Tara se sobresaltó. Era como si su padre no hubiese muerto por completo y estuviese en un limbo electrónico, ni del todo en este mundo ni del todo en el otro. Cuando reaccionó, el contestador empezó a grabar. Dedujo que quien llamaba había colgado, porque no se oía nada. Pero luego oyó un leve siseo, semejante a un susurro, y comprendió que quien quiera que fuese que llamaba seguía al otro lado de la línea, sin decir nada. Fue a descolgar, pero se contuvo. Intuyó que se trataba de un hombre. Debía de saber que ella estaba en el apartamento y quería que supiese que lo sabía. El silencio se le hizo eterno, hasta que al fin oyó un «clic» y el contestador se desconectó.
Permaneció inmóvil por unos instantes, tras los cuales recogió sus pertenencias y se apresuró a salir del apartamento cerrando la puerta con llave. De pronto, aquel edificio se le antojó amenazador, por su oscuridad, por los chirridos del ascensor, por el silencio. Aceleró el paso, ansiosa por salir de allí. A mitad del pasillo algo llamó su atención: un gran escarabajo sobre el suelo de mármol. Aminoró el paso, mirándolo, y reparó en que no se trataba de un escarabajo sino de ceniza de cigarro todavía compacta, en forma de cilindro. Tara echó a correr.
El ascensor no estaba en la planta. Pero, en lugar de aguardar, bajó las escaleras de dos en dos, desesperada por salir a la calle. Al llegar a la entrada del vestíbulo le cerraron el paso y gritó sobresaltada. Pero era el conserje.
—Perdone —se excusó ella jadeante—. Me he asustado.
Tara le devolvió el manojo de llaves y el conserje dijo algo que no logró entender.
—¿Qué?
Él repitió lo mismo.
—No lo entiendo —insistió ella, casi a gritos, cada vez más impaciente.
El conserje volvió a decir lo mismo a la vez que la señalaba con el índice de la mano izquierda y se llevaba la derecha al bolsillo. Ella sintió el irracional temor de que fuese a sacar un arma, y al ver que sacaba la mano y se la acercaba, echó la cabeza hacia atrás y levantó el brazo para protegerse. Pero no era más que un sobre pequeño de color blanco.
—Profesor Mullray —dijo el conserje agitando el sobre delante de su cara—. Profesor Mullray.
Tara se quedó mirando el sobre por un instante y luego se echó a reír.
—Gracias —dijo guardándose el sobre en un bolsillo—. Gracias.
El viejo dio media vuelta y arrastrando los pies fue hacia su mesa. Tara se preguntó si debía darle otra propina, pero al parecer él no esperaba que lo hiciese, y optó por no entretenerse más y salir de allí.
Giró hacia la izquierda y experimentó un gran alivio al sentir el calor del sol en la cara y el aire fresco. Pasó junto a dos escolares de almidonadas camisas blancas y un hombre de uniforme con la pechera cubierta de medallas. Al otro lado de la calle un jardinero con mono de trabajo regaba unos rosales con una manguera.
Cuando se hubo alejado unos veinte metros sacó el sobre y, al mirarlo, palideció.
—Oh, no —murmuró al ver aquella letra que le era tan familiar—. Ahora no. Ya ha pasado demasiado tiempo.
El jardinero la miró, ladeó la cabeza y musitó algo para sí.
En el norte de Sudán, cerca de la frontera egipcia
El muchacho salió de la tienda y echó a correr levantando arena con los pies. Pasó entre un rebaño de cabras, por delante de una hoguera apagada, de un helicóptero tapado con una lona y de varias pilas de cajas. Se detuvo frente a otra tienda, algo separada del resto del campamento. Sacó un trozo de papel de debajo de sus ropas, descorrió la cortina y entró.
