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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (23 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—¿Druidas? —me extrañé—. ¿En un bautizo?

Galahad se encogió de hombros, incapaz como yo de encontrar una explicación.

Los druidas eran jóvenes fornidos, de hermoso rostro moreno, barba poblada y larga cabellera negra cuidadosamente peinada, que les crecía a partir de una mínima tonsura. Portaban báculo negro con muérdago en la punta y, lo que era más extraño en un druida, espada envainada al costado. Observé que el guerrero que cabalgaba a su lado no era hombre, sino mujer, una mujer alta, de espalda recta y con una extravagante melena de rizos rojos que caía en cascada desde el yelmo de plata hasta tocar el lomo del caballo.

—La llaman Ade —me dijo Culhwch.

—¿Quién es? —pregunté.

—¿Quién crees tú que ha de ser? ¿La cocinera? Es la que le calienta la cama —me contó con una sonrisa—. ¿No te recuerda a alguien?

Me acordé de Ladwys, la amante de Gundleus. Me pregunté si no sería el destino de los reyes silurios tener una amante que montara a caballo y blandiera la espada como un hombre. Ade llevaba una espada larga colgada de la cadera, una lanza en la mano y el escudo del águila pescadora en el brazo.

—A la amante de Gundleus —le dije.

—¿Con esa melena roja? —respondió Culhwch despectivamente.

—A Ginebra —dije, y era cierto que había un claro parecido entre Ade y la arrogante Ginebra, que acompañaba a la reina Elaine en la carreta. Elaine estaba pálida, pero por lo demás, nada hacía sospechar que la enfermedad la estuviera matando, tal como se rumoreaba. Ginebra estaba tan hermosa como siempre, sin señal alguna de los recientes sufrimientos del parto. No llevaba al niño consigo, aunque tampoco me lo esperaba. Gwydre estaría con toda seguridad en Lindinis, al cuidado de un ama de cría y suficientemente alejado de Ginebra como para no alterarle el sueño con sus llantos.

Los hijos gemelos de Arturo desmontaron tras Lancelot. Aquel año ya se les permitiría acudir a la guerra lanza en mano, pero en verdad eran aún muy jóvenes. Me había cruzado con ellos en multitud de ocasiones y ya sabía que no eran de mi agrado. Carecían totalmente del sentido práctico de Arturo. Malcriados desde su más tierna infancia, se habían convertido en dos jóvenes tempestuosos, egoístas y codiciosos, que guardaban rencor a su padre, despreciaban a su madre Ailleann y se vengaban de su bastardía abusando de las gentes que no osaban enfrentarse a ellos por ser vástagos de Arturo. Eran despreciables. Los dos druidas desmontaron y se situaron junto a la carreta de bueyes.

Culhwch fue el primero que entendió la maniobra de Lancelot.

—Si se bautiza —gruñó a mi oído—, no podrá ser iniciado de Mitra.

—Bedwin se inició —le hice notar— y era obispo.

—Nuestro estimado Bedwin jugaba a dos bandos —me contó—. Cuando murió, encontramos una imagen de Bel en su casa y su mujer nos dijo que le ofrecía sacrificios. Verás que tengo razón y esto no es sino una estratagema para evitar ser rechazado en el culto a Mitra.

—Acaso haya sentido la llamada de Dios —terció Galahad, levemente indignado.

—En tal caso, y perdona pues se trata de tu hermano, ese dios debe de tener las manos sucias —replicó Culhwch.

—Sólo es medio hermano —dijo Galahad, que no deseaba que le relacionaran íntimamente con Lancelot.

La carreta se detuvo muy cerca de la orilla. Sansum abandonó su mullido asiento y, sin molestarse en arremangarse las espléndidas vestiduras, se metió en el río. Lancelot desmontó y esperó en la orilla a que el obispo llegara a la cruz y la asiera. Sansum era un hombre de escasa talla y el agua le llegaba hasta la pesada cruz que adornaba su pecho estrecho. Miró hacia nosotros, su congregación involuntaria, y levantó su voz potente.

