Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
18:10 horas. Benny se detiene en el semáforo que regula el cruce de Stutton y Union Street. Se sabe porque a esa hora Brett Mitchell, un amigo de los Madigan, baja la ventanilla de su 4x4 para saludar a Benny. El chico le devuelve el saludo y cruzan unas palabras. Luego, el semáforo se pone en verde y Benny extiende el brazo hacia la izquierda para adentrarse en Union Street. Otro toque de claxon. Brett Mitchell, que continúa recto por Stutton, mira cómo el chaval se aleja por la calle comercial. Es la última vez que lo ve.
18:33 horas. Benny sale del Wal-Mart de Union Street, donde ha hecho una parada para comprar caramelos y petardos. Las cintas de vídeo del supermercado no dejan lugar a dudas. Se ve cómo el chico coge las golosinas de las estanterías. Se le ve también robar un tebeo y esconderlo debajo de la cazadora. Después se dirige a la caja, le da un billete de cinco dólares a la empleada, se guarda el cambio y sale del establecimiento.
18:42 horas. Benny Madigan pasa por delante del Starbucks de Union Street. Rachel Porter, una amiga de su madre, está tomándose un capuchino en la terraza. Justo en el momento en que Benny pasa, levanta la cabeza porque uno de los platos de su cambio de velocidades chirría. Le hace una seña con la mano, pero Benny no la ve; está concentrado en la palanca de cambio. Mete la quinta. La cadena sale del cuarto plato del cambio de velocidades. Deja de oírse el chirrido. Benny se levanta apoyado en los pedales y acelera como un demonio.
Rachel Porter recuerda que ese día el adolescente llevaba unos vaqueros
baggy
de los que sobresalían unos calzoncillos blancos. Recuerda también que un candado de combinación daba golpes contra el manillar. Luego, Benny gira a la izquierda en Tekillan. Son las 18.43. Le queda un kilómetro por recorrer. Un kilómetro que conduce a la nada, un túnel invisible, fuera del tiempo, que devorará a Benny Madigan.
A las 19:30, la madre de Benny llama al 3.125 de Northridge Road para asegurarse de que su hijo ha llegado bien. Los padres del amigo se quedan desconcertados: a las 18:50 —la relación de llamadas de la compañía telefónica lo confirma—, Benny les llamó con su teléfono móvil para decirles que había tenido un pinchazo en el cruce de Tekillan con Northridge. El padre le preguntó si quería que fuera a buscarlo, pero Benny respondió que llevaba bomba y que se las arreglaría. Después se despidió y la comunicación quedó interrumpida. Nada más. ¡Ah, sí! Justo antes de que Benny colgara, el padre oyó un coche que frenaba a su altura; el ruido de una ventanilla eléctrica bajando y una voz de hombre apenas audible entre el estruendo de la circulación. El conductor pide a Benny que lo oriente. El chico contesta algo, se interrumpe, dice adiós al padre de su amigo y cuelga, sin duda para indicar al automovilista la dirección que debe seguir. Eso es todo.
Después de Rachel Porter, que lo vio desde la terraza del Starbucks de Union Street, nadie volvió a ver a Benny. Nadie sabe qué pasó entre los cuatrocientos metros que separan ese cruce y el 3.125 de Northridge Road. Ningún testigo de su desaparición, cuando tantas personas lo habían visto poco antes. Nada, ni siquiera en la gasolinera que hace esquina.
Cuatro horas más tarde, la policía encontró la bicicleta de Benny Madigan en un callejón sin salida perpendicular a Northridge Road, situado doscientos metros más allá del número 3.125. Ningún cadáver, ninguna prenda de vestir, ningún rastro de las golosinas compradas en el Wal-Mart o de la mochila Nike.
Instalaron controles en las carreteras con la esperanza de encontrar al misterioso conductor que había preguntado una dirección a Benny. Organizaron una batida por los bosques, buscando en los pantanos y en el lecho de los ríos. Sin resultado. Entonces enviaron el expediente Madigan al departamento de Personas Desaparecidas del FBI, donde aterrizó sobre la mesa de Parks junto a una pila de otros expedientes sin resolver; entre la descripción de Amanda Scott, ocho años, desaparecida en los alrededores de Dallas cuando iba a buscar un carrito en el aparcamiento de un supermercado, y la de Joan Kaprisky, trece años, volatilizada en Kendall, Alabama, en plena sesión de cine. Casos antiguos a los que se había dado carpetazo sin haber obtenido ningún resultado al término del plazo fatídico de quince días, pasado el cual las posibilidades de encontrar al niño prácticamente eran nulas.
Desde su despacho de Boston, Marie Parks estaba revisando los nuevos ficheros de desaparecidos cuando abrió por casualidad el expediente de una niña que precisamente acababa de superar ese plazo de quince días. Fue entonces cuando tuvo su primera visión.
La primera visión de Marie se llamaba Meredith. Meredith Johnson. Una niña de ocho años que había desaparecido hacía quince días camino del colegio. Quince días de batida registrando el bosque y dragando los pantanos. Una cría desaparecida entre cientos más cuyo rastro se perdía de repente.