Un hombre barbudo estaba de pie en el interior con los ojos cerrados, musitando una plegaria. Tenía el rostro alargado y estrecho, la nariz aguileña y, en el entrecejo, una cicatriz vertical, lisa y reluciente como si le hubiesen pulido la piel. Esbozaba una extraña sonrisa, como si estuviese en trance.
Se arrodilló, volvió las palmas hacia abajo, las posó en la alfombra y se inclinó hasta apoyar la frente en ésta, sin hacer caso del muchacho, que permaneció donde estaba, con expresión de temor. Al cabo de tres minutos el hombre de la nariz aguileña seguía rezando, balanceando el cuerpo hacia atrás y hacia delante, extasiado. En vista de que no dejaba de rezar, el muchacho decidió marcharse pero, tras tocar una vez más la alfombra con la frente, el hombre de la barba se levantó y lo miró. El muchacho se acercó a él y le tendió el trozo de papel.
—Han traído esto, maestro; del doctor Dravic.
El hombre leyó la nota. Sus ojos verdes resplandecían en la penumbra. Tenía un talante amenazador que reflejaba una violencia contenida. Pero posó una mano tranquilizadora en la cabeza del muchacho, que le miró los pies, con una mezcla de temor y devoción.
Cuando hubo terminado de leer la nota, el hombre se la devolvió.
—Alabado sea el nombre de Alá —exclamó.
El muchacho siguió mirando al suelo.
—Por favor, maestro —musitó—. No entiendo.
—No nos corresponde a nosotros entender, Mehmet —repuso el hombre, levantándole la barbilla al muchacho para que lo mirase a los ojos. También Mehmet tenía una cicatriz vertical en el entrecejo.
—Sólo debemos saber que Dios tiene un designio y que somos parte de ese designio —prosiguió el hombre—. No hay que preguntarle nada al Todopoderoso. Sólo cumplir con sus mandatos. Sin hacer preguntas. Sin vacilar.
—Sí, maestro —susurró el muchacho, sobrecogido.
—Nos ha encomendado una gran misión. Una búsqueda. Si tenemos éxito, la recompensa será grandiosa. Si fracasamos...
—¿Qué ocurrirá si fracasamos, maestro?
Mehmet parecía asustado. Pero el maestro le acarició el pelo, tranquilizándolo.
—No fracasaremos —respondió con una sonrisa—. El camino tal vez sea arduo, pero llegaremos al final. ¿Acaso no te he dicho que somos los elegidos de Dios?
El muchacho sonrió y, espontáneamente, rodeó la cintura del maestro, abrazándolo. El maestro lo apartó.
—Hay trabajo que hacer. Llama al doctor Dravic. Dile que debe encontrar la pieza que falta. ¿Entendido? Debe encontrar la pieza que falta.
—Que debe encontrar la pieza que falta —repitió Mehmet.
—Mientras tanto, todo debe seguir de acuerdo con lo planeado. No hay cambios. ¿Recordarás esto?
—Sí, maestro.
—Levantaremos el campamento dentro de una hora. Ahora ve. —Mehmet salió de la tienda y se alejó rápidamente. Saif al-Thar lo siguió con la mirada.
Los hombres de Saif al-Thar lo habían encontrado cuatro años atrás rebuscando en un vertedero de El Cairo como un animal. Era huérfano, analfabeto y vivía en un estado semisalvaje. Lo bañaron, le dieron de comer y, con el tiempo, se convirtió en uno de ellos, después de que le hubieran grabado la marca de la fe en la frente y lo obligasen a llevar sólo vestiduras negras, el color de la fuerza y de la lealtad.
Mehmet era un buen muchacho, sencillo, inocente y devoto. Había miles como él en su país. Mientras los ricos se llenaban el estómago y adoraban a falsos ídolos, los niños como Mehmet se morían de hambre. El mundo estaba enfermo. Ciego. Sometido a los
kufr
, a los infieles. Pero Saif al-Thar luchaba para enmendar las cosas. Para liberar a los sojuzgados. Para expulsar a los infieles. Para restablecer el imperio de la fe.
