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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (49 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—¿Y qué sucedió? —preguntó Igraine con voz emocionada.

Me enrollé la manga del hábito sobre el muñón.

—Si Dios me conserva la vida, señora, os lo contaré —dije, sin intención de añadir una palabra más. Estaba al borde de las lágrimas al recordar la última y bestial exhibición de poder de Merlín en Britania, pero ese momento todavía queda muy lejano en esta historia, mucho después del cumplimiento de la profecía de Nimue sobre el encuentro de los reyes en Caer Cadarn.

—Si no me lo contáis —me amenazó—, no os contaré yo mis noticias.

—Estáis encinta —dije—, y me alegro muchísimo por vos.

—¡Qué bestia sois, Derfel! —protestó—. Quería daros una sorpresa.

—Habéis rezado mucho, señora, y yo he rogado por vos, ¿cómo no había de escuchar Dios nuestras plegarias?

—Dios envió viruelas a Nwylle —dijo con una sonrisa—, eso es lo que hizo. Toda ella era un puro grano, con heridas y pus por todas partes, así que el rey la despidió.

—Me alegro.

—Sólo espero que viva para ser rey —comentó, acariciándose el vientre.

—¿Varón? —pregunté.

—Varón —replicó con firmeza.

—Entonces, uniré mis plegarias a las vuestras —dije en tono piadoso, aunque no sé si rezaré al dios de Sansum o a los indómitos dioses de Britania. He rezado tantas veces en mi vida, tantas, pero ¿qué provecho he obtenido? Acabar en este refugio húmedo de las montañas, mientras nuestras antiguos enemigos cantan en nuestras antiguas fortalezas. Pero tal final se halla muy lejos todavía en el relato, y la historia de Arturo está aún muy incompleta. Apenas ha dado comienzo, en ciertos aspectos, pues en aquel momento, cuando Arturo se despojó de su gloria y pasó su poder a Mordred, llegaron los tiempos de pruebas, los tiempos de poner a prueba los juicios de Arturo, mi señor de los juramentos, mi señor terrible, pero mi amigo hasta la muerte.

Al principio nada sucedió. Todos contuvimos el aliento esperando lo peor pero nada sucedió.

Segamos y secamos el heno, cortamos el lino y colocamos los fibrosos tallos en las cubas de enriado, de modo que nuestros pueblos pasaron semanas respirando un aire pestilente. Segamos los campos de centeno, cebada y trigo, luego escuchamos a los esclavos cantar canciones en la era y el incesante rodar de las muelas del molino. Recogimos todas las manzanas, cortamos leña para el invierno y almacenamos cañas de sauce para los canasteros. Comimos moras y avellanas; con humo, hicimos salir a las abejas de las colmenas y pusimos a gotear la miel en bolsas que colgábamos frente al fuego del hogar, donde dejábamos alimentos para los muertos la víspera de Samain.

Los sajones se quedaron en Lloegyr, en nuestros tribunales se hacía justicia, se desposaban las doncellas, nacían niños, y también morían. El final del año trajo la niebla y la helada. Llegó la matanza de ganado y el hedor de las cubas de enriado dio paso a la pestilencia nauseabunda de los curtidos. El lino recién tejido se guardaba en cubas llenas de cenizas de leña, agua de lluvia y orines recogidos durante todo el año, se pagaron los tributos de verano y, el día del solsticio, los que servíamos a Mitra matamos un toro durante nuestra fiesta anual en honor del sol, mientras que ese mismo día, los cristianos celebraban el nacimiento de su dios. En Imbloc, la gran festividad de la estación fría, invitamos a comer a doscientas personas en nuestra casa, dejamos tres cuchillos en la mesa para uso de los dioses invisibles y ofrecimos sacrificios por la cosecha del año venidero. La primera señal del año nuevo fue el nacimiento de los corderos, luego llegó el momento de arar la tierra, la siembra después, y enseguida empezaron a despuntar yemas verdes en los árboles desnudos. Fue el primer año nuevo del reinado de Mordred.