—Esta semana —atronó— marcharéis a combatir al enemigo con vuestras lanzas y Dios estará con vosotros. ¡Dios os bendice y os ayuda! En el día de hoy, en este mismo río, recibiréis una señal del poder de nuestro Dios. —Los cristianos allí reunidos se santiguaron, mientras que algunos paganos, como Culhwch y yo, escupimos para ahuyentar el mal.

—¡He aquí al rey Lancelot! —bramó Sansum señalándole con la mano como si no lo hubiéramos reconocido—. ¡He aquí al héroe de Benoic, el rey de Siluria y el señor de las águilas!

—¿El señor de qué? —preguntó Culhwch.

—Esta semana —continuó Sansum—, esta misma semana iba a ser recibido en la pútrida compañía de Mitra, ese falso dios cruento e iracundo.

—Eso pretendía —gruñó Culhwch entre los murmullos de protesta de algunos presentes que también eran iniciados.

—Pero ayer —vociferó Sansum acallando las protestas—, este noble monarca tuvo una visión. ¡Una visión! No una pesadilla engendrada en el vientre por un hechicero ebrio, sino un sueño puro, un sueño agradable que descendió del cielo volando con alas de oro. ¡Una visión sagrada!

—Ade se levantó las faldas —murmuró Culhwch.

—La santísima y bendita madre de Dios visitó al rey Lancelot —gritó Sansum—. La Virgen María en persona, la Señora de los afligidos, de cuyo seno inmaculado y perfecto nació el niño Jesús, el Salvador de toda la humanidad. Ayer, en un estallido de luz, en una nube de estrellas doradas, se presentó ante el rey Lancelot y tocó con su mano adorable a Tanlladwyr.

Señaló de nuevo hacia atrás y Ade desenvainó con toda solemnidad la espada de Lancelot, de nombre Tanlladwyr, que significa «Asesina Fulgurante», y la sostuvo en alto. El reflejo del sol sobre el acero me deslumhró un instante.

—Nuestra Señora —gritó Sansum— prometió a Lancelot que con esta espada daría la victoria a Britania. Dijo Nuestra Señora que esta espada había sido tocada por la mano del Hijo, traspasada por los clavos, y bendecida por la caricia de Su Madre. Desde el día de hoy, Nuestra Señora decretó que había de llamarse la Espada de Cristo, pues es sagrada.

Para su descargo, habría que decir que Lancelot, mostraba una intensa turbación ante tales palabras. La ceremonia en sí debía de resultarle muy violenta, ya que era un hombre de orgullo desmesurado y dignidad frágil, pero debió de estimar preferible ser sumergido en un río que afrontar la vergüenza de no ser admitido en los misterios de Mitra. La certeza del rechazo le habría llevado a abjurar en público de todos los dioses paganos. Observé que Ginebra miraba deliberadamente hacia otro lado, aparentemente interesada en los estandartes guerreros izados en las murallas de madera y tierra de Corinium. Ella era pagana, adoradora de Isis, y su odio a los cristianos era de todos conocido, pero la necesidad de apoyar la ceremonia pública que evitaba a Lancelot la humillación de Mitra había sido claramente superior al odio que sentía. Los dos druidas hablaban con ella entre murmullos y de vez en cuando conseguían hacerla reír.

Sansum se dio la vuelta y miró a Lancelot.

—Lord rey —le llamó en voz bastante alta como para que oyéramos desde la otra orilla—, ¡acercaos! Entrad en las aguas de la vida, venid a recibir como un niño el bautismo en la Sagrada Iglesia del único Dios verdadero.

Ginebra se volvió lentamente para ver entrar a Lancelot en el río. Galahad se santiguó, los sacerdotes cristianos de la orilla opuesta oraban con los brazos extendidos y las mujeres de la ciudad cayeron de hinojos con la vista puesta en el alto y apuesto rey que vadeaba el río ai encuentro del obispo. El sol se reflejaba en el agua y arrancaba destellos dorados de la cruz que sostenía Sansum. Lancelot mantenía los ojos bajos, como si no deseara ver quién presenciaba la humillante ceremonia.

