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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (47 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Concluida la oración, el obispo Sansum tomó a Mordred del brazo y lo condujo hasta Arturo, el cual, como guardián del reino, presentaría al pueblo a su nuevo monarca. Arturo sonrió a Mordred como para infundirle coraje y luego lo llevó alrededor del círculo, por fuera, y los que no eran reyes se postraron de hinojos. Yo caminaba tras él en calidad de paladín, con la espada desenvainada. Caminábamos en el sentido contrario al sol, única ocasión en que se describía un círculo de tal guisa, para demostrar que el nuevo rey descendía de Beli Mawr y por ello podía desafiar el orden natural de las cosas vivas, aunque el obispo Sansum, claro está, declaró que el paseo al contrario del sol demostraba la muerte de la superstición pagana. Vi que Culhwch se las había arreglado para ocultarse durante el paseo y evitar el postrarse de hinojos.

Terminadas dos vueltas al círculo de piedras, Arturo condujo a Mordred hasta la piedra real y lo ayudó a encaramarse, de modo que el rey se quedó solo allá arriba. Dian, mi hija menor, adornada con una guirnalda de girasoles, se adelantó con torpes pasos de niña pequeña y depositó a los disparejos pies de Mordred una hogaza de pan, símbolo del deber de alimentar a su pueblo. Las mujeres murmuraron al verla, pues Dian, al igual que sus hermanas, había heredado la belleza natural de su madre. Dejó la hogaza y miró alrededor en busca de algo que le indicara lo que debía hacer a continuación y, al no descubrir mensaje alguno, miró a Mordred solemnemente a la cara y al punto rompió a llorar. Las mujeres suspiraron aliviadas al ver que la pequeña volaba hacia su madre deshecha en llanto, y Ceinwyn la acogió entre sus brazos y le secó las lágrimas. Gwydre, el hijo de Arturo, depositó a los pies del rey un látigo de cuero, símbolo del deber de Mordred de ofrecer justicia, y después, yo presenté la nueva espada real, forjada en Gwent, con pomo de cuero negro envuelto en hilo de oro, y se la puse a Mordred en la mano derecha.

—Lord rey —dije, mirándolo a los ojos—, he aquí el símbolo de vuestro deber de proteger a vuestro pueblo. —Mordred había dejado de sonreír burlonamente y me miraba con fría dignidad, lo cual avivó mi esperanza de que Arturo no se equivocara y la solemnidad de la ceremonia lograra inculcarle las cualidades de un buen monarca.

Después, uno a uno, le entregamos nuestros presentes. Yo le regalé un buen yelmo rematado en oro, con un dragón de esmalte engastado en la parte del cráneo. Arturo le entregó una cota de malla, una lanza y una caja de marfil llena de monedas de oro. Cuneglas le ofreció lingotes de oro de las minas de Powys. La dádiva de Lancelot consistió en una inmensa cruz de oro y un pequeño espejo de oro y plata enmarcado en oro. Oengus Mac Airem dejó a sus pies dos gruesas pieles de oso y Sagramor añadió una imagen sajona de una cabeza de toro hecha de oro. Sansum entregó al rey un fragmento de la cruz en la que, según proclamó a voces, Cristo había sido crucificado. La oscura astilla estaba en un frasco romano sellado con oro. Únicamente Culhwch no le regaló nada. Y, ciertamente, cuando llegó el momento del reparto de regalos y los lores hacían cola para arrodillarse ante el rey y jurarle lealtad, Culhwch no compareció. Yo fui el segundo en pronunciar el juramento, seguí a Arturo hasta la piedra de los reyes y me arrodillé frente al gran montón de brillante oro; acerqué los labios a la punta de la espada nueva de Mordred y juré servirlo lealmente por mi vida. Fue un momento solemne, pues era el juramento al rey, el voto que gobernaba por encima de todos los demás.

