El evangelio del mal (13 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Bannerman mete una docena de balas para matar jabalíes en la recámara de su fusil. La carga de la caballería al amanecer. Marie merece eso. En el peor de los casos, podrá colgar la cabeza del asesino encima de la chimenea de su casa.

Va a dar la orden de avanzar cuando el timbre de su móvil rompe el silencio. Es Barney, su suplente. La oficina del FBI de Boston acaba de llamar. Un equipo de federales va hacia allí en helicóptero con francotiradores. Bajarán directamente sobre las ruinas.

—Mierda, Barney, ¿por qué les has dicho dónde estamos?

—Creo que no lo entiende, jefe. Han sabido dónde se encuentra Marie gracias a un localizador que lleva siempre encima.

—¿Un qué?

—Una señal de socorro que los agentes en misión solo activan cuando corren peligro de muerte. Marie acababa de encenderla cuando me han llamado.

—¿Dónde? ¿Dónde la ha encendido?

—En vista de lo débil que es la emisión, ha debido de adentrarse varias decenas de metros bajo tierra.

—Pero, por el amor de Dios, ¿dónde?

—En la vertical de las ruinas. Deben de ser unas catacumbas que serpentean bajo los escombros de la vieja iglesia.

Un silencio. La voz de Barney chisporrotea en el móvil.

—Otra cosa, jefe. Los chicos del FBI me han dicho que ya saben a qué tipo de asesino nos enfrentamos.

—¿Y qué?

—Pues que sería mejor que se quedara atrás con sus hombres.

Un ruido a lo lejos. Bannerman levanta los ojos hacia el helicóptero que se acerca rozando los árboles. Intenta tragar la bola de angustia que le atenaza la garganta. Después cambia de frecuencia y sube el volumen del walkie-talkie al máximo.

—Marie, soy yo, Bannerman. Sé que estás en alguna parte bajo tierra y que debes de estar muerta de miedo. Ni siquiera sé si me oyes, pero me la suda. Así que voy a estar hablándote hasta el final, para que oigas mi voz, para que te agarres a ella mientras tus amiguitos del FBI te sacan de ahí. Por favor, Marie, intenta aguantar.

Capítulo 44

Plic, plac
.

Unas gotas repiquetean contra el cemento. Marie se estremece. Una pequeña chispa acaba de encenderse en algún lugar de su mente. Como una habitación oscura donde los tubos de neón parpadean uno tras otro y hacen retroceder las tinieblas, su cerebro se despierta. Capta desde muy lejos el sonido de las gotas que se extiende. Lentamente, asciende hacia la superficie de las cosas, recupera la conciencia de su cuerpo, de sus brazos y de sus piernas. Del calambre extraño y doloroso que recorre sus músculos.

Pam
.

Otro sonido, mucho más fuerte. Como martillazos contra una pared. No, contra algo de madera. El lamento hueco de la madera que el carpintero golpea con todas sus fuerzas. El chasquido del metal contra la madera y el chirrido de los clavos que se hunden en el corazón de un madero. Marie siente que aumenta el miedo en su interior. Es apenas una sensación, un hilo de tinta en un agua transparente. Pero su mente, que recobra poco a poco la conciencia, intenta desesperadamente dormirse de nuevo para escapar de ese hormigueo que se extiende por su carne.

Pam
.

Marie se sobresalta. Ahora, el ruido hace vibrar todo su cuerpo. Siente una quemazón, ligera al principio y luego cada vez más aguda, como la punta incandescente de un cigarrillo que se acerca; un calambre muerde sus pantorrillas, sube hacia sus muslos y su vientre.

Pam
.

Cada vez que se produce ese ruido, la onda del choque estalla en los hombros de Marie, en sus vértebras, sus caderas y sus tobillos. Su cerebro está ahora totalmente despierto, y lo que descubre la deja paralizada de horror.

Pam
.

Tiene los brazos y las piernas abiertos. Está desnuda. Nota el contacto rugoso de la madera contra su espalda, la quemazón de las astillas, que con cada golpe se clavan más profundamente en su piel. El miedo explota en su vientre. El ácido del miedo que los órganos aterrados segregan en abundancia, que las venas recogen y propulsan hacia los demás órganos, hacia los brazos y las piernas, que siguen sin responder. Marie intenta cerrar las manos. No lo consigue.

Pam.

Ese ruido, fortísimo ahora. Con los sentidos totalmente embotados por el hedor que la envuelve, recuerda: el chapoteo de la lluvia sobre la hojarasca y la silueta de Rachel escabulléndose entre los árboles. Recuerda la cripta, los muertos desplomados sobre los reclinatorios y los cadáveres crucificados. Y después recuerda la quinta cruz.

Pam.

El corazón de Marie se acelera. Siente cómo la punta de un clavo se hunde en el madero después de atravesarla. Un clavo de acero que penetra en la madera a través de la carne y de los tendones de su muñeca. Un líquido resbala por sus brazos y sus axilas. Sus pechos están impregnados de ese líquido pegajoso que se desliza por su vientre hasta el canal de su sexo, desde donde cae en gruesas gotas. Gruesas gotas que repiquetean contra el suelo.

