasero de ella. Debajo de todo esto se siente esa desesperación generalizada que yo llamo pena social. Algo que no es suficientemente reconocido como una de las mayores pasiones. Harvey y Libby están llenos de pena social porque, en relación con los demás, saben que no hay golpecitos en el trasero que puedan derribar las barreras verdaderas.

«Burgess empieza a jactarse de sus poderes como caricaturista. "Dibújame", le pide Libby. "Ah, lo haré, querida", dice Burgess. Hace un dibujo de Libby. Me lo muestra a mí primero. Siempre me he enorgullecido de saber mantenerme impávido, pero te diré, Harry, fui incapaz de decir una sola palabra. Burgess dibujó a Libby demasiado bien. En un sillón con las piernas separadas, la falda levantada, con los dedos donde deben estar; incluso dibujó los detalles del vello púbico. Una expresión inconfundible en el rostro. Es como debe de verse en el momento en que se corre. ¡Burgess es un demonio perspicaz!

»No acabo de mirar el dibujo cuando Burgess me lo arranca de la mano y lo hace circular. La mayoría de la gente es lo suficientemente decente como para echarle apenas una ojeada, pero ya nadie quiere hacerlo desaparecer. Le hemos tolerado demasiadas cosas a Bill Harvey. De hecho, todos estamos asombrosamente preparados para ser testigos de su infortunio. Recorre la sala, intercepta el dibujo y... Pensé que le iba a estallar el corazón. Por un instante creí que iba a sacar el revólver. Pude sentir el impulso claramente. Conteniéndose con un esfuerzo de voluntad digno de una boa constrictor, coge a Libby de la mano (ella ya ha visto el dibujo y está sollozando) y salen juntos. Nunca he visto una mirada de odio igual a la que le dedicó Bill Harvey a Burgess. "Ojalá —dice Bill—, ojalá..." Pero no puede terminar la frase. Luego lo hace. "Ojalá te atragantes con la polla de un negro", dice Bill Harvey, y llega a la puerta. "El hombre acaba de dar su bendición", dice Burgess.

»Un mes después, Burgess es llamado a Londres. Desde allí parte junto a Sir Donald Maclean con destino desconocido, aunque, por supuesto, no puede ser otro lugar más que Moscú. Maclean, que también había estado destinado en los Estados Unidos, contaba con la mayor aprobación oficial posible en Los Alamos. De manera que ahora el problema era Philby. ¿Podía ser posible que estuviese trabajando para los soviéticos? No lo podemos creer. Te digo que era demasiado agradable. Te confieso que no estaba preparado para aceptarlo. Incluso preparé un memorándum de unas tres páginas para exonerar a Philby.
Noblesse oblige
. Entonces yo era menos ocurrente. Mi memorándum también hacía referencia a Burgess. Contaba que Guy se reunió a almorzar con nosotros un día; llevaba puesto un uniforme de oficial naval británico, muy sucio, estaba sin afeitar y no hizo más que hablar de "las malditas exageraciones en los datos técnicos sobre la nueva transmisión automática del maldito Oldsmobile". Burgess entiende mucho de coches, y me lo hace saber. Además, se jacta de haberse acostado muchísimas veces con el secretario de Philby. Esas tres páginas son virtualmente un memorándum del FBI. Puro chismorreo y nada de sustancia. Haciendo un balance, Philby termina en mi informe con más méritos que defectos.

»En este punto, de no ser por Bill Harvey, que seguía furioso, Kim podría haber capeado el temporal. Posiblemente, después de algunos años, podría haber vuelto a los buenos libros del MI6. Después de todo, ¿había oído alguien que el KGB permitiera a dos de sus agentes vivir en la misma casa? Kim debía de ser inocente de todo, salvo de haber cometido un error de opinión.

»Pero Harvey escribió su propio memorándum. Se había dedicado a engrosar sus ficheros. Ése ha sido siempre el otro lado de Harvey: es un gran trabajador. Había obtenido todo lo posible de la mejor contrainteligencia del FBI. El FBI había logrado descifrar unos cuantos códigos rusos que no estaban dispuestos a compartir con nosotros, pero considerando cómo son los viejos camaradas del FBI, Harvey obtuvo uno que habían interceptado y que J. Edgar guardaba debajo de su monumental trono. Hacía referencia a un alto topo británico. Las especificaciones concordaban con Kim Philby de manera tal que los poderes terminaron aceptando la versión de Harvey y no la mía. "Llamen a su Philby y pónganlo a prueba", le dice la CIA al MI6. Cosa que deben hacer, aunque aborrezcan la idea. Philby consiguió un empate en la audiencia ante el MI6. No hubo encarcelación, pero fue obligado a renunciar. Pobre Kim. Digo "pobre Kim" y sin embargo, si es culpable, es el peor de todos. En realidad, contra mi voluntad, he llegado a la convicción de que todo el tiempo pertenecía al KGB.

