—Bueno, yo tengo algunas monedas y una colección de cucharas de plata que me regaló un viejo amigo —ofreció—. Podríamos adivinar su talla y... —Dhamon negó con la cabeza—. ¿Así que no vendrás a la ciudad conmigo y con Rig?
—Esta vez no.
—Apuesto a que no quieres venir con nosotros porque estás preocupado por Feril. —Ampolla se arregló el copete. Esa mañana se había puesto unos guantes azules, a juego con su camisa y con el ribete de sus polainas. Usaba guantes sólo porque iba a la ciudad y no quería que los desconocidos se fijaran en sus manos llenas de cicatrices. La kender ya no los llevaba en el barco, y había explicado a todo el mundo al menos tres veces que la visión de Goldmoon le había hecho comprender que podía mover los dedos sin dolor—. Supongo que yo también estaría preocupada si estuviera enamorada de...
—No hay razón para preocuparse. Feril sabe cuidarse sola. —Era la voz de Rig Mer-Krel, que había dejado a uno de sus compañeros al timón y se había acercado en silencio a la pareja. Rió y dio una palmada en la cabeza a Ampolla. Luego miró a Dhamon con los ojos entornados—. Es muy probable que también cuide de Palin, Usha y Jaspe.
La kender sonrió.
—Tú nunca te preocupas por nada, Rig.
—No es verdad —respondió. El barco se acercó al muelle y el marinero frunció el entrecejo al oír que el casco raspaba un pilote—. Me preocupo por el
Yunque.
Y me preocupo por la Dragonlance. Dhamon me dijo que podía quedarme con ella por un tiempo, y yo tuve la ocurrencia de dejársela al elfo. Más vale que Gilthanas me la devuelva sin un solo rasguño.
* * *
Mientras Ampolla y Rig estaban en la ciudad, Dhamon centró su atención en Sageth. El viejo, que estaba sentado en el cabrestante, consultó su tablilla y rió.
—Ya lo he decidido —dijo cuando se dignó reconocer la presencia de Dhamon.
—¿Qué has decidido?
Dhamon se arrodilló a su lado y trató de descifrar los garabatos de la tablilla.
El viejo se rascó la calva y por un momento pareció abstraído en sus pensamientos. Luego tamborileó con el dedo en el centro de la tablilla.
—Mira, está muy claro —dijo—. La magia antigua. El mejor momento para destruir los objetos será la noche..., una noche en que la luna llena esté baja, cerca del horizonte. Y debemos hacerlo en un lugar desierto. La tierra podría temblar y hay que evitar que la gente se haga daño. O que se derrumben edificios.
Dhamon siguió los movimientos del dedo del viejo. Sabía leer, pero era incapaz de descifrar los signos de la tablilla.
—¿Por qué por la noche? ¿Qué importancia tiene la hora del día?
—Puede que ninguna —respondió el viejo—. Pero también es posible que la tenga. ¿Entiendes? Quizá lo importante no sea la hora, sino la luna. Los dioses la dejaron para reemplazar a las tres que había antes: Lunitari, Nuitari y Solinari. De modo que esta luna solitaria contiene parte de la magia divina, porque todavía queda magia divina en Krynn. Sin embargo, hasta tanto se destruyan los objetos arcanos para liberar su magia... Bueno, hasta es probable que entonces regresen las tres lunas. ¡Ah, devolver la magia a Ansalon! —Sageth frunció los labios y miró a Dhamon a los ojos—. Sé que no entiendes nada de toda esta cháchara sobrenatural, como casi todos los guerreros. Pero tu amiga elfa sí que entiende. Conoce la magia y sabe que es importante.
—Yo también sé que es importante —replicó Dhamon, ofendido—. Si hubiera más magia disponible, los hechiceros tendrían más posibilidades de vencer a los señores supremos.
Se rascó la pierna y se estremeció involuntariamente al sentir la dura escama del dragón debajo del pantalón.
—Así que todo depende de tus amigos —prosiguió Sageth—. Espero que tengan suerte y consigan apoderarse de los objetos mágicos antes que los dragones. ¿Ahora nos dirigimos a Schallsea a buscar el medallón?
—Sí; el medallón de Goldmoon.
—Bien; pero no es suficiente. Necesitamos cuatro objetos mágicos. Sí; con cuatro bastará. ¿Ves mis notas? Es probable que alcance con tres, pero sólo probable. Con cuatro estaremos seguros. Y tenemos que estar seguros porque tal vez no haya tiempo para intentarlo otra vez.
—Mis amigos los conseguirán —afirmó Dhamon—. O morirán en el intento.
El general Urek
Los ojos dorados parpadearon y avanzaron muy despacio hacia la tenue luz que se filtraba por la puerta y que reveló la presencia del ocupante de la torre. Ante Palin había uno de los pocos auraks existentes, los draconianos más poderosos. La criatura era dorada, aunque en la penumbra parecía ocre. Abrió y cerró las manos en forma de garras y las zarpas de sus pies rasparon el suelo con un agudo chirrido. Escamas diminutas cubrían cada centímetro de su cuerpo, incluyendo la corta y gruesa cola que se agitaba con suavidad. El aurak mediría unos dos metros y medio de estatura y era extraordinariamente grande y fuerte para ser un draconiano. Tenía músculos abultados y un pecho fornido.
