—Ulin can... sado —descifró el semiogro—. Des... cansa. ¿Nos va... mos ma... ñana?
Ulin asintió con un gesto y se acomodó en su lecho de pieles.
—Debe de ser tarde —dijo a la solámnica. Como no sabía si llamarla Arlena o Silvara, no usó ningún nombre—. Será mejor que os quedéis con nosotros y descanséis.
—Nos iremos mañana. —Se volvió hacia el guardián—. Alba, ¿te importa que pasemos la noche aquí?
«De modo que el guardián tiene nombre», pensó Ulin mientras se cubría con las pieles.
—Siempre sois bienvenidos aquí, amiga mía —respondió el guardián—. Hablaremos más tarde, Ulin.
Dio media vuelta y desapareció en uno de los nichos de la pared.
—¿Conoces al guardián? —preguntó Gilthanas.
—Lo conozco muy bien.
—¿Es posible que volvamos a conocernos? ¿O de verdad es demasiado tarde? ¿Acaso mi estupidez nos ha condenado para siempre?
La mujer frunció los labios.
—No lo sé —respondió por fin.
—¿Hay otro hombre en tu vida? ¿Hay algo entre tú y... Alba?
Ulin no oyó la respuesta. Se había quedado dormido.
* * *
A juzgar por lo descansado que se sentía, el hechicero supuso que ya había amanecido. Se levantó de su lecho de pieles, comenzó a bajar por la escalera y de inmediato vio a Gilthanas y a la solámnica enfrascados en una discusión. Los hombres acababan de despertar y ayudaban a los Caballeros de Takhisis a ponerse en pie. Groller y
Furia
estaban en la salida del túnel. El semiogro empuñaba la lanza de Huma.
—Tu magia no funcionará aquí —dijo el guardián—. Las paredes están encantadas para impedir que los hechizos de los mortales tengan efecto dentro de sus confines. Es una forma de proteger este lugar.
Ulin comenzó a ponerse las prendas de piel.
—Entonces regresaremos a la tumba y saldremos fuera.
—Antes me gustaría hablar contigo de magia —insistió el joven.
—Bueno; quizás en otra visita —respondió Ulin—. Tenemos prisa. Hay otros buscando la magia arcana y debemos entregar la lanza a mi padre lo antes posible.
El joven suspiró.
—Puedo ayudarte, Ulin Majere. Enseñarte cosas que nunca has soñado.
—¿Nos va... mos a... hora? —preguntó Groller a Ulin mientras enfilaba hacia la abertura situada en el suelo de la Montaña del Dragón.
El hechicero asintió y se volvió hacia Gilthanas.
—¿Nos vamos? —inquirió.
El elfo negó con la cabeza.
—De la tumba, sí, pero no voy al
Yunque.
Me quedaré aquí. Regresaré con... —hizo una pequeña pausa— Arlena al castillo Atalaya del Este. Veremos si podemos arreglar las cosas.
Un silencio descendió sobre la habitación.
—Bien, entonces vámonos —dijo Ulin señalando la abertura del túnel.
Uno a uno subieron por el túnel de viento y se reunieron junto a las puertas de la tumba, que una vez más se abrieron sin que nadie las tocara. De inmediato, el viento arrastró copos de nieve hacia el interior.
Ulin hizo una señal y el semiogro salió a la nieve. El lobo caminó sobre las huellas que Groller iba dejando.
—Comunicaré tu decisión a los demás —dijo el hechicero a Gilthanas—. No creo que mi padre se alegre. ¿Y la lanza de Rig?
—Dale las gracias a Rig de mi parte —pidió el elfo, tendiéndole el arma—. Y dile que me alegro de no haber tenido que usar su lanza.
Ulin echó a andar hacia el gélido paisaje. A su espalda, los Caballeros de Solamnia reunieron las armas y a sus prisioneros y lo siguieron. El guardián cabeceó con expresión triste y se unió a la procesión.
