—¿Vas a irte a casa o no?
La niña meneó la cabeza.
—En ese caso... —dijo Iqbar volviéndose y yendo con andar vacilante hacia la entrada de la tienda— tendré que dejarte aquí encerrada toda la noche. Y, como sabes, es por la noche cuando aparecen los fantasmas. —Se detuvo frente a la puerta y sacó un manojo de llaves del bolsillo—. Te he hablado de los fantasmas, ¿verdad? Estoy seguro de que sí. En todas las tiendas de antigüedades hay fantasmas. En aquella vieja lámpara, por ejemplo —añadió señalando una lámpara de bronce que había en una estantería—, vive un genio llamado Al-Ghul. Tiene diez mil años de edad y puede convertirse en lo que quiera.
La niña miró la lámpara con unos ojos como platos.
—¿Y ves el cofre de madera que está en aquel rincón —prosiguió Iqbar—, el que tiene el candado grande y unos flejes de hierro? Pues dentro hay un cocodrilo. Durante el día duerme, pero por la noche sale a cazar niños. ¿Y para qué crees que quiere cazarlos? Pues para comérselos, naturalmente. Los agarra con los dientes y se los traga.
La niña se mordisqueó el labio inferior y miró alternativamente la lámpara y el cofre.
—Y aquel puñal de la pared —continuó Iqbar—, el de la hoja curvada, perteneció a un rey. Era un hombre muy cruel. Todas las noches vuelve al mundo de los vivos, coge el puñal y degüella a todo aquel que se le pone por delante. Como te he dicho, esta tienda está llena de fantasmas. De manera que, si quieres pasar aquí la noche, amiguita, ya sabes a qué atenerte...
Iqbar rio por lo bajo y abrió la puerta. Las campanillas de bronce repiquetearon. La niña avanzó unos pasos al pensar que iba a dejarla encerrada y, en cuanto la oyó moverse, Iqbar dio media vuelta, alzó las manos como si fuesen garras y soltó un rugido. La niña gritó, se echó a reír y corrió a esconderse entre las sombras del fondo de la tienda, detrás de dos cestos de mimbre.
—Vaya, con que quieres jugar al escondite, ¿eh? —refunfuñó el viejo, y fue cojeando tras ella con una sonrisa en el rostro—. Pues te costará trabajo. Aunque sólo tenga un ojo, es un buen ojo. Nadie puede ocultarse de Iqbar.
La niña lo vio moverse entre los cestos, cómo miraba por el hueco que había entre ambos, pero él no quería desilusionarla demasiado pronto y estropearle el juego, así que en lugar de descubrirla pasó de largo y abrió las puertas de un viejo aparador de madera.
—¿Dónde se habrá metido esta niña? —se preguntó Iqbar fingiendo que la buscaba dentro del aparador—. Ah, no, no está aquí. Es más lista de lo que yo creía. —Cerró las puertas del aparador y fue a la trastienda. Hizo tanto ruido como pudo abriendo y cerrando cajones y archivadores—. Estás aquí, ¿verdad, diablilla? —bromeó. Se lo estaba pasando en grande—. Te has metido en mi despacho secreto, ¿eh? ¡Vaya, qué lista es esta niña!
Finalmente, regresó y se detuvo delante de los cestos. Oía la risita ahogada de la niña.
—A ver. Pensemos. Si no está en el aparador ni en la trastienda, y como sé que no es tan insensata como para haberse escondido en el cofre con el cocodrilo, o mucho me equivoco o sólo le quedaba un sitio donde ocultarse: detrás de los cestos. Vamos a ver si acierto...
Se agachó y, al hacerlo, se oyeron las campanillas de la puerta y entró alguien. El viejo se incorporó y se dio la vuelta. La niña permaneció donde estaba, inmóvil.
—Íbamos a cerrar —dijo Iqbar mientras se acercaba arrastrando los pies a los dos hombres que estaban en la entrada—, pero si quieren echar un vistazo, pueden hacerlo.
Los dos hombres no le hicieron caso. Eran dos jóvenes de veintitantos años, con barba. Llevaban sendas túnicas, negras y mugrientas, y una
imma
también negra, ceñida a la frente. Miraron alrededor y luego uno de ellos dio un paso hacia la acera y señaló con el dedo. A continuación, volvió a entrar seguido de un hombre blanco.
—¿Qué desean? —preguntó Iqbar—. ¿Buscan algo en concreto?
El hombre blanco era muy alto y corpulento. Su traje de hilo le venía tan estrecho que se tensaba en los hombros y los pectorales. Llevaba un cigarro a medio fumar en una mano y con la otra sujetaba un maletín con las letras CD grabadas en la piel, muy raída. En la mejilla izquierda, desde la sien hasta casi la boca, tenía una marca de nacimiento de color púrpura pálido. Igbar se estremeció al verlo.