El aurak extendió el brazo cubierto de escamas y flexionó la garra, como si llamara al hechicero.
—Yo no pienso entrar ahí —dijo Jaspe asomando la cabeza por detrás de la pierna de Palin.
Luego el enano miró a la kalanesti por encima del hombro, pensando en la mejor ruta de escape.
—Los draconianos son criaturas del Mal —murmuró Feril—. Creo que deberíamos...
—Entrar, naturalmente, ya que nos invitan. —El hechicero entró, dejando la puerta abierta para que el enano y Feril lo siguieran—. Lo que buscamos está aquí dentro, y tenemos que encontrarlo o Usha morirá.
El enano elevó una silenciosa plegaria a Reorx, el dios preferido de los enanos que también había abandonado Krynn mucho tiempo antes, y siguió a Palin. Feril fue la última en cruzar el umbral.
Dentro, un nuevo olor prevaleció sobre la embriagadora fragancia de las plantas y la tierra. El aire estaba impregnado de un hedor a muerte y del metálico aroma de la sangre, más intensos incluso que los olores a madera podrida y al moho y la humedad de la piedra. Al enano se le erizaron los pelos de la nuca mientras sus cortos y regordetes dedos volaban al mango del martillo enganchado a su cinturón. Feril dejó reposar la mano sobre su bolsa e hizo un recuento mental de los objetos que llevaba dentro: arcilla, puntas de flechas, piedras y otros objetos en los que podía concentrar su magia para combatir a la escamosa criatura.
La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas y de inmediato se encendieron las antorchas que, aunque húmedas y chisporroteantes, arrojaban suficiente luz para que el trío inspeccionara su entorno. Se encontraban en una estancia grande, que ocupaba toda la planta baja de la torre. En el pasado la habitación había estado dividida por paredes de madera, pero éstas se habían podrido hacía tiempo y los restos descansaban en montículos cubiertos de moho. Junto a la pared, una sinuosa escalera de piedra se perdía en la oscuridad de la primera planta. Había grandes manchas de hollín en el suelo de piedra y a lo largo de las paredes, como si se hubieran producido varias explosiones mágicas o, acaso, como si en esos puntos hubieran estallado algunos draconianos.
De repente, más de una docena de draconianos se separó de las paredes y rodeó a los tres amigos. Eran kapaks, misteriosas criaturas comúnmente empleadas como asesinos. Sus abultados y ondulados músculos de color cobre brillaban a la luz de las antorchas como monedas bruñidas. Batían suavemente las alas sin apartar sus verdes ojos de Palin.
El hechicero dio un paso hacia el aurak y abrió la boca para hablar, pero el draconiano, que resplandecía bajo la luz de las antorchas, alzó una garra para silenciarlo.
—Vosssotros no sssois aliados del Dragón Verde, de lo contrario los elfos os habrían asssesinado. —El aurak tenía una voz grave y resonante y hablaba como una serpiente gigante—. Pero tampoco sssois amigos de los elfos, porque sssi lo fuerais no os habrían capturado ni habrían detenido a un miembro de vuestro grupo.
—¡No son amigos nuestros! —gritó uno de los kapaks, y su ronca voz retumbó con un eco espectral en las paredes húmedas. El kapak apretaba y relajaba los puños—. Los humanos y los elfos no son amigos. Deberíamos devorarlos.
A Jaspe le molestó que no lo mencionaran, pero decidió guardar silencio. Echó un vistazo a la espaciosa habitación. «Tres contra trece», pensó. Pero, con la ayuda de la magia de Palin y Feril, no sería una pelea demasiado despareja. Matar a esas horripilantes criaturas era la única manera de apoderarse del Puño de E'li y una forma de beneficiar a Ansalon. Trece draconianos menos sería un buen comienzo.
Estas ideas sanguinarias le produjeron una punzada de culpa. Goldmoon le había enseñado a amar la paz. Relajó ligeramente la mano que sujetaba el martillo, pero entonces oyó pasos procedentes de arriba. El enano se volvió hacia la kalanesti, que al parecer también los había oído porque sus ojos estaban fijos en la escalera. Jaspe miró hacia arriba y tragó saliva.
Unas piernas escamosas descendían desde la oscuridad y su color cobre indicaba que pertenecían a otros kapaks. Media docena más. El enano se mordió el labio inferior. Detrás de los kapaks había un trío de inmensos Baaz, draconianos creados de huevos de los Dragones de Bronce. Tenían el hocico más corto y su piel tersa se asemejaba más al cuero que a las escamas. Sin embargo, la luz de las antorchas se reflejó sobre cúmulos de escamas desperdigados aquí y allí, en la punta de la cola y sobre los anchos hombros. Sus patas eran gruesas y fuertes, con músculos que sobresalían como sogas.
