—Profesor Ibrahim Az-Zahir —dijo leyendo el nombre en voz alta para asegurarse de que lo escribía bien—. Universidad de El Cairo.
John guardó el comprobante, pagó y volvió a la gasolinera. Después de comprobar que todo estaba en orden, miró alrededor, subió al vehículo y arrancó, alejándose lentamente hacia el límite de la población.
Sólo se detuvo un momento en el límite del desierto y dirigió una melancólica mirada hacia atrás. Luego puso la música a todo volumen y aceleró en dirección a las dunas.
Encontraron su cadáver dos meses después. O, mejor dicho, los restos de su cadáver, carbonizados dentro del todoterreno. Unos turistas toparon con éste a unos cincuenta kilómetros al sudoeste de Siwa, volcado al pie de una duna, convertido en un amasijo de hierros retorcidos, con lo que parecía una forma humana en su interior. Todo indicaba que se había precipitado desde lo alto de la duna, pese a que no era muy empinada. Sin embargo, llamaba la atención que hubiese cerca marcas de neumáticos de otro vehículo, como si no hubiese estado solo en el momento de ocurrir el accidente. El cuerpo estaba tan desfigurado que sólo lograron identificarlo después de enviar a Estados Unidos las radiografías de sus piezas dentales.
Londres, catorce meses después
La doctora Tara Mullray apartó de sus ojos un mechón de su cabello cobrizo y continuó avanzando por el pasadizo. Las lámparas irradiaban un calor sofocante. Una película de sudor brillaba en su frente, suave y pálida. A través de los orificios de ventilación de los tanques entrevió a las serpientes, pero les prestó tan poca atención como éstas a ella. Llevaba trabajando allí más de cuatro años, y hacía mucho tiempo que las serpientes habían dejado de ser una novedad.
Pasó junto a una pitón, una culebra y un par de víboras de Gabón y se detuvo frente al tanque de la cobra de cuello negro. Estaba enrollada en un rincón, pero en cuanto la vio alzó la cabeza, sacó la lengua y su cuerpo de color oliváceo empezó a oscilar como un metrónomo.
—Hola, Joey —la saludó Tara, que dejó en el suelo la lata y el gancho que empleaba para trasladar a la serpiente y se agachó—. ¿Qué tal te encuentras hoy?
La serpiente se arrimó a la tapa del tanque y le dirigió una mirada inquisitiva. La doctora se puso unos gruesos guantes de piel y unas gafas que la protegían de las escupidas venenosas de la cobra.
—Bueno, vamos a curarte —dijo Tara cogiendo el gancho.
Se inclinó hacia delante y levantó la tapa del tanque. Echó el cuerpo hacia atrás al ver que la serpiente acercaba la cabeza hacia ella. Luego, con movimientos ágiles y coordinados, sujetó el asa de la tapa de la lata, levantó a la serpiente con el gancho y, con mucho cuidado, la dejó caer en la lata y cerró la tapa de inmediato. Del interior le llegó un siseo; la cobra exploraba su nuevo entorno.
—Es por tu bien, Joey —dijo Tara—. Así que no te enfades.
Aquella cobra macho de cuello negro era la única de la colección que no le gustaba. Con las demás, incluida la taipan, la enorme serpiente australiana que mordía sin avisar, se sentía tranquila. Pero la cobra siempre la ponía nerviosa. Era astuta y agresiva, y tenía mal carácter. Le había mordido una vez, hacía un año, al sacarla de su tanque para limpiarlo. La había cogido muy hacia la cola y la serpiente se rebulló y le mordió en la mano. Por suerte, no llegó a inocularle veneno, pero ese suceso la afectó mucho. Llevaba casi diez años trabajando con serpientes y era la primera vez que una le mordía; desde entonces trataba a aquella cobra con enorme precaución, hasta el punto de que era la única con quien se ponía guantes para trasladarla. Tras asegurarse de que la lata estaba bien cerrada, la levantó y regresó sobre sus pasos. Bajó con cuidado por un tramo de escaleras que había al fondo del pasadizo y siguió por el pasillo en el que estaba su despacho. Al notar que la serpiente se movía dentro del recipiente aminoró el paso para no inquietar a la irritable serpiente. No tenía por qué alterarla más de lo necesario.
