El evangelio del mal (11 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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—¿Es eso lo que quieres que haga?

—Si de verdad puedes ver cosas tocando los troncos de los árboles o husmeando las corrientes de aire, es nuestra única posibilidad de encontrar a Rachel. O sea que sí, es eso lo que quiero.

—Vale. Necesito ir veinte minutos por delante para no emborronar la pista. Vosotros os pondréis en marcha cuando yo os dé la señal. No intentéis alcanzarme antes de que os lo diga.

—¿Estás de coña?

—¿Tengo cara de estarlo?

—¿Y si el asesino está todavía aquí?

—Está todavía aquí.

Mientras se adentra en el bosque, Marie pone el volumen de la radio al mínimo para mantener la voz de Bannerman en sordina en el auricular. Él la insta a no cometer imprudencias y a marcar su recorridocon las briznas de lana roja que acaba de darle. Hay emoción en ese vozarrón cargado de tabaco. Pena y remordimientos. Bannerman se aclara la garganta, busca las palabras. Añade que no quiere que se pierda. Marie, tampoco. Aprieta el paso.

Capítulo 35

En el corazón del bosque, la agente especial Marie Parks cierra los ojos y escucha cómo caen las gotas de lluvia sobre el plástico de su capucha. El agua resbala a lo largo del impermeable y se cuela en sus botas. Un viento glacial curva la copa de los árboles y levanta remolinos de hojas. Marie alza los ojos hacia los trozos de cielo que aparecen entre las ramas. Un ejército de nubes negras se abalanza hacia la luna.

Marie se concentra. Crujido de los troncos bajo las ráfagas de viento. Repiqueteo sordo de la lluvia. Murmullo de los helechos. Nada más. Suspira. Hace media hora que anda a tientas en medio del frío y la oscuridad. Media hora marcando su recorrido con briznas de lana y siguiendo una pista que ya no lleva a ninguna parte.

Un agujero de cielo gris en la negrura del bosque. Marie acaba de llegar a un claro lleno de robles talados que los explotadores forestales han descortezado antes de apilarlos. Olor de serrín y de savia, la sangre de los árboles. Marie intenta captar olores anteriores: la piel de los árboles, de los millones de troncos negros y nudosos, de los miles de millones de ramas, efluvios de musgo y de podredumbre, el aliento de la tierra blanda que digiere los cadáveres y los árboles muertos. La noche. El silencio ensordecedor del bosque.

Distingue los contornos de una mesa para excursionistas; es de madera tosca y rugosa, apenas cepillada. Se sienta. Bajo la yema de los dedos, identifica muescas e inscripciones grabadas con un cuchillo: una fecha y un nombre. Marie nota que un hormigueo le recorre los brazos y las piernas. Su ritmo cardíaco aumenta a ciento veinte pulsaciones por minuto. Una visión. Cierra los ojos.

Flash.

Hace bueno, casi calor. El sol brilla. Grandes nubes blancas flotan en el cielo. Huele a polen y a hierba fresca, a ortigas, a menta y a zarzas cargadas de moras. Marie está sentada a la mesa. La brisa templada hace cosquillas en las aletas de su nariz. Unas abejas zumban en el aire inmóvil. También huele a savia de pino y a piedra caliente. Voces de niños a lo lejos. Marie abre los ojos. El claro ha desaparecido. Entre los árboles, a los que solo les quedan unas temporadas de vida, hay un mantel rojo extendido sobre la hierba. Una familia está comiendo, una pareja y dos niños. Sus rostros se ven borrosos, como si estuvieran cubiertos por una capa de plástico transparente que difuminara sus rasgos. Sus siluetas se evaporan. Marie toca la mesa. El nombre y el corazón han desaparecido. Sus dedos se crispan.

Flash.