—Esto se está poniendo feo —murmuró el enano. Oyó otros pasos arriba, una indicación clara de que allí había otros draconianos—. Estupenda idea la de venir a visitar la torre
abandonada —
añadió—. ¡Abandonada! Por la barba de mi tío Flint. ¿Porqué...?
—¡Sssilencio! —ordenó el aurak.
Se volvió hacia la escalera y miró a un draconiano que bajaba en ese momento. Era más lento que los demás y andaba con paso tambaleante, apoyándose en la pared con su mano en forma de garra. Sus escamas doradas brillaban como si las hubiera pulido individualmente. Su peto de plata, también resplandeciente, estaba atado con correas de cuero. Una falda de color rojo oscuro colgaba por debajo de la armadura y una capa vieja y deshilachada le cubría los hombros. Del cinturón del aurak colgaba un hacha de aspecto temible.
Cuando la criatura llegó al pie de la escalera, todos los draconianos le hicieron una reverencia. Era más pequeño que los demás, la correosa carne de sus carrillos colgaba y sus músculos estaban fláccidos. Pero lo rodeaba un halo de poder y era evidente que merecía el respeto de todos los draconianos presentes en la habitación.
—General Urek —anunció un kapak situado al pie de la escalera. Luego señaló a los tres amigos con su mano de color cobre—. Nuestros prisioneros.
—¡Prisioneros! —farfulló Jaspe.
Los draconianos más cercanos al enano levantaron las garras y dieron un paso al frente. Jaspe soltó el mango del martillo y dejó las manos quietas a los lados. Los kapaks se detuvieron. Feril metió una mano en su bolsa, sacó rápidamente una punta de flecha y la escondió en el puño. Miró al general. En caso necesario, dirigiría su magia hacia él. No permitiría que esas horribles criaturas la tomaran prisionera, aunque desafiarlas le costara la vida.
—¿Prisioneros? —preguntó el general Urek en voz baja pero expresiva—. Yo no consideraría prisionero a Palin Majere.
El hechicero se sorprendió de que el aurak lo conociera. Lo saludó con un movimiento de cabeza, demostrando una semblanza de respeto. Feril se relajó un poco, pero Jaspe se puso más nervioso al ver que otro grupo de draconianos entraba en la habitación.
—Y tal vez tampoco retenga a sus amigos —prosiguió el viejo draconiano—, si él me da su palabra de honor de que mantendrá en secreto nuestra presencia aquí.
—¿Acassso confías en la palabra de un humano? —preguntó el otro aurak. Se acercó al general, que quedó empequeñecido junto a su imponente estatura—. ¿Confías en un hechicero?
—Puedo confiar en este humano —respondió el general Urek—. Además, ya habido suficientes muertes por hoy.
El general hizo un ademán con su delgado brazo, y varios kapaks se separaron de la pared del fondo. Entre las sombras, en una sección de la habitación donde apenas llegaba la luz de las antorchas, había una montaña de cuerpos. Más de dos docenas de cadáveres relativamente recientes. La sangre se había coagulado sobre el suelo de piedra y estaba negra como la pez. Sus armas se encontraban apiladas junto a ellos.
—Caballeros de Takhisis —dijo Palin. Si los draconianos habían matado a tantos, no tendrían dificultad alguna para vencerlos a él, a Feril y a Jaspe. El hechicero sabía que tenía poder suficiente para derribar la torre y aplastar a la mayoría de los draconianos, pero si lo hacía no conseguiría apoderarse del cetro y Usha moriría. Además, era muy probable que ellos tampoco pudieran escapar con vida.
—Los caballeros nos atacaron hace algunas horas —explicó el general—. No pudimos llegar a un acuerdo con ellos. Eran agentes de la gobernadora general Mirielle Abrena.
Jaspe se atrevió a hacer una pregunta:
—¿Cómo lo sabes?
—Algunos hablaron antes de morir —respondió el viejo aurak—. No podíamos dejarlos regresar junto a su perversa ama, la mujer que ha esclavizado a algunos hermanos nuestros en Neraka.
—Está a las órdenes de la Roja, la señora suprema Malystryx —añadió el aurak corpulento.
—De modo que estáis escondidos aquí —adivinó Feril—. Y no queréis que los dragones os descubran.
El general Urek asintió.
—Somos una especie en extinción —dijo con voz más baja—. Hay pocas hembras de nuestra especie, y aquí ninguna. Son más raras que los auraks. Algunos mueren cuando los dragones crean dracs, pero la mayoría lo ven como una oportunidad para reproducirse. Tenemos pocas opciones para procrear y muchos draconianos agradecen ese proceso mágico, pero yo no lo veo así.
—¿Has dicho «dragones»? —preguntó Palin—. Te refieres a otros dragones, además de Khellendros.
—La Roja también sabe cómo crear dracs y está enseñando a hacerlo a sus aliados. Aunque la Verde no está entre sus subordinados, sospechamos que también ha aprendido el secreto.
El hechicero dejó escapar un profundo suspiro. Era probable que en esos mismos momentos estuvieran haciendo ejércitos enteros de dracs. Quizás el Hechicero Oscuro tuviera razón y la Roja fuera mucho más peligrosa que Khellendros.