En el despacho aguardaba Alexandra, su ayudante. Entre las dos sacaron a la cobra de la lata y la depositaron sobre un banco. Alexandra la inmovilizó y Tara se agachó para examinarla.
—Ya debería habérsele curado —dijo Tara palpando la sección central del dorso de la cobra, que tenía las escamas hinchadas y llagadas.
—Se ha vuelto a restregar contra la piedra. Creo que deberíamos dejar el tanque completamente vacío durante unos días, para darle tiempo a cicatrizar.
Tara cogió un antiséptico del estante de un armario y procedió a curarle la herida con delicadeza. La cobra sacaba la lengua y la escondía mientras sus ojos negros la miraban amenazadoramente.
—¿A qué hora sale tu vuelo? —preguntó Alexandra.
—A las cinco —contestó la doctora mirando el reloj de pared—. Tendré que salir en cuanto termine esto.
—Ojalá mi padre viviese en el extranjero. Así la relación sería mucho más exótica.
Tara sonrió.
—Mis relaciones con mi padre podrían describirse de muchas maneras, Alexandra, pero nunca las definiría como exóticas.
Tara terminó de limpiar la zona infectada. Se puso un poco de ungüento en la yema del índice de la mano derecha y lo aplicó sobre la herida de la cobra.
—Mientras yo esté fuera hay que limpiarla cada dos días, ¿de acuerdo? Y sigue con los antibióticos hasta el viernes. No quiero que se le extienda la celulitis.
—No te preocupes, y pásalo bien —dijo Alexandra.
—Llamaré a finales de semana, para asegurarme de que no han surgido complicaciones.
—¿Quieres dejar de preocuparte? Todo irá bien. Aunque te parezca increíble, el zoo puede sobrevivir sin ti durante dos semanas.
Tara volvió a sonreír. Alexandra tenía razón. Se obsesionaba demasiado con el trabajo. Igual que su padre. Iba a tomarse unas verdaderas vacaciones por primera vez en dos años, y era consciente de que debía aprovecharlas al máximo. Le apretó cariñosamente el brazo a Alexandra y dijo:
—Perdona. Es cierto, me preocupo demasiado.
—Además, las serpientes no van a echarte de menos. No tienen sentimientos.
Tara hizo una mueca de fingida contrariedad.
—¡Cómo te atreves a hablar así de mis criaturitas! Todas las noches llorarán mi ausencia.
Se echaron a reír las dos. Tara cogió el gancho y entre las dos volvieron a meter a la cobra en la lata.
—¿Seguro que no te importa llevarla al tanque tú sola?
—Claro que no —le aseguró Alexandra—. Vete tranquila.
Tara se puso el abrigo y el casco de motorista y se encaminó hacia la puerta.
—Antibióticos hasta el viernes. No lo olvides —le recordó a Alexandra antes de salir.
—¿Quieres hacer el favor de irte de una vez?
—Y tampoco olvides quitarle la piedra, para que no se restriegue.
—¡Oh, Tara...! —exclamó Alexandra, arrojándole un trapo. Tara lo esquivó, soltó una carcajada y echó a andar por el pasillo.
—¡Ah! ¡Y tampoco olvides ponerte las gafas cuando la metas en el tanque! ¡Ya sabes del humor que se pone después de las curas!
El tráfico era muy denso por la tarde, pero maniobró hábilmente con su ciclomotor, cruzó el Támesis por el puente Vauxhall y recorrió a gran velocidad los tres kilómetros finales hasta Brixton. De vez en cuando miraba su reloj. Su vuelo partía al cabo de tres horas y aún no había hecho las maletas.
