El enemigo de Dios (52 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El enemigo de Dios
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Su pecado, naturalmente, no fue cortar unas pocas cabezas cristianas en el valle de Cadoc, sino haber tolerado el paganismo durante el tiempo en que gobernó Dumnonia. Ni al más furibundo cristiano se le ocurrió jamás pensar que el propio Arturo era pagano y, por tanto, había tolerado el cristianismo; lo condenaron sencillamente porque, teniendo el poder de abolir a los infieles, no lo hizo, y tal falta lo convirtió en el Enemigo de Dios. Tampoco olvidaron, claro está, que había rescindido la exención de préstamos forzosos que Uther concediera previamente a la Iglesia.

No todos los cristianos lo odiaban. Entre los lanceros que lucharon con nosotros en el valle de Cadoc había unos cuantos cristianos. Galahad lo amaba, igual que muchos otros, como el obispo Emrys, que eran los que lo apoyaban en silencio, pero la iglesia, en aquellos días inciertos de finales del año quinientos de la era de Cristo sobre la tierra, no escuchaba a los hombres honrados y discretos sino a los fanáticos que decían que había que limpiar el mundo de paganos, si Cristo había de volver. Ahora sé, claro está, que la fe de nuestro Señor Jesucristo es la única verdadera y que no puede existir ninguna otra a la gloriosa luz de su verdad, pero aun así, se me antojaba extraño, y se me antoja hoy, que Arturo, el gobernante más justo y ceñido a la ley, recibiera el nombre de Enemigo de Dios.

En fin... A Cadoc le proporcionamos un buen dolor de cabeza, a Ligessac lo atamos con la cuerda hecha con su barba y nos marchamos de allí.

Arturo y yo nos separamos al pie de la cruz de piedra, a la boca del valle de Cadoc. Se llevaría a Ligessac hacia el norte y luego se desviaría hacia levante, hacia las buenas calzadas que llevaban a Dumnonia, pero yo preferí adentrarme en Siluria para buscar a mi madre. Llevé conmigo a Issa y a cuatro lanceros más, y el resto partió con Arturo.

Mi grupo rodeó el valle de Cadoc; un puñado de cristianos acongojados, heridos y cubiertos de sangre se había reunido a cantar oraciones por los muertos; después cruzamos a pie los altos montes pelados y bajamos a los hondos valles verdes que conducían al mar Severn. No tenía idea de dónde vivía Erce, pero sospechaba que no sería difícil localizarla, pues Tanaburs, el druida al que di muerte en el valle del Lugg, la había buscado para lanzarle una maldición terrible, y seguro que una esclava sajona tan horriblemente sancionada por un druida sería harto conocida. Y no me equivoqué.

La encontré viviendo a orillas del mar, en una aldea donde las mujeres extraían sal y los hombres pescaban. Los aldeanos se ocultaron temerosos a la vista de los escudos desconocidos de mis hombres, pero me asomé al interior de una de las casuchas donde un niño amedrentado me señaló la vivienda de una sajona, una choza encaramada en un risco escarpado que se alzaba sobre la playa. No era una choza siquiera, sino un tosco refugio construido con maderos que traía el mar, con una techumbre de algas marinas y paja. En el reducido espacio de la entrada del refugio ardía una pequeña fogata donde se asaban una docena de peces y, del pie del risco, donde unos recipientes para obtener sal hervían lentamente sobre las brasas del carbón, provenía un humo asfixiante. Dejé la lanza y el escudo al pie del risco y subí por el empinado sendero. Un gato me enseñó los dientes y bufó cuando me agaché para atisbar en el interior de la oscura choza.

—¡Erce! —llamé—. ¡Erce!

Noté movimiento en la oscuridad. Una monstruosa forma negra que arrastraba andrajosas capas de pieles y paño me miraba.

—¡Erce! —repetí—. ¿Eres Erce?

¿Qué esperaba yo aquel día? Hacía más de veinticinco años que no veía a mi madre, desde el día en que los lanceros de Gundleus me arrancaron de sus brazos y me entregaron a Tanaburs para que me sacrificara en el pozo de la muerte. Erce gritó cuando le arrebataron a su hijo, y luego se la llevaron a continuar su vida de esclavitud en Siluria, y me habría tenido por muerto hasta que Tanaburs le revelara que yo seguía con vida. Durante el trayecto hacia el sur, cruzando los profundos valles de Siluria, mi enfebrecida imaginación había previsto un abrazo, lágrimas, el perdón y la felicidad.