Este reinado supuso algunos cambios. Mordred pidió el palacio de invierno de su abuelo, cosa que a nadie sorprendió; lo sorprendente fue que Sansum solicitara el palacio de Lindinis para sí. Hizo la petición en el consejo aduciendo que necesitaba el espacio del palacio para su escuela y para la comunidad de mujeres santas de Morgana, y porque deseaba hallarse cerca de la iglesia que estaba construyendo en la cima de Caer Cadarn. Mordred asintió con un gesto y Ceinwyn y yo quedamos despojados sin apelación, pero la fortaleza de Ermid estaba vacía y nos trasladamos al conjunto de construcciones junto al neblinoso lago. Arturo se opuso a la entrada de Sansum en Lindinis, de la misma forma que se opuso a que el tesoro real se hiciera cargo de las reparaciones de los daños causados en el palacio por, según dijo Sansum, la sobreabundancia de niños indisciplinados, pero Mordred estaba por encima de Arturo. Tales fueron las únicas decisiones de Mordred pues, por lo demás, prefería dejar los asuntos de Estado en manos de Arturo. Éste, aunque ya no era protector de Mordred, era el consejero principal y el rey apenas acudía a las sesiones del consejo porque prefería ir de cacería. No siempre perseguía corzos o lobos, y Arturo y yo tuvimos que acostumbramos a llevar oro a la choza de algunos campesinos para compensar al padre por la perdida doncellez de su hija o por el honor de su esposa. No era tarea agradable, pero raro y afortunado era el reino donde tal trámite no se hiciera necesario.

Dian, nuestra hija menor, enfermó aquel verano. Sufría de una fiebre que no desaparecía, o mejor dicho, que subía y bajaba con tal virulencia que por tres veces creímos que había muerto, y por tres veces las pócimas de Merlín la revivieron, aunque nada de lo que hiciera el anciano parecía limpiarla por completo de la enfermedad. Dian prometía ser la más alegre y animada de nuestra hijas. Morwenna, la mayor, era una niña sensata que amaba a su madre y a sus hermanas menores y que gustaba de las tareas de la casa; siempre sentía curiosidad por las cocinas, por las cubas de enriado o los barriles de lino. Seren, la estrella, era nuestra belleza, una niña que había heredado toda la hermosura y delicadeza de su madre, a lo que había añadido un carácter nostálgico y encantador de su propia cosecha. Pasaba horas en compañía de los bardos aprendiendo sus canciones y tañendo sus arpas, pero Dian, como siempre decía Ceinwyn, era mía. Dian no tenía miedo. Disparaba el arco y la flecha, sentía gran placer montando a caballo, a los seis años era capaz de manejar una barca de mimbre y cuero con la misma facilidad que un pescador del lago. La fiebre la alcanzó a los seis años y, de no haber sido por esas fiebres, seguramente habríamos viajado todos juntos a Powys, pues poco antes de un mes del primer aniversario de la ascensión de Mordred al trono, el rey pidió súbitamente que Arturo y yo nos trasladáramos a la corte de Cuneglas.

Mordred dictó la orden en una de sus raras comparecencias en el consejo real. Tan imprevisto deseo nos tomó a todos por sorpresa, y también la misión misma que nos iba a encomendar, pero el rey había tomado la firme determinación. Naturalmente, existía un motivo ulterior, aunque ni Arturo ni yo supimos verlo en aquel momento, ni nadie en el consejo, excepto Sansum, pues fue el impulsor de la idea, y tardamos mucho en deducir los verdaderos motivos del señor de los ratones. Tampoco había razones para recelar del mandato del rey, pues parecía razonable, aunque ni Arturo ni yo entendimos por qué teníamos que acudir los dos a Powys.

