El evangelio del mal (10 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Capítulo 31

Terminada la cena, Parks dio las gracias a los Bannerman. Después quiso dar un rodeo para pasar por el bar donde trabajaba Mary-Jane Barko, en el barrio sur; un lugar lleno de cobertizos de chapa ondulada, descampados y con una vieja serrería donde los vagabundos duermen entre los montones de tablas. En el Campana, el aparcamiento estaba abarrotado de camiones y de camionetas abolladas; la clientela se componía esencialmente de camioneros y de viajantes de comercio. Guirnaldas de bombillas intermitentes se zarandeaban bajo el viento glacial. En el interior, luz tenue, papel matamoscas y música country en sordina.

Marie se instaló en la barra y pidió una botella de tequila, un poco de sal y unos trozos de lima. El barman la acompañó; se echó sal en la palma de la mano y mordió la lima entre trago y trago. A la cuarta copa, empezó a hablar.

Mary-Jane Barko era una chica solitaria, bastante dócil, que no buscaba hombres por dinero. Esa información adquiría todo su valor dicha por un tipo que consideraba a las mujeres preservativos gigantes. La chica trabajaba en el Campana desde hacía un mes. Había bajado de un autocar Greyhound con una maleta y un pañuelo rojo en la cabeza. Según ella, venía de Birmingham, Alabama. Ni novios, ni amigos, ni pasado. Una de esas vidas que a menudo sirven de tapadera para los secretos más terribles. Había alquilado una habitación en casa de la vieja Norma, al final de Donovan Street, un tugurio en la parte alta. Nada más.

Tras la octava copa, el barman le preguntó a Parks si quería ir a comer unas alas de pollo al Kentucky Fried Chicken de Hattiesburg cuando terminara su turno. Ella le preguntó qué coche tenía. Una vieja camioneta Chevrolet. Parks lo miró chupando con la punta de la lengua los cristales de sal adheridos a sus dedos. El tipo creyó que eso quería decir que sí. Pero quería decir que no.

En el mismo momento, sin que nadie sospechara nada, Rachel se adentraba en las tinieblas. Había dejado un mensaje en el móvil de Bannerman con su celular desde el cruce forestal de Hastings. Había encontrado una pista, un camino oscuro que llevaba al corazón del bosque de Oxborne. Decía que dejaba su móvil conectado con el buzón de voz de Bannerman para que pudieran oírla. Rachel estaba llevando el tarro de miel a la abuelita.

* * *

En todo eso es en lo que Marie Parks piensa mientras intenta despertarse bajo el agua ardiente de la ducha. Aguza el oído. Alguien llama a la puerta. Ve los destellos de un faro giratorio a través del cristal esmerilado de la ventana del cuarto de baño.

Se seca y se pone unos vaqueros, un jersey de lana y un impermeable. Antes de salir, consulta el reloj del salón; son las 0.50. Hace casi dos horas que Rachel ha desaparecido. Marie intenta concentrarse en ella, pero es en vano: el bosque se ha tragado a Rachel.

Capítulo 32

El Chevrolet Caprice circula a toda pastilla con el faro giratorio encendido por las calles desiertas de Hattiesburg, levantando agua a uno y otro lado al pasar. El asfalto brilla bajo la tromba de lluvia y la luz mortecina de las farolas. Algunas sombras inclinadas sobre cubos de basura escapan al oír el rugido del V8. El crepitar incesante de la radio, el ruido regular de los limpiaparabrisas, el azote de la lluvia sobre el capó… Marie se muerde los labios para no dormirse. Las luces de Hattiesburg desaparecen de golpe. Una última farola, un último cartel: Hattiesburg os saluda. Marie ve que han tachado la última palabra para sustituirla por otra. Hattiesburg os joroba. No les falta razón.

Los faros del Caprice iluminan aún algunas granjas dormidas antes de que el vehículo se sumerja en la noche. Cuando sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, Marie distingue una línea todavía más oscura que se recorta a lo lejos: el bosque de Oxborne.