Sin embargo, una mujer descomunal, con su pelo rubio transformado en un sucio amasijo gris, salió a rastras de entre el lío de pieles y mantas y me miró con suspicacia, parpadeando. Era una criatura de inmensas proporciones, una montaña de carne en putrefacción, con la cara redonda como un escudo y la piel llena de pústulas y cicatrices; tenía los ojos pequeños, duros e inyectados en sangre.

—Hubo un tiempo en que me llamaba Erce —dijo con voz ronca.

Salí de la choza repelido por el hedor de orina y podredumbre. Ella me siguió arrastrándose pesadamente a cuatro patas, parpadeando al sol de la mañana, cubierta de harapos.

—¿Eres Erce? —le pregunté.

—Lo fui —dijo, y bostezó enseñándome una boca descarnada y sin dientes—. Hace mucho tiempo. Ahora me llaman Enna. —Hizo una pausa—. Enna
la Loca —
añadió con tristeza, y fijó la vista en mi refinada vestimenta, el cinturón de la espada y la altas botas—. ¿Quién sois vos, señor?

—Me llamo Derfel Cadarn —dijo—, soy un señor de Dumnonia. —El nombre no le decía nada—. Soy tu hijo —añadí.

No reaccionó, simplemente se sentó apoyando la espalda contra la pared de madera de la choza, que se alabeó peligrosamente bajo su peso. Se metió la mano entre los andrajos y se rasco el pecho.

—Todos mis hijos han muerto —dijo.

—Tinaburs me cogió —le recordé— y me arrojó al pozo de la muerte.

No parecía que la historia le sonara. Permanecía recostada en la pared, respirando con un esfuerzo enorme cada vez. Acarició al gato y miró a lo lejos, al mar Severn, hacia la lejana raya oscura que era la costa de Dumnonia, cubierta de una hilera de negras nubes de tormenta.

—Una vez tuve un hijo —dijo al fin— que fue entregado a los dioses en el pozo de la muerte. Se llamaba Wygga. Wygga, sí, un buen muchacho.

¿Wygga? ¡Wygga! El nombre, crudo y feo, me detuvo el corazón varios segundos.

—Yo soy Wigga —logré decir, repudiando el nombre—. Me pusieron otro nombre después, cuando me rescataron del pozo de la muerte —le dije. Hablábamos en sajón, una lengua que en aquel momento dominaba yo mejor que mi madre, pues hacía muchos años que ella no la hablaba.

—¡Oh, no! —dijo con el ceño fruncido. Un piojo corría por encima de su pelo—. ¡No! —repitió—. Wygga no era más que un niño pequeño, un niño de pecho. Fue el primero que tuve, y me lo quitaron.

—Estoy vivo, madre —dije. Me asqueaba mi madre, me fascinaba y me hacía lamentar no haber ido a buscarla antes—. Sobreviví al pozo —le dije—, y no me olvidé de ti. —Y era cierto, pero en mi recuerdo, ella era esbelta como Ceinwyn.

—Un niñito pequeño —repitió Erce soñadoramente. Cerró los ojos y creí que se había dormido, pero al parecer, estaba orinando porque de pronto vi un reguerillo que salía por debajo de sus faldas y fue cayendo hacia la hoguera.

—Háblame de Wigga —le dije.

—Estaba yo encinta de él cuando Uther me tomó cautiva. Era un hombre grande, Uther, con un gran dragón en el escudo. —Se rascó el piojo, el cual desapareció entre el pelo—. Me entregó a Madog —prosiguió—, y Wigga nació en la casa de Madog. Con Madog estábamos bien. Era un buen lord, amable con los esclavos, pero entonces llegó Gundleus y mataron a Wygga.

—No lo mataron —insistí—. ¿No te lo contó Tanaburs?

Al oír el nombre del druida se estremeció y se arropó los inmensos hombros con el andrajoso manto. No dijo nada, pero al cabo de unos momentos se le llenaron los ojos de lágrimas.

