—Pero sólo si se tienen esos datos —dijo ella, que empezaba a comprender.
—Exacto. Por eso es tan importante el texto que nosotros tenemos. Incluye la distancia desde Siwa, y parte del jeroglífico indica la distancia desde Al-Farafra. Sin eso, nadie tiene más probabilidades de encontrarlo que los centenares de exploradores que ya lo han intentado. No es extraño que Saif al-Thar se muestre tan interesado en conseguirlo.
Daniel guardó silencio, contemplando la pared. Tara empezaba a darle vueltas a la cabeza.
—¿Qué valor podría tener ese hallazgo? —preguntó.
—¿Un ejército entero de Cambises, formado por cincuenta mil hombres, totalmente equipados, enterrados en el desierto? ¡Joder! ¡Sería el mayor hallazgo de toda la historia de la arqueología! Y con mucha diferencia. En comparación, la tumba de Tutankamón parecería una tienda de baratijas. Piensa tan sólo que hace un par de años un peto de esa época se vendió en cien mil dólares. Si lo vendiese pieza a pieza y poco a poco, sin inundar el mercado... ¡Dios! Este hallazgo convertiría a Saif al-Thar en el hombre más rico de Oriente Próximo. Tiemblo al pensar lo que sería capaz de hacer con semejantes recursos.
Ambos se callaron. La luz de la linterna se había debilitado, ya no era blanca y viva, sino opalina.
—¿Y qué pintan en esto la embajada británica, Squires y Yamal? —preguntó Tara.
—Han debido de enterarse del descubrimiento de la tumba. Si lo que Samali nos contó es cierto, tendrán tanto interés como los propios fundamentalistas en conseguir el fragmento de texto que falta. Hay en juego mucho más de lo que soy capaz de imaginar.
Siguieron mirando la pared. A pesar del calor, Tara tenía escalofríos.
—¿Qué dice el resto? —preguntó—. No has terminado de traducirlo.
—A ver... Nos quedamos aquí: «Pero llegué a la Tierra de las Vacas. Los dioses me acompañaban. Gozaba de su favor». Aquí. —Entornó los ojos para concentrarse y prosiguió—: La siguiente palabra parece un nombre, pero no es egipcio, sino más bien una transcripción egipcia de un nombre griego. Es difícil saberlo con exactitud, porque los egipcios no utilizaban vocales, sino sólo consonantes. Parece decir Demicos, o Dimacos, o algo así. «Me llamaba Dimacos, hijo de Menendos de Naxos. Pero al conocerse mi hazaña me llamaron Ib-wer-imenty.» ¡Claro!
—¿Qué?
—Pues que
ib-wer-imenty
viene a ser un juego de palabras. ¡Cómo no me he dado cuenta antes!
Ib-wer
, significa «gran corazón»;
imenty
, «del oeste». Pero
ib-wer
también puede significar «gran sed» o «sediento», algo apropiado para un hombre que acababa de recorrer ciento ochenta kilómetros en pleno desierto. Este hombre debía de ser de origen griego, un mercenario, probablemente. Egipto era un hervidero de mercenarios por entonces. Un soldado griego al servicio de un soberano persa, con un apodo egipcio.
Daniel enfocó las imágenes que habían visto antes: el hombre de piel pálida delante de la mesa cubierta de fruta; el hombre de barba y cabellera trenzada, arrodillado ante su rey; el de piel rojiza haciendo una ofrenda a la diosa Isis.
—Por eso estos frescos son de tres estilos diferentes, para destacar tres aspectos distintos de una misma persona: el griego, el persa y el egipcio —explicó—. Es maravilloso. Absolutamente maravilloso.
Daniel tomó aliento antes de disponerse a leer las cinco últimas columnas de texto.
—«Cuando mi gesta fue conocida, como había regresado del mundo de los muertos, el rey del alto y bajo Egipto, Cambises, me situó a su diestra, me ascendió y me concedió su amistad y estima, porque había vuelto vivo del desierto y sabía que los dioses estaban conmigo. Me concedió tierras, títulos y riquezas. Bajo la persona del rey del alto y bajo Egipto, Darío, prosperé y me hice grande. Tomé esposa, engendré tres hijos. Fui grande en el consejo del rey. Siempre fiel. Fuerte de corazón. Verdadero protector. En Waset tuve mi hacienda...» Waset era el antiguo nombre egipcio de Tebas, la actual Luxor. «En Waset fui dichoso. En Waset viví muchos años. Nunca volví a Naxos, el lugar de mi nacimiento. Oh, quienes viváis en la tierra y acaso visitéis esta tumba, que amáis la vida y detestáis la muerte, acaso digáis: «Osiris, transfigura a Ib-wer-imenty...» Lo que sigue son plegarias de los libros del más allá.
Su voz se convirtió en un susurro, y bajó la linterna. Meneó la cabeza y dio una calada al cigarro, cuya brasa de color anaranjado brillaba en la oscuridad.