Desaparecida la fatiga que obstaculizaba su magia, el joven hechicero volvió a concentrarse en la imagen de Palin Majere. La cara de su padre apareció casi de inmediato en su mente.
—Estamos listos, padre —se limitó a decir Ulin.
—¡El dragón! —gritó uno de los Caballeros de Solamnia, rompiendo el hechizo de Ulin—. ¡Escarcha!
Una enorme sombra se deslizó por la nieve, y el hechicero alzó la vista al cielo.
—Gellidus —anunció el guardián—. ¡Volved todos a la tumba!
El dragón se acercó. Con su inmaculada silueta blanca sobre el fondo azul del cielo, ofrecía un aspecto a un tiempo aterrador y fascinante. Sus escamas resplandecían en la nieve que lo rodeaba.
El dragón bajó en picado, abriendo las fauces y exhalando un aliento helado.
—¡No hay tiempo para regresar al edificio! —gritó Ulin a los demás mientras empuñaba la lanza.
El arma era muy pesada y el joven hechicero se preguntó cómo se las habría apañado con ella Sturm Brightblade.
El guardián pasó junto a los caballeros, que se dispersaban mientras desenvainaban sus armas. Descalzo y aparentemente indiferente al frío, el joven agitó los brazos para atraer la atención del dragón.
—¡Aquí, criatura del Mal! —gritó con voz grave.
Ulin miró al extraño niño, que una vez más cambiaba de forma. Su piel brilló y se volvió amarilla y áspera. Su cuerpo comenzó a cubrirse de escamas y su cabello se esfumó, dejando una espinosa cresta que se extendió de la cabeza a la espalda. Su cara estalló y creció hasta convertirse en un hocico al tiempo que sus piernas y brazos se hacían más gruesos, largos y rugosos. Unas garras doradas reemplazaron sus dedos y en su espalda brotó un par de pequeñas alas. De sus mandíbulas salieron brillantes bigotes dorados y en su cabeza equina nacieron cuernos de un dorado más oscuro, semejantes a los de una cabra.
Él Dragón Dorado medía más de quince metros desde el hocico a la sinuosa cola. Abrió la boca, revelando un sorprendente número de dientes iridiscentes.
—¡Lucha conmigo, Gellidus! —bramó el Dragón Dorado—. ¡Me quieres a mí, y no a estas personas!
—¡Alba! —gritó la solámnica—. ¡No podrás vencerlo solo!
La mujer corrió hacia él, y su resplandeciente armadura rodeó su figura de un halo luminoso.
El Blanco se lanzó sobre el Dorado, abrió la boca y lanzó una ráfaga de fragmentos de hielo. La tormenta de granizo arrastró a Alba y prácticamente lo enterró en la nieve. Pero el joven dragón se levantó de inmediato y soltó un bramido ensordecedor. La fuerza del sonido hizo retroceder a Groller, que se acercaba con la lanza de Huma. Ulin y Gilthanas también recibieron el impacto de las ondas sonoras y estuvieron a punto de perder el equilibrio.
Con sus grandes ojos llenos de furia, el Dragón Blanco cerró las alas y se posó en tierra. Al aterrizar, levantó una avalancha de nieve, y las vibraciones del suelo derribaron a Groller.
El semiogro se levantó con dificultad, apretó con fuerza la empuñadura de la lanza y comenzó a avanzar. Entonces se quedó boquiabierto al ver que Silvara, situada a pocos pasos de distancia, experimentaba una extraordinaria transformación.
La armadura de la elfa se fundió con su carne hasta que su piel adquirió un brillante color plata. Su cabello también se tiñó de plata, descendió por la espalda y se transformó en una imponente cresta con un ribete azul cielo. Le creció una cola al tiempo que sus brazos se alargaban hacia los lados para convertirse en alas. El cuello se estiró hasta parecerse a una serpiente y la cabeza se agrandó mientras las orejas se transformaban en un par de cuernos del color del platino bruñido. La boca de Silvara se proyectó hacia el frente y se llenó de dientes afilados, y sus ojos se transformaron en dos óvalos de resplandeciente zafiro.
