El dios de la lluvia llora sobre Méjico (87 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—¿Y aquel otro rey a quien vuestra merced, según rumores, mandó ahorcar en medio de la selva…?

—Como de mi acción respondo ante mi conciencia y ante Dios, deseo también dar cuenta de esto a vuestra majestad. Éramos muy pocos españoles en Nueva España. Aquel pueblo no ha olvidado todavía sus antiguas costumbres; a veces es regido aún por sus antiguos monarcas, cuyas palabras se extienden, como sucede también con las de sus antiguos sacerdotes, y entonces se oyen tocar loa trompetas y redoblar los tambores en el momento en que nosotros, en pequeños grupos
,
estamos dispersos por las haciendas o aldeas y, por lo tanto impotentes para defendernos. En la ciudad de Méjico hay acuartelados, como máximo, trescientos soldados. Guatemoc, que en nuestro lenguaje traducirías por
Aguila-que-se-abate,
era un hombre de cuerpo entero, semejante a aquel rey Constantino que defendió Bizancio. Ése hombre no quiso reconciliarse conmigo ni consintió en prometer fidelidad a vuestra majestad. En sus ojos brillaba fuertemente el odio, y al presenciar el santo sacrificio de la misa, se retiró rechazándolo. Reconozco mis pecados; algunos meses después de haberle tomado prisionero cedí a las insistencias de mi gente y le sometí a tortura para saber por él dónde había ocultado el tesoro heredado de Moctezuma, así como el oro que nosotros habíamos arrojado al lago y que él había hecho sacar de las aguas. Puede creer bien vuestra majestad que no era eso conforme a mi voluntad y seguidamente mandé interrumpir la tortura, tan pronto como encontré un pretexto para hacerlo así, y para salvarle tuve que acallar a mis soldados con oro de mi propiedad particular. Estaba pesaroso por la suerte del monarca indio y procuré no apartarle de mí lado. Iba y venía libremente en su palacio y por sus jardines; su esposa vivía con él; era la hija del gran Moctezuma; al recibir el bautismo se le impuso el nombre de doña Isabel.
Aguila-que-se-abate
no dejó ni un momento de conspirar y conjurar día y noche; tenía yo que cuidar de deshacer sus maquinaciones. Y yo ahora pregunto a vuestra majestad si era posible que yo dejara a tal hombre en la ciudad de Méjico cuando tuve que partir hacia las tierras del sur, que no habían sido visitadas jamás por cristianos. Éramos apenas trescientos hombres. Los indios que estaban con nosotros serían tres veces más. Todos respetaban a Guatemoc, como yo le respetaba también. Una sola palabra de este hombre era suficiente para que fueran todos alegres a la muerte, pues para los indios el camino de la muerte no es penoso. Yo le vi cómo invocaba a sus falsos dioses y le pedía ayuda a Tlaloc,, que fue, según dicen, antepasado suyo y que se presentaba, ora bajo forma de tortuga entre las piedras, ora como un pájaro quetzal, ora como un jaguar… Invocó a sus dioses y por la noche fueron sacrificados niños en el campamento indio; eso no lo pude impedir porque no tenía fuerza para ello…

—¿Quiénes son los indios que vuestra merced ha traído ante nuestro trono?

—Vuestra majestad ha leído la carta, en la que me refería a la fiel Tlascala. Sin sus habitantes, sin su fidelidad a vuestra majestad nadie habría hoy en Anahuac.

—¿Qué entendéis por Anahuac? Extraña palabra…

—Ellos, los indios, llaman así a todo el mundo por ellos conocido que se extiende entre ambos océanos… así como nosotros hablamos de Africa desde el tiempo de los romanos. —Continuad…

—Cuando llegué a Tlascala con mis menguadas huestes, establecí una alianza con los tlascaltecas. Sus consejeros, sus cuatro príncipes, lo aprobaron y el tratado fue legalizado por el sello del notario real. Ahora yo suplico a mi señor y emperador: Dígnese vuestra majestad considerar a esos jóvenes señores de Tlascala y Tezcuco como hijos nobles de los príncipes de allí y que han sido ya instruidos en nuestra fe.