Invierno. Nieve. El aire es cortante; el cielo, turquesa, profundo. Los olores cálidos se han desvanecido; tan solo persiste el frío, el hielo y el viento, olores azules. Unos ladridos suenan en el sotobosque. Unas voces responden. Marie abre los ojos y ve que unos cazadores surgen de la espesura; dos colosos con cazadora forrada de piel y pasamontañas. Responden a los gritos de los ojeadores, que resuenan a lo lejos. Crujidos de ramas. Un ciervo surge de una arboleda. Dos disparos restallan en el aire helado. El animal se desploma, herido. Sus pezuñas rascan el suelo. Su pelaje se empapa de sangre.

A través del vaho blanco que escapa de sus fosas nasales, el ciervo mira a Marie. Sabe que está allí. Los cazadores se acercan. Uno de ellos apoya la bota en el costado del animal y le pone el cañón del arma detrás de la oreja. Una lluvia de sangre salpica la nieve. Los ojos del animal se inmovilizan. Las uñas de Marie se clavan en la madera.

Flash.

Las estaciones se suceden. Los árboles crecen y las ramas se alargan. Marie ve cómo sus hojas amarillean y caen, empujadas por los brotes que se abren y liberan otras hojas. Marie alza los ojos. Las nubes se desplazan a toda velocidad por el cielo. Los días y las noches desfilan. El rojo del crepúsculo y el azul oscuro que sigue. Luego, como un corazón que se detiene, el tiempo disminuye de velocidad. Un latido más, un pestañeo, unos días que pasan, unas horas, minutos y después segundos. Unas gotas empiezan a repiquetear sobre el impermeable de Marie. La lluvia. El claro. El barrizal. Bajo sus dedos, las inscripciones han reaparecido. Falta media hora para la llamada telefónica de Bannerman. Solo queda esperar.

Capítulo 36

Un crujido de ramas secas. Una sensación de miedo, ardiente como el ácido. Marie se vuelve y ve una silueta clara que pasa entre los árboles. Una silueta desnuda, titubeante, al límite de sus fuerzas: Rachel. Está aterrorizada. Marie siente su terror en ella. La silueta se recorta a la luz de la luna. Rachel se aproxima. Se detiene muy cerca de Marie y apoya las manos en la mesa. Ya no grita, ya no tiene fuerzas para hacerlo. Se inclina para recobrar el aliento. La lluvia cae sobre sus hombros. Sus brazos y sus piernas tiemblan de cansancio. Los cabellos empapados ocultan su rostro. Con los ojos anegados de lágrimas, Marie contempla las manos de Rachel, sus dedos retorcidos y rotos por las patadas que ha recibido, sus uñas en carne viva.

Un ruido a lo lejos. Rachel se yergue y escruta la oscuridad. Su cara está ensangrentada, sus labios tumefactos se entreabren. Marie alarga una mano para tocarle el brazo. Nota su piel helada bajo los dedos.

Flash.

Ya está, Marie se ha metido en la piel de Rachel. Está desnuda como ella. Como ella, tiene frío. Nota las agujas de pino bajo sus pies. Gime al sentir las heridas de Rachel que se abren una a una en su piel. Le duele la boca y el sexo. Un dolor atroz que le retuerce las entrañas.

Flash.

El monstruo ha alcanzado a Rachel doscientos metros antes del claro. Ha terminado de golpearla. Se tumba encima de ella y rasga su ropa. La espalda desnuda de la joven se hunde en la tierra blanda. En su interior entra barro junto con el sexo del monstruo. El asesino la posee embistiendo con todas sus fuerzas contra su pelvis, que se hunde en el fango. La viola y le rompe los dientes a puñetazos. Después eyacula dentro de ella y la deja huir. Es un gato: quiere jugar.

Flash.

Rachel se ha levantado. Ha hallado fuerzas para echar de nuevo a correr. Grita mientras corre entre el barro y las zarzas. La sangre que mancha su rostro la ciega. Vislumbra el claro a lo lejos. Detrás de ella, el asesino camina; deja que coja un poco de ventaja. Tiene tiempo. La cacería no ha hecho más que empezar.