Era un imponente Dragón Plateado, cuyo tamaño duplicaba con creces el de Alba. Silvara desplegó sus enormes alas hacia los lados, y tomando impulso con las gruesas patas, flotó en el aire.
La lanza mágica palpitaba entre los dedos del hechicero, que estaba pronunciando las palabras de un encantamiento. Pretendía absorber parte del poder del arma y usarla para canalizar su encantamiento. Mientras Ulin recitaba la última frase arcana y señalaba la cabeza de Escarcha, sintió una helada ráfaga de viento y vio un cúmulo de cristales de hielo avanzando en su dirección. Al mismo tiempo, una bola de fuego salió de la punta de sus dedos y voló hacia el dragón. El fuego chocó contra los misiles de hielo. En los alrededores de la Tumba de Huma, el aire se llenó de vapor en el mismo momento en que la bola de fuego alcanzaba su objetivo y estallaba en la boca del dragón.
El Blanco aulló de dolor al sentir el estallido de calor en sus entrañas, y Groller corrió hacia él, alzando la lanza de Huma.
Lánzame,
ordenó la lanza en la mente de Groller.
¡Para eso fui creada!
Pero el Dragón Blanco era tan grande, que el semiogro sólo podía aspirar a herirlo en el vientre. La lanza atravesó las placas blancas y se hundió con facilidad en la carne blanda. La helada sangre del dragón bañó al semiogro. Arrancó la lanza y volvió a clavarla más arriba, esquivando otro aluvión de sangre. Luego hizo una tercera intentona, pero Gellidus ya no estaba a su alcance. El dragón batía las alas y se elevaba en el aire, huyendo del molesto hombrecillo que le había hecho tanto daño.
El Dragón Plateado se lanzó sobre Escarcha, dando zarpazos. Pero, como el señor supremo era más grande y más rápido, esquivó a la hembra con facilidad y descargó sobre ella un golpe con la cola que la lanzó al cielo.
—¡Silvara, no! —gritó Gilthanas.
—¡No podemos ayudarla! —exclamó un Caballero de Solamnia—. ¡Nuestras armas no pueden hacer daño a Escarcha!
El Blanco bajó la vista y vio el charco de su propia sangre, el mortal mestizo y la antigua lanza. Malys le había asegurado que los hombres no podían vencer a los dragones; le había prometido que los humanos no representaban ningún peligro para los señores supremos. Pero Malys no estaba allí, luchando contra un Dragón Dorado y otro Plateado y contra un hombrecillo que empuñaba un arma extraordinariamente poderosa.
Los dragones le habían hecho daño, pero sólo el hombre lo había hecho sangrar. Gellidus no sentía un dolor semejante desde la Purga de los Dragones, cuando había combatido contra los Dragones del Bien que entonces habitaban Ergoth del Sur. Percibió la energía mágica en la lanza, sintió el agudo dolor en el vientre, donde lo habían herido, y rugió con furia. Mientras sus fríos ojos azules miraban con odio la pequeña silueta del semiogro, Gellidus invocó mentalmente al viento.
Sopla más fuerte, más rápido, más frío,
ordenó.
La nevisca arreció, y el cielo quedó prácticamente oculto tras un grueso manto helado. El Blanco batió las alas más aprisa, con lo que el viento gélido cobró aun más fuerza y arrojó al hombrecillo de bruces.
Decidiendo que el odioso mestizo ya era un blanco fácil, Gellidus abrió la boca y exhaló. Pero una forma plateada se interpuso entre el dragón y su presa. Silvara, que había regresado, recibió el impacto del proyectil de hielo. El frío intenso sacudió su enorme cuerpo, pero la hembra Plateada soportó el dolor y consiguió permanecer en vuelo. Pasó junto al Blanco, dio media vuelta y se lanzó sobre él con las garras extendidas.
—¡Hechicero! —silbó Alba—. ¡Ven conmigo! ¡Podemos trabajar juntos!
