En medio del silencio se levantó Tecuichpo. Fue, hacia Cortés, inclinó la cabeza ante él y dijo:
—No hagas caso de nosotros, Malinche. Somos pocos y podemos soportar el hambre. Ve con tu caritativa gente a la ciudad y ayuda allí a los que todavía viven. Ve y promételes no, matar a los que aún conservan la vida.
Cortés se inclinó. De nuevo se despertaba, el ardor de su virilidad al contemplar la mirada de nácar de aquella, mujer y aquellos ojos que brillaban como piedras preciosas. Inclinó su cabeza.
—Esa súplica es para mí una orden. Tan pronto como hayáis acabado vuestra comida, iremos a la ciudad. Guatemoc ha instaurado la paz entre tu gente. Que no opongan ya más resistencia, dificultando mi benevolencia, y yo tomaré su suerte en mis manos, en nombre de Jesús… Que me acompañen algunos jefes que sean conocidos de tu gente.
Miró alrededor. En el grupo de los jefes veía rostros pálidos como de muerto. Más allá veíase a Flor Negra, que parecía quererse aproximar a
Aguila-que-se-abate.
Ahora aún los separaban unos veinte o veinticinco pasos. Guatemoc se estremeció cuando vio aquella odiada figura. De pronto se enderezó y la vara con punta dorada que llevaba tembló en su mano.
—Malinche. Si quieres que los muertos se levanten y te salpiquen con su sangre; si quieres que los árboles caigan sobre ti y los bosques apaguen tu voz…, lleva a ése contigo. Ponle sobre uno de tus ciervos sin cuernos, ponle en la cabeza el tubo que arroja fumo, vístele con vestidura de metal que le proteja de flechas y de pedradas. Llévale contigo y verás como todo eso no le será de utilidad, pues la maldición lo traspasa todo… Los muertos le agarrarán y le señalarán como el traidor, cuyo nombre ya no puede ser repetido jamás por nadie sin asco ni horror, mientras en Anahuac subsista y se produzca nuestra simiente. Flor Negra se estremeció. Su mano se crispó sobre la cruz que colgaba de su pecho, como si fuera un fetiche; sus dientes rechinaron…; pero Guatemoc seguía hablando:
—Tú, cuyo nombre nadie puede poner en sus labios, te has convertido de nuevo en jaguar y muerdes en la garganta de tus hermanos. Te has convertido en un chacal que desentierra a los muertos. Te has convertido en un coyote que aúlla allá donde Tlaloc ha hecho su trabajo… Al Señor del Ayuno se le deslizó un demonio, en su virilidad cuando te engendró en el seno de tu madre. En nombre de mi casa y de mi genealogía, os ordeno a todos, como señor único de este país, os ordeno a todos los que escucháis mis palabras, al viento que las lleva, a los árboles, a los senderos. Sea infecto el aliento y maldita la palabra de aquel que no puede ser nombrado y malditos e infectados sean todos aquellos que le toquen o le ayuden. Así he hablado yo, que soy vuestro señor… Cortés estaba escuchando las palabras cuyo sentido iba adivinando en el brillo de las miradas. Vio como palidecía el renegado, cómo el sudor le perlaba la frente, cómo su cuerpo se contraía dispuesto para el asalto, cómo su mano se tendía hacia el puño de su espada. Sin embargo, fue detenido por los pajes que suavemente le contuvieron. Orteguilla dijo:
—No querrás atacar seguramente a un prisionero que ya no tiene armas y que sólo puede luchar con las palabras. Teuhtitle se aproximó. Su hermosa y aguda cara era como un recuerdo, hermoseado por la distancia, un recuerdo de los arroyos dorados que brotaban en los arenales de Vera Cruz. Un recuerdo de las primeras palabras que Cortés había cambiado en el interior de su tienda con el embajador indio y con la ayuda de dos intérpretes: Aguilar y Marina… Ahora Teuhtitle estaba ante él con el cabello revuelto y semblante preocupado, como si quisiera preguntar: "¿Sabes todavía cómo me abrazaste? ¿Sabes que eras un principiante tímido a la cabeza de tus asustados soldados, cuando yo llegué ante ti por primera vez en nombre del Terrible Señor? ¿Recuerdas cómo tu mano se crispaba hacia el oro y cómo tu mirada se ponía rígida de asombro cuando viste que de la punta del pincel surgía tu imagen y la de tus guerreros…? Malinche; llévame contigo. Soy ya viejo y conozco Tenochtitlán. Y la gente me conoce también a mí. Si levanto mis brazos, no volará ya ni una piedra más, y si yo voy por la ciudad sabrán las mujeres moribundas que yo no arrastro a sus hijos hacia la piedra de los sacrificios… Voy contigo, Malinche.”