—¿Qué desean? —repitió.
El gigante cerró la puerta con suavidad, hizo girar la llave y asintió con la cabeza en dirección a sus dos compañeros, que se acercaron a Iqbar con rostro inexpresivo. El anticuario retrocedió hasta el mostrador.
—¿Qué quieren? —preguntó en tono nervioso—. Por favor, díganme lo que desean.
El gigante avanzó unos pasos y se plantó delante de Iqbar hasta casi tocarle el vientre. Lo miró con una sonrisa en los labios y luego, alzando el cigarro, se lo hundió en el parche por el extremo encendido.
—¡Por favor! ¡Por favor! —gritó Iqbar, levantando las manos—. No tengo dinero. Soy pobre.
—Tienes algo que nos pertenece —dijo el gigante—. Una antigüedad. La recibiste ayer.
—No sé de qué me está hablando —repuso Iqbar, inclinándose hacia delante y agitando las manos—. Ninguna de estas antigüedades es auténtica. Si lo fueran estaría infringiendo la ley.
El gigante señaló a sus dos secuaces, que cogieron al viejo por los codos y lo obligaron a incorporarse. Iqbar inclinó la cabeza, como si intentara ocultarse. A uno de los secuaces se le subió un poco la
imma
, revelando una cicatriz, suave y pálida, como si una sanguijuela se hubiese pegado a la piel, que le cruzaba la frente. Iqbar tragó saliva con dificultad, aterrorizado.
—¡Por favor! ¡Por favor! —clamó.
—¿Dónde está? —repitió el gigante.
—Por favor, por favor...
El gigante musitó algo para sí, dejó el maletín en el suelo y sacó de él lo que parecía una pequeña paleta. La hoja, de forma triangular, era opaca salvo en los bordes, que resplandecían como si los hubiesen afilado.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó el gigante a Iqbar. El viejo miraba la hoja con expresión de horror.
—Es una paleta de arqueólogo. La utilizamos para excavar, con mucho cuidado, así... —El gigante le hizo una demostración pasando una y otra vez la paleta por su frente—. Pero tiene otras aplicaciones —añadió, y con un movimiento sorprendentemente ágil para un hombre de su corpulencia, dirigió la paleta hacia arriba y le rajó la mejilla al viejo.
Iqbar gritó y se contorsionó patéticamente mientras la sangre que manaba de la herida manchaba su galabeya.
—Bien —dijo el gigante—. Te lo volveré a preguntar. ¿Dónde está la pieza?
Detrás de los cestos, la niña rezó para que el genio Al-Ghul saliese de la lámpara y ayudase al viejo.
Era más de medianoche cuando el avión de Tara aterrizó.
—Bienvenida a El Cairo —le dijo una azafata cuando se disponía a bajar—. Feliz estancia.
Al asomar por la escalerilla, una ráfaga de viento le dio en la cara. El aire olía a gasóleo.
El vuelo había transcurrido sin problemas. Le había tocado un asiento contiguo al pasillo, junto a un matrimonio de rostro rubicundo que había pasado la primera mitad del vuelo previniéndola sobre los problemas estomacales que tendría como consecuencia de la comida egipcia, y la segunda mitad durmiendo. Tara se tomó un par de vodkas, siguió a medias la película que proyectaron y compró una botella de whisky al pasar una azafata ofreciendo artículos libres de impuestos. Luego reclinó el asiento hacia atrás, recostó la cabeza y se quedó mirando el techo. El deseo de fumar la acuciaba, como siempre que viajaba en avión, pero se abstuvo, ayudándose con los cubitos de hielo.
Su padre llevaba trabajando en Egipto desde que ella era una niña; según los que entendían de esas cosas, se trataba de uno de los egiptólogos más célebres de su tiempo. «Está a la altura de Petrie y de Carter —le había asegurado en cierta ocasión uno de los colegas de su padre—. No conozco a nadie que haya contribuido más a nuestro conocimiento del Imperio Antiguo.»
Tara tenía motivos para sentirse orgullosa de él, pero lo cierto era que los logros académicos de su padre la dejaban fría. Lo que a ella siempre le había importado más, desde muy temprana edad, era que su padre parecía sentirse más feliz en un mundo que había muerto hacía cuatro mil años que con su propia familia. Incluso su nombre, Tara, lo había elegido porque le recordaba a Ra, el dios egipcio del sol.
Cuando ella era pequeña, su padre viajaba a Egipto todos los años para realizar excavaciones. Al principio, sólo permanecía en el país alrededor de un mes, partía en noviembre y regresaba antes de Navidad. Sin embargo, a medida que ella crecía y que la relación conyugal de sus padres se enfriaba, él empezó a pasar cada vez más tiempo allí.
—Tu padre tiene otro amor —le dijo su madre una vez—. Y ese amor se llama Egipto.