En la proclamación, a Arturo se le ocurrió incluir una nueva ceremonia que habría de servir para garantizar la paz que con tanto esfuerzo había construido y mantenido a lo largo de los años. Se trataba de una ampliación de la Hermandad de Britania, pues convenció a los reyes de Britania, al menos a los presentes, de que intercambiaran besos con Mordred y juraran no luchar jamás unos contra otros. Mordred, Meurig, Cuneglas, Byrthig, Oengus y Lancelot se abrazaron entre ellos, unieron la punta de sus espadas y juraron mantener la paz entre sí. Arturo resplandecía y Oengus Mac Airem, granuja donde los hubiera, me dedicó un gran guiño. Tan pronto como llegara el tiempo de cosecha, sus guerreros se lanzarían sobre los silos de Powys por muchos juramentos que hiciera.

Pronunciados los votos, realicé el último acto de la proclamación. Primero ayudé a Mordred a descender del altar, luego lo llevé hasta la piedra del círculo que quedaba al norte y después tomé su real espada y la dejé, desnuda, sobre el altar nuevamente. Allí quedó, brillando, acero sobre piedra, el verdadero símbolo de un rey; luego cumplí con el deber del paladín caminando alrededor del círculo y escupiendo a los que miraban, desafiando a quien se atreviera a negar el derecho de Mordred ap Mordred ap Uther al trono y al reino. A mis hijas les guiñé un ojo al pasar, apunté el escupitajo a las brillantes ropas de Sansum y procuré no ensuciar el vestido de Ginebra.

—¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! —grité una y otra vez—. Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.

Iba caminando despacio con Hywelbane desnuda en la mano, pronunciando el reto a voces.

—¡Declaro que Mordred ap Mordred ap Uther es el rey! Y si alguno lo niega, que luche ahora contra mí.

Casi había completado el círculo cuando oí una hoja que rascaba la vaina.

—¡Yo lo niego! —gritó una voz, y al grito siguió una exclamación contenida de horror entre el público. Ceinwyn palideció y mis hijas, que estaban ya bastante asustadas al verme vestido de forma tan aparatosa, con hierro, acero, cuero y la cola de lobo, escondieron la cara entre las faldas de su madre.

Me giré lentamente y vi que Culhwch había vuelto al círculo y me miraba con su gran espada de batalla en ristre.

—¡No! —le dije—. Por favor.

Culhwch, muy serio, se plantó en el centro del círculo y levantó la espada del rey agarrándola por el pomo dorado.

—Yo rechazo a Mordred ap Mordred ap Uther —dijo Culhwch ceremoniosamente, y arrojó el arma real al suelo.

—¡Matadlo! —gritó Mordred desde su puesto, al lado de Arturo—. ¡Cumplid con vuestro deber, lord Derfel!

—¡Niego que sea apto para el trono! —gritó Culhwch a todos. Un soplo de viento agitó los pendones de las paredes y el pelo dorado de Ceinwyn.

—¡Os ordeno que lo matéis! —gritó Mordred presa de excitación.

Di la vuelta al círculo hasta quedar frente a Culhwch. Mi deber era lucha contra él y, si me mataba, saldría otro paladín del rey y la absurda querella continuaría hasta que Culhwch, malherido y cubierto de sangre, cayera al suelo perdiendo la vida en el polvo de Caer de Cadarn o, lo que era más probable, hasta que estallara una verdadera batalla en la cumbre que terminaría con la victoria de uno u otro partido. Me quité el yelmo de la cabeza, me aparté el pelo de los ojos y colgué el yelmo de la vaina de la espada. Luego, con Hywelbane todavía en la mano, abracé a Culhwch.

—No lo hagas —le murmuré al oído—, no puedo matarte, amigo mío, o sea que tendrás que matarme tú a mí.

—Ese sapejo es un mal nacido, un gusano, y no un rey —musitó.

—Por favor —dije—, no puedo matarte. Lo sabes.

—Haz las paces con Arturo, amigo mío —me dijo abrazándome con fuerza. Después, retrocedió unos pasos y volvió a envainar la espada. Levantó la de Mordred del suelo, echó al rey una mirada asesina y dejó el acero en la piedra.