Sobre las anchas tablas fueron extendidos amplios manteles blancos. Marina daba órdenes en voz baja cómo debía prepararse la mesa. Fue adornada de flores. Se trataba de un festín, mitad español, mitad indio, con tortas de harina de maíz y pan de trigo español que había traído un buque a Vera Cruz. Había gallipavos indios y piernas de carnero traídas de las islas; vino en jarros y en una jarra alta de metal en la que un maestro toledano había repujado la lucha de San Jorge con el dragón. Cortés se puso los guantes; después tomó a Tecuichpo de la mano y la condujo a la mesa. Marina se puso un velo blanco sobre la cabeza, pues solamente así podía sentarse a la misma mesa del monarca Guatemoc. El séquito ocupó sus asientos. La solitaria figura de Flor Negra había desaparecido detrás de las tiendas y barracones del campamento. El padre Olmedo bendijo la comida. Empleó en hacerlo más tiempo del usual y en su voz se notaba un ligero temblor. De su boca salían algunas palabras indias, frases suaves y compasivas de un sacerdote militar en el lenguaje
nahuatl
medio aprendido ya, que comprendían todos los habitantes del valle y del que algunas palabras habían logrado ya familiarizarse con los oídos de los soldados españoles. Rezó su
benedicite
al ir a romper el primer pedazo de pan que se había elaborado con la harina de un trigo cosechado en España. Y, al romperlo, había de pensar en Aquel que había dicho: "A quien te arroje una piedra, le arrojarás tú un pedazo de pan."
Tecuichpo
olió el pan, como si en aquel olor notase el aroma tibio de un cuerpo vivo. Después mordió como con temor y con ansia al mismo tiempo; pero en el mismo momento perdió el dominio de sí misma y comenzó a llorar amargamente. Los jefes aztecas devoraron los alimentos con cierta cautela. Todos miraban a los señores, que, a ojos vistas, sólo tocaban los alimentos por compromiso. Los capitanes españoles eran crueles y estaban sedientos de sangre; pero ahora, ante ese grupo de indios amarillos pintarrajeados y envueltos en lujosas vestiduras, se despertaba en su pecho la compasión y espontáneamente les ofrecían los mejores bocados, hablándoles en un indio chapurreado. Todos se veían rodeados de una nube de enemigos y ¿quién sabía lo que el porvenir les reservaba…? "Esos pueden llegar a ser todavía ovejillas del Señor", decía el padre Olmedo, y los otros hacían signos afirmativos con la cabeza. El padre decía la verdad: ésos podían aún llegar a serlo. Así lo pensaban para sí mismos mientras miraban el jaspeado en el pecho de los indios.
Se levantaron. La orden fue:
Aguila-que-se-abate y los
hombres de su séquito debían retirarse a Cojohuacan, donde debía restablecerse el nuevo cuartel general. Guatemoc debía ordenar que la ciudad fuese limpiada y puesta en orden por cinco mil hombres. Cortés, los capitanes y algunos dignatarios indios, los intérpretes, y también Tecuichpo, debían ir a la ciudad.