—Una historia increíble, ¿verdad? —dijo—. Un mercenario griego de bajo rango que marchó con el ejército de Cambises, regresó de entre los muertos y se convirtió en amigo y consejero de reyes. Parece sacado de un mito homérico. Podría pasar el resto de mi vida...
Se oyó un estrépito procedente del exterior. Daniel miró a Tara con los ojos desmesuradamente abiertos. Apagó la linterna, tiró la colilla del cigarro al suelo y la pisó. Todo volvió a sumirse en las tinieblas. Se oyeron susurros ahogados procedentes de la entrada y luego pasos. Se agacharon en un rincón, arrimados a la pared. Un pálido haz de luz iluminó el pasadizo y parte de la cámara. Se oyeron murmullos y sordas pisadas, casi en la entrada de la cámara. Un hombre con túnica negra saltó desde el borde del pasadizo a la cámara. Daniel soltó un grito, se abalanzó sobre él y lo derribó.
—¡Sal, Tara! —gritó—. Vamos, sal...
Otros dos hombres irrumpieron entonces en la cámara y lo derribaron.
—¡Daniel!
Tara corrió hacia él. Uno de los hombres la tiró al suelo, pero ella se levantó rápidamente y lo atacó a puñetazos. Él le dio un golpe en la mejilla, con más violencia que antes, que la arrojó de nuevo al suelo y la dejó aturdida. Oyó gritos y movimiento, y de pronto la cámara se inundó de una viva luz blanca que la deslumbró.
—Vaya, vaya... —dijo una voz en tono triunfal—. Las ratas han caído en la trampa.
Tara parpadeó. Cuatro tipos estaban frente ella; dos con sendas metralletas, uno con un fusil y otro con una porra. Y, junto al borde del pasadizo, sosteniendo una lámpara halógena con una mano, se hallaba Dravic, seguido de varios hombres, apretujados detrás de él en el angosto paso. Tara se levantó con esfuerzo. También Daniel estaba incorporándose, con la nariz ensangrentada. Se acercó a ella, que le preguntó:
—¿Estás bien?
Daniel asintió con la cabeza. Dravic miró alrededor, le pasó la lámpara al hombre que tenía más cerca y saltó al interior.
—Veo que nuestra amiga la cobra ya no está aquí —comentó—. Al parecer no ha sido un vigilante tan eficaz como pensábamos. Una lástima. Me habría gustado verlos morir lentamente con su veneno.
Dravic se acercó a ellos. Su corpachón parecía ocupar la mitad de la cámara, bloqueando la luz de la lámpara. Tara retrocedió hacia la pared. Hizo una mueca de dolor, a causa del golpe recibido en la mejilla.
—¿Cómo han sabido que estábamos aquí? —farfulló Daniel con la boca ensangrentada.
Dravic se echó a reír.
—No irá a creer en serio que la única precaución que tomamos fue meter aquí a esa maldita cobra, ¿verdad? ¡Qué imbécil! Teníamos un vigilante apostado. Al verlos, nos ha llamado y hemos vuelto enseguida.
—¿Qué van a hacer con nosotros? —preguntó Tara, y a punto estuvo de quebrársele la voz.
—Pues matarlos, naturalmente —contestó Dravic en tono displicente—. Lo único que no he decidido es cuándo y cómo. Después de lo que voy a hacerte a ti, preciosa —añadió con una sonrisa. Sus labios húmedos semejaban dos lombrices sonrosadas—. Y ten por seguro que son muchas las cosas que deseo hacerte.
Alargó una mano y deslizó un dedo por un pecho de Tara, que lo apartó con expresión de repugnancia.
—Usted mató a mi padre —le dijo entre dientes.
—Me hubiese gustado —replicó Dravic, echándose a reír—. Habría disfrutado mucho, pero por desgracia cayó fulminado delante de mí antes de tener oportunidad. Yo lo sentí tanto como tú.
Al notar el dolor que reflejaba la mirada de Tara, Dravic soltó otra risotada.
—Cayó redondo, retorciéndose como un cerdo degollado. Nunca he visto morir a nadie de manera tan patética.
Se volvió y les dijo algo en árabe a sus hombres, que se echaron a reír. A pesar del miedo que sentía, Tara se enfureció tanto que echó la cabeza hacia atrás y lanzó un escupitajo que alcanzó a Dravic en un ojo. El alemán dejó de reír. Tara se armó de valor, dispuesta a recibir el inevitable golpe. Pero el alemán no le pegó. Siguió sin moverse unos momentos, con el escupitajo resbalando por su mancha de nacimiento. Luego se lo limpió con la mano.
—¿Nunca te han violado? —preguntó con voz queda mirándose los dedos manchados de saliva—. ¿Nunca han utilizado tu cuerpo como un juguete, penetrándote por la vagina, por el ano y por la boca? ¿No? Pues, créeme, ve contando con ello.
—Usted no hará nada de eso, Dravic —dijo Daniel.
