Fácilmente se concibe, pues, que los Francos y más aún los Romanos si no eran vasallos del rey quisieran llegar a serlo; y que, para no verse privados de sus dominios, imaginaran el medio de dar su alodio al rey, tomarlo en feudo y designar sus herederos. Este uso fue en aumento, sobre todo en el período de turbulencias de la segunda línea, cuando cada uno tenía necesidad de un protector y quería formar cuerpo con otros señores, entrando, por decirlo así, en la monarquía feudal por no haber ya una monarquía política.
Lo mismo siguió ocurriendo en la tercera línea, según se ve en muchas cartas
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, ya dando el alodio para volver a recibirlo, ya declarándolo alodio y reconociéndolo feudo. A estos feudos se les llamaba feudos de recobro.
Esto no quiere decir que los poseedores de feudos los gobernaran como buenos padres de familia; aunque procuraban conseguirlos, después los administraban como suele hacerse en nuestros días con los usufructos. Así Carlomagno, el príncipe más vigilante y más celoso que hemos tenido, redactó numerosos reglamentos para impedir que los dueños o usufructuarios de feudos los asolaran en inmediato beneficio propio
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. Lo que esto prueba es que en tiempo de Carlomagno los beneficios, en su mayor parte, eran aún vitalicios y que, por consiguiente, se cuidaba más de los alodios que de los beneficios, lo cual no impedía que se prefiriera ser vasallo del rey que ser hombre libre.
Sé que Carlomagno se lamenta en una capitular
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de que en algunos parajes hubiese personas que daban sus feudos en propiedad y luego los redimían en igual forma; pero no afirmaré yo que no se prefiriese una propiedad a un usufructo; lo que digo es que, si podía convertirse un alodio en feudo hereditario, resultaba muy ventajoso el hacerlo.
Los bienes fiscales no debieron tener otro destino que el de emplearse en las mercedes hechas por los reyes para invitar a los Francos a nuevas empresas, las cuales a su vez aumentaban los bienes fiscales; y ese era, como he dicho, el espíritu de la nación, pero las mercedes tomaron otro camino. Tenemos un discurso de Chilperico, nieto de Clodoveo, donde aquel rey se quejaba de que sus bienes habían sido casi todos dados a las iglesias. Nuestro fisco, decía, se ha quedado pobre; las riquezas nuestras han pasado a las iglesias; los que reinan son los obispos; ellos están en la grandeza y no nosotros.
Esto hizo que los mayordomos, no atreviéndose con los señores, despojaran a las iglesias; y una de las razones alegadas por Pipino para entrar en Neustria, fue el haber sido invitado por los eclesiásticos, para reprimir las usurpaciones de los reyes, es decir, de los mayordomos, que se iban apoderando de los bienes de las iglesias
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.
Los mayordomos de Austrasia habían tratado a las iglesias con más moderación que los de Neustria y de Borgoña; bien se conoce en las crónicas, en las que los frailes no cesan de admirar la devoción y liberalidad de los Pipinos. Ellos mismos habían ocupado los principales puestos de la iglesia, por lo cual les decía Chilperico a los obispos: Un cuervo no le saca los ojos a otro cuervo.
Pipino se apoderó de Neustria y de Borgoña; sin embargo, como había tomado por pretexto la defensa de las iglesias oprimidas por los reyes y los mayordomos, no podía despojarlas sin contradecirse; pero la conquista de dos grandes reinos y la destrucción del partido contrario, le produjo más de lo preciso para contentar a sus guerreros.
Pipino se hizo dueño de la monarquía protegiendo al clero; su hijo Carlos Martel no tuvo más remedio que oprimirlo, sin lo cual no hubiera podido sostenerse. Este príncipe, viendo que los bienes reales y fiscales habían pasado, en gran parte, a la nobleza, y que el clero recibía donaciones de los ricos y de los pobres adquiriendo para sí muchos de los bienes alodiales, acabó por despojar al clero; y como ya no quedaban feudos del primer repartimiento, formó nuevos feudos
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. Tomó para sí y para sus capitanes lo que era de las iglesias, y aun las iglesias mismas, poniendo coto a un abuso que, a diferencia de los males ordinarios era tanto más fácil de curar cuanto más extremado.
