El sol se había puesto y las primeras estrellas empezaban a titilar en el cielo cuando la motocicleta saltó por el borde de la duna. Se dirigió derecho al campamento y fue a detenerse junto a una pila de cajas. El motorista se apeó sujetándose el hombro izquierdo con la mano derecha, y se desplomó. Varios compañeros se acercaron a él seguidos de Mehmet, que se arrodilló a su lado y cogió algo que el herido tenía en una mano. Luego se abrió paso entre los reunidos y corrió hacia la duna en lo alto de la cual se hallaba su maestro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Saif al-Thar.
—El compañero de la patrulla que acababa de llegar ha encontrado esto —dijo Mehmet, jadeante—: Estaba dentro del todoterreno —añadió tendiéndole la cartera y las credenciales de Jalifa.
—¿Y el helicóptero?
—Ha estado rastreando la zona, pero no lo ha encontrado. Ha desaparecido.
Saif al-Thar meneó la cabeza.
—No puede andar muy lejos. Lo presiento. Que el helicóptero siga buscándolo hasta que oscurezca. Y que redoblen la vigilancia alrededor de la zona de excavación. Por fuerza tendrá que venir aquí, de modo que diles a todos que estén muy alerta.
—Sí, maestro.
—Y que el doctor Dravic venga a verme de inmediato.
—Sí, maestro.
El muchacho dio media vuelta y bajó corriendo la pendiente. Saif al-Thar siguió donde estaba, mirando hacia la columna de humo, cada vez menos distinguible en el crepúsculo. Luego estudió las credenciales de Jalifa, donde aparecían los datos y la fotografía de éste. Su expresión permaneció impasible, pero sus ojos delataron su sorpresa y su nuez se movió como si tragase con dificultad. Estuvo mirando aquellas credenciales durante casi un minuto. Después se las guardó en el bolsillo y empezó a examinar lo que contenía la cartera. Sacó una fotografía de la esposa de Jalifa, otra de sus tres hijos y una tercera de sus padres, que estaban de pie frente a las pirámides cogidos del brazo. Había una tarjeta telefónica, doce libras egipcias y un librito en miniatura con versículos del Corán. En otro compartimento encontró otra foto. Estaba agrietada y borrosa y con los bordes doblados, pero el joven apuesto que aparecía en la fotografía era perfectamente reconocible, guardaba un gran parecido con Yusuf Jalifa, aunque sus facciones eran más duras y graves, tenía ojos muy penetrantes y un mechón de pelo negro caía sobre una frente ancha, de persona inteligente. Miraba a la cámara, con un brazo caído y una mano posada en la cabeza de una pequeña esfinge de piedra. Al dorso se leía: «Alí, frente al Museo de El Cairo».
A Saif al-Thar empezó a temblarle la mano.
Todavía estaba mirando la foto cuando Dravic llegó a lo alto de la duna.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sin resuello.
—Mañana mismo nos llevaremos los objetos por aire —dijo Saif al-Thar.
—¿Cómo?
—Quiero que los helicópteros estén aquí al amanecer.
—Creía que había dicho que no íbamos a utilizar helicópteros.
—Han cambiado los planes. Nos llevaremos todo lo que podamos en los helicópteros y el resto en la caravana de camellos. Quiero que abandonemos este lugar dentro de veinticuatro horas.
—Pero... ¡no podemos...!
—¡Haga lo que le digo! —le espetó Saif al-Thar.
Dravic lo fulminó con la mirada. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente.
—Es imposible tenerlo todo listo para mañana. Hace sólo un rato que localizamos la retaguardia, a casi tres kilómetros de la pirámide. Necesitamos por lo menos dos días para desenterrarlo todo.
—Pues ponga más hombres a trabajar. A todos. Que empiecen a hacer los preparativos para la partida.
—¿Se puede saber qué ha ocurrido?
Saif al-Thar miró la fotografía.
—Hay una persona que está al corriente de todo. Un policía. Y está rondando por aquí, no muy lejos.
Dravic lo miró con expresión de incredulidad y luego se echó a reír.
—¿Y por eso se ha asustado usted? ¿Porque hay un policía rondando por aquí? ¡Por Dios! No tenemos más que enviar una patrulla para que lo liquide. Dudo de que encuentre muchos sitios donde ocultarse.
—Nos marcharemos mañana.
—Ya le he dicho que no hay tiempo material. Necesitamos por lo menos dos días más. Si no hacemos las cosas bien, lo que hemos desenterrado no valdrá nada. Entiéndalo. ¡No valdrá nada!
—Nos marcharemos mañana —insistió Saif al-Thar mirándolo con dureza—. No hay más que hablar.
Dravic fue a replicar pero comprendió que era inútil. Dio media vuelta, lanzó un escupitajo al suelo y se alejó.