Meredith vivía en Bennington, Vermont, un pueblucho perdido en las Green Mountains. Era una chiquilla rubia cuya cara regordeta y cuya silueta un poco robusta delataban cierta debilidad por los batidos de leche y las hamburguesas.
El día de su desaparición, Meredith llevaba unas zapatillas Adidas de color amarillo y un anorak naranja, el mismo que lucía en las fotos que mostraban también que llevaba un corrector dental. Pero, más aún que esa vestimenta, lo que había atraído la atención de Marie era la ausencia total de testigos. ¡Como si una niña con zapatillas de deporte amarillas y anorak naranja pudiera desaparecer de repente sin que nadie la hubiera visto en uno u otro momento! Era eso lo que no encajaba en el caso Meredith. Es inevitable que cuando uno tiene ocho años y va solo por la calle, cuando lleva un anorak naranja y vive en la misma ciudad desde que nació, aparezca al menos una fracción de segundo en el campo visual de alguien, en el espejo de un retrovisor o a través de las cortinas de una cocina. Es inevitable que, como en el caso de Benny Madigan, siempre haya una anciana que está paseando a su perro, un empleado municipal que recoge las hojas secas, un vendedor a domicilio de biblias o un técnico en reparación de lavadoras que te ve y conserva tu imagen grabada en un rincón de su memoria. Siempre. Salvo en el caso Meredith Johnson. Y era precisamente esa ausencia de testigos lo que no encajaba. Como si esa desaparición hubiera sido planeada durante semanas por un asesino en serie. Un allegado o, por lo menos, un habitante de Bennington. Un predador que debía de haber pasado días enteros espiando las idas y venidas de la niña. No obstante, incluso en ese caso, alguien debería haber visto algo. Sin embargo, no, nada de nada. Como si un tornado se hubiera llevado súbitamente a la chiquilla o unas arenas movedizas la hubieran engullido.
Marie tomó un vuelo interior para Vermont y después fue a Bennington en un coche de alquiler. Allí, interrogó a los transeúntes y recorrió mil veces el trayecto entre el colegio y la casa de Meredith. No quedaba ni el menor rastro, ni el más mínimo indicio, ni una sola imagen, aunque fuera borrosa, ni el menor recuerdo de la existencia de Meredith Johnson. Como si esa niña con anorak naranja y zapatillas de deporte amarillas no hubiera vivido jamás en Bennington.
Agotada y decepcionada, Marie reservó una habitación en un motel a las afueras de la ciudad. Y esa noche soñó con Meredith.
Marie Parks se durmió viendo el programa de entrevistas de Larry King y se despertó unas horas más tarde en medio de un trigal bajo la luna.
Hace frío. El trigo se ha recogido hace unas semanas y han prendido fuego a los tallos secos y cortos que han escapado de la cuchilla de la segadora. Arqueando las aletas de la nariz mientras duerme, Marie aspira el olor de pan quemado que se desprende de la tierra. Después abre los ojos y distingue una silueta en el horizonte: una niña con un anorak naranja que camina por la linde de un bosque a través del cual no se filtra ni luz ni sonidos. Meredith. Marie está a punto de llamarla cuando oye un ruido a su espalda. Un repiqueteo de patas sobre la tierra carbonizada. Se vuelve y ve un gran perro negro que se dirige hacia ella. Es un viejo rottweiler, que corre haciendo chasquear las mandíbulas en el vacío y babeando. Marie se agacha, al tiempo que desenfunda su arma y vacía un cargador contra el perro cuando pasa a su altura. Los proyectiles de 9 mm abren profundas heridas en el pelaje del animal, pero ningún impacto logra detenerlo. El rottweiler deja atrás a Marie y acelera la carrera para alcanzar a Meredith, que acaba de verlo.
Aunque el viento ahoga su voz, Marie le grita a Meredith que sobre todo no entre en el bosque, que es el bosque lo que ha engendrado ese monstruo para obligarla a adentrarse en él, que ese perro no existe y que no tiene más que cerrar los ojos para hacerlo desaparecer.
Marie intenta correr, pero le pesan las piernas, las mueve con lentitud porque le resulta difícil levantarlas. El embotamiento de los sueños. Ve cómo las ramas se apartan para dejar pasar a la chiquilla, que, aterrorizada, se adentra en el bosque. Luego el rottweiler desaparece también entre los árboles y las ramas se cierran sobre él como brazos. Un grito a lo lejos. Marie siente el terror de Meredith. Acaba de llegar a la linde y trata de apartar las zarzas que le cierran el paso. Meredith pide ayuda, se debate. No puede más. Grita una última vez. Un grito de moribunda. Después se impone de nuevo el silencio. El viento hace estremecer las hojas. Esta fue la primera visión de Marie.
Los días siguientes, Marie volvió a soñar con la niña. Sueños cada vez más precisos, como si poco a poco empezara a percibir las cosas a través de ella. El perfume de las flores, el soplo del viento, el hálito del bosque.
