El enviado (92 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Él había quedado a su espalda. Apenas si hubo de esforzarse para hacerla perder el equilibrio y que aquella terminara estrellándose contra un grupo de sillas. El golpe fue violento pero de consecuencias infinitamente menos graves que atravesarla de parte a parte. Allí quedó inmóvil durante unos fugaces instantes. Cuando los ojos de medioelfa volvieron para mirarle, cuando la mano joven llena de energía trató de levantar de nuevo su arma y volver a la lucha.

Gharin la aguardaba...

Parapetado tras el filo de su espada, le amenazaba impasible la garganta.

La justa había terminado.

En torno a ambos aún se escuchaban los forzados jadeos de una batalla encarnizada, la del bravo Allwënn, que aún no había conseguido desembarazarse de su desconocido oponente. Se escuchó un aullido terrible, un grito de dolor enfurecido y rabioso que pocas veces podía escucharse, pues pocos eran capaces de hacer bramar de dolor al elfo de Mostal.

—¡¡ Murâhäshii!!

Entonces llegaron hasta él voces al otro lado de la puerta.

Voces que llegaban en tropel, descontroladas y presas de la alteración. Todo sucedió vertiginoso. En lo fugaz y caótico de aquella marabunta únicamente alcanzó a distinguir una voz familiar, inconfundible.

Una voz, aquella voz...

Y luego, todo se detuvo.

Las chispas saltaban como lenguas de fuego cada vez que los aceros se encontraban en despiadados besos. Allwënn continuaba aquella lucha con toda su fiereza. Apenas si había disminuido la intensidad de su devastador ataque obligando a retroceder a su enemigo entre las vagas lindes del salón. Las fauces de metal de la fabulosa Äriel mordían con violencia el hierro adversario. Sesgaban el aire estancado de la sala y herían de muerte las mesas y sillas que ambos contendientes sortearon en tan furiosa pugna, haciendo saltar de sus cuerpos de madera una lluvia de afiladas astillas. Lo verdaderamente sorprendente resultaba que aquel elfo alto y envuelto en una capa no hubiese caído hacía ya algún tiempo ante la brava y hermosa espada del mestizo. Si bien al principio y durante buena parte de la contienda no pudo más que contentarse con detener o esquivar como bien pudo las estocadas brutales de aquella espada dentada, no es menos cierto que la mano que dirigía aquel otro anónimo acero resultaba mucho más diestra de lo que cabría esperarse de un simple mercenario. Había solidez por los cuatro costados. No podía suponerse menos para sobrevivir ante la Äriel, durante más de cinco minutos.

Allwënn era consciente del ritmo que le imprimía a su combate. Resultaba demencial. No podría mantenerlo eternamente, a pesar de que su constitución enana hacía de él un luchador incombustible. Cuando dos fuerzas están muy igualadas el primero en acusar los efectos de la fatiga, el primero en cansarse, tiene muchas probabilidades de ser quien acabe desangrándose en el suelo.

Afortunadamente, Allwënn era un roble. Y un elfo, ni el más recio de entre ellos podría competir en resistencia contra un pecho enano, a pesar de que éste resultase sólo el de
medio
enano.

Los aceros se estrellaron una vez más, esta vez demasiado cerca de los rostros. Allwënn ni siquiera se fijó en los rasgos de su agresor. Poco le importaban. Ya le había identificado como elfo. Eso resultaba más que suficiente para calcular sus posibilidades de éxito frente a su espada.

Ambos jadeaban como perros en celo. Sus aceros quedaron trabados unos instantes en un abrazo mortal y tenso. Instantes que ambos se regalaron brevemente para recuperar el aliento consumido en la lucha. Instantes que expiraron como un sueño al alba. La fuerza que aún conservaba el mestizo en sus músculos resultaba ampliamente superior y de un empujón estrelló a su enemigo contra los maderos de una silla que se quebraron bajo él. Pero cuando los dientes de metal fueron a morder la presa, ya no se encontraba allí. Su cuerpo se dobló, poniéndose fuera del alcance de la Äriel apenas un segundo antes que la noble dama viniese a beber sangre. Los cuerpos desnudos y metálicos de las armas se encontraron de nuevo y danzaron en la nocturna oscuridad.

Fue entonces cuando Allwënn resultó herido.

Aquella impetuosa manera de pelear siempre le ocasionaba heridas leves. Heridas que acaso sólo prestaba atención después de la justa, heridas que apenas si notaba en el calor de la contienda. A veces, sólo a veces, cuando el adversario resultaba un oponente curtido o cuando la presunción de Allwënn le llevaba a cometer algún error más grave, el filo del adversario abría la carne con un escalofrío gélido y el torrente de su sangre escapaba de las venas. Pocas heridas le obligaban a parar, pocas sentenciaban la batalla. Su padre le había contado historias acerca de los maceros Tuhsêk. Cómo había visto a camaradas de batalla recogerse sus propios intestinos y proseguir la pelea con la mano libre. Allwënn llevaba aquella misma sangre viajando en sus venas, por eso, aunque durísima, la herida solo consiguió arrancarle un aullido de dolor, que todos escucharon.

