El evangelio del mal (16 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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—El esmalte es mate y está agrietado. La dentina es blanda. El cuello de los dientes está a la vista y la encía retraída. Observamos también la presencia de importantes ulceraciones bucales características de una carencia prolongada de vitamina C.

Stanton, incrédulo, dirige el haz luminoso de su linterna hacia el lugar que le señala el dedo de Mancuzo, recubierto por una doble capa de látex. Este último prosigue:

—El doctor Stanton confirma que el sujeto presenta las tumefacciones características del escorbuto. Un síndrome que solo se encuentra en nuestros días en los países azotados por hambrunas particularmente largas y severas. El sujeto debía de alimentarse esencialmente de tubérculos, raíces y verduras hervidas. Poca fruta o ninguna. Poca carne o ninguna.

Con una mano sobre el micrófono para impedir que quede grabado, Mancuzo pregunta en voz baja:

—¿Escorbuto? Y ya puestos, ¿por qué no lepra? ¿A cuándo se remonta el último caso que has identificado en un cadáver americano?

—Es el primer caso que veo.

Capítulo 53

La puerta de los aposentos del Papa se entreabre. El suelo chirría. Inclinándose con un frufrú de sotana, el secretario particular susurra al oído de Su Santidad que los últimos cardenales acaban de llegar y que las ceremonias de apertura del Concilio Vaticano III comenzarán, como estaba previsto, a las cuatro de la tarde. El Papa asiente con la cabeza y mueve con languidez una mano. Después de haber dejado una jarra de agua sobre una bandeja de plata, el secretario se aleja. Las puertas se cierran a su espalda.

En el campanario de la basílica suena el ángelus. Cuando las campanas dejan de sonar, el lejano rumor de los turistas en la plaza de San Pedro llega de nuevo hasta los aposentos del Papa, donde Camano y Su Santidad han tomado asiento en sendos sillones de piel. El Papa se inclina hacia el cardenal.

—Lo que voy a revelarle ahora no debe salir de esta habitación bajo ningún concepto. Y mucho menos en pleno concilio, cuando tantos oídos indiscretos se mueven por los pasillos del Vaticano. ¿Me ha entendido?

—Sí, Santidad.

El Papa levanta la jarra de agua, llena dos vasos de cristal y le tiende uno a Camano, que lo deja sobre la mesa de centro.

—El suceso más secreto de la Iglesia comenzó el día de la muerte de Jesucristo. Las Escrituras afirman que, justo antes de entregar su alma, Jesús, en su agonía, perdió su visión beatífica. Hasta entonces, le bastaba cerrar los ojos para ver el Paraíso y a los ángeles del Cielo. Pero, al perder ese don en el momento de morir, se cree que debió de ver a la humanidad tal como era: la muchedumbre gritando a sus pies, el cordón de romanos rodeando la cruz, los insultos y los escupitajos, y que entonces se dio cuenta de que estaba muriendo por esos hombres. Las Escrituras dicen que Jesucristo alzó los ojos hacia el cielo y gritó:
«Eli, Eli, lama sabactani?».

—«Padre, ¿por qué me has abandonado?»

—Esas son sus últimas palabras. Después, Jesucristo entrega el alma. Así lo cuenta la versión oficial.

Un silencio.

—¿Dónde está el problema?

—El problema, querido Oscar, es que, exceptuando esa versión oficial, nadie sabe qué fue de Jesucristo después de morir.

—No le sigo.

—Los Evangelios afirman que los romanos entregaron el cuerpo a sus discípulos a fin de que estos pudieran enterrarlo según el rito judío en una tumba cerrada con una pesada piedra. Siempre según la versión oficial, tres días después de la muerte de Jesucristo, su cadáver desapareció de esa tumba sin que nadie hubiera movido la piedra que cubría la entrada. A continuación, Jesucristo resucitado se apareció a los apóstoles. Les transmitió el Espíritu Santo y los envió a evangelizar el mundo.

—¿Y qué?

—Pues que hay un vacío en las Escrituras entre el momento en que Jesucristo muere en la cruz y el momento en que sus discípulos encuentran su tumba abierta. Tres días sobre los que nadie puede dar testimonio. Todo lo demás, la vida pública de Jesucristo, su arresto, su proceso, la Pasión y su posterior ejecución están consignados en registros o fueron presenciados por miles de testigos. Todo es verificable. Con excepción de esos tres días. Y toda nuestra fe se basa precisamente en lo que pasó durante esos tres días: si Jesucristo efectivamente resucitó, eso significa que nosotros también resucitaremos. Pero, supongamos que Jesucristo no regresó de entre los muertos…

—¿Cómo dice?

—Supongamos que murió definitivamente en la cruz y que los tres días siguientes fueron una invención de los apóstoles para que su obra no acabara ahí y su mensaje se extendiera por el mundo.

—¿Es eso lo que cuenta el evangelio de Satán?

—Eso y otra cosa. Un silencio.

—¿Qué más?

—Ese evangelio no afirma solamente que Jesucristo no resucitó. Dice también que, después de haber perdido su visión beatífica, Jesús renegó de Dios en la cruz y que, al hacerlo, se transformó en Janus, una bestia aulladora que los romanos remataron partiéndole los miembros. Jesús, el hijo de Dios, y Janus, el hijo de Satanás.