Una mujer subía hacia nosotros por el camino. Se acercaba despacio, recelosa, mirándome con desconfianza y avanzando por un lado de la plataforma rocosa. Cuando por fin creyó que no había peligro, pasó de largo a mi lado y se acuclilló junto a Erce.

—Me llamo —le dije a la recién llegada— Derfel Cadarn, pero de pequeño me llamaba Wygga.

—Yo me llamo Linna —dijo la mujer en lengua britana. Era más joven que yo, pero la dureza de la vida en la costa le había llenado la cara de profundas arrugas, le había inclinado los hombros y le había oxidado las articulaciones, las emanaciones del carbón del duro trabajo de atender los recipientes de extracción de sal le había ennegrecido la piel.

—¿Eres hija de Erce? —pregunté.


Soy
hija de Enna —me corrigió.

—Entonces, soy medio hermano tuyo —dije.

Tuve la impresión de que no me creía, ¿por qué había de creerme? Nadie salía vivo del pozo de la muerte, pero yo sí, y por tanto, había sido tocado por los dioses y me habían confiado a Merlín, pero ¿qué significado podía tener semejante historia para aquellas dos mujeres cansadas y vencidas?

—¡Tanaburs! —dijo Erce de pronto, y levantó ambas manos para librarse del mal—. ¡Se llevó al padre de Wygga! —Gimió y se balanceó de adelante atrás—. Entró en mí y se llevó al padre de Wygga. Me maldijo y maldijo a Wygga y maldijo mis entrañas. —La mujer lloraba y Linna la consolaba acariciándole la cabeza y mirándome con expresión de reproche.

—Tanaburs —le dije— no tiene poder sobre Wygga. Wygga lo mató porque tenía poder sobre Tanaburs. Tanaburs no pudo llevarse al padre de Wygga.

Aunque mi madre me escuchara, no me creyó. Se dejaba acunar en brazos de su hija mientras las lágrimas corrían por sus mejillas sucias y marcadas de viruelas, recordando la maldición de Tanaburs, entendida a medias.

—Wigga mataría a su padre —me dijo—, eso decía la maldición, que el hijo mataría al padre.

—Pero Wygga vive —insistí.

Detuvo su movimiento en seco y me miró fijamente. Sacudió la cabeza.

—Los muertos vuelven para matar. ¡Niños muertos! Los veo, señor, ahí fuera —hablaba con vehemencia, señalando el mar—, todos los niños muertos van a vengarse. —Volvió a balancearse entre los brazos de su hija—. Y Wygga matará a su padre. —Lloraba a raudales—. ¡El padre de Wygga era un hombre muy bueno! Un héroe. Era alto y fuerte. Y Tanaburs lo maldijo. —Sorbió y luego cantó una nana entre suspiros un momento, antes de seguir hablando de mi padre, diciendo que su pueblo había navegado por el mar hasta Britania y que se había construido una buena casa con su propia espada. Supuse que Erce había servido en aquella casa, que el señor sajón la había llevado a su cama y así me había dado el ser, de la misma forma que Tanaburs no consiguió robármelo en el pozo de la muerte—. Era un hombre magnífico —dijo Erce refiriéndose a mi padre—, bondadoso y apuesto. Todos lo temían pero conmigo era bueno. Nos reíamos juntos.

—¿Cómo se llamaba? —pregunté, y creo que sabía la respuesta antes de escucharla.

—Aelle —dijo en un susurro—, apuesto y bondadoso Aelle.

Aelle. El humo me daba vueltas en la cabeza y, por un momento, me sentí tan confuso como mi madre. ¿Aelle? ¿Yo era hijo de Aelle?

—Aelle —repitió Erce soñadoramente— apuesto y bondadoso Aelle.

No tenía más preguntas que hacerle de modo que me obligué a arrodillarme ante mi madre y la abracé. La besé en ambas mejillas y luego la estreché fuertemente entre los brazos como si pudiera devolverle un poco de la vida que ella me había dado a mí y, aunque ella aceptó el abrazo, no quiso reconocerme como hijo suyo. Me contagió unos cuantos piojos.