—Renuncio al combate —dijo en voz alta para que se le oyera en toda la cumbre; luego se acercó a Cuneglas y se arrodilló ante él—. ¿Aceptáis mi juramento, lord rey?

Fue un momento delicado pero el rey de Powys aceptó la lealtad de Culhwch, y al hacerlo, el primer acto de Powys en la nueva era de Dumnonia fue acoger a un enemigo de Mordred, pero Cunlegas no lo dudó un momento. Sacó la espada con la cruz por delante para que Culhwch la besara.

—Con mucho gusto, lord Culhwch —dijo—, con mucho gusto.

Culhwch besó la espada de Cuneglas, se levantó y se dirigió a la puerta occidental. Tras él salieron sus lanceros y así, sin Culhwch presente, Mordred consiguió por fin el poder del reino sin que nadie se opusiera. Se hizo el silencio; inmediatamente, Sansum empezó a lanzar vivas, los cristianos lo secundaron y así aclamaron a su nuevo rey. Los hombres rodearon al monarca para felicitarlo y vi que Arturo quedaba solo, desplazado, a un lado. Me miró y sonrió pero yo le volví la espalda. Envainé a Hywelbane y me acuclillé al lado de mis hijas para decirles que no había de qué preocuparse. Di el yelmo a Morwenna para que lo sujetara y le enseñé cómo se abrían y se cerraban los protectores de las mejillas.

—No lo rompas —le advertí.

—Pobre lobo —dijo Seren, mirando la cola del animal.

—Mató a muchos corderos.

—¿Y por eso tú mataste al lobo?

—Claro.

—¡Lord Derfel! —me llamó de pronto Mordred; me erguí y vi que el rey se había sacudido a sus admiradores de encima y se acercaba cojeando por el círculo.

Salí a su encuentro e incliné la cabeza.

—Lord rey.

Los cristianos se agolpaban detrás de Mordred. Eran dueños de la situación y la victoria se reflejaba en sus caras.

—Lord Derfel, me habéis jurado obediencia.

—Así es, lord rey.

—Pero Culhwch sigue con vida —añadió confundido—. ¿No es cierto?

—Es cierto, lord rey.

—No cumplir un juramento —prosiguió con una sonrisa— merece un castigo. ¿No es eso lo que me habéis enseñado siempre?

—Sí, lord rey.

—Y el juramento, lord Derfel, ¿no lo habéis pronunciado por vuestra vida?

—Sí, lord rey.

—Sin embargo —dijo, rascándose la rala barba—, tenéis una hijas muy bonitas, Derfel, y lamentaría que Dumnonia os perdiera. Os perdono que Culhwch siga con vida.

—Gracias, lord rey —dije, dominando la tentación de golpearle.

—Pero el haber faltado a un juramento precisa castigo, no obstante —añadió con voz emocionada.

—Sí, lord rey, así es.

Se detuvo un instante y luego me golpeó fuertemente en la cara con el látigo de la justicia. Se echó a reír, y tanta gracia le hizo mi expresión de sorpresa que me cruzó la cara nuevamente.

—Castigo cumplido, lord Derfel —dijo, y se alejó. Sus partidarios rieron y aplaudieron.

No nos quedamos a la fiesta, a las justas ni al torneo; ni a los juegos malabares, ni a ver bailar al oso amaestrado ni al concurso de bardos. Volvimos a Lindinis. Nos fuimos paseando por la orilla del río donde crecían los sauces y florecían las arroyuelas moradas. Marchamos a casa.

Cuneglas nos siguió poco después. Quería pasar una semana con nosotros antes de regresar a Powys.

—Ven conmigo —me dijo.

—He jurado lealtad a Mordred, lord rey.

—¡Ay, Derfel, Derfel! —Me rodeó el cuello con un brazo y nos fuimos a pasear por el patio exterior—. ¡Mi querido Derfel, eres tan malo como Arturo! ¿Tú crees que a Mordred le importa que cumplas un juramento?