Plic, plac
.

Marie abre los ojos y ve la gruesa correa de cuero que sujeta su brazo. Ve su mano abierta contra el madero y la mano que sujeta la suya contra este. La cabeza de un clavo sobresale de su muñeca hinchada. Ve el martillo que se alza de nuevo y a continuación se abate con fuerza.

Pam
.

Marie siente que la grieta del madero se ensancha por efecto del golpe. Siente el clavo que avanza por su carne. Un grito animal estalla en su garganta. Se vuelve y ve a Caleb, cuyo rostro sin vida la contempla. Está muy cerca de ella. Sus ojos brillan en la oscuridad de la capucha. Después siente que la mano helada del asesino agarra su muñeca mientras la otra mano levanta una vez más el martillo.

Pam
.

El clavo desaparece en la carne. La cabeza choca contra los ligamentos. Es extraño que ese clavo se hunda sin provocar ningún dolor. Como si su cuerpo no respondiera, como si no fueran sus brazos ni sus piernas lo que el asesino está clavando en la cruz. Sin embargo, el dolor no está lejos. Marie siente que avanza. Se abre paso a través de sus nervios entumecidos. Se acerca.

Capítulo 45

El asesino, concentrado en su obra, está tan cerca de Marie que su respiración hace temblar el pelo de la chica. El corazón de Marie late lentamente. No siente nada. Luego, la respiración se aleja y ella oye que baja la escalera que había apoyado en la cruz. Oye sus botas sobre el suelo de la cripta. Percibe los sollozos de Rachel. Y es al inclinarse hacia delante para verla cuando toma conciencia de pronto de los clavos que penetran en sus brazos y en sus piernas. En ese instante se da cuenta de que su cuerpo suspendido en el vacío solo está sujeto por las muñecas y los tobillos a los maderos de la cruz. Pequeños trozos de ella misma que se distienden y se desgarran alrededor de los clavos.

De repente, el dolor llega. Viene de tan lejos que Marie tiene la impresión de que no acabará nunca de llegar. Brota de sus muñecas y hace restallar la piel de sus brazos contra el madero. Explota en sus rodillas, sus codos, su vientre y sus tobillos. Marie cierra los ojos y deja escapar un aullido animal. Un destello de dolor sube hacia sus hombros y bloquea su plexo. Intenta mover los brazos y cerrar las piernas, Siente que los tendones de sus muñecas se restriegan contra los clavos. Nota la mordedura del acero en la carne de sus pantorrillas…, de los gruesos clavos metidos en sentido oblicuo a ambos lados de sus tibias.

El suplicio de la cruz. Marie lucha contra la tensión que endurece sus músculos, contra esa contracción que se inflige a sí misma para no dejar que el peso de su cuerpo tire de los clavos. Es una insoportable rigidez que hace temblar sus músculos, que la extenúa y la ahoga. Entonces, al límite de sus fuerzas, intenta relajar la tensión de sus brazos y sus piernas, pero la mordedura de los clavos hace que grite y se ponga rígida de nuevo para que cada fibra de su cuerpo tire de esas puntas que la traspasan.

Al borde de la asfixia, Marie se relaja. Se tensa y se relaja de nuevo, hasta que ya no puede contraerse ni relajarse más; haga lo que haga ahora, cualquiera que sea el movimiento que su mente ordene hacer a su cuerpo para escapar de ese dolor que la invade, siente que su carne se agota, que sus músculos y su piel se estiran alrededor de los clavos, se desgarran lentamente, se abren y se rompen. Vencida, renuncia y rompe a llorar. Gruesas y pesadas lágrimas, gritos de animal agonizante, alaridos roncos que retumban en las tinieblas de la cripta.

Crucificadas a su lado, las cuatro desaparecidas de Hattiesburg parecen mirarla. Como su carne putrefacta se desprende alrededor de los clavos, Caleb las ha atado con correas para evitar que caigan.

A través de sus lágrimas, Marie contempla esas órbitas vacías que la miran, esos rostros agrietados y esos labios aplastados que el sufrimiento ha contraído en la muerte. Sus manos se han soltado finalmente de los clavos. Cuelgan en el extremo de los antebrazos sujetos por las correas. ¿Cuánto tiempo llevan colgadas en el vacío? ¿Durante cuántas horas se han contraído y relajado para escapar de la mordedura de los clavos? ¿Cuántos días han transcurrido en medio de ese hedor de pudridero antes de que la muerte las haya liberado?

La desesperación es más fuerte que el dolor, de modo que Marie intenta contener la respiración para morir antes. Resiste unos segundos, pero la presión que aumenta en sus pulmones contrae de nuevo sus músculos y hace explotar el dolor. Entonces vuelve a dejarse caer y llora. Luego levanta los ojos. A través de las lágrimas, ve a Caleb, que permanece al pie de la cruz. La contempla, no se pierde ni uno solo de sus gestos. Parece impresionado por la formidable energía que invierte en rechazar lo inevitable. Detrás de él, los gemidos de Rachel han cesado. Su cabeza ha caído sobre sus manos. Está muerta.