Y, ahora, de pronto, mágicamente, se le había revelado el medio para cumplir con su misión. Pero sólo se le había revelado. Dios daba y Dios quitaba. Era frustrante. Y sin embargo, sus designios tenían un fin. Dios siempre tenía un propósito. Quería poner a prueba a su siervo, por supuesto, quería que demostrase su determinación. Una vida fácil no fortalece la fe. En la adversidad era donde uno descubría la profundidad de su credo. Alá ponía a prueba su devoción. Y Saif al-Thar no lo decepcionaría. Encontrarían lo que faltaba, por muchas muertes que costase. El siervo no defraudaría a su Señor. Y estaba seguro de que el Señor no lo abandonaría a él, siempre y cuando él se mantuviese fiel. Siempre y cuando no desfalleciese.
Cuando hubo perdido de vista al muchacho, Saif al-Thar volvió a entrar en la tienda, se puso de rodillas, se prosternó y reanudó sus rezos.
El Cairo
Tara abrió el sobre en cuanto llegó al hotel. Era consciente de que no debía hacerlo, de que tenía que limitarse a tirarlo, pero no pudo evitar abrirlo. Aunque habían pasado seis años, no había conseguido olvidarlo.
—Maldito seas —musitó al abrir el sobre—. Maldito seas por volver. Maldito seas.
Hola, Michael.
Voy a estar en la ciudad unas cuantas semanas. Si ya ha regresado de Saqqara, déjeme que lo invite a una copa. Estoy en el hotel Salah al-Din. Pero me encontrará casi todas las noches en un salón de té que está en Ahme Maher, esquina Bursaid. Creo que el local se llama Ahwa Wadood.
Espero que la temporada en Saqqara haya sido fructífera y que nos veamos pronto.
D
ANIEL
L.
P.D. ¿Ha sabido algo de Schenker? ¡Cree haber encontrado la tumba de Imhotep! ¡Qué coñazo!
Tara sonrió muy a su pesar. Era típico de Daniel adoptar un talante educado y luego soltar una vulgaridad. Por primera vez en mucho tiempo sintió un cosquilleo en la garganta y un vacío en la boca del estómago. Daniel le había hecho mucho daño.
Releyó la nota, hizo una pelota con ella y la lanzó al otro lado de la habitación. Sacó un botellín de vodka del minibar y salió al balcón. Pero volvió a entrar casi de inmediato y se echó en la cama, mirando al techo. Al cabo de un cuarto de hora se levantó, cogió el bolso y salió de la habitación.
—Al salón de té Ahwa Wadood —le dijo a uno de los taxistas que aguardaban delante del hotel—. En la esquina de Ahmed Maher y...
—Bursaid —la interrumpió el taxista abriéndole la puerta—. Sé dónde está.
Tara subió al taxi, que arrancó de inmediato.
¡Qué imbécil eres, Tara!, se dijo mirando por la ventanilla los escaparates de las tiendas, intensamente iluminados.
Al otro lado de la calle un Mercedes polvoriento, que estaba aparcado junto al bordillo, arrancó y los siguió como una pantera persiguiendo a su presa.
Tara recordaba perfectamente cómo se habían conocido. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¡Dios! ¡Casi ocho años! Ella cursaba segundo de zoología en la Universidad de Londres. Compartía un apartamento con tres amigas. Sus padres vivían por entonces en Oxford y su matrimonio estaba cada vez más cerca de la ruptura. Un día Tara los visitó para cenar con ellos.
Supuso que sería una cena familiar, solos los tres, lo cual no era precisamente muy agradable, porque sus padres ya apenas si se hablaban. Pero, al llegar, su padre le dijo que había invitado a uno de sus colegas.
