El pueblo consintió por fin en pagar diezmos, con la condición de poder redimirlos. No lo permitieron, ni la constitución de Ludovico Pío
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ni la de su hijo
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el emperador Lotario.
Las leyes de Carlomagno sobre el establecimiento de los diezmos fueron obra de la necesidad: no tuvo parte en ellas la superstición.
El dividir los diezmos en cuatro partes: para la fábrica de las iglesias, para los pobres, para el obispo y para los clérigos, prueba suficientemente que el propósito era dar a la Iglesia la estabilidad que habia perdido.
El testamento de Carlomagno revela que su intención era de enmendar los daños causados por su abuelo
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. Hizo tres partes iguales de sus bienes muebles; dispuso que dos de ellas se subdividieran en veintiuna partes para las veintiuna metrópolis del imperio, debiendo repartirse cada una entre la metrópoli y todos los obispados dependientes de la misma. El tercio restante lo dividió en cuatro partes: una para sus hijos y nietos, dos para obras pías y la última para agregarla al tercio legado a las metrópolis y a los obispos, Sin duda consideraba el bien inmenso hecho a la Iglesia, como una merced más bien que una devoción.
Pobres las iglesias, abandonaron los reyes la elección de obispos, abades y beneficiados
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. Ni los reyes se cuidaron tanto de nombrarlos ni los pretendientes de buscar su apoyo. Así recibía la Iglesia una especie de compensación: ganaba en independencia lo que había perdido en bienes materiales.
Y si Ludovico Pío le dejó al pueblo romano el derecho de elegir los Papas
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, esto fue una consecuencja lógica del espíritu de aquellos tiempos. Se aplicó a la silla de Roma lo que se hacía con todas las demás.
No me propongo averiguar si Carlos Martel, cuando daba en feudo bienes de la Iglesia, los daba de por vida o a perpetuidad. Lo que tengo averiguado es que en tiempo de Carlomagno
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y de Lotario I
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los hubo de por vida que pasaban a los herederos, y éstos se los repartían. Encuentro, además, que unos bienes se dieron en alodio y otros en feudo
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. Ya he dicho que los poseedores de los alodios estaban sujetos al servicio, lo mismo que los poseedores de los feudos. Sin duda fue esta una de las causas de que Carlos Martel diera en alodio como daba en feudo.
Debe notarse que una vez convertidos los bienes de la Iglesia en feudos, y los feudos en bienes de la Iglesia, éstos y aquéllos tomaron recíprocamente algo de la naturaleza de lo uno y de lo otro. Así es que los bienes de la Iglesia gozaron de los privilegios feudales y éstos participaron de los que tenían los bienes de la Iglesia: tales fueron los derechos honoríficos en las iglesias que se crearon entonces. Y como estos derechos han ido siempre anejos a la alta justicia, con preferencia a lo que en el día se llama el feudo, se deduce que las justicias patrimoniales estaban establecidas en el mismo tiempo que estos derechos.
El orden de las materias me ha llevado a alterar el de los tiempos, de suerte que he hablado de Carlomagno antes de referirme a la época famosa de la traslación de la Corona a los Carlovingios, efectuada en tiempo de Pipino; acontecimiento que se tiene por más notable en nuestros días que cuando se realizó.
Los reyes no tenían autoridad, pero se llamaban reyes. Autoridad efectiva era la del mayordomo; pero el título de rey era hereditario y el de mayordomo era electivo. Aunque en los últimos tiempos hubiesen los mayordomos sentado en el trono al que quisieran de los Merovingios, nunca tomaron un rey de otro linaje; no se había borrado del corazón de los Francos la antigua ley que daba la Corona siempre a una familia. Más apego tenían a la dinastía que a la persona del rey; el monarca, en aquella monarquía, era poco menos que un desconocido; pero no así la dignidad real. Pipino, hijo de Carlos Martel, creyó conveniente confundir las cosas uniendo la autoridad de mayordomo y la dignidad real. Antes era el mayordomo electivo y el rey hereditario; al comienzo de la segunda línea, la Corona fue a la vez hereditaria y electiva: electiva, porque el rey elegido era designado por el pueblo; hereditaria, porque la elección del pueblo no salió jamás de una familia.
El padre Le Cointe, a pesar del testimonio de tantos monumentos, niega que el Papa autorizara tamaña alteración; una de las cosas que alega es que hubiera sido una injusticia. Es admirable, en verdad, que un historiador juzgue de lo que han hecho los hombres por lo que hubieran debido hacer. Discurriendo así, no habría historia.
Sea como fuere, lo cierto es que desde la victoria del duque Pipino reinó su familia y cesó el reinado de los Merovingios. Cuando su nieto Pipino fue coronado rey, todo se redujo a una ceremonia más y un fantasma menos: Pipino adquirió los ornamentos reales, sin que hubiera mudanza en la nación.