—¡Joder! —masculló para sí.
Vivía sola en un apartamento de un sótano, frente al parque Brockwell. Lo había comprado hacía cinco años con parte del dinero que le había dejado su madre y lo había compartido con su mejor amiga, Jenny.
Durante dos años llevaron una vida despreocupada y bohemia, de fiesta en fiesta, empezando y terminando relaciones sin tomarse ninguna en serio. Pero entonces Jenny conoció a Andrew, con el que se fue a vivir al cabo de unos meses, y Tara se quedó sola en el apartamento. Tener que pagar la hipoteca sin ayuda de nadie era ruinoso, pero no quiso meter a nadie más en el piso. En realidad le gustaba disponer de más espacio. A veces se preguntaba si sería capaz de convivir con un hombre como había hecho Jenny. Años atrás había tenido algunas relaciones más o menos serias, pero aquello había acabado, y no le importaba estar sola.
Encontró el apartamento desordenado. Se sirvió una copa de vino, puso un compact de Lou Reed y entró en su despacho para escuchar los mensajes del contestador. «Tiene seis mensajes», le anunció una metálica voz de mujer. Dos eran de Nigel, un viejo amigo de la universidad; el primero para invitarla a cenar el sábado por la noche, y el segundo cancelando la invitación al recordar que ella iba a estar fuera. Otro era de Jenny, quien le advertía que no fuese a ninguna excursión en camello porque todos los camelleros eran unos pervertidos. Un cuarto era de un colegio, confirmándole la fecha para una conferencia que tenía que dar sobre las serpientes; y otro era de Harry, el broker que llevaba acosándola dos meses y cuyos mensajes ella nunca contestaba. El último era de su padre: «Soy papá, Tara. ¿Podrías traerme whisky y el
Times
? Si hay algún problema, llámame. Si no, te espero en el aeropuerto. Tengo muchísimas ganas de verte. Hasta luego».
Tara sonrió. Su padre siempre revelaba cierta timidez cuando quería mostrarse afectuoso. Como la mayoría de los profesores universitarios, el catedrático Michael Mullray sólo se sentía cómodo en el mundo de las ideas. Las emociones interferían en la claridad del pensamiento. Por eso se había separado de su esposa. Porque era incapaz de afrontar su necesidad de afecto. Ni siquiera al morir ella, hacía ya seis años, le había resultado fácil exteriorizar sus sentimientos. En el funeral se sentó en uno de los bancos del fondo, ensimismado y sin manifestar emoción alguna. Y en cuanto el funeral hubo terminado, fue a dar una conferencia en Oxford.
Tara apuró el vino y volvió a la cocina para llenar de nuevo la copa. Se dijo que debía adecentar un poco el apartamento, pero como apenas tenía tiempo se limitó a sacar la bolsa de la basura y a lavar los platos, después de lo cual fue a su dormitorio para hacer el equipaje.
Hacía casi un año que no veía a su padre, desde la última vez que él había estado en Inglaterra. Hablaban por teléfono con cierta frecuencia, pero sus conversaciones eran más de orden práctico que cariñosas. Él le hablaba de algún nuevo objeto que había desenterrado, o de un curso que iba a dar; y ella le contaba algún chismorreo sobre sus amigas o el trabajo. Rara vez hablaban más de unos pocos minutos. Él le enviaba todos los años una felicitación para su cumpleaños que, indefectiblemente, llegaba con una semana de retraso.
De modo que a Tara le sorprendió que el mes anterior la invitase a pasar un par de semanas con él. Llevaba cinco años viviendo en el extranjero y era la primera vez que le pedía algo así.
—La temporada casi ha terminado —le había dicho su padre—. ¿Por qué no te vienes? Puedes alojarte en el campamento de excavaciones. Te llevaré a ver algunas cosas de interés.