Con expresión de amargura, Harlot dio una chupada a su Churchill antes de agregar:

—Me temo que el consenso fue que Harvey demostró ser superior a mí en este caso. ¿Sabes? Al poco tiempo acusó a tu honorable padrino de ser un agente soviético. Eran los tiempos de Alger Hiss, no lo olvides. Joe McCarthy iniciaba su brillante carrera. Cuanto mejores sean tus antecedentes familiares, peor impresión se tiene de ti en casos como éste. De modo que me pidieron que me sometiera a la prueba del detector de mentiras, y aunque estoy muy nervioso, la supero. No tengo una enfermedad incurable. Y Harvey se convierte en uno de nuestros personajes prominentes. ¿Por qué te cuento todo esto?

—No estoy seguro.

—Porque quiero recordarte una vez más que el Diablo es la criatura más bella que ha hecho Dios. Bebamos por Kim Philby, un canalla consumado. Bebe por tu nuevo jefe, el jabalí salvaje de Dios, el rey William, el rey William Harvey, quiero decir. Si el criterio es la belleza, él no es un diablo.

Segunda parte
Berlín
1

Dix Butler llegó en un jeep a recogerme al aeropuerto Tempelhof. Otra vez compartiría el alojamiento con cuatro oficiales jóvenes, y Dix era uno de ellos. Nuestro apartamento estaba ubicado a unas manzanas del Kurfürstendamm, en el cuarto piso de un edificio de seis plantas en lo que antes de la guerra debió de haber sido un populoso vecindario. Era la única casa que quedaba en pie en nuestro lado de la calle. En la caja de la escalera, elaboradas molduras resquebrajadas daban lugar a paredes de cartón de yeso y fieltro en los rellanos superiores. Los suelos de parqué exhibían verdaderos muestrarios de linóleo. Todo coincidía con mi primera impresión de Berlín: polvoriento, pesado, remendado, gris, deprimido, aunque sorprendentemente libidinoso. Sentía la depravación en cada esquina, tan real para mí como las ratas o las luces de neón.

No sé si puedo permitirme una referencia más a mi vida sexual (aún un libro en blanco), pero en aquel tiempo yo reaccionaba ante la presencia del sexo como un diablillo en un cilindro sellado. Cuando bajé del
Viejo Tembloroso
por la rampa, tuve una experiencia singular. La visión de las atestadas calles de obreros alrededor de Tempelhof me produjo una erección. El aire, o la arquitectura, tuvieron el efecto de un afrodisíaco. El panorama de Berlín Oeste empezó a pasar por la ventanilla como noticiarios de ciudades bombardeadas en tiempos de la guerra. Vi edificios en todas las etapas de restauración o demolición, a medio destruir, o elevándose en solares libres de escombros que revelaban la parte posterior desnuda de los edificios de la manzana siguiente. En todas partes había vallas, motoniveladoras, grúas, camiones, vehículos militares. Como si hubiera transcurrido un año desde la guerra, no diez.

Mientras viajábamos, Dix se mostró de un ánimo discursivo.

—Me gusta —dijo—. Los berlineses del Oeste tienen la mente más rápida que he conocido. Los neoyorquinos no pueden compararse con esta gente. Hace unos días estaba yo sentado en el banco de un parque, tratando de leer un diario alemán. Frente a mí está sentado un hombrecillo prolijamente vestido con un traje a rayas, de tipo profesional. Se dirige a mí en un inglés perfecto. «¿Ve ese policía?», me dice. Yo levanto la mirada. Es un policía, un alemán corpulento más. «Lo veo —le respondo — . ¿Qué hay con él?» «Apuesto —dice el desconocido— que ese policía caga como un elefante.» Luego sigue leyendo. Berlín, Hubbard. Pueden decirte cómo caga un policía. Comparados con ellos, nosotros somos como gorriones que comen semillas en el estiércol del caballo, y hay estiércol por todas partes. Todos son ex nazis. El general Gehlen, que dirige el BND para los alemanes del Oeste, es un ejemplo. Nosotros solíamos financiarlo.

—Sí —dije — . Ya lo sé. —¿Haría diez años, durante el almuerzo en el Veintiuno, que mi padre se había referido a un general alemán que había logrado llegar a un acuerdo con la Inteligencia del Ejército estadounidense después de la guerra?—. Sí, he oído hablar de él.