Se oyó el motor de un generador y los focos se encendieron iluminando la zona de excavación. Saif al-Thar volvió a mirar la fotografía.
—Alí —musitó para sí torciendo el gesto, como si pronunciar aquel nombre le amargase en la boca—. Alí Jalifa.
Permaneció inmóvil por unos instantes y después, violentamente, hizo pedazos la fotografía y los lanzó al viento. Los fragmentos se esparcieron por la duna y algunos fueron a aterrizar a sus pies, como añicos de un espejo roto.
Ya era de noche cuando Jalifa se decidió a salir de la grieta de la duna. Pero no estaba totalmente a oscuras, porque en el desierto eso nunca ocurre, sino que es más bien una penumbra densa, como si hubiesen cubierto el paisaje con un tul pardusco.
Dirigió la mirada hacia las dunas. Tal como esperaba, la luna no brillaba demasiado. Miró alrededor. Lo aguardaba un largo camino a pie y no podía entretenerse. Por lo pronto, debería descender por la ladera opuesta que aunque sólo tenía unos treinta metros, era muy empinada, casi vertical. Miró a un lado y a otro para averiguar si había algún punto por el que la pendiente fuese menos pronunciada, pero no lo había. De modo que, musitando una plegaria, arrojó la bolsa cuesta abajo; se sentó con el fusil en bandolera y se dejó deslizar. Enseguida su cuerpo adquirió una tremenda velocidad, y aunque trató de frenar con los pies, sólo consiguió que los zapatos se le llenasen de arena. A mitad de la pendiente chocó con una roca que lo hizo rodar mientras el arma le golpeaba el pecho y el mentón. Llegó al fondo de bruces y con la boca llena de arena.
—
Ibn sharmoota
—musitó—. ¡Mierda!
Permaneció inmóvil, y por fin, escupiendo arena, se levantó y miró hacia lo alto de la duna. Desde abajo la pendiente parecía aún más empinada que desde arriba. Musitó otra breve plegaria para dar gracias por seguir vivo y, sacudiéndose la arena del pelo, recogió la bolsa y se dispuso a cruzar el desierto.
Caminó durante toda la noche sin oír más que el ruido de sus pisadas y su respiración. Era consciente de que estaba dejando un rastro fácil de seguir incluso a oscuras, pero no podía hacer nada para evitarlo. De modo que procuró no pensar en ello y continuó avanzando. Llevaba el GPS en la mano y lo miraba de vez en cuando para ver a qué distancia estaba. Aunque, en cuanto a la dirección a seguir, no necesitaba ningún instrumento, puesto que la pirámide de roca era claramente visible y resplandecía misteriosamente pese a la oscuridad. Jalifa dedujo que debía de estar iluminada desde la base. Poco a poco fue cogiendo el ritmo más adecuado para su larga caminata. Ascendía por las dunas con pasos firmes pero lentos, descendía con rapidez y luego a grandes zancadas desde la base de una duna a otra, repitiendo una y otra vez la misma secuencia de pendientes y trechos llanos.
Le faltaban veintiocho kilómetros por recorrer, y durante la primera mitad del trayecto logró estar muy alerta, atento a la menor señal de que lo estuviesen siguiendo. Pero a medida que pasaron las horas, empezó a distraerse. Pensaba en Zainab, en cuando se habían conocido, poco después de que él ingresase en la universidad. Había ido a pasar la tarde al zoo con un grupo de compañeros, y una de las chicas era Zainab, amiga de una amiga. Habían estado recorriendo el recinto y Jalifa, siempre tímido, no se había atrevido a hablar con ella hasta llegar frente al foso del oso polar, que nadaba, no muy animado, en su estanque de agua turbia.
—Pobre animal —había exclamado Jalifa—. Con lo bien que estaría él en su tierra, allá en la Antártida.
—En el Ártico —lo había corregido Zainab, que estaba justo detrás de él—. Los osos polares proceden del Ártico —añadió—. En la Antártida hay pingüinos, no osos polares.
Él se había ruborizado, turbado por su melena, su hermoso rostro y sus grandes ojos.
—Ah, pues no lo sabía —había admitido, cohibido.
Eso había sido todo. Atenazado por su timidez no había vuelto a hablarle en toda la tarde.
Jalifa sonrió al recordarlo. ¿Quién iba a decir que con un principio tan poco prometedor...?
Una estrella fugaz cruzó el cielo como una exhalación. Jalifa siguió con su dura caminata, pensando en sus hijos, en Batah, en Alí y en el pequeño Yusuf. Recordaba el nacimiento de cada uno de ellos como si hubiese sido el día anterior. Batah había tardado casi diecinueve horas en llegar.
—La primera y la última —había dicho Zainab al poco de dar a luz—. No pienso volver a pasar por esto.