Tanto fue lo que el clero recibió, que necesariamente pasaron muchas veces por sus manos: durante las tres primeras líneas, todos los bienes del reino. Pero si los reyes, los nobles y aun el pueblo tuvieron medio de darles todos sus bienes a los clérigos, también encontraron el medio de quitárselos. Hizo la devoción que se fundaran iglesias, pero el espíritu militar las dió a la gente de guerra para que las repartiera entre sus hijos. ¡Cuántas tierras salieron del dominio de los eclesiásticos! Los reyes, pródigamente, derraman sobre ellas sus liberalidades; pero vienen los Normandos, y saquean, maltratan, persiguen especialmente a los frailes y a los clérigos, buscan las abadías y las ermitas, ensañándose en los sacerdotes por achacarles la destrucción de sus ídolos y todas las violencias de Carlomagno, que les había obligado a refugiarse en el Norte. Eran odios que no había extinguido el transcurso de cuarenta o de cincuenta años. Así las cosas, la clerecía perdió cuantiosos bienes, sin que apenas hubiese clérigos que volviesen a pedirlos. Pudo, pues, la piedad de la tercera línea hacer abundantes donaciones porque tenía sobradas tierras. Las opiniones dominantes, las creencias difundidas en aquellos tiempos habrían dejado a los laicos sin propiedad ninguna si hubieran sido más dóciles o menos interesados, pero si los eclesiásticos eran ambiciosos, los laicos no lo eran menos; si donaba el moribundo, no se conformaba el sucesor. Todo se volvía disputas entre señores y obispos, los nobles y los abades; sin duda apremiaron demasiado los seglares a los clérigos, cuando les obligaron a ponerse bajo la protección de algunos señores, que los defendieron por un momento para oprimirlos en seguida.
Otra policía más ordenada, la de la tercera línea, permitió a los eclesiásticos aumentar sus bienes. Aparecieron los calvinistas y acuñaron moneda con todo el oro y la plata que en las iglesias había. ¿Cómo el clero podía tener seguridad para sus bienes y para sus templos? Ni la existencia la tenía segura. Mientras se ocupaba en materia de controversia, le quemaban sus archivos. ¿De qué servía reclamar a una nobleza arruinada, que todo lo había perdido o lo tenía hipotecado de mil maneras? El clero, sin embargo, no cesaba de adquirir: ha adquirido siempre, ha devuelto siempre y adquiere todavía.
A Carlos Martel, que acometió la empresa de despojar al clero, le favorecían las circunstancias. Los hombres de guerra le amaban y le temían; contaba con el pretexto de sus guerras con los moros
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; si el Clero le aborrecía, él no lo necesitaba; pero el Papa necesitaba de él y le tendía los brazos. Conocida es la célebre embajada que le envió Gregorio III. Las dos potestades se entendían por mutuo interés: el Papa necesitaba de los Francos para que lo sostuvieran contra los Lombardos y los Griegos; Carlos Martel necesitaba del Papa, que le servía para humillar a los Griegos, suscitar enojos a los Lombardos, hacerse más respetable en la nación y acreditar los títulos que tenía y los que él y sus hijos podrían adjudicarse. Por lo tanto era su empresa de éxito seguro.
San Euquerico, obispo de Orleáns, tuvo una visión que dejó pasmados a los príncipes. Debo mencionar aquí la carta que los obispos congregados en Reims le escribieron a Luis el Germánico
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: había entrado éste en las tierras de Carlos el Calvo y la carta de los obispos reunidos es oportuna para hacernos conocer cuáles eran en aquellos tiempos el estado de las cosas y la disposición de los ánimos. Dicen los obispos que habiendo sido San Euquerico arrebatado al cielo, vió a Carlos Martel atormentado en el infierno por orden de los santos que han de asistir con Jesucristo al juicio final; que había sido condenado por despojar a las iglesias de sus bienes, con lo que habían recaído en él todos los pecados de aquellos que para redimirse habían dotado a las iglesias; que Pipino mandó, con tal motivo, celebrar un concilio episcopal, que dispuso la entrega a las iglesias de todos los bienes eclesiásticos, pero que no habiendo podido recogerlos todos para hacer la entrega, a causa de sus disensiones con el duque de Aquitania, dispuso que se hicieran en favor de las iglesias cartas precarias del resto
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, y que los laicos pagaran el diezmo de las tierras que tenían de las iglesias y doce dineros por cada casa; que Carlomagno se abstuvo de hacer donaciones con los bienes de la Iglesia, y aun dictó una capitular comprometiéndose a no hacerlas nunca, ni él ni sus sucesores, que todo lo que aseveran está escrito y que algunos de ellos se lo oyeron contar a Ludovico Pío, padre de los dos reyes.
El reglamento del rey Pipino, de que hablan los obispos, databa del Concilio celebrado en Leptines
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. La iglesia obtenía con él la ventaja de que los que se hallaran en posesión de bienes suyos no los poseyeran sino a título precario; por otra parte le entregaban el diezmo y doce dineros por cada casa que le hubiera pertenecido. Esto, empero, no pasaba de ser un paliativo y el mal subsistió.
Pipino tuvo que hacer otra capitular
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, mandando a los que disfrutaban dichas ventajas que pagaran el diezmo y el canon prevenidos, y que mantuviesen en buen estado las casas del obispado o del monasterio, so pena de perder aquellos bienes. Carlomagno renovó los reglamentos de Pipino
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.