El conductor levanta el pie y se adentra con el Caprice en un camino de tierra. Dando tumbos en los baches, los neumáticos levantan haces de agua embarrada. Marie se recuesta sobre el reposacabezas y contempla la luna que acaba de aparecer entre las nubes, una pequeña luna triste y sucia, como un reflejo de sí misma en un charco.

Pensativa, repasa lo que sabe del asesino de Hattiesburg. Poca cosa, en realidad. En cualquier caso, es un hombre: las asesinas en serie raramente matan a otras mujeres. Casi siempre matan a niños, a viejos, a hombres poderosos o violentos, pero prácticamente nunca a mujeres. A veces, a ancianas enfermas, pero en ese caso es más un asesinato por compasión que un crimen motivado por el odio.

Por tanto, un asesino caucásico. Un blanco que caza dentro de su propio grupo étnico. Nada más por el momento, a falta de cadáveres a los que practicar la autopsia, salvo que el asesino desnuda a sus presas y delimita su territorio dejando su ropa en la linde del bosque. Arranca su envoltorio, su aspecto distintivo. Les arrebata su estatuto de ser humano y las devuelve al estadio primigenio de la desnudez. Sí, eso es: las desnuda para anularlas mejor.

Para ese tipo de asesino, el envoltorio es una mancha, una mentira. Es un desollador. Va a la carne, al hueso. Pero la ropa no es más que la primera fase del despedazamiento. A continuación viene la epidermis: el asesino la arranca a jirones, o bien rasga la piel con ayuda de una cuchilla o de un ácido. Después la dermis, la piel profunda, y la carne que recubre los cuerpos, los tendones y los ligamentos; la escalda y penetra hasta el hueso. La cara también; saca los ojos antes de coser los párpados, raspa y frota los pómulos para borrar las arrugas y descomponer las facciones. Es un frustrado. Necesita tocar, poseer, apropiarse. Lo anima un odio devastador, tan grande que ya casi no lo siente. Pero, más allá de ese odio, lo que le aterra es la apariencia de sus presas, su propio reflejo en los ojos de ellas: sus víctimas son espejos que él quiere ensombrecer. Intenta disolverse en el anonimato de rostros ciegos. Un museo de cera. Luego, cuando sus muertas ya no tienen apariencia, les da otra menos aterradora para él: una peluca, un vestido, ropa interior. Les habla. Las castiga, las viola o las recompensa. Es todopoderoso. Es un coleccionista de cadáveres. La casa de las muñecas muertas. Primera hipótesis de trabajo. Falta encontrar la muñeca Rachel. Marie, que conoce bien a ese tipo de asesino, no se hace muchas ilusiones; nunca se sobrevive mucho tiempo a los caprichos del señor de las muñecas.

Una sirena suena en la noche. El vehículo aminora la marcha. Marie se incorpora y ve una línea de faros giratorios a lo lejos: el cruce forestal de Hastings.

Capítulo 33

El Caprice aparca al borde de la carretera, al lado del 4x4 de Rachel, una vieja camioneta Ford con los neumáticos gastados que la chica ha dejado allí antes de adentrarse en el bosque. Iluminado por faros de los otros coches de la policía, Bannerman espera bajo la lluvia. Marie se acerca a él y acepta el vaso de café que le tiende. Se fija en que una redecilla de plástico cubre el sombrero del sheriff y en que, cada vez que mueve la cabeza, el agua que se acumula en los bordes chorrea hasta sus botas. Unas gotas se deslizan también por su cara, como lágrimas.

Marie hace una mueca al tomar un sorbo de café. Quita la tapa de cartón y olfatea el brebaje. Huele a meados. Echa el resto del vaso al suelo y le pide un cigarrillo a Bannerman, que le pone uno entre los labios.

—¿No tienes uno negro?