En aquellos instantes Gharin finalizada su duelo.

Apenas si sabía cómo, la espada del enemigo había bailado hasta su pierna derecha, separando, de un amplio tajo, el ligamento de la rodilla. En un acto reflejo que no pudo evitar, el peso de su cuerpo se hundió, desplomándose. La adrenalina manó en torrentes y una ira tiránica de proporciones bíblicas invadió sus músculos. Aún no había tocado suelo cuando la dilatada hoja de su espada bastarda atravesó el peto de cuero y enterró su punta entre el costillar enemigo.

Ambos se doblegaron, abatiéndose de rodillas como si oraran a un santo. Uno, sangrado de la pierna. El otro, con varios centímetros de acero incrustados en las costillas. Las abundantes dimensiones del arma de Allwënn la convertían en una espada difícil de manejar en determinadas situaciones. Era demasiada espada para tan reducido espacio. Desde aquella posición le resultaba excesivo el esfuerzo de empujar el mango con el que atravesar aquel cuerpo apuntalado. Desde aquella posición apenas si podía mantener la espada firme entre sus dedos. Quizá aquella posición fuese lo que le salvó la vida a Akkôlom.

—¡¡ Murâhäshii!! —La llamada de Ishmant le devolvió a la realidad.

—¡Deteneos. Deteneos!! —Rugió una voz.

Aquella voz...

—Allwënn ¡Por los dioses, detente! Somos muy pocos para acabar entre nosotros.

Ambos contendientes gemían como amantes en plena pasión. Ninguno, en el fragor duro del combate había percibido cómo las puertas de roble de la cantina se abrían y se inundaba todo con las luces de nuevos faroles. Muy pocos, salvo los humanos, habían presenciado cómo accedían al recinto los jóvenes propietarios del local acompañados de Ishmant. Aunque la desesperada orden, aquella llamada a la calma no había surgido de sus labios, sino del personaje que probablemente les había dejado boquiabiertos sin remedio. Un ser de una estatura colosal quien dejaba a su enorme compañero Odín como a un párvulo. Una criatura de aspecto impresionante vestido con ropas robustas aunque ya gastadas y acompañado por un felino corpulento de inmaculado pelaje blanco.

Aquella criatura atrapaba las miradas como la miel captura moscas. Sumió en un silencio de sepulcro la tormentosa escena inundando la sala ahora radiante de luz con una voz profunda y señorial. Una voz majestuosa, enigmática.

Una voz...

Esa voz...

Aquella voz... tan peculiar que hacía fácilmente reconocible a su dueño si acaso se le había escuchado en alguna otra ocasión anterior. Ese resultó el caso. Aunque el primero en reaccionar fue Gharin.

—Rexor!!

Se llamaba Rexor. Su secreto. Al fin. Rexor.

Aquel era el nombre que nos había estado ocultando todo este tiempo. Ese era el nombre escondido, el que no había revelado. El hombre león. Aquel autodenominado aventurero, el viajero anónimo, el misterioso cazarecompensas, mercenario...

El poderoso Félido...

Se llamaba Rexor...

Y no habría nombre que se ajustara con mayor dignidad y precisión a tan notable estampa. ¿Sería él? ¿Él quien tuviera la llave de vuelta a casa?

—Allwënn, ¡por los dioses, detente! Somos muy pocos para acabar entre nosotros. Tu adversario es Ashim'Ariom, el ‘Shar’Akkolôm —clamaba Rexor, que había entrado como una exhalación. La férrea voz del Félido devolvió la lucidez al guerrero que extrajo la punta amplia y afilada de su espada de entre el costillar elfo. Aquél se convulsionó de dolor cuando la Äriel abandonó su carne, al tiempo que se llevaba una mano a la herida con la que frenar el caudal de sangre que por ella se precipitaba. Se dejó caer, extenuado. Allwënn se arrastró turbado mientras miraba al colosal hombre-león. Ishmant se acercó por detrás del desfallecido elfo y le ayudó a incorporarse.

—Todo ha sido una confusión—continuó.

Allwënn, apenas si acertaba a balbucear. No le salían las palabras, como tampoco afloraban a los labios de Gharin, que peligrosamente había perdido interés en su vencida adversaria. Suerte que ella se encontraba en el mismo estado, ajena a la espada que le amenazaba, ahora por mera inercia.

—¿Qué... eh... ocurre...? ¿Qué... está...? Ishmant... ¿Qué... cómo...?

No solamente Allwënn, quizá todo el mundo se vio invadido y asaltado por aquella sensación de incapacidad. Todo había sucedido tan deprisa que resultaba harto difícil asimilar. No sólo la aparición de tantos nuevos personajes en tan vertiginosa escena, sino, además, que aquellos pudieran, de alguna forma, relacionarse entre sí.