Lo que dicen los obispos en la misma carta, de que Carlomagno prometió, por sí y por sus sucesores, no repartir a la gente de armas los bienes de la Iglesia, está conforme con la capitular de aquel príncipe dada en Aquisgrán el año 803 para desvanecer los temores de los eclesiásticos; pero las donaciones hechas anteriormente se conservaron. Los obispos agregan, con razón, que Ludovico imitó el proceder de su padre y no dió a los soldados los bienes de la Iglesia.
Pero se reprodujeron los abusos, tanto que en tiempo de los hijos de Ludovico, hacían los laicos su voluntad en las iglesias; establecían en ellas sacerdotes, o los expulsaban, sin consentimiento de los obispos
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. Se repartían las iglesias entre los herederos
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y cuando lIegaban éstas a un estado vergonzoso, a los obispos no les quedaba más recurso que sacar de ellas las reliquias
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La capitular de Compiegne
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dispone que el enviado del rey podría visitar cualquier monasterio con el obispo, en presencia de su poseedor
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. Esta regla general prueba que el abuso también era general.
No es que faltaran leyes para la restitución de los bienes eclesiásticos. Precisamente el Papa reprendió a los obispos, acusándolos de negligentes en sus reclamaciones; los obispos escribieron a Carlos el Calvo diciéndole que no habían sentido la reconvención porque no eran culpables, y recordándole que las asambleas de la nación habían acordado repetidas veces la devolución de los templos y de los monasterios.
Continuaron las disputas; vinieron los Normandos y los pusieron de acuerdo.
Los reglamentos del tiempo de Pipino habían sido para la Iglesia más bien una esperanza que una realidad; y así como Carlos Martel encontró todo el patrimonio público en manos de los clérigos, Carlomagno encontró los bienes de los clérigos en manos de los soldados. No podía obligarse a los actuales poseedores a restituír lo que habían recibido, y las circunstancias del momento lo hacían más imposible que lo era ya por naturaleza. Por otro lado, no debía dejarse desaparecer el cristianismo por falta de ministros, de templos y de instrucción
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.
Esta fue la causa de que Carlomagno estableciera los diezmos
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, nuevo género de propiedad que ofrecía la ventaja de ser dada singularmente a la Iglesia, por lo cual era más fácil reconocer en lo sucesivo las usurpaciones.
No ha faltado quien suponga la institución de los diezmos de fecha más remota; pero las autoridades invocadas para señalar distintas fechas me parece que atestiguan contra los que las señalan. Todo lo que dice la constitución de Clotario es que no se cobrarán ciertos diezmos sobre los bienes de la Iglesia; de modo que la Iglesia en aquel tiempo, lejos de percibir los diezmos, se contentaba con no pagarlos. El segundo concilio de Macón
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, celebrado en el año 585, al ordenar que se paguen diezmos, dice, es verdad, que antiguamente se pagaban, pero dice también que entonces no se pagaban ya.
¿Quién duda que se leyera la Biblia antes de Carlomagno y se predicaran las donaciones y ofrendas del levítico? Pero yo digo que una cosa es predicarlos y otra que se establecieran.
Los reglamentos de la época del rey Pipino sujetaron al pago de los diezmos y a la reparación de las iglesias a los que tenían en feudo bienes eclesiásticos. Ya era mucho el obligar a los señores feudales a dar ejemplo a todos, con una ley cuya justicia no podía discutirse.
Carlomagno hizo más, pues vemos en la capitular de Villis
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que sujeto sus propios bienes al pago de los diezmos, lo que fue otro ejemplo todavía más alto.
Pero la plebe no suele abandonar sus intereses por el estímulo de los ejemplos. El sínodo de Francfort
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le presentó un argumento más decisivo para pagar los diezmos, pues en él se dió una capitular donde se dice que, durante la última hambre, se observó que las espigas no tenían trigo por haberlo devorado los demonios en castigo de que no se hubieran pagado los consabidos diezmos. Y se mandó entonces que pagaran el diezmo, no ya los que poseían bienes eclesiásticos, sino todo el mundo.
El proyecto de Carlomagno, sin embargo, no prosperó por el momento: la carga pareció excesivamente abrumadora
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. Entre los Indios, el pago de los diezmos había entrado en el plan de la fundación de su República: pero entre nosotros era una carga que no había entrado en el establecimiento de la monarquía. Esto se ve en las disposiciones añadidas a la ley de los Lombardos
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, que muestran lo que costó el introducir los diezmos por las leyes civiles; de las dificultades que hubo para introducirlos por las leyes eclesiásticas, puede juzgarse por los diferentes cánones de los concilios.