Tuvieron que pasar por encima de obstáculos. Los caballos se asustaban por el hedor que los embistió al pasar las empalizadas. Se veían cadáveres o cuerpos muertos solamente en apariencia, con sus ojos vidriosos y horrorizados y sus manos sarmentosas extendidas al aire. Casas con las vacías órbitas de las ventanas; sobre las azoteas, cadáveres ya descompuestos. Una criatura, flaca como un esqueleto, gemía. Una mujer; que se había vuelto loca, miraba con ojos desorbitados el paso de la comitiva. Entre el fango veíanse carroñas, perros retorcidos por el dolor. Cortés se ató sobre la nariz un pañuelo embebido en vinagre. Los otros siguieron su ejemplo. Silenciosos, oprimidos, se encorvaban bajo el peso de su terrible responsabilidad. Los que con él estaban, así como los veteranos dé Alderete, habían visto todavía a Tenochtitlán cuando era todo sonrisa y belleza, con sus treinta mil casas y sus cien mil habitantes; conocían sus palacios, calles y plazas, sus parques riquísimos, los enormes colosos de sus templos, el hormigueo de sus botes en la red intrincada de los canales. Así había sido la ciudad de Méjico, decía el uno, al otro; pero la voz se les cortó, tan pestilente era el hedor que llenaba las calles y que se extendía sobre los fosos penetrando, hasta por los canales. En las partes de la ciudad que hablan sido respetadas por las piquetas de los españoles, quedaban, es cierto, las piedras, pero a su alrededor había desaparecido toda vida. Los que todavía se podían mover fueron lavados con vinagre por algunos samaritanos voluntarios del padre Olmedo; después fueron colocados sobre mantas que de Tezcuco habían traído algunas almas caritativas. Así pasó Cortés con su séquito por la ciudad de los muertos. ¿Cuántos deberían ser? Cortés calculó su número en unos cuarenta mil y, al contemplar aquel cuadro, le envolvió el horror. Junto a él caminaba Duero, pálido como un difunto. Su figura flaca y maquiavélica se recortaba sobre aquel panorama aterrado. En sus labios no había ahora su habitual sonrisa.
—Vuestra merced es el verdugo de esta ciudad. En nuestra religión no hay ningún precepto que ordene la destrucción de Jerusalén. Habéis convertido en un depósito de cadáveres esa ciudad que os proponíais poner a los pies de Don Carlos.
—Duras son vuestras palabras, pero por mucha que sea la ligereza con que habláis, sabéis, y Dios es testigo de ello, cuánto insistí yo en ofrecer la paz. No me quedaba otra salida. Si vos podíais hacerlo de forma más ligera y caritativa, ¿por qué no lo habéis hecho? Duero se enjugó el sudor de su frente, lo cual era en él, hombre frío y tranquilo, un signo de excitación.
—Ayudé a vuestra merced en ello. Y me pregunto a mí mismo si todo ha sucedido por mandato de Dios o de Satanás. Grijalba fue y vino. La expedición de Córdova fue y regresó. Todos trajeron oro y joyas…, pero tanta sangre… ¿Quién se hubiera atrevido a derramar tanta sangre?
Cortés volvió la cabeza. No era aquél el momento más oportuno para apelar al juicio de Dios; Tecuichpo caminaba delante de él. Se estremecía ligeramente cada vez que pasaba cerca de un cadáver. Por primera vez los veía en su desnudez y pobreza, en su corporal realidad. Ahora la hija de los dioses debía inclinarse sobre aquellas criaturas negras y sucias para tocar en ellas la vida. Por primera vez veía Tecuichpo a los seres tal como son; veía por primera vez a las madres que no se postraban ante ella, madres que no tenían ya lágrimas que llorar, ni leche en los pechos. Siguió caminando; tropezó. Un noble caballero del séquito de Cortés, recientemente llegado, don Tomás Cano, la sostuvo con sus brazos. Tecuichpo le miró mientras recobraba el equilibrio; dijo algo en voz baja y por sus labios pasó una sombra de sonrisa. La comitiva siguió. Todo estaba destruido, revuelto. Los tlascaltecas se habían ya introducido en la ciudad en busca de tesoros. Tecuichpo levantó una vasija rota: Era un braserillo de Cholula en el que se había quemado copal… Tenochtitlán era un montón de escombros. La comitiva iba pasando por las calles de la necrópolis. Los tlascaltecas gruñían como fieras solitarias tan pronto como veían algo que aún se agitaba. Los soldados españoles, con sus lanzas, los arrojaban de allí. A los supervivientes les echaban algún alimento, pero desde lejos, porque la pestilencia los rodeaba. De algunas casas llegaba un estertor anunciador de que a la mañana siguiente no quedaría nadie con vida.