Cuando coronaron rey a Hugo Capeto, comenzando la tercera línea, el cambio fue mayor, porque se pasaba de la anarquía a un gobierno cualquiera; pero al tomar Pipino la Corona, se pasó de un gobierno al mismo gobierno.
Pipino, al ser coronado, no hizo más ni menos que cambiar de nombre; el caso de Hugo Capeto no fue lo mismo, porque un gran feudo unido a la Corona, puso término a la anarquía.
En Pipino, el título de rey se unió a las más altas funciones; en Hugo Capeto, el mismo título quedó unido al mayor feudo.
Los reyes eran ungidos y bendecidos, como se ve en la fórmula de la consagración
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; y los señores franceses quedaban obligados so pena de interdicción y excomunión, a no elegir nunca un rey de otro linaje
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.
Según los testamentos de Carlomagno y Ludovico Pío, los Francos hacían la elección entre los hijos del rey. Cuando pasó a otra casa la soberanía, cesó la restricción en la facultad de elegir.
Cuando Pipino entendió que se acercaba la hora de su muerte, convocó en Saint-Denis a los señores eclesiásticos y laicos
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; allí repartió el reino entre sus dos hijos. No se conservan las actas de aquella junta; pero se sabe lo ocurrido en ella por la antigua colección histórica, sacada a la luz por Canisio
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, y también por los Anales de Metz. Advierto allí dos cosas contradictorias hasta cierto punto: que Pipino hizo la repartición con el consentimiento de los grandes y que luego la llevó a cabo en uso de un derecho paternal. Esto prueba, que el derecho del pueblo era el de elegir en la familia; en realidad, era un derecho de excluir más bien que un derecho de elegir.
Esta especie de derecho de elección se encuentra confirmada por los monumentos de la segunda línea, como, por ejemplo, aquella capitular de Carlomagno que divide el imperio entre sus tres hijos, en la cual, después de asignar su parte a cada uno, dice que: si uno de los tres hermanos tuviera un hijo que el pueblo quiera elegir para suceder a su padre, sus tíos consientan en ello.
Hallamos la misma disposición en el reparto que hizo Ludovico Pío en la asamblea de Aquisgrán, el año 837 entre sus tres hijos Pipino, Luis y Carlos; y aun en otro reparto hecho veinte años antes por el mismo emperador entre Lotario, Pipino y Luis. Véase también el juramento que prestó Luis el Temerario, en Compiegne, en el acto de su coronación: "Yo Luis, constituído rey por la misericordia de Dios y la elección del pueblo, prometo… " Lo que digo está confirmado por las actas del Concilio de Valence, celebrado el año 890 para elegir a Luis, hijo de Bosón, como rey de Arles
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. Eligióse rey, aduciendo como principales razones para elegirlo, que era de la familia imperial
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, que su tío Carlos el Craso le había dado la dignidad de rey, y que el emperador Arnulfo lo había investido con su cetro y por ministerio de sus embajadores. Como los demás reinos desmembrados o no del imperio de Carlomagno, el de Arles era electivo y hereditario.
Carlomagno delimitó el poder de la nobleza, puso a raya el clero y cortó abusos de los hombres libres. El fue quien introdujo en los órdenes del Estado un temperamento de equilibrio, para ser el árbitro, como lo fue. Todo lo unió la fuerza de su genio; el imperio se mantuvo gracias a la grandeza de su jefe: príncipe, era grande, y hombre, lo era más. Los reyes, sus hijos, fueron sus primeros súbditos, instrumentos de su política y dechados de obediencia. Dictó reglamentos admirables; hizo más: conseguir que fueran observados. El talento de Carlomagno se difundió por todas las partes del imperio. En sus leyes se descubre un espíritu de previsión que todo lo abarca y una fuerza que todo lo domina; quitan los pretextos para eludir los deberes, corrigen las negligencias y precaven o enmiendan los abusos
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. Con amplitud de miras y sencillez de acción, no le supera nadie en hacer las cosas grandes con facilidad y las difíciles con prontitud. Sabe castigar; sabe mejor perdonar. Recorría sin parar su inmenso imperio, acudiendo a sostenerlo donde amenazaba ruina. Jamás hubo príncipe que tanto afrontase los peligros ni que mejor los evitara. Se burlaba de los riesgos que casi siempre amagan a los conquistadores, es decir, de las conspiraciones. Este príncipe tan prodigioso era la templanza misma; su carácter, sus modales y sus gustos no podían ser más suaves; fue quizá demasiado mujeriego, pero bien merece la indulgencia quien pasó la vida trabajando, gobernando siempre por sí mismo. Puso medida en sus gastos y aumentó el valor de sus dominios con cuidado y prudencia. En sus capitulares se ve el manantial puro y sagrado del que sacó sus riquezas. Añadiré solamente dos palabras más: ordenó que se vendieran las hierbas inútiles de sus jardines y los huevos de sus gallineros, él, que había repartido entre sus pueblos todas las riquezas de los Lombardos y los tesoros inmensos de los Hunos, aquellos bárbaros que habían despojado al universo.