Capítulo 46

Con los brazos levantados y las palmas mirando hacia el cielo, como si comulgara, Caleb permanece inmóvil al pie del altar. Marie escruta la oscuridad que llena su capucha. Ve el brillo frío de sus ojos, dos destellos de cristal que llamean a la luz de los cirios.

Su abrigo de cuero está abierto. Debajo lleva un sayal negro, un hábito de monje realzado por un pesado medallón de plata que brilla en la oscuridad y está decorado con una estrella de cinco puntas que enmarca a un demonio con cabeza de macho cabrío: el símbolo de los adoradores de Satán.

Marie mira los brazos levantados de Caleb, la piel de sus antebrazos, que sobresalen de las mangas del sayal. Tiene las manos anchas y las uñas negras. Unas manos llenas de astillas. Unas escarificaciones recorren su carne desde la muñeca hasta la sangradura del brazo. Son incisiones practicadas con la punta de un cuchillo, cuyos surcos repletos de tinta forman una especie de dibujo: llamas rodeando una cruz rojo sangre. Hacia la sangradura del brazo, allí donde sus extremos se juntan para rodear la cruz, las llamas se enrollan para formar una palabra que Marie no consigue leer. Después encuentra de nuevo la mirada de Caleb, el abismo de su mirada. Sabe que no puede esperar la menor compasión de un asesino como él y comprende que va a morir. Entonces cierra los ojos y tira de sus heridas para intentar morir antes.

—¿Marie? Est… aq…, Marie. ¿Me oyes?

Se sobresalta al oír la voz lejana y entrecortada de Bannerman en el auricular. Se sobresalta tanto que el movimiento le arranca un sollozo de dolor. Bannerman. Vuelve la cabeza hacia su ropa, que el asesino ha dejado en el suelo. La radio sigue funcionando y el auricular de infrarrojos transmite la voz del sheriff. Se concentra para escucharlo.

—¿Marie? Aguan…, Marie,… BI llega.

Unos chasquidos. La voz de Bannerman se aleja. Vuelve a hacerse el silencio. Marie cierra los ojos. «¿Qué has dicho, Bannerman? Dios mío, ¿qué has dicho?»

Se ahoga. Las fuerzas la abandonan. Tiene que ganar tiempo. Busca las palabras, las sopesa y trata de analizar la información que se agolpa en su mente para trazar el mejor perfil posible de Caleb. Necesita comprender cómo funciona para encontrar un fallo en su razonamiento. Pero el sufrimiento es insoportable. Cuchillas de dolor atraviesan sus músculos. Sus articulaciones amenazan con romperse. Tiene que darse prisa antes de perder el conocimiento. Así que se juega el todo por el todo. Con la voz empañada por las lágrimas, se identifica con la esperanza de que el asesino deje de ver en ella un trozo de carne sin alma.

—Me llamo Marie. Marie Megan Parks. Nací el 12 de septiembre de 1975 en Hattiesburg, Maine. Mis padres se llamaban Janet Cowl y Paul Parks. Vivían en una casa de obra vista en el número 12 de Milwaukee Drive. Iba a la escuela del condado, a la clase de la señorita Frederiks. Sacaba buenas notas. Excepto en matemáticas, porque no conseguía distinguir los números. Ya sabe, esos números que danzan delante de los ojos cuando el cerebro ha terminado una suma.

Una buena idea, esa alusión a sus padres y a sus raíces en Maine. Y al concepto abstracto de los números también. Como el asesino también fue un niño, eso puede funcionar. Una flecha de dolor le hace torcer los labios. No puede dejar demasiados blancos ni silencios. Prosigue:

—Mi hermano Allan murió de leucemia a la edad de nueve años. El médico se dio cuenta de que estaba enfermo pasándole el dorso de un tenedor por la piel de la pantorrilla. Al día siguiente, la zona que el médico había frotado con el tenedor estaba completamente amoratada. ¿Se imagina el efecto? ¿Completamente amoratada?

Un silencio. Marie se muerde los labios para ahogar sus sollozos. No comportarse como una víctima: a los asesinos les encanta rematar a las víctimas.

—Allan está enterrado en el cementerio de Grand Rapids, en Ohio. Allí vive mi abuela, Alberta Cowl. Fue ella quien lo cuidó los últimos días. La noche anterior a su marcha, entré en su cuarto. Allan estaba sentado en la cama. Estaba delgadísimo y se había quedado sin pelo. Recuerdo que estaba leyendo un catálogo de Navidad donde había señalado unos juguetes con rotulador rojo. Siempre he creído que fui yo quien le envenenó la sangre echando en su zumo de naranja los restos de lápiz que quedaban en el sacapuntas. Nunca se lo dije a mamá, pero estoy segura de que fui yo quien mató a Allan.

«Dios mío, qué dolor…»

Un silencio. La voz de Marie se quiebra.

—También tengo un perro que se llama Barnes. Bueno, «tenía» un perro, un viejo labrador ciego al que atropellaron el verano pasado. Lo enterré en mi jardín. Lo echo muchísimo de menos.

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