El Dragón Dorado se posó sobre un banco de nieve mientras Ulin caminaba laboriosamente a su encuentro. Con considerable esfuerzo, el hechicero se subió a su grupa y se sentó en la base de su cuello sin soltar la lanza de Rig.
—¡No la he usado antes! —gritó Ulin por encima del rugido del viento—. Estoy loco —añadió en voz más baja para que el Dragón Dorado no lo oyera—. Mira que montar a un dragón...
—La lanza es para guerreros, no para magos —dijo Alba mientras levantaba el vuelo—. No la necesitarás, Ulin Majere.
Las pequeñas alas se agitaron con furia, llevando a Ulin hacia el señor supremo, que en ese momento abría la boca para soltar otro rugido. Ulin intentó afianzarse desesperadamente, y vio con horror cómo la lanza de Rig se le escapaba de las manos. Se agarró a una escama y, pese a los guantes que lo protegían, sintió cómo el borde afilado atravesaba la tela y la piel. Se encogió de dolor, pero no se soltó.
Abajo, Gilthanas corría hacia la lanza caída.
Furia
brincaba a su lado, mordisqueando los contornos de la sombra del Dragón Blanco.
Escarcha se preparó para el dolor que se le avecinaba y se lanzó tras el dragón más joven. Una sonrisa malevolente se dibujó en su enorme cara.
—¡Absorbe mi magia! —ordenó Alba a Ulin—. ¡Siente la magia que hay en mí y úsala! ¡Deprisa!
El hechicero comenzó a recitar un encantamiento. Las palabras salieron atropelladamente de sus labios, pero se interrumpieron cuando Gellidus hundió las garras en el flanco del Dragón Dorado. Sangre y escamas doradas cayeron al suelo y se perdieron en la enceguecedora nevisca.
—¡Aprisa! —silbó Alba mientras esquivaba al monstruoso Blanco, sólo para volver a avanzar hacia él.
Ulin forzó las palabras de su boca y sintió una creciente ola de energía bajo sus dedos. La energía fluyó hacia su interior, revitalizándolo. Al pronunciar la última sílaba del encantamiento, el viento sopló con frenética fuerza y dobló en un extraño ángulo las alas del Blanco. El señor supremo perdió momentáneamente el equilibrio, y el Dragón Dorado aprovechó la oportunidad para acercarse y lacerarle el vientre de un zarpazo. Luego mordió el cuello del Blanco. La sangre cayó al suelo y tiñó de rosa la nieve.
Escarcha emitió un aullido lastimero que sonó como el zumbido del viento, y exhaló otra ráfaga helada que alcanzó a Ulin. Una oleada de frío se extendió desde el corazón del hechicero hasta sus extremidades, entumeciéndole el cuerpo entero. No sentía las piernas ni los dedos, y tampoco la escama del dragón a la que estaba agarrado. Pero advirtió que caía, y percibió un remolino de viento alrededor de su cuerpo mientras se deslizaba de la grupa del dragón.
Ulin cayó en picado, gritando y sacudiendo los brazos. Sobre su cabeza, el Blanco empujó con las patas delanteras al dragón más joven para alejarlo de sí.
En ese momento Silvara se lanzó sobre la grupa de Escarcha, que perdió el equilibrio por el choque, e intentó arrojarlo al suelo, donde Gilthanas y Groller aguardaban con las lanzas.
El elfo levantó la lanza y miró hacia arriba, entornando los ojos para ver a través de la nieve.
—¡Silvara! —gritó.
Gellidus giró en el aire y volvió a descargar su aliento helado. Alcanzó al Dragón Plateado en el hocico, ahogándolo momentáneamente con los conos de hielo que penetraron en su boca y sus ollares.
—¡Has ganado esta batalla, Silvara! —gritó Gellidus—. Pero sólo porque me has pillado por sorpresa. Regresaré cuando esté listo y descansado. Disfruta de tu dulce y breve victoria, porque no tendrás otra.