—¿Quiere decir que aquel día fue Satanás quien ganó?

La mirada del Papa se enturbia.

—Vamos, Santidad, no es la primera vez que nos enfrentamos a este tipo de herejía. Ha habido cientos de evangelios parecidos y habrá otros. No tenemos más que negarlo todo y enviar a un batallón de científicos adheridos a nuestra causa. El pueblo de los creyentes cree primero en usted y después en Dios. Si el Papa dice que algo es verdad, entonces ese algo es verdad. Siempre ha sido así y no hay ninguna razón para que cambie.

—No, Oscar. Esta vez es más grave.

Capítulo 54

Guiados por las radiografías, los doctores Mancuzo y Stanton pasan a realizar un examen en profundidad del esqueleto de Caleb. La voz lenta de Mancuzo resume lo que los dos forenses piensan:

—El sujeto presenta numerosas secuelas de traumatismos óseos que han sido objeto de cuidados rudimentarios, como atestiguan los callos gruesos e irregulares que se han formado alrededor de las fracturas. Nos encontramos sin duda alguna en presencia de un individuo de unos cuarenta años biológicos, con un aspecto precozmente envejecido y un organismo consumido a causa de la ausencia de cuidados. Podría tratarse de un vagabundo que hubiera roto hace tiempo los puentes con la sociedad moderna. Por lo tanto, será conveniente orientar la investigación hacia los ambientes marginales de las grandes ciudades y los vagabundos registrados en las zonas rurales de los estados de Maine y Massachusetts. ¿Algo que añadir?

—Sí. Caleb envejece.

Mancuzo y Stanton se sobresaltan ligeramente al oír la voz de Parks. Mancuzo interrumpe la grabación.

—¿Cómo dices, Parks?

—Cuando estaba con él en la cripta, Caleb tenía el aspecto de un chico de treinta años como mucho.

—Creía que no habías podido verle la cara.

—Le vi las manos.

—¿Qué quieres decir? ¿Que ha envejecido diez años durante su estancia en la cámara frigorífica?

—Sí, eso es lo que quiero decir.

Mancuzo pasa un brazo alrededor de los hombros de Parks.

—Vale, querida, te han clavado en una cruz, has pasado ocho días en cuidados intensivos y ahora estás convencida de que el mundo es un asco, de que la tecnología nuclear va a matarnos a todos y de que los Giants no jugarán la próxima Superbowl. Es normal. Así que te propongo lo siguiente: voy a seguir haciendo la autopsia según las reglas científicas de la observación y el análisis, y si este tipo envejece de verdad, te invito a una cena por todo lo alto sin ni siquiera intentar acostarme contigo cuando te acompañe a casa.

Volviéndose hacia Stanton, Mancuzo añade:

—Eh, Stanton, ¿te mola si hoy hacemos la autopsia a un puto fantasma?

—¡Un cadáver que va a morir de viejo si no hacemos nada! ¡Joder, ya lo creo que me mola!

La voz de Stanton recupera la seriedad cuando reanuda la grabación:

—Examen radiológico finalizado. Continuamos.

Armados cada uno con una lupa luminosa, los dos oficiales examinan la piel de Caleb. Voz de Mancuzo:

—El sujeto presenta las patologías cutáneas características de los vagabundos: sarna, riña, impétigo, cicatrices de varicela y de viruela mal tratada. La epidermis está deteriorada. Observamos también la presencia de escarificaciones rituales en los antebrazos: unos surcos abiertos en la piel con ayuda de una hoja cortante y rellenados posteriormente con tinta indeleble. El dibujo representa unas llamas que rodean una cruz roja plantada en medio de una hoguera. Hacia la sangradura del brazo, la parte donde se juntan y rodean la cruz, las llamas se enrollan para formar una palabra. O más bien una abreviatura. I… N… R… I.

—Es un
titulus
.

—¿Un qué?

Cuando se vuelve hacia Parks, Mancuzo tiene la impresión de que a la joven se le han agrandado los ojos, como si estuviera hipnotizada por el cadáver, al que mira con intensidad. Cuando la voz de Marie suena de nuevo, cada palabra que escapa de sus labios traza un redondel de vaho en el aire helado.

—Un
titulus.
Una especie de tablilla que colgaban del cuello a los esclavos en los mercados de Roma, o que clavaban encima de los crucificados en la Antigüedad, a fin de que el pueblo supiera lo que habían hecho para merecer semejante suplicio.

—¿Y lo de INRI?

—Es el
titulus
que Poncio Pilatos mandó colocar sobre la cabeza de Jesucristo, en latín, en griego y en hebreo para estar seguro de que todo el mundo pudiera leerlo. INRI son las siglas del mensaje redactado en latín. Como en esa lengua la letra J no existía, este
titulus
significa:
«Iesus Nazarenus Rex Iudeorum»,
es decir, «Este es Jesús de Nazaret, rey de los judíos».

—¿Has aprendido todo eso en el catecismo?