—Los negros no me van. Lo mío son las negras. Y no para fumar, para tirármelas.

Marie enciende el cigarrillo con el mechero que Bannerman le tiende. Protege el extremo con la mano ahuecada y deja escapar un suspiro de humo en el aire glacial.

—¿Algún indicio?

—Poca cosa. Rachel ha descubierto una pista y ha decidido seguirla sola. Tenía una cita aquí. Me dejó un mensaje en el momento en que el tipo llegaba. Su móvil ha estado conectado hasta el final con mi buzón de voz.

—¿Y qué?

—Pues que el tipo en cuestión es nuestro asesino. ¿Quieres oírlo?

Marie no tiene ningunas ganas. Aun así, se acerca el móvil de Bannerman al oído. Después cierra los ojos y se concentra.

* * *

Un crujido. La lluvia repiquetea sobre la hojarasca. Unos pasos crujen sobre la grava. Silencio. Luego, la voz de Rachel suena en el aparato. Dice que tiene una cita con un informador. Tiene frío. Cierra la portezuela del coche y camina sobre la hierba por el borde de la carretera. Marie oye el chasquido de la tapa de un Zippo junto al auricular. Rachel arruga un paquete de tabaco vacío y lo tira.

Al oír el ruido del paquete que rebota sobre el asfalto, Marie apunta con la linterna hacia la carretera. Una bola de cartón rojo aparece en el haz luminoso. Marlboro. Con el móvil pegado a la oreja, Marie se aleja de Bannerman y sigue las huellas que Rachel ha dejado en el barro, caminando arriba y abajo mientras espera a la persona con la que ha quedado.

La voz de Rachel suena de nuevo. Dice que unos faros blancos se acercan. Marie siente que un escalofrío le recorre la espalda, el mismo escalofrío que ha sentido Rachel al ver acercarse el coche. Rachel dice que guarda el móvil en el bolsillo superior. Suenan unos «
bip
» en el oído de Marie: Rachel sube el volumen a tope. El roce del aparato contra la tela. La cremallera del bolsillo que se cierra. El repiqueteo de la lluvia sobre su impermeable. Ahora, Marie capta los latidos del corazón de Rachel. Un corazón de chica palpitando a mil por hora. El rugido de un viejo V8 aumenta en el auricular. El coche pasa por delante de la chica y se para unos metros más allá.

Marie alumbra con la linterna las huellas que el desconocido ha dejado al acercarse al arcén. Un 4x4 grande, tipo Chevrolet o Cadillac. Rachel informa de que es un Dodge. Un modelo antiguo de color azul. Dice también que la matrícula está cubierta de barro y que solo distingue unas letras.

El chasquido de una portezuela al cerrarse. El corazón de Rachel empieza a palpitar más fuerte: el desconocido se acerca. La chica describe un abrigo largo de piel negra y una especie de capucha que oculta su rostro. Como esas ropas que llevan los monjes.

Rachel tiene miedo. Marie no sabe por qué, pero tiene miedo. De repente, lo entiende: el hombre camina sobre la franja de grava que bordea la carretera, y sin embargo, sus botas no hacen ningún ruido, como si solo rozara la grava al andar. Sí, exacto: Rachel dice que las botas del hombre no hacen ningún ruido al pisar la grava. Después susurra que no puede seguir hablando: el tipo está muy cerca. Tal como Rachel ha debido de hacer, Marie dirige la linterna hacia el desconocido que se acerca. Un chisporroteo. Rachel susurra bajando la cabeza para acercar los labios al bolsillo donde ha metido el móvil. Está asustada.

—Dios mío. La luz de la linterna no ilumina su cara. Veo sus ojos, pero no tiene cara.