Olmedo ya no pudo más. Se arrodilló en medio de la calle. Todos se pararon. El padre se arrodilló y el fango manchó sus hábitos. Cuando un rato después subió a la azotea de una casa medio derruida y comenzó a rezar, su alma se había derrumbado. Invocó al Dios de la bondad y de la misericordia y pidió la absolución y que todos los que allí estaban pudieran borrar un día de su mente aquella horrible visión.
—Debemos regresar a Cojohuacan. No podríamos quedar aquí ni un solo día. Lo que hemos conquistado por las armas, nos lo arrebata el hedor y la peste.
Volvieron. Los más compasivos amañaron unas parihuelas para trasladar algunos enfermos. Los llevaron a un rincón más tranquilo, junto a la orilla del lago, donde encontraron cobijo bajo el techo de un barracón abandonado por los españoles. Aquellos que aún podían arrastrarse, los seguían con un pedazo de torta de maíz en sus temblorosas manos. Salieron de la ciudad. De sus labios no salía ni una sola palabra; no animaba aquel momento ninguna alegría; a pesar de que todo se había consumado, como dice la Escritura: "Todos los trabajos habían llegado a su fin… Alegraos con los que se alegran… No os volváis, pues, por el borde destruido y cegado de los canales, se arrastra hecho carne el horror." Al día siguiente debían venir los enterradores. Con las catas tapadas debían ejecutar su trabajo y destruir por el fuego los cuerpos de aquellos que ya no podían servir más para la gloria del imperio de los españoles.
Regresaron a Cojohuacan silenciosos y tristes. Las tropas fueron retiradas; nadie podía en manera alguna penetrar en la ciudad de Méjico. Los habitantes debían abandonar la ciudad. Adrede quedaron sin vigilancia los diques que quedaban. A los aliados se les prepararon los cuarteles lejos de la ciudad. Los españoles, con excitación febril, comenzaron a preparar el festín de la victoria. Fue traído todo lo que pudieron procurarse: grandes vasijas de pulque; vino español refrescado en cántaros de piedra; cerveza de miel y vino de palma, mientras en los asadores se tostaban los cerdos, los pavos y los gansos. Todos iban y venían atareados y con la alegría precursora de la fiesta. Entre los soldados, había mujeres indias que habían venido desde Tezcuco atraídas por el encanto de la fiesta y de los bailes. Eran muchachas a las que la alegría les llegó hasta los huesos después de aquellos tres terribles meses. Ahora, para los soldados, se habían acabado de pronto aquellos noventa días de servicio continuo, heridas sobre heridas, hambre y sed. Quedaban solamente algunos puestos de vigilancia; solamente, junto a los cañones, seguían sus sirvientes con la mecha encendida. Otros estaban enfermos por la fiebre. Cortés llegó con su séquito.
—Todo eso lo ha ordenado Alvarado.
Eso dijo, confuso y tímido, el soldado que había abierto el almacén de víveres. Cortés se pasó las manos por sus ojos cansados y enrojecidos. Hacía muchos días que apenas había dormido; la excitación, la lucha y la fiebre le consumían. Sus heridas se habían abierto y cada uno de sus miembros clamaba por una noche completa de descanso tranquilo de sueño profundo. Ahora se encontraba con que debía celebrar un banquete con sus brindis, sus bromas, alegrías y otra vez de gala. Debía arreglarse la cabeza, hacerse recortar la barba y contemplar las danzas de sus veteranos.