—Sí. Es él. Es Rexor —confesaba Ishmant, mientras ayudaba a alzar el cuerpo herido—. Él es quien me sacó del exilio. Él fue quien me mandó buscaros y con quien me cité en este lugar, en esta misma fecha. Él es a quien estamos buscando y el responsable último de que nos encontremos aquí.

El silencio, el asombro fue general. Parece ser que únicamente Ishmant, si exceptuábamos al propio Rexor, conocía todos los detalles de esta historia. El resto únicamente habían accedido a una parte del guión. Por eso en un grado u otro, descubrir toda la absoluta verdad, causaba asombro.

Era cierto...

Si alguien había capaz de sacar del confinamiento helado al misterioso humano, si alguien podía convocar en torno suyo semejante partida de guerreros. Si alguien conocía la manera de devolvernos a casa, era aquella magistral criatura, aquel coloso impresionante.

Rexor, el Buscador de Runas...

El Guardián del Conocimiento.

CABOS POR ATAR
-A modo de Epílogo-

«Quien Aquí entra...

Busca respuestas... pero sólo hallará

Nuevas preguntas».

 

PLACA DEL ORÁCULO DE YRIA.

Os debo una explicación a todos.

Rexor se acomodó reclinando su enorme estatura sobre una de las rugosas paredes y cruzó sus brazos sobre su pecho. A su lado se tumbaba mansamente aquel tigre albino de imponente presencia y lo hacía con la misma mansedumbre que un gato doméstico.

El salón seguía revuelto. Fabba y Breddo se habían apresurado a ordenar en lo posible aquella situación pero en sus pequeños ojos aún podía adivinarse su turbación. No eran niños a pesar de su estatura y su aspecto. Eran medianos, auténticos medianos. El matrimonio regentaba aquella hospedería y estaba claro que no esperaban todo aquél tumulto de madrugada. Resultaban lo bastante discretos como para mantenerse en un prudente segundo plano pero era obvio que se encontraban preocupados aunque trataran por todos los medios de ocultarlo.

Rexor lanzó una mirada apesadumbrada a aquella insólita reunión de individuos. Se diría que trataba de recomponer esquemas en su cabeza. Akkôlom alzó su único ojo y cruzó su gesto dolorido con aquel gigante león. Ambos quedaron mirándose durante unos breves instantes. Forja aún vendaba sus heridas. Akkôlom era consciente que la suerte se había cebado con él. Sólo unos centímetros más profundo y el acero dentado del mestizo le hubiese atravesado un pulmón causándole una probable y agónica muerte, si otras hubiesen sido las circunstancias. Por su parte, Allwënn no quiso que nadie se acercase a él. En apenas unos minutos su herida había dejado de sangrar. Aunque en aquellos momentos aún se resentía de una fuerte cojera, al final de la noche caminaba con normalidad.

Ishmant aguardaba en un rincón observando la escena con imparcialidad, casi con distancia. Parecía querer captar hasta la más esquiva de las reacciones y había muchas para captar. Quizá la más llamativa, la de aquellos chicos humanos que observaban a aquel hombre león con una fascinación difícil de reproducir con palabras.

—Os debo una explicación a todos —volvió a repetir aquella fantástica criatura—. Nunca pensé que esta situación llegaría a producirse. Ni en la más generosa de mis predicciones esperaba tan numerosa concurrencia hoy aquí. Lo lamento por los inconvenientes, pero mi alegría es al la vez intensa.

Rexor llamó a Breddo y agachó su descomunal estatura para susurrarle algo al oído. Aquel pequeño hombrecito le cabeceó una afirmación y salió de la sala llevándose a su mujer con él. El félido volvió a barrer la escena con sus pupilas rasgadas a todos los presentes. La mayoría eran rostros de viejos conocidos. Otros no.

—Soy consciente de que he mantenido secreto y recelo en muchos aspectos y temo que eso haya sido el causante de esta terrible confusión. Ahora entenderéis mis razones. Mi nombre es Rexor —se presentó—. Y soy el Guardián del Conocimiento, Maestro de las Runas. Mi deber ha sido, ahora y siempre, proteger las Cámaras del Conocimiento. Salvaguardar el saber y las reliquias del pasado que allí se custodian. Desde que la guerra tomase su cariz más oscuro y adverso regresé a ellas y me encomendé al estudio de los viejos textos con la esperanza de que en ellos encontrase una manera de cambiar el rumbo de los acontecimientos que sucedían en el mundo—. Los muchachos estaban fascinados al tener ante sí a una criatura tan increíble como aquella. Odín, alertado por los ruidos producidos por aquel tumulto había acabado incorporándose a aquella charla en algún momento y también se encontraba preso en las facciones felinas de aquella criatura, cuya presencia resultaba tan poderosa como su cavernosa voz.

—Algo sucedió. Algo, de alguna forma relacionado con mis investigaciones. Algo que puede significar un importante punto de inflexión. Hubo una señal, antesala de grandes cambios por venir y epílogo de una lista de indicios que los antiguos textos señalaban como la prueba más clara de la veracidad de las Viejas Profecías.

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