—No, estudiando historia de las religiones.

—Y el fuego que rodea la cruz color rojo sangre, ¿qué es, según tú?

—Las llamas del Infierno.

—¿Perdón?

—Un dibujo como ese grabado en una tumba aramea significaba que el cadáver que contenía estaba condenado y que no había que abrirla bajo ningún concepto, pues, de hacerlo, esa alma muerta escaparía para atormentar al mundo.

—Entonces, si he entendido bien lo que dices, las escarificaciones que presenta este cadáver significarían que…

—…Jesucristo está en el Infierno.

Capítulo 55

—¿Grave hasta qué punto, Santidad?

El Papa permanece un momento absorto en sus pensamientos mientras el péndulo del reloj marca el silencio. Después comienza a susurrar tan bajo que Camano se ve obligado a inclinarse para oírlo.

—El evangelio de Satán relata que, tras su muerte, unos discípulos que habían presenciado la negación de Jesucristo, mataron a los romanos encargados de vigilar la cruz. Después se llevaron el cadáver de Janus para enterrarlo en una gruta al norte de Galilea. Por lo que sabemos, excavaron la roca de la caverna donde se habían refugiado y depositaron el cuerpo de Janus en un cubículo cuyo acceso taparon levantando un muro. Sobre él, grabaron una cruz color rojo sangre rodeada de llamas y coronada por las sagradas siglas INRI.

—¿Por qué el
titulus
de Cristo, si habían enterrado a Janus?

—Para los romanos,
«Iesus Nazarenus Rex Iudeorum»
significaba: «Este es Jesús de Nazaret, rey de los judíos». Pero, para esos discípulos, el mismo
titulus
se convertía en
«Ianus Rex Infernorum»,
lo que debe traducirse por: «Este es Janus, rey de los Infiernos».

Camano, dominado por una sensación de vértigo, tiene la impresión de que la voz del Papa flota en la habitación.

—Fue en esas grutas donde los discípulos de Janus escribieron su evangelio, en el que cuentan, uno tras otro, lo que vieron aquel día. Luego, perseguidos por los romanos, se dirigieron hacia Asia Menor, donde se instalaron en un monasterio subterráneo perdido en las montañas de Capadocia. Desde allí, mandaron misioneros en todas direcciones para propagar la herejía. Se sabe que esa secta acabó por desaparecer, sin duda exterminada por una epidemia.

—¿Y el evangelio?

El Papa se levanta trabajosamente del sillón y camina hasta los pesados cortinajes que ocultan la ventana. Aparta un poco uno de ellos y contempla un instante la agitación de los turistas en la plaza.

—En el año 452, cuando los hunos amenazaban Roma, el papa León I Magno se reunió con Atila en las colinas de Mantua. Le ofreció doce carros cargados de oro a cambio de la paz. Atila aceptó y, en muestra de respeto, devolvió al Papa un cargamento de manuscritos y pergaminos de los que sus jinetes se habían apoderado en los saqueos a los monasterios de Asia Menor. Cuando regresó a Roma con este extraño cargamento, León se encerró en sus aposentos y no salió hasta una semana más tarde, pálido y más delgado. Había llegado a sus manos una obra muy antigua y de una gran maldad, en cuya cubierta los pellejeros habían grabado una estrella de cinco puntas enmarcando a un demonio con cabeza de macho cabrío. Actualmente sabemos que esa obra era el evangelio de Satán, que los hunos debían de haber encontrado entre los cadáveres de la secta en Capadocia. Un manuscrito tan lleno de negrura y de maleficios que León, aterrado, decidió esconderlo del conocimiento de los hombres. Un silencio.

—Entonces creó dos órdenes secretas que todavía perduran en la actualidad: la orden de los caballeros archivistas, a la que confió la misión de recorrer el Imperio para recuperar los pergaminos y los manuscritos, y la orden invisible de las hermanas recoletas, que instaló en conventos perdidos en la cima de las montañas y a la que confió la tarea de conservar esas obras y estudiarlas en el mayor secreto. Después hizo llevar bajo escolta el evangelio de Satán al gran desierto de Siria para que estuviera fuera del alcance de los bárbaros. Unos años más tarde, los archivistas enviados a esa misión sin retorno fueron exterminados por la misma extraña enfermedad que había acabado con los discípulos de Janus y el evangelio cayó en el olvido.

El Papa regresa fatigosamente al sillón. Cuando retoma la palabra, el cardenal se da cuenta de que Su Santidad está agotado.

—Pasaron setecientos años durante los cuales la orden de los archivistas recorrió incansablemente Europa para salvar los tesoros del pensamiento humano de las hordas bárbaras que acosaban a la cristiandad. Se encontraron manuscritos de inestimable valor entre los escombros de los monasterios, pergaminos esparcidos por las ciudades en ruinas y papiros salvados de los incendios. Todas esas obras maestras eran transportadas de noche hacia los conventos-fortalezas construidos en la cima de las montañas, donde las recoletas se encargaban de restaurar las encuadernaciones rotas y copiar a la luz de las velas las preciosas miniaturas enrojecidas por el fuego antes de esconderlos en sus bibliotecas.

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