—Oh, no se preocupe, Lacage, que usted tampoco se librará. —El alemán sacó del bolsillo la letal paleta, cuyos afilados bordes relucían a la luz de la lámpara—. No todas las violaciones han de ser de naturaleza sexual —añadió dándole un tajo en el brazo a Daniel, que hizo una mueca de dolor. La sangre empezó a empapar la manga de su camisa—. Pero esos placeres quedarán para más tarde —agregó guardándose la paleta en el bolsillo—. Primero debemos tratar unos asuntos. —Miró hacia los jeroglíficos de las paredes, le hizo una seña al hombre que portaba la lámpara y añadió—: Bueno... ya tenemos la pieza que faltaba del rompecabezas. Es una lástima que la sacasen de aquí. Si lo hubiesen dejado todo como estaba nos habrían ahorrado a todos mucho tiempo y muchos problemas. Y mucho dolor.
El alemán le dirigió a Tara una mirada llena de lascivia y a continuación se acuclilló frente a la pared, examinando el texto.
—Normalmente, cuando se descubre una tumba en estas colinas somos los primeros en enterarnos. Los lugareños saben que les conviene acudir enseguida a informarnos. De lo contrario, corren el riesgo de provocar la ira de Saif al-Thar; y la mía. Y saben que eso es un mal asunto. En este caso, sin embargo, la descubrió alguien que optó por actuar por cuenta propia. Lo pagó muy caro, pero antes retiró algunos objetos, incluyendo esa pieza vital. —Retiró la pieza de yeso desprendida del fresco y prosiguió—: Resulta irónico que retirase precisamente esa parte del texto, porque no tenía ni idea de su importancia. Sólo quería llevársela para venderla como objeto decorativo. Aunque, claro, con el tiempo habría vaciado la tumba. Por desgracia para él, empezó por el fragmento que indica la posición del ejército, y con ello, labró su perdición y la de muchos otros.
Aunque estaba a casi tres metros de distancia, Tara percibió el olor acre que despedía el cuerpo de Dravic. Sintió ganas de vomitar.
—Pero eso ya no importa —continuó el alemán—. Tenemos la pieza. Y mañana a estas horas también tendremos los restos del ejército en nuestro poder. Y entonces... —Volvió a dirigirle a Tara una mirada lúbrica y añadió—: Empezará la diversión.
Dravic gritó algo en árabe y dos hombres que portaban sendos martillos neumáticos irrumpieron en la cámara. El alemán señaló hacia la sección del texto que antes había traducido Daniel. Sus dos secuaces dirigieron los martillos hacia el fresco, perforándolo y desprendiéndolo de la roca.
—¡Oh, Dios! —exclamó Daniel dando un salto hacia delante—. ¡No! ¡Deténganse!
Uno de los hombres de Dravic le dio un culatazo en el vientre que lo obligó a retroceder.
—¡No puede destruirla! —clamó con voz entrecortada—. ¡No puede hacerlo!
—Es una precaución lamentable pero necesaria —dijo Dravic—. El resto, que quede como está, pero no podemos correr el riesgo de que otros encuentren la tumba y lean la información sobre el ejército. Todavía no.
Grandes fragmentos de yeso cubiertos de jeroglíficos caían al suelo levantando nubes de polvo blanco. Y mientras uno seguía destrozando el fresco, su compañero hacía añicos los fragmentos grandes que ya habían caído. Daniel bajó la cabeza, desesperado. Cuando todo el fresco de la pared quedó destruido Dravic les indicó a sus hombres que se marchasen. Apenas se podía respirar a causa del polvo. Tara empezó a toser.
—¿Y ahora qué? —dijo Daniel incapaz de desviar la vista del montón de yeso machacado.
Dravic fue hacia la entrada de la cámara, con la tablilla en la mano. Se la pasó a uno de sus hombres y otro lo ayudó a subir al borde del pasadizo.
—Pues ahora —dijo Dravic, volviéndose hacia ellos— os ocurrirá algo muy desagradable —añadió señalándolos con la mano y desapareciendo por el pasadizo.
El hombre que estaba delante de Daniel alzó el arma.
—¡No! —gritó Tara, creyendo que iba a dispararle.
Pero no le disparó, sino que le dio un culatazo en la cabeza que lo hizo caer al suelo, inconsciente y sangrando. Tara fue a arrodillarse a su lado y le tocó la cabeza. Oyó que algo se movía a sus espaldas y se abalanzaba sobre ella, y de pronto tuvo la sensación de sumergirse en un insondable mar de tinieblas.
En el norte de Sudán
El muchacho cruzó el campamento a la carrera con el mensaje en la mano. Las cabras de un rebaño se sobresaltaron al verlo acercarse y se dispersaron en todas direcciones. Pero él se despreocupó de ellas y siguió corriendo hasta la tienda de su maestro. Descorrió la cortina, jadeante, y entró.
No había más luz que el tenue resplandor de una lámpara de queroseno. Saif al-Thar estaba sentado sobre la alfombra con las piernas cruzadas, inmóvil como una estatua y con un libro entre las manos.