Otro ruido, mucho más cerca. Marie se sobresalta. Sus dedos se alejan de la piel de Rachel. El contacto se ha interrumpido. Se reintroduce en su cuerpo. Sus dientes rotos se reconstruyen, sus labios tumefactos se deshinchan y las heridas que abrasan su sexo se cierran. La caricia de la ropa en su piel. Marie mira a Rachel, cuyos ojos se agrandan a causa del terror y que gime en voz muy baja, como si hablara a Marie:

—Dios mío, no consigo escapar.

Rachel se aleja. Su silueta se desdibuja entre los árboles. El repiqueteo de la lluvia. El silencio. Alguien anda sobre la hojarasca. Marie se vuelve. Otra silueta se recorta en la oscuridad, una silueta tan grande y tan sombría que a su alrededor la noche parece menos oscura. Es la noche entera lo que avanza hacia ella. El señor de las muñecas. Marie percibe el mal absoluto de su alma. Está tranquilo. Sabe que su presa no tiene ninguna posibilidad de escapar. Se acerca. Está ahí.

El asesino lleva un abrigo de cuero y guantes. Una amplia capucha de monje oculta su rostro. De pronto, cuando se disponía a proseguir su camino, se detiene junto a la mesa donde Marie, sentada, lo mira. Duda. Ha percibido algo. Olfatea. No. Husmea. Es un predador. Marie quiere cerrar los ojos para interrumpir la visión. Demasiado tarde. Sin dejar de husmear, el hombre se vuelve hacia ella. Sus hombros se agitan. Un hilo de aliento escapa de entre sus labios. «No, es una risa. ¡Lárgate, Marie!»

El hombre la mira. Ella percibe la negrura de su alma, siente cómo se insinúa en su mente. Intenta penetrar en ella para averiguar quién es. Una voz escapa de la capucha, una voz muerta que se expresa en una lengua desconocida. Innumerables preguntas resuenan como ladridos en el cerebro de Marie, chocan las unas con las otras y se enredan. El hombre está furioso. Pero Marie nota que despunta otra cosa bajo esa cólera: un sentimiento que el asesino intenta disimular. De repente, comprende lo que ocurre: el hombre tiene miedo. Apenas una gota de miedo en medio del océano de su cólera. Un sentimiento tan extraño en la negrura de ese corazón que hiela la mente de Marie. La cólera y el miedo, los dos componentes del odio. Entonces, comprendiendo que no se puede esperar nada de un asesino así, Marie se concentra con todas sus fuerzas para impedir que viole su mente. Pero el hombre es mucho más poderoso que ella. Las resistencias mentales de Marie están a punto de ceder cuando un grito lejano desgarra el silencio. Rachel ha caído. Rachel se ha herido.

El asesino se pone de nuevo en marcha. Tiene hambre. Los dedos de Marie se crispan sobre la madera de la mesa. La visión se interrumpe. La última imagen estalla como un cristal. El repiqueteo de la lluvia. El rugido del viento.

Capítulo 37

Marie se dobla por la cintura y vomita. Le pasa siempre después de una visión. Una puñalada. El estómago que se contrae y expulsa el terror acumulado por las imágenes. Luego el dolor se difumina. Quedan la migraña y el miedo.

Rachel ha pasado por el lugar donde ella se encuentra en este momento. Ha cruzado el claro y ha desaparecido por el otro lado de los árboles. Marie se levanta y echa a correr. Con los brazos delante de la cara para protegerse de las ramas, corre en la oscuridad. Rachel ha rozado este árbol, que todavía conserva la huella de su recuerdo. Ha tocado este otro tronco. Se ha detenido frente a ese. Marie se apoya un instante en él y cierra los ojos.

Flash.

Rachel no puede más. El cansancio hace silbar sus pulmones. Le duele todo. Tiene ganas de morir. Intenta detener los latidos de su corazón. Las hormigas hacen eso cuando no pueden escapar del predador que las persigue. Pero Rachel no lo consigue. ¡Maldito corazón que no deja de latir! Un ruido detrás de ella. Sofoca un sollozo y echa de nuevo a correr. Su piel mojada brilla débilmente entre los árboles.