—Espero que no desee tenerme como enemigo.

—¿Quién sabe lo que quiere? —replicó Cuneglas—. Chicas, seguramente, y caballos veloces, venados en los montes e hidromiel fuerte. ¡Ven a casa, Derfel! También estará Culhwch.

—Lo echaré mucho de menos, señor —dije. Había vuelto de Caer Cadarn con la esperanza de que Culhwch estuviera esperándonos en Lindinis, pero evidentemente no se había arriesgado a perder un momento y había partido velozmente hacia el norte para escapar de los lanceros que sin duda enviarían tras él para detenerlo antes de que alcanzara la frontera.

Cuneglas dejó de insistir en que me fuera con él al norte.

—¿Qué hacía aquí ese ladrón de Oengus? —me preguntó malhumorado—. ¡Y además juró mantener la paz!

—Lord rey —respondí—, sabe que si pierde la amistad de Arturo, vuestras lanzas invadirán sus tierras.

—Y tiene razón —admitió Cuneglas con amargura—. A lo mejor encargo ese trabajo a Culhwch. ¿Cuál será el puesto de Arturo ahora?

—Depende de Mordred.

—Esperemos que Mordred no sea un necio sin remedio. Dumnonia sin Arturo no tiene sentido para mí. —Se giró, pues una voz de la puerta de entrada anunciaba más visitantes. Casi esperaba ver los escudos del dragón y una partida de hombres de Mordred en busca de Culhwch, pero fue Arturo quien llegó, con Oengus Mac Airem y un puñado de hombres. Arturo se detuvo en el umbral en la casa.

—¿Dais licencia? —me preguntó.

—Naturalmente, señor —repliqué con frialdad.

Mis hijas lo vieron por una ventana y, al momento, echaron todas a correr hacia él gritando alborozadas. Cuneglas también se acercó a Arturo obviando descaradamente la presencia del rey Oengus Mac Airem, el cual se situó a mi lado. Me incliné ante él pero Oengus me hizo erguirme y me envolvió en sus brazos. El cuello de pieles apestaba a sudor y a grasa rancia. Me sonrió.

—Dice Arturo que hace diez años que no participas en una batalla de verdad —me contó.

—Ni un día menos, seguro, señor.

—Te falta práctica, Derfel. En el próximo combate, cualquier mocoso de tres al cuarto te abrirá las tripas y se las echará de comer a los perros. ¿Cómo estás?

—Con más años que antes, señor, pero bien, ¿y vos?

—Aún respiro —dijo, y miró a Cuneglas—. Doy por sentado que el rey de Powys no quiere saludarme.

—Opina, lord rey, que vuestros lanceros dan mucha guerra en sus fronteras.

—Hay que darles trabajo, Derfel, bien lo sabes tú —comento con una carcajada—. Soldados inactivos, querella segura. Y además, tengo más de los que quiero últimamente. ¡Irlanda se está convirtiendo al cristianismo! —escupió—. Un bretón entrometido llamado Padraig los torna gallinas. Como no os atreveríais jamás a conquistarnos por las armas, nos enviáis a esa especie de mierda de foca para que nos debilite, así que, todos los irlandeses que los tienen bien puestos huyen a los reinos irlandeses de Britania para escapar del cristianismo. ¡Predica con una hoja de trébol. ¿Te imaginas, conquistar Irlanda con una hoja de trébol? ¡No me extraña que los guerreros decentes me busquen a mí! ¿Pero qué hago con tantos?

—Enviadlos a matar a Padraig —le dije.

—Ya está muerto, Derfel, pero sus seguidores están más vivos de la cuenta. —Oengus me había llevado hasta un rincón del patio, y allí se detuvo a mirarme a la cara—. Tengo entendido que trataste de proteger a mi hija.

—Así es, señor —respondí. Vi que Ceinwyn había salido del palacio y abrazaba a Arturo. Hablaban abrazados y ella me miró reprobatoriamente. Volví la cara a Oengus otra vez—. Desenvainé para defenderla, lord rey.

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