—Consiguió informes de todos sus camaradas ex nazis que trabajaron con él en el frente ruso —prosiguió diciendo Butler—. Muchos de esos tipos se fueron de la lengua ante la posibilidad de obtener un empleo bien remunerado en la Alemania de posguerra. Después de todo, ahora el trabajo es fácil. Cualquiera de tu familia que se encuentre en la Zona Este puede brindarte información. Pero eso está bien. Si analizas el SSD, verás que hay comunistas alemanes del Este en la cúspide, y debajo de ellos la mitad de la Gestapo. Todo es una mierda, amigo mío, y yo me divierto como nunca.

Butler no dijo ni una sola palabra acerca del tipo de trabajo que me asignarían. Yo debía descubrir los detalles poco a poco. Los primeros días en Berlín estuve ocupado obteniendo acreditación para el trabajo que haría como tapadera, y un criptónimo: VQ/ INICIADOR. Pasé un tiempo considerable en el cavernoso apartamento que había conocido tiempos mejores. El mobiliario me deprimía. Mi cama tenía un colchón monumentalmente pesado, tan húmedo como un viejo sótano, y el soporte de la almohada podría haber sido fácilmente confundido con un tronco. Ahora me daba cuenta de por qué los prusianos padecían de tortícolis. En el cuarto de baño, el imponente trono, que perdía agua, tenía dos niveles: dentro de la taza ofrecía una repisa plana. Desde la infancia no me había sentido obligado a prestar tanta atención a lo que acababa de hacer; llegué a la conclusión de que se trataba de un testamento del amor que sentían los alemanes civilizados por los estudios escatológicos.

Mi empleo tapadera resultó ser tan oficinesco que vacilo en describirlo: tenía un escritorio en una unidad de aprovisionamiento del Departamento de Defensa, y debía presentarme una vez al día para asegurarme de que por error no se me había enviado ningún papel que requiriese verdadera atención administrativa. Los despachos eran estrechos, no tanto como el Nido de Serpientes, pero lo suficiente como para que mi escritorio, relativamente vacío, resultase atractivo para los empleados legítimos. Al poco tiempo empezaron a arrogarse derechos de ocupación. Para la segunda semana se habían apropiado, no sólo de mis cajones, sino también de la mesa. Aunque se me había advertido que el personal de la CIA que trabajaba en el Departamento de Estado o en las oficinas del Departamento de Defensa inspiraba resentimiento, no estaba preparado para la intimidad de la molestia. Al terminar la segunda semana, me dediqué a barrer de mi escritorio todos los papeles no autorizados, que ponía en una caja grande que dejaba en el pasillo cuando salía a almorzar. Cuando regresaba, se producía un silencio en el despacho.

Esa tarde se acercó a mí una comisión de tres miembros. Después de una exposición de veinte minutos referida a los méritos de mi situación, mi escritorio fue dividido, de común acuerdo, en zonas tan delimitadas como Berlín bajo las cuatro fuerzas de ocupación.

Probablemente nuestro tratado funcionó mejor que la mayor parte, pero en ese despacho nadie jamás volvió a sentirse cómodo en mi presencia. Casi no importaba. Yo no necesitaba más que un lugar donde las personas a quienes no les podía informar acerca de mi verdadero trabajo pudieran ponerse en contacto conmigo por teléfono o correo.

Mis tareas más legítimas se realizaban en el «Centro de la Ciudad». Ése era el nombre de una de las numerosas oficinas de la Compañía, un cobertizo rodeado por una cerca con alambre de espino. El resto de las oficinas, según una lógica particular que no pude descifrar, estaba diseminado por toda la ciudad, incluso el hogar del jefe Harvey, una gran casa de estuco blanco que no sólo hacía también las veces de oficina sino que estaba custodiada por fornidos centinelas, rodeada por una cerca y protegida con sacos de arena. Sus emplazamientos de ametralladoras apuntaban hacia las calles vecinas. El lugar era, por cierto, un reducto capaz de mantener durante unas cuantas horas la bandera en alto si los rusos avanzaban desde Berlín Este.

Pasé la primera semana en el Centro, ante el teléfono, practicando mi alemán aprendido en el curso intensivo con la esperanza de obtener informes del portero, el barman, el jefe de camareros y el
portier
de cada hotel de primera categoría. Al principio no me resultaba rutinario hacer una llamada sobre la base de una rápida orientación dada por un colega (¡por fin tenía colegas!) y comenzar mi verdadero trabajo como espía. De modo que, por un tiempo, fue divertido. Sí, me decía el portero del Bristol, o del Kempinski, o del Am Zoo (por lo general en un inglés considerablemente mejor que mi alemán), sí, de las cuatro personas cuyas actividades debía observar, una de ellas, Karl Zweig, había llegado en su Mercedes y subido a visitar la habitación 232. El portero me proporcionaría el nombre del ocupante de la habitación 232 cuando yo volviese a llamar esa tarde. Un asunto arriesgado. Y yo me sentía como si, por fin, hubiera entrado en la Guerra Fría.

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