Al igual que Rachel, Marie ha reanudado su carrera ciega a través del sotobosque. Siente que el terror le anquilosa las piernas y le corta la respiración. Un chisporroteo y la voz de Bannerman suena en el auricular:

—Marie, ¿me recibes?

Ella no contesta. Corre. Sigue un sendero arenoso que los pies de Rachel han encontrado y por el que puede correr más deprisa. Distingue las huellas de los pies desnudos de la joven. Corre tan deprisa como puede. Sus tobillos se tuercen en la arena blanda. De repente, Marie tropieza en la raíz de un pino y cae de bruces ahogando el grito que estalla en su pecho. Es ahí donde Rachel ha caído. Ahí, donde se ha roto el pie y ha gritado de dolor. Los dedos de Marie se crispan sobre la arena.

Flash.

Rachel no puede seguir corriendo. Ha perdido. Se vuelve y ve la silueta del predador que avanza por el camino. Ve el destello blanco del puñal que lleva en la mano enguantada. Entonces empieza a excavar en la arena sollozando, intenta sepultarse. Llama a su padre. Le suplica que vaya a salvarla. Se acuerda de un día que quedó atrapada en el sótano, sin luz, y de los monstruos que reptaban hacia ella, de aquellos dedos que la agarraban de los tobillos y de aquellas arañas que trepaban por su pelo. Fue su padre quien encendió la luz y la cogió en brazos. Los brazos musculosos de su padre, su agradable olor a colonia. Es a él a quien Rachel pide ayuda mientras la bota del asesino aplasta su cara contra la arena. Suplica. No quiere morir. Pero el asesino no la escucha. Ya ha dejado de jugar.

Tendida sobre la arena, Marie ha cerrado los ojos. Ahí es donde el rastro de Rachel se pierde. Como si el bosque la hubiera engullido. La voz jadeante de Bannerman suena de nuevo en el auricular:

—¡Mierda, Marie, dime qué está pasando!

Ella abre los ojos. No puede más. Un alba brumosa ilumina el bosque. Ve una mancha roja en la arena. La toca y se acerca el dedo a los labios. Sangre. Coge el micrófono:

—Todo en orden, Bannerman. Seguid manteniéndoos a distancia, continúo tras la pista.

Capítulo 38

Marie hace una mueca al sentir que el dolor estalla en su tobillo. Se afloja los cordones y se ata un pañuelo alrededor de la articulación. Después deja caer lentamente el peso de su cuerpo y, al constatar que el dolor ha cedido, vuelve a dirigir la atención hacia los charcos de sangre. Ahí es donde el rastro de Rachel se interrumpe. Ahí es donde se ha evaporado. Marie examina la marca que el cuerpo de la joven ha dejado al caer de bruces sobre la arena. Roza la cavidad que su rostro ha dejado cuando el asesino le ha aplastado la cabeza con la bota. Sangre y lágrimas.

Avanza unos pasos por el sendero y se inclina para observar las profundas y regulares huellas que las botas del asesino han dejado en el suelo después de haber alcanzado a Rachel. Las examina con la yema de los dedos: primero el talón, ancho y nítido; luego la suela, que se extiende, y la punta, que se hunde y proyecta una lluvia de arena sobre el resto de la huella. El hombre camina dando firmes zancadas. Sabe adónde va.

Marie repara en que las huellas del pie derecho son más profundas que las del pie izquierdo. Sigue el rastro. De vez en cuando aparecen gotas de sangre. Cierra los ojos: el asesino transporta a Rachel. Todavía no está muerta. La lleva a su antro.

Un faisán surge de entre la maleza y desaparece en el cielo bajo. La llamada de un cuclillo suena a lo lejos. El
toc-toc
de un pájaro carpintero atacando un tronco hueco. El bosque despierta.

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