Carlomagno y sus inmediatos sucesores temieron que las personas destinadas a lugares lejanos sintieran propensión a rebelarse, y creyendo que encontrarían docilidad en la gente de iglesia, erigieron en Alemania muchos obispados con grandes feudos. Consta por algunos privilegios que las cláusulas referentes a las prerrogativas de estos feudos no se diferenciaban de las comunes en tales concesiones, aunque veamos hoy a los principales eclesiásticos de Alemania ostentando la soberanía. Sea como quiera, se establecieron dichos obispados para que fuesen antemural de los príncipes contra los Sajones. Aquellos príncipes que desconfiaban de los leudos ponían su confianza en los obispos, sin considerar que, lejos de servirse de los vasallos contra el príncipe, necesitarían la protección de éste contra sus vasallos.
Estando Augusto en Egipto mandó abrir la tumba de Alejandro; le preguntaron si quería que se abrieran las de los Tolomeos, y dijo que no, pues él había deseado ver al rey y no a los muertos. Así en la historia de la segunda línea se busca a Pipino y Carlomagno, pues se quiere ver a los reyes y no a los muertos. Un príncipe, juguete de sus pasiones e indiscreto aun en sus virtudes, que no conoció nunca su fuerza ni su debilidad, que no supo granjearse el amor ni el temor, que teniendo pocos vicios en el corazón tenía muchos defectos en el entendimiento, fue quien tomó en manos las riendas del imperio que había regido un Carlomagno.
Cuando el universo derramaba lágrimas por la muerte de su padre, lo primero que hace para ir a ocupar su puesto es ordenar la prisión de todos los que habían contribuído a la corrupción de sus hermanas. Esto produjo escenas sangrientas: era obrar con imprudencia, con precipitación. La mala conducta de sus hermanas era una cuestión doméstica, y él empezaba por vengar ofensas particulares, sublevando los ánimos antes de ceñirse la Corona.
Mandó que sacaran los ojos a Bernardo su sobrino, rey de Italia, que había venido para implorar su clemencia y tardó poco en morir: esto multiplicó el número de sus enemigos. El temor que le inspiraban sus hermanos fue causa de que mandara torturarlos, y el número de sus enemigos aumentó aún más.
Tales actos fueron censurados con severidad por todo el mundo, diciéndose en todas partes que había violado su juramento y las promesas solemnes que había hecho a su padre
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Muerta la emperatriz Hirmengarda, que le había dado tres hijos, se casó con Judit y tuvo con ella un hijo más. En seguida, uniendo las complacencias de un marido anciano a las de un rey viejo, introdujo en su familia tal desorden, que trajo la ruina de la monarquía.
Mudó repetidas veces las reparticiones que había hecho entre sus hijos, no obstante haber sido confirmadas por sus juramentos, los de sus hijos y los de los señores. Aquello era tentar la fidelidad de sus súbditos; era empeñarse en provocar dudas, escrúpulos y equívocos en la obediencia: era introducir la confusión en los derechos de los príncipes, cabalmente en un tiempo que, siendo escasas las fortalezas, el mejor baluarte de la autoridad era la fe prometida y la fe recibida.
Los hijos del monarca, para conservar sus respectivas herencias, recurrieron al clero, concediéndole derechos y privilegios inauditos. Agobardo le recordó a Ludovico Pío que había enviado Lotario a Roma para hacerle declarar emperador, y que para señalar las herencias de sus hijos, había consultado al cielo en tres días de ayuno y oraciones. ¿Qué podía esperarse de un príncipe supersticioso y a quien se atacaba con la misma superstición? Compréndese qué golpe recibió por dos veces la autoridad soberana con la prisión y la penitencia pública de semejante príncipe. Se quiso degradar al rey y fue la monarquía la degradada.
No es fácil explicarse cómo un príncipe que tenía muchas cualidades buenas, que no carecía de luces, que amaba el bien y que era hijo de Carlomagno, pudo tener tantos enemigos apasionados, violentos, irreductibles; enemigos insolentes en su humillación, resueltos a perderle
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. Y le hubieran perdido irremediablemente, si sus hijos, después de todo menos malos que ellos, hubieran sido capaces de seguir un plan y convenir en algo.