El asunto surgió a raíz de un acontecimiento sucedido en tiempos lejanos. Norwenna, la madre de Mordred, había muerto asesinada por Gundleus, el rey de Siluria y, aunque Gundleus había recibido su castigo, el hombre que había traicionado a Norwenna continuaba con vida. Se llamaba Ligessac y había sido jefe de la guardia de Mordred cuando el rey era un niño de pecho. Pero Ligessac aceptó el soborno de Gundleus y abrió las puertas del Tor de Merlín al rey silurio, que llegaba con intenciones asesinas. Mordred se salvó gracias a Morgana, pero su madre murió. Ligessac, por cuya traición murió Norwenna, sobrevivió a la guerra que siguió al asesinato y también a la batalla del valle del Lugg.

Mordred, naturalmente, tuvo noticia de lo sucedido y, como era de esperar, se interesó por el destino de Ligessac; pero fue el obispo Sansum quien convirtió tal interés en una obsesión. Sansum descubrió de alguna manera que Ligessac se había refugiado con un grupo de ermitaños cristianos en una remota región montañosa del norte de Siluria perteneciente a la corona de Cuneglas.

—Me duele traicionar a un hermano cristiano —anunció inapelablemente el señor de los ratones en la sesión del consejo—, pero asimismo me duele que un cristiano sea culpable de tan baja traición. Ligessac continúa con vida, lord rey —le dijo a Mordred—, y debería comparecer ante vos.

Arturo propuso solicitar a Cuneglas el arresto del fugitivo y su deportación a Dumnonia. Sansum hizo un gesto negativo con la cabeza y adujo que sin duda sería una descortesía pedir a otro rey que diera inicio a una venganza que tan de cerca atañía al honor de Mordred.

—Este asunto concierne a Dumnonia —insistió Sansum—, y los dumnonios deben ser los agentes de su éxito, lord rey.

Mordred asintió y después repitió que tanto Arturo como yo debíamos partir en busca del traidor. Arturo, sorprendido como siempre que Mordred imponía su voluntad en el consejo, tuvo algo que oponer. Preguntó por qué debían de ir dos lores a cumplir un encargo que podía encomendarse fácilmente a una docena de lanceros. Mordred sonrió ante la pregunta.

—¿Creéis, lord Arturo, que Dumnonia se hundirá sin Derfel y sin vos?

—No, lord rey; pero Ligessac será un anciano ya y no habrá necesidad de reunir a dos bandas de guerreros para capturarlo.

El rey golpeó la mesa con el puño.

—Tras el asesinato de mi madre —acusó a Arturo—, dejasteis escapar a Ligessac. En el valle del Lugg, lord Arturo, lo dejasteis huir de nuevo. Me debéis la vida de Ligessac.

Arturo se puso tenso un momento al escuchar tal acusación, pero inclinó la cabeza en reconocimiento de su obligación.

—Sin embargo, Derfel no es responsable —señaló.

Mordred me miró fijamente. Todavía me guardaba rencor por las azotainas que le había dado de niño, pero yo esperaba que los golpes que me había propinado en el día de su proclamación y el pequeño triunfo de habernos expulsado de Lindinis hubieran aplacado un poco la sed de venganza.

—Lord Derfel —dijo, pronunciando el título de forma que sonara ridículo, como siempre—conoce al traidor. ¿Quién más podría reconocerlo? Insisto en que vayáis los dos. Y no es necesario que llevéis dos bandas enteras de guerreros —dijo, retomando la objeción de Arturo—. Bastará con unos cuantos hombres. —Debía de sentirse un poco cohibido al dar semejantes consejos militares a Arturo, porque la voz se le quebró y tuvo que mirar inquieto a los demás consejeros antes de recobrar la poca presencia de ánimo que poseía—. Quiero a Ligessac aquí antes de Samain —repitió—, y lo quiero vivo.