Me llevé a Linna escalones abajo y descubrí que estaba casada y que tenía seis hijos vivos. Le di oro, más, creo, del que hubiera esperado ver en su vida, más del que pudiera suponer que existía. Se quedó mirando los pequeños lingotes con incredulidad.

—¿Nuestra madre es esclava todavía? —le pregunté.

—Todos lo somos —dijo, refiriéndose a la miserable aldea.

—Con eso puedes comprar la libertad, si lo deseas —dije, señalando el oro.

Se encogió de hombros; dudé que la libertad pudiera suponer una gran diferencia en sus vidas. Podría haber ido a buscar a su señor y comprarles la libertad directamente, pero seguramente viviría lejos de allí y el oro, convenientemente administrado, les facilitaría la vida tanto si eran esclavas como si no. Me prometí volver algún día y hacer algo más.

—Cuida de nuestra madre —le dije a Linna.

—Sí, señor —dijo obedientemente, aunque me pareció que seguía sin creerme.

—No llames señor a tu propio hermano —le pedí, pero no logré convencerla.

La dejé y me fui caminando por la playa donde aguardaban mis hombres y la impedimenta.

—Nos vamos a casa —dije. No había terminado la mañana y nos aguardaba una larga jornada hasta casa.

Hasta casa, con Ceinwyn, con mis hijas, nacidas de una estirpe de reyes britanos y de la sangre real de sus enemigos sajones. Pues yo era hijo de Aelle. Me detuve en lo alto de un monte verde que dominaba el mar y me maravillé del giro extraordinario que había tomado la vida, pero no le encontré sentido alguno. Era hijo de Aelle pero ¿qué importancia tenía? Nada explicaba ni nada implicaba. El destino es inexorable. Volvería a casa.

11

Fue Issa quien primero divisó la humareda. Siempre había tenido vista de halcón y, aquel día, mientras meditaba de pie en la colina sobre el significado de la revelación de mi madre, Issa descubrió humo al otro lado del mar.

—Señor —me dijo, y al principio no respondí, pues estaba trastornado por el reciente descubrimiento. ¿Había de matar yo a mi padre? ¿Y tal padre era Aelle?—. ¡Señor! —insistió Issa, despertándome de mi ensoñación—. Mirad, señor, humo.

Señalaba al sur, hacia Dumnonia y, al principio pensé que la mancha blanca no era sino una nube más entre los oscuros cúmulos de tormenta, pero Issa tenía razón y otros dos lanceros corroboraron que se trataba de humo, no de nubes ni de lluvia.

—Hay más, señor —informó uno de ellos señalando a poniente, de donde otra delgada columna blanca se elevaba contra el gris del cielo.

Un incendio podía ser accidental, tal vez se hubiera prendido fuego en una fortaleza o quemaran rastrojos en un campo, pero con el tiempo tan lluvioso que hacía, ningún campo podría arder y en mi vida había visto dos fortalezas en llamas a un tiempo, a menos que fuera debido a antorchas enemigas.

—Señor —me apremió Issa, pues él, igual que yo, tenía a su esposa en Dumnonia.

—Volvamos a la aldea —dije—. Ahora mismo.

El esposo de Linna aceptó llevarnos por mar. La travesía no era larga, pues allí el mar no tenía más de ocho o nueve millas de anchura y nos ofrecía la ruta más rápida a casa, pero, como todos los lanceros, preferíamos una larga jornada seca que una corta y húmeda, aquella travesía fue un tormento de asfixiante y fría humedad. Un viento cortante se levantó de poniente y trajo más nubes y lluvia, y además, el mar se erizó y nos salpicaba por encima de la baja borda. Achicábamos el agua para no hundirnos y la desgarrada vela se hinchaba, golpeaba y nos arrastraba hacia el sur. Nuestro barquero, que se llamaba Balig
Y
era cuñado mío, decía que no había mayor regocijo que una barca con viento fuerte, y dio las gracias a Manawydan a grandes voces por enviarnos semejante tiempo, pero Issa se mareó como un perro, yo sufría náuseas y todos nos alegramos mucho cuando, a media tarde, nos acercó a las costas de Dumnonia y nos dejó en una playa a no más de dos o tres horas de casa.

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