Una voz cavernosa como una tos. El desconocido dice algo que Marie no entiende. Luego, Rachel profiere un grito penetrante y echa a correr. En el móvil de Bannerman suenan ruidos de ramas partidas. La joven se adentra en el bosque, corre hacia delante. El resoplido de su respiración prácticamente cubre el ruido de sus pasos sobre la hojarasca. Está aterrorizada. Grita que el hombre lleva un cuchillo, que la persigue. Olvidando que está hablando a un buzón de voz, le pide a Bannerman que envíe refuerzos urgentemente.

Marie dirige el haz de luz de la linterna hacia la linde del bosque. Arbustos pisoteados y ramas partidas: por ahí es por donde Rachel se ha adentrado en las tinieblas. Por ahí se adentra también Marie, bajo las pesadas ramas que chorrean lluvia. Su linterna ilumina la pista que Rachel ha abierto entre los helechos. En el móvil, Rachel grita. Cae pesadamente sobre la hojarasca, se levanta y echa de nuevo a correr gritando. Se vuelve y dice que el hombre está detrás de ella. Dice que camina, que no corre y que, sin embargo, está justo detrás de ella.

—¡Dios mío, Bannerman, voy a morir! ¿Me oyes, Bannerman? ¡Hostia puta, estoy segura de que voy a morir!

El corazón de Rachel late en el oído de Marie. Su respiración silba a través de sus sollozos. Intenta calmarse; sabe que, si se deja dominar por el pánico, está perdida. Da zancadas más largas. Expulsa el aire por la boca como una velocista. Marie cierra los ojos. Esto no es un sprint, Rachel. Es una carrera de resistencia. La ganadora irá a descansar a una playa de arena blanca en Hawai. Zumo de piña, cócteles, surf. Para la segunda no hay sitio en el podio. Simplemente una puñalada en el vientre y una paletada de guijarros sobre la tapa de un ataúd.

Rachel se cansa. Cae de nuevo. Se ha hecho daño. No puede más. Tiene el pelo empapado. Unos mechones cubiertos de barro danzan ante sus ojos. Se vuelve y profiere un interminable grito de terror.

—¡Bannerman! ¡Este cabrón no corre y no consigo dejarlo atrás! Dios, ¿qué está pasando? ¿Por qué no consigo dejarlo atrás?

Rachel desenfunda su automática y dispara cuatro tiros a ciegas. Exclama: «¡Mierda!». Busca el arma a tientas en el barro. Grita. El hombre está sobre ella. La golpea en la cara. La golpea en el vientre. Le da patadas en el sexo. Todavía no la apuñala. Quiere jugar.

Rachel intenta defenderse. Alarga los brazos y las manos para protegerse la cara. Marie oye crujir sus huesos al recibir las patadas del asesino. El ruido del cuero contra la piel, el chasquido de las articulaciones y de los ligamentos que ceden. El tipo está dejándola tullida para asegurarse de que no se le escapará.

Rachel profiere un gruñido de dolor. El hombre le habla mientras la golpea. No grita. No está furioso. Incluso habla en tono suave, casi cálido. Marie aguza el oído para oír qué dice. Capta algunas palabras, una mezcla de latín y de dialectos olvidados. Una lengua muerta.

Rachel ya no grita. Sin embargo, el hombre continúa golpeándola: en el vientre, en la cara y en las costillas. Le destroza el cuerpo, pero no quiere matarla. Todavía no. Tiene mucho tiempo por delante. Uno de los golpes alcanza a la chica en el pecho. El móvil se rompe con un ruido de plástico rajado. Una señal sonora retumba en el auricular de Marie. Fin de la grabación.

Capítulo 34

Marie ha cerrado los ojos. Todavía oye los gritos de Rachel en medio de las ráfagas de lluvia que azotan su impermeable. Se vuelve hacia Bannerman, le pide una radio y se mete un auricular de infrarrojos en el conducto auditivo. De esta manera, sí se ve obligada a separarse de la radio, seguirá oyendo los mensajes del sheriff.

—¿Vas a hacernos uno de tus numeritos?

Marie mira fijamente los ojos azules de Bannerman.

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