La primera reacción de Tara fue de inquietud. Su padre ya era setentón, tenía el corazón delicado y debía medicarse a diario. Quizá ésa fuese su manera de decir que su salud era precaria y que, antes de que llegase el final, deseaba reconciliarse con ella de verdad. Pero su padre le aseguró que se encontraba muy bien y que, sencillamente, había pensado que sería bonito que ambos pasaran unas semanas juntos. No era una actitud muy propia de él y eso la había hecho recelar. Pero desechó esos pensamientos y sacó un billete para ir a verlo. Al llamarlo para informarle del día y la hora de su llegada, advirtió que se alegraba de verdad.
—¡Estupendo! —exclamó—. Lo pasaremos como en los viejos tiempos.
Tara eligió unas cuantas prendas del montón de ropa que había encima de la cama y las metió en una bolsa de viaje. Le apetecía fumar un cigarrillo, pero resistió la tentación. Hacía casi un año que lo había dejado y no quería reincidir, entre otras cosas porque, si lograba completar el año sin fumar, le ganaría cien libras a Jenny. Y, como hacía siempre que el deseo de fumar la asaltaba, fue al frigorífico a por un cubito de hielo y se puso a chuparlo.
Pensó que tal vez debería haberle comprado un regalo a su padre, pero ya no había tiempo para eso y, además, aunque le comprase algo, lo más probable era que no le gustase. Recordaba la desilusión que se había llevado de niña unas Navidades. Había pasado semanas estrujándose el cerebro para elegir un regalo, y cuando su padre abrió el paquete se limitó a musitar de manera muy poco convincente «Muy bien, cariño, justo lo que necesitaba», y volvió a concentrarse de inmediato en la lectura del periódico. De manera que le compraría una botella de whisky, el
Times
y tal vez una loción para después del afeitado, y ya estaría bien con eso.
Después de meter en la bolsa algunas cosas más, fue al cuarto de baño a ducharse. En cierto modo, temía hacer aquel viaje. Estaba segura de que terminarían discutiendo, por más que se esforzasen porque no ocurriera. Y, al mismo tiempo, no podía evitar sentirse exultante. Hacía mucho tiempo que no viajaba al extranjero y, además, si las cosas se ponían muy feas, podía pasar unos días sola. Ya no era una niña que dependiese de su padre. Podía hacer lo que se le antojara. Abrió más el grifo del agua caliente, echó la cabeza hacia atrás para que el agua corriese por sus pechos y su vientre, y tarareó una melodía.
Luego, ya vestida, cerró las ventanas, cogió la bolsa de viaje y salió del apartamento. Ya había oscurecido y empezaba a lloviznar. El asfalto brillaba y reflejaba la luz de las farolas. Normalmente, aquel tiempo la deprimía, pero esa tarde era distinto. Se aseguró de que llevaba el pasaporte y el billete de avión y se dirigió a la estación, sonriente. Por lo visto, en El Cairo estaban a más de treinta grados. Todo un cambio.
El Cairo
—He de cerrar, pequeña —dijo el viejo Iqbar—. Deberías marcharte ya a casa.
La niña permaneció inmóvil, jugueteando con su cabello. Tenía la cara sucia y moqueaba.
—Vamos, vete —insistió Iqbar—. Y mañana, si quieres, puedes venir a ayudarme.
La niña lo miró fijamente, en silencio. Él dio un paso hacia ella, cojeando y jadeante.
—No estoy para juegos. Soy viejo y me siento cansado.
En la tienda apenas había luz, sólo la que procedía de una bombilla desnuda, y en los rincones se arremolinaban las sombras. Montones de baratijas se hundían lentamente en la penumbra como si se sumergiesen en el mar. Se oyó un claxon y un persistente martilleo. Iqbar dio otro paso hacia delante. El viejo llevaba una galabeya de algodón que abultaba mucho a la altura del vientre. Su deteriorada dentadura y el parche negro que le cubría un ojo le daban un aspecto amenazador. Pero era amable y la niña no tenía miedo de él.