—Es un tipo interesante —le dijo—, medio inglés, medio francés, no mucho mayor que tú. Está haciendo el doctorado con una tesis sobre las prácticas funerarias del período tardío en la necrópolis de Tebas. Acaba de pasar tres meses excavando en el Valle de los Reyes. Es un verdadero genio. Sabe más sobre iconografía de las tumbas y libros acerca de la otra vida que ninguna otra persona que yo haya conocido.
—Suena fascinante —dijo Tara con fingido entusiasmo.
—Sí, creo que te gustará. Es un tipo curioso —dijo su padre con una sonrisa, sin advertir el tono de sarcasmo de su hija—. Es muy impulsivo. Aunque creo que todos lo somos en algún aspecto, él lo es hasta la exageración. Siempre da la impresión de que se dejaría cortar una mano si creyese que así averiguaría más sobre un tema. O se la cortaría a cualquiera. Es un fanático.
—Eso me resulta... familiar.
—Ya. Pero por lo menos yo os tengo a ti y a tu madre. Daniel parece no tener a nadie. Y me preocupa. Está demasiado obsesionado. Y si no va con cuidado cavará su propia tumba prematuramente.
Tara bebió de un trago su vodka de antes de cenar. «Prácticas funerarias del período tardío en la necrópolis de Tebas... ¡Dios santo!»
Daniel llegó con una hora de retraso. Ya estaban discutiendo sobre si empezaban a cenar sin él cuando sonó el timbre de la puerta. Tara, ya un poco achispada, fue a abrir, decidida a mostrarse amable.
«Con un poco de suerte se marchará en cuanto haya terminado de cenar», pensó ella.
Se detuvo un momento para asegurarse de mantener la compostura y abrió.
¡Era guapísimo!
Por suerte sólo lo pensó, aunque algo debió de dejar traslucir la expresión de su cara.
Daniel resultó ser todo lo contrario de lo que esperaba: alto, moreno, con pómulos prominentes y unos impresionantes ojos negros. Tara casi quedó boquiabierta.
—Perdón por el retraso —se disculpó él—. Tenía que terminar un trabajo.
—Prácticas funerarias del período tardío en la necrópolis de Tebas —dijo ella en un tono que sonaba embarazoso.
—Pues no —repuso él echándose a reír—. La verdad es que he estado cumplimentando la documentación para una beca. Es algo más interesante —añadió tendiéndole la mano—. Daniel Lacage.
—Tara Mullray —dijo ella.
Permanecieron uno frente al otro un instante más de lo estrictamente necesario y luego se dirigieron al comedor.
La cena fue maravillosa. Su padre y Daniel pasaron casi todo el tiempo hablando sobre una oscura cuestión del Imperio Nuevo, acerca de si hubo o no corregencia entre Amenofis III y su hijo Akenatón. No era la primera vez que ella oía hablar de aquel tema, y de otros similares, y había aprendido a desconectar. Sin embargo, con las intervenciones de Daniel el tema adquiría una curiosa inmediatez, como si fuese algo que los afectase directamente, en lugar de ser una árida discusión académica sobre una época tan lejana que incluso la historia la había olvidado.
—Perdonen. Debe de ser muy aburrido oírnos hablar de estas cosas —dijo Daniel con una sonrisa dirigiéndose a la madre de Tara, que acababa de traer el budín.
—En absoluto —dijo Tara—. Es la primera vez que Egipto me parece interesante.
—Ah, pues... muy agradecido —ironizó Michael mirando a su hija.
Después de cenar, Daniel y Tara salieron al jardín a fumar un cigarrillo. La temperatura era agradable y el cielo estaba tachonado de estrellas. Se adentraron por el césped y fueron a sentarse en un oxidado columpio.
—Creo que antes sólo ha tratado usted de ser amable —dijo él, que se llevó dos cigarrillos a la boca, los encendió y le pasó uno—. Pero no era necesario.
—Nunca me esfuerzo por ser amable —dijo ella aceptando el cigarrillo—. O, por lo menos, esta noche no he tenido que esforzarme.