Pero unos años después había llegado Alí, y después Yusuf. Y quizá la cosa no acabara ahí. En eso confiaba Yusuf, que quería tener muchos hijos y verlos jugar alrededor de la fuente que esperaba terminar algún día; llenando de risas el apartamento.
Se había levantado un poco de viento que hacía sisear las dunas como si hablasen de él, que sin detenerse sacó del bolsillo del pantalón un paquete de Cleopatra y encendió un cigarrillo. Se acordó de sus padres. Aún le parecía ver a su padre levantándolo en brazos y a su madre sentada en la azotea de su casa pelando judías tiernas. Luego pensó en el profesor Al-Habibi y en Abdul el Gordo; en el Museo de El Cairo; en cuando trabajaba como ayudante de camellero; en los casos que había llevado, y en los que había resuelto. Las imágenes de sus recuerdos pasaban velozmente por su mente, como si estuviese en el cine viendo un documental de su vida, lo cual, de manera inevitable, lo llevó a pensar en su hermano, en los buenos recuerdos de su infancia y adolescencia; en sus juegos y en sus aventuras; en el barco abandonado y varado en la orilla del Nilo y desde cuya cubierta se zambullían en el agua. Y después en el cambio que poco a poco había ido experimentando Alí, que había empezado a endurecerse y distanciarse para terminar por crearse problemas y cometer actos reprobables. Inevitablemente también, se retrotrajo al día en que la vida de su hermano había quedado destrozada, y con ella la suya propia.
Todo había sucedido de modo tan rápido como inesperado. Los fundamentalistas llegaron una tarde al pueblo buscando extranjeros para matarlos. Hubo un tiroteo en el que murieron siete personas, incluyendo tres terroristas. Jalifa estaba en la universidad por entonces y se enteró por la radio. Volvió a casa de inmediato, convencido de que su hermano estaba implicado. Encontró a su madre sola en casa, sentada en una silla mirando a la pared.
—Tu hermano ha muerto —le dijo sin rodeos, blanca como la cera—. Mi Alí ha muerto. Tengo el corazón destrozado, Yusuf.
Jalifa estuvo luego vagando por las calles. Los cadáveres de los fundamentalistas aún no habían sido retirados y yacían uno junto al otro sobre el asfalto, cubiertos con mantas. Varios agentes de policía estaban junto a los cadáveres, charlando y fumando. Él contempló los cuerpos tratando de asociarlos con el hermano que tanto quería y luego desvió la mirada. Subió hasta el llano de Gizeh, hasta las pirámides y luego más arriba, hasta lo más alto de la pirámide de Keops, hasta el lugar en el que él y Alí solían sentarse de pequeños, para admirar el mundo que se extendía a sus pies como un mapa gigantesco. Y allí, en lo que se le antojaba la cima del mundo, se desmoronó y se echó a llorar, abrumado por la vergüenza y el horror, sin acabar de creer lo que había ocurrido, incapaz de entenderlo, mientras el sol púrpura del crepúsculo declinaba por encima de su cabeza, que parecía a punto de estallar de tanto que le dolía.
Su hermano Alí. El hermano que había sido un padre para él; que lo había convertido en lo que era, que había sido su fuente de inspiración para todas las cosas. Tanta fortaleza. Tanta bondad. Hacía ya catorce años que había muerto, pero el desconsuelo de Jalifa no había remitido, ni remitiría hasta que no pudiese estar cara a cara con el responsable de su muerte. Por eso había ido hasta allí. Para mirar a Saif al-Thar a los ojos, aunque le costase la vida. Para enfrentarse al hombre que había destruido a su familia.
Jalifa trepó con dificultad hasta lo alto de una duna y reparó con sorpresa en que casi había llegado a destino. A menos de dos kilómetros se alzaba la roca piramidal, tan enorme que intimidaba. El neblinoso halo que la rodeaba resultaba sobrecogedor. Las siluetas negras que se veían en las lomas que se alzaban en torno a ella debían de ser vigías. Por si acaso, Jalifa se arrojó al suelo. Miró el reloj. Faltaba media hora para que amaneciese.
Como tantas otras veces durante aquel duro trayecto, se deslizó por la pendiente y, al llegar abajo, se descolgó el fusil, sacó la pistola de la bolsa y se la remetió bajo el cinturón. Luego sacó la túnica negra y el turbante y se los puso. El roce de la sangre reseca, adherida a varios puntos de la tela, lo hizo estremecerse. Metió el móvil y el GPS en sendos bolsillos, arrojó a un lado la bolsa y, tras colgarse nuevamente el fusil en bandolera, ascendió hasta lo alto de la siguiente duna y bajó por la pendiente opuesta en dirección adonde se encontraban sus enemigos.