Una noche, Marie se metió en la piel de Meredith, sin más ni más, de repente. No soñó que miraba a la niña. Tampoco soñó que la perseguía por un bosque oscuro, no. Se había convertido en Meredith. Los pensamientos de Meredith, sus miedos y sus alegrías de niña, su barriguita redonda, su verruga en la planta de un pie que desde hacía semanas la obligaba a andar cojeando, sus preocupaciones y sus secretos de niña pertenecían también a Marie. Marie-Meredith. Meredith-Marie.
El día que se adentró en el bosque, Meredith acababa de cumplir ocho años, llevaba un anorak naranja, estaba resfriada y tenía la nariz tapada, llevaba unos caramelos de menta pegados en el fondo de un bolsillo y le dolían las rodillas por culpa de Jenny, su mejor amiga, que la había hecho caer en el patio durante el recreo. Ese día estaba enfadada.
Así fue la primera verdadera visión de Marie. En absoluto un sueño confuso ni unas imágenes superpuestas sobre recuerdos borrosos. Fue una ósmosis total, despierta, sonámbula, la impresión terrorífica de disolverse en el cuerpo de la otra. Sí, fue en ese instante cuando, durante una noche, Marie se convirtió en Meredith.
Primero, sonidos y olores. Los ruidos ensordecedores de un patio de colegio. Meredith acaba de caer. Tiene los ojos cerrados, llenos de lágrimas contenidas. Pequeñas lágrimas de rabia y de vergüenza provocadas por Jenny, que acaba de empujarla por la espalda mientras jugaban al pillapilla. Se ha quedado con las rodillas y las manos apoyadas en el suelo, como una pánfila. Seguramente los chicos le han visto las bragas. Meredith oye sus risas detrás de ella. Le duelen las palmas de las manos. Las rodillas le arden. Sangra. Su madre la reñirá porque la grava le ha agujereado los leotardos.
Querría estar muerta. O gravemente herida. Una buena fractura, una rodilla magullada o un corte que sangrara muchísimo. Cualquier cosa antes que caer como una tonta en el patio y enseñar las bragas a los chicos. ¡La idiota de Jenny! Tragándose valientemente la rabia y las lágrimas, Meredith oye las risas de sus compañeros agrupados a su alrededor. No se atreve a abrir los ojos. Oye el chasquido de las cuerdas de saltar a la comba, el ruido de las suelas de los zapatos, los gritos de los niños que se persiguen.
Las campanas de la iglesia de Bennington suenan a lo lejos; las cuatro. Meredith abre por fin los ojos. La luz ilumina la visión de Marie, que ve a través de los ojos de Meredith. Ve las caras de hilaridad, los dedos extendidos y a los chicos gesticulando y retorciéndose de risa. Un torrente de sonidos discordantes que hace que casi se le salten las lágrimas. Pero no debe llorar bajo ningún concepto. Antes morir que llorar. El toque de silbato de la maestra la salva. Los niños se dispersan. Nadie se preocupa ya de esa niña un poco rolliza que se balancea con su anorak naranja.
Meredith se levanta, recoge la cartera y se dirige hacia la puerta, donde padres apresurados recogen a sus hijos. Al poco, solo queda el conserje del colegio, que barre las hojas secas. Y ella, esperando.
Levanta los ojos hacia el campanario. Las cuatro y diez. Mamá se retrasa, como siempre. Mira sus manos sucias y sus rodillas desolladas. Al inclinarse, ve dos manchitas de sangre en los leotardos desgarrados. Querría que su madre llegase. Mamá y sus cálidos brazos, entre los que Meredith hundiría gustosa la cabeza para esconder las lágrimas.
Las cuatro y cuarto. Furiosa y triste, se sube la cremallera del anorak y se pone en marcha. Cruza la calle, rodea la iglesia y continúa a campo traviesa. Bordeará la linde del bosque hasta la granja de los Hanson. Luego subirá por el camino que serpentea hasta su casa. Un cuarto de hora de marcha andando despacio. El tiempo justo de planear su venganza contra esa imbécil de Jenny.
Ya está, ha llegado a la linde del bosque. Un bosque sombrío y húmedo. Un bosque encantado que se come a los niños: eso es lo que los mayores cuentan para que los colegiales vuelvan a su casa sin dar rodeos. Meredith no cree ni una palabra; ya tiene ocho años. Aun así, camina junto a la linde, sin adentrarse, atenta a las raíces que asoman. Incluso evita pisar la sombra de los árboles que la miran pasar y echa algún que otro vistazo entre las ramas bajas. Son viejos pinos negros con los troncos cubiertos de liquen, que huelen a musgo y a hojas secas. Placas de liquen se desprenden como jirones de piel muerta. Parecen árboles leprosos que estrangulan a los niños. Pese a haber cumplido ocho años, Meredith tiene miedo. Aprieta el paso. De repente, un gruñido sordo suena detrás de ella. Se detiene.
Al volverse, ve una forma negra agazapada entre la hierba. Un líquido ácido se extiende por el estómago de Marie. Es Carnicero, el perro de los Hanson, un viejo rottweiler medio ciego y más malo que la tiña. Se ha ganado que los niños del pueblo le den ese nombre a fuerza de agarrarles las pantorrillas entre los dientes cuando van a coger setas a los campos de los Hanson.