Luego, el cáncer empezó a minar la salud de su madre y a precipitar su fin. En aquella época Tara llegó a odiar a su padre. Mientras la enfermedad se cebaba en los pulmones y en el hígado de su madre, él permaneció alejado, sin dirigirle una palabra de consuelo. A Tara la consumía el resentimiento contra aquel hombre que parecía valorar más las tumbas y los antiguos fragmentos de vasijas que su propia carne y su propia sangre. Pocos días antes de la muerte de su madre, Tara lo llamó a Egipto y lo cubrió de improperios e insultos, con tanta violencia que incluso ella se sorprendió. En el funeral apenas se dirigieron la palabra. Inmediatamente después, su padre se instaló en Egipto de manera permanente. Durante ocho meses al año enseñaba en la Universidad Americana de El Cairo; los otros cuatro los dedicaba a realizar excavaciones. Estuvieron casi dos años sin hablarse.
No obstante, no todo eran malos recuerdos. Por ejemplo, en cierta ocasión cogió un berrinche, y él, para consolarla, le hizo un truco de magia en el que parecía desprenderse el pulgar de una mano. Ella dejó de llorar y se puso a reír. Le pidió que repitiese el truco; su padre accedió y lo repitió una y otra vez, quejándose como si de verdad le arrancasen el dedo. Pero su mejor recuerdo era del día en que cumplió quince años. Nada más levantarse vio en la repisa de la chimenea un sobre dirigido a ella. Al abrirlo, encontró la primera pista de una «búsqueda del tesoro» que la condujo por toda la casa hasta llegar a la buhardilla, donde descubrió una preciosa gargantilla de oro oculta en el fondo de un viejo baúl. Todas las pistas estaban escritas en un pergamino y en forma de versos rimados, con dibujos y símbolos para darle un aire más misterioso. Su padre debió de tardar horas en idearlo y prepararlo todo. Luego las llevó a cenar, a ella y a su madre, y les contó maravillosas historias de excavaciones, descubrimientos y arqueólogos excéntricos.
—Estás preciosa, Tara —le había dicho su padre inclinándose hacia delante para ajustarle la gargaltilla, que Tara había querido estrenar esa misma noche—. Eres la chica más bonita del mundo. Estoy muy orgulloso de ti.
Momentos como aquél, aunque pocos y muy espaciados, contribuían a compensarla un poco de la frialdad y del ensimismamiento de su padre, y hacían que se sintiese unida a él. Por eso lo llamó dos años después de la muerte de su madre, pidiéndole que hicieran las paces tras aquel largo silencio. Y ésa era una de las razones que la habían impulsado a viajar a Egipto. Porque en su fuero interno estaba convencida de que, a pesar de sus muchos defectos, su padre era una buena persona, que la quería y la necesitaba, tanto como ella lo necesitaba a él. Y, por supuesto, siempre cabía la esperanza, como pensaba cada vez que se veían, de que las cosas cambiaran. Quizá en esta ocasión no terminasen discutiendo y pasaran un par de semanas felices y relajados, como era lo normal entre padre e hija. Tal vez todo marchase bien.
«Aunque... no hay que descartar que nos alegremos mucho de vernos durante cinco minutos y que luego empecemos a discutir como de costumbre», había pensado Tara con una sonrisa mientras el avión empezaba a descender.
—Supongo que sabrá que se estrellan muchos más aviones en la maniobra de aterrizaje que durante el despegue —le había comentado su compañera de asiento como si tal cosa.
Tara se había limitado a encogerse de hombros y a pedirle más cubitos de hielo a la azafata.
Tara apareció en la terminal de llegadas internacionales casi una hora después de que el avión hubiese aterrizado. El control de pasaportes había sido desesperantemente lento, igual que la recogida de equipajes, debido a que los agentes de seguridad llevaban a cabo registros de maletas al azar.
—Ese Saif Al-Thar no para de causar problemas —le comentó un pasajero—. Terminará por paralizar el país.
Antes de que a ella le diese tiempo a preguntarle a qué se refería, el pasajero vio su equipaje y, tras indicarle a un mozo que lo recogiese, se mezcló con la gente. En cuanto apareció su bolsa, unos minutos después, Tara se la colgó del hombro y fue, ya muy impaciente, a pasar la inspección de aduanas.
Desde que su padre le había dicho que iría a recibirla, lo había imaginado aguardándola frente a la puerta de llegadas internacionales. Pensaba que ambos darían un salto de alegría y correrían a abrazarse, pero la única persona que la aguardaba era un taxista que buscaba clientes.
Recorrió con la mirada la hilera de rostros, pero no vio a su padre. Había mucho movimiento en la terminal: despedidas y reencuentros, niños que jugaban entre las sillas de plástico y grupos de turistas que se arremolinaban junto a sus abrumados guías. También muchos agentes de policía, con uniforme negro y metralleta en bandolera.