Cuando un rey insiste, los hombres obedecen, de modo que Arturo y yo partimos a caballo hacia el norte con treinta hombres cada uno. Ninguno de nosotros creía necesarios tantos soldados, pero era la ocasión de proporcionar a unos cuantos hombres mal empleados el ejercicio de una marcha larga. Los otros treinta lanceros míos se quedaron protegiendo a Ceinwyn, mientras que el resto de los de Arturo permanecieron en Durnovaria o partieron en apoyo de Sagramor, apostado como siempre en las defensas de la frontera norte con los sajones. En aquella frontera, los grupos sajones no cesaban de hostigar, sin intención de invadirnos pero robando ganado y esclavos durante todos los años de paz. Nosotros hacíamos incursiones parecidas, pero ambas partes evitábamos cuidadosamente transformarlas en una guerra declarada. La paz provisional que habíamos pactado en Londres había durado mucho, aunque entre Aelle y Cerdic el caso no era el mismo. Habían peleado uno contra otro hasta inmovilizarse y nos habían dejado al margen de sus disputas. Ciertamente, llegamos a acostumbrarnos a la paz.

Mis hombres emprendieron la marcha a pie hacia el norte, mientras que los de Arturo cabalgaron, o al menos condujeron sus caballos, por las buenas calzadas romanas que nos llevaron primero a Gwent, el reino de Meurig. El rey nos ofreció una mezquina fiesta en la que sus sacerdotes superaban en número a nuestros soldados; después, dimos un rodeo hasta el valle del Wye para visitar al anciano Tewdric, a quien encontramos viviendo en una humilde choza de paja la mitad de grande que la construcción donde guardaba su colección de pergaminos cristianos. Su esposa, la reina Enid, maldecía el destino que la había alejado de los palacios de Gwent para confinarla en los bosques, entre ratones, pero el viejo rey era feliz. Había tomado las órdenes cristianas y pasaba por alto alegremente las recriminaciones de Enid. Nos ofreció un plato de alubias, pan y agua y se alegró de la noticia de que el cristianismo se expandía en Dumnonia. Le preguntamos sobre las profecías que anunciaban el advenimiento de Cristo para cuatro años más tarde y nos dijo que él rogaba porque fueran ciertas, sospechaba que era mucho más probable que Cristo aguardara mil años más antes de regresar en toda su gloria.

—Pero, ¿quién sabe? —dijo—. Es posible que vuelva dentro de cuatro años. ¡Qué pensamiento tan glorioso!

—Sólo deseo que vuestros hermanos cristianos se conformen con esperar en paz —comentó Arturo.

—Tienen el deber de preparar la tierra para el advenimiento —replicó Tewdric en tono muy serio—. Deben convertir a otros, lord Arturo, y limpiar la tierra de pecado.

—Pues si no tienen cuidado, sólo conseguirán la guerra entre ellos y los demás —gruñó Arturo.

Contó a Tewdric las revueltas que se producían en todas las ciudades de Dumnonia porque los cristianos querían derribar o profanar templos paganos. Las escenas que habíamos contemplado en Isca no fueron sino el comienzo de los problemas, la desazón se extendía rápidamente; uno de los síntomas del creciente malestar era el símbolo del pez, un simple garabato de dos líneas curvas, que los cristianos pintaban en las paredes paganas o grababan en la corteza de los árboles en los sotos de los druidas. Culhwch tenía razón: el pez era un símbolo cristiano.

—Es porque pez en griego se dice
ichtus —
nos explicó Tewdric, que escrito en letras griegas sería el nombre de Cristo,
Iesous Christos, Theou Uios, Soter.
Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador. Muy sencillo, muy sencillo en realidad. —Chasqueó la lengua, satisfecho de su explicación, y comprendí sin dificultad de dónde había heredado Tewdric su irritante pedantería—. Claro que si yo estuviera gobernando ahora —prosiguió Tewdric—, me preocuparía tanto tumulto, pero como cristiano, me alegro. Los santos padres nos dicen que habrá muchas señales y se verán grandes portentos en los últimos días, lord Arturo, y los conflictos civiles no son más que una parte, de modo que tal vez el fin esté cerca.

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