Sansum alzó la mano y tocó a Lancelot en la coronilla.

—¿Abrazáis la única fe verdadera —bramó para que todos le oyéramos—, la fe de Cristo, que murió por nuestros pecados?

Lancelot debió de decir que sí, pero ninguno de nosotros oyó la respuesta.

—¿Renunciáis, pues —gritó Sansum aún más fuerte—, a todos los demás dioses, a cualquier otra religión y a todos los demás espíritus abyectos, demonios, ídolos y engendros del diablo, cuyos actos infames engañan al mundo?

Lancelot murmuró algo y asintió con la cabeza.

—¿Denunciáis y rechazáis —prosiguió Sansum con fruición— las prácticas de Mitra y declaráis que son, en honor a la verdad, el excremento de Satán y el horror de nuestro Señor Jesucristo?

—Sí.

En esta ocasión oímos la respuesta de Lancelot alta y clara.

—Así pues, en el nombre del Padre —proclamó Sansum—, del Hijo y del Espíritu Santo, os declaro cristiano. —Y con esto, puso la mano sobre la aceitada cabellera de Lancelot y lo empujó con fuerza hasta sumergirlo en las frías aguas del Churn. Lo mantuvo durante tanto rato que llegué a pensar que el mal nacido se ahogaría, pero finalmente lo soltó—. Ahora —anunció Sansum al tiempo que Lancelot tosía y escupía agua—, estáis limpio de vuestros pecados, sois cristiano y guerrero del sagrado ejército cristiano. —Ginebra, insegura del proceder más adecuado a la ocasión, aplaudió cortésmente, mientras que las mujeres y los sacerdotes entonaron una nueva canción curiosamente animada, para ser cristiana.

—Por el sagrado nombre de una santa ramera —preguntó Culhwch a Galahad—, ¿qué es un espíritu santo?

Pero Galahad ya no estaba allí para responder. En un arranque de alegría por el bautismo de su hermano se había lanzado al río y lo había cruzado a nado, de manera que emergió del agua al mismo tiempo que el sofocado Lancelot. Éste no esperaba verlo y por un momento se alarmó, sin duda pensando en la amistad que Galahad me profesaba, pero debió de recordar a tiempo el deber de amor cristiano que le acababan de imponer y se sometió al entusiasta abrazo de su medio hermano.

—¿Besamos a ese mal nacido nosotros también? —inquirió Culhwch con una sonrisa maliciosa.

—Dejémoslo en paz —dije. Lancelot no me había visto y yo no sentía necesidad alguna de hacerme notar, pero en aquel mismo instante, Sansum, que había salido del río y se escurría el agua de las pesadas vestiduras, me vio. El señor de los ratones nunca supo dejar pasar la oportunidad de provocar a un enemigo, y aquel día no fue la excepción.

—Lord Derfel —me interpeló.

Hice caso omiso. Ginebra, al oír mi nombre, alzó la cabeza bruscamente. Estaba hablando con Lancelot y Galahad, pero dio una orden súbita al carretero y éste descargó el látigo sobre el lomo de las bestias y la carreta se puso en marcha. Lancelot montó apresuradamente en el vehículo y dejó a sus seguidores a la orilla del río; Ade los siguió a pie, llevando al caballo por la brida.

—¡Lord Derfel! —insistió Sansum.

Muy a mi pesar, me giré hacia él.

—¿Obispo? —contesté.

—¿Permitís que os invite a seguir los pasos de Lancelot? ¿Queréis entrar en el río de la salvación?

—Ya me bañé en la última luna llena, obispo —le respondí, provocando carcajadas entre los guerreros de nuestra orilla.

Sansum hizo la señal de la cruz.

—¡Deberíais bañaros en la sagrada sangre del cordero de Cristo —gritó— para lavar la mancha de Mitra! Sois un ser maligno, Derfel, un pecador, un idólatra, un esclavo del diablo, vástago de sajones, protector de rameras.

Este último insulto encendió mi ira. Las otras invectivas no eran más que palabras, pero Sansum, aunque inteligente, nunca fue hábil en las confrontaciones públicas y no supo ahorrarse el insulto final a Ceinwyn. Semejante provocación me impulsó a cargar hacia delante entre la ovación de los guerreros de la orilla oriental del Churn, ovación que se inflamó más al ver que Sansum salía huyendo espoleado por el pánico. Me llevaba bastante ventaja y era un corredor ágil y veloz, pero las múltiples capas de pesados ropajes empapados le hicieron trastabillar y le di alcance a pocos pasos de la orilla opuesta. Le golpeé los pies con la lanza y cayó cuan largo era entre los macizos de margaritas y prímulas.

Desenvainé a Hywelbane y le acerqué la hoja a la garganta.

—Obispo, no he oído bien el último título que me habéis dirigido —le dije.

Nada dijo, sólo miró hacia los cuatro acompañantes de Lancelot, que se acercaron. Amhar y Loholt ya habían desenvainado, pero los dos druidas se limitaron a mirarme con una expresión indescifrable. Culhwch había cruzado el río y ya estaba a mi lado, igual que Galahad, mientras que los preocupados lanceros de Lancelot nos observaban desde la distancia.

—¿Qué palabra utilizasteis, obispo? —pregunté al tiempo que acariciaba su garganta con Hywelbane.

—¡La ramera de Babilonia! —farfulló desesperado—, todos los paganos la adoráis. La mujer escarlata, lord Derfel, ¡la bestia! ¡El Anticristo!

—Y yo que pensé que insultabais a Ceinwyn —dije sonriendo.

—¡No, señor, no! —dijo juntando las manos—. ¡Jamás!

—¿Me lo prometéis? —le pregunté.

—¡Lo juro, señor! Lo juro por el Espíritu Santo.

—No sé quién es el Espíritu Santo, obispo —dije y le di un golpecito en la nuez con la punta de Hywelbane—. Haced la promesa sobre mi espada, besadla y os creeré.

En aquel instante me aborreció. Nunca le había agradado, pero entonces empezó a odiarme. Sin embargo, acercó los labios a la hoja de Hywelbane y besó el acero.

—Juro que no era mi intención insultar a la princesa.

Dejé la espada pegada a sus labios durante un instante y luego la retiré y le permití ponerse en pie.

—Creí que teníais encomendada la custodia del Santo Espino en Ynys Wydryn.

—El señor me llama a cumplir misiones más altas —contestó mientras se sacudía las hierbas pegadas a las ropas húmedas.

—Habladme de ellas.

Me miró con odio en los ojos, pero el miedo era más fuerte que cualquier otro sentimiento.

—El Señor me llamó junto al rey Lancelot, lord Derfel —dijo—, y con Su gracia ablandó el corazón de la reina Ginebra. Tengo esperanzas de que también ella alcance a ver Su luz eterna.

—Ella ya tiene la luz de Isis —contesté riendo— y vos lo sabéis. Además, odia al ser abyecto que sois, así que decidme, ¿qué le ofrecisteis para hacerle cambiar de parecer?

—¿Ofrecerle? —preguntó hipócritamente—. ¿Qué podría ofrecer yo a una princesa? Nada tengo, soy pobre para mayor gloria de Dios, un humilde sacerdote nada más.

—Un sapo es lo que sois, Sansum —dije, y guardé la espada—, el barro que se me pega a las botas.

Escupí para protegerme de su maldad. Por sus palabras, entendí que él mismo había propuesto el bautismo a Lancelot, idea que permitiría a Lancelot soslayar la comprometida situación de la elección de Mitra, pero no lo juzgué suficiente para reconciliar a Ginebra con Sansum y su religión. Debía de haberle dado o prometido algo, pero estaba seguro de que nunca lo confesaría. Volví a escupir y Sansum, interpretando el escupitajo como señal de que podía marcharse, huyó hacia la ciudad.

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