—Acerca de su rango tendrá que tomar acuerdos la Cancillería junto con la comisión especial del Consejo de Indias. Desde luego los considero yo como mis huéspedes y ordeno a los dignatarios del reino que les den el trato que corresponde a fieles vasallos de mis provincias de Occidente. Os seguimos escuchando, don Hernando.

—Majestad: Para expresar mi idea por medio de un proverbio indio, os diré que
las palabras forman una selva a través de la que es difícil abrirse un sendero, pero fácil extraviarse.
Temo abusar de la benevolencia de vuestra majestad y no sé bien cuánto tiempo me ha de ser dado hablar ante vuestra majestad, acerca de la maravillosa vida en esas provincias… Por ese motivo, he tomado nota de todo lo que he realizado en los últimos años, añadí a ello mi experiencia y suplico permiso para poner ese mi escrito a los pies de vuestra majestad.

—Leedlo, don Hernando. Os escucharemos con atención y gusto. El paje entregó a Cortés una cartera de piel de la que sacó un grueso volumen, encuadernado en blanca piel de cerdo. Sus folios estaban totalmente escritos. Tenía 250 páginas.

Se levantó la voz de Cortés. Conocía bien el valor de las palabras y aquel su escrito era el resultado de vacilaciones, de amarguras, de oraciones tachadas y vueltas a escribir, de giros una y otra vez enmendados… A menudo gente insignificante se había encaprichado por un pedacito de inmortalidad y había llamado a la puerta de la estancia donde eso se escribiera: "Yo… también estuve en Honduras…"

Tenía soltura de palabra y, sin embargo, fue un momento de emoción aquel cuando se levantó de su asiento, avanzó un paso y se colocó de manera que la luz que entraba por los cristales de colores de la ventana cayera bien sobre las hojas. Sostenía el texto lejos de los ojos como si su vista se hubiera debilitado. Después comenzó con aquel tono de voz a que se había acostumbrado a leer en Salamanca:

—Quisiera dar completo informe a vuestra majestad acerca de los acontecimientos más destacados de nuestro viaje; observo, sin embargo, que los sucesos son tan importantes que precisaría destinar un solo volumen a cada uno de ellos… Partimos entre lluvia y tempestad y, con aquel terrible tiempo, no hubiéramos podido avanzar ni un paso, si no hubiésemos dispuesto de los botes indios… Subimos después, en medio de terrible sequía y sed, altísimos acantilados, que antes de nosotros no habían sido jamás escalados por ningún hombre impunemente, ni mucho menos por un ejército… Llegamos por fin a una selva virgen, en la que durante semanas enteras no pudimos ver el sol por lo tupido del follaje y, tan intrincado era el bosque, que aun las voces con las que nos llamábamos los unos a los otros no alcanzaban a más de un tiro de piedra… Los padecimientos de cada uno de nosotros son testimonio de cuán fielmente servimos a nuestro rey. Mi conciencia está limpia y yo sé que todas las personas honradas saben como yo que siempre fui en todos los tiempos y lo sigo siendo un fiel criado de mi rey… Esta es la única herencia que yo dejaré a mis hijos, como privilegio inalienable… En el salón reinaba un silencio absoluto. El emperador Carlos miró, como buscando un rostro conocido…, aquellos rostros que estaban a su alrededor cuando por primera vez llegó hasta él la voz de Cortés por boca de Montejo y Puertocarrero…, aquello que pareció un cuento fabuloso de un mundo de ensueños, y en el que se destacaba la figura solitaria, vestida de armadura, de un hombre que allá en el ardor de los trópicos luchaba con firmeza y perseverancia abriéndose camino… Y ahora este hombre estaba junto a él, al alcance de su mano, pálido como un asceta y al mismo tiempo rojo por la exaltación, humilde y consciente de sí mismo, un pobre hidalgo y asimismo monarca de países ilimitados; que había declinado ceñirse una corona de rey o hasta de emperador, como podía ya ver bien Carlos oyendo al mismo Cortés que de eso hablaba…

Había firmado paces en nombre del emperador y en nombre del emperador había hecho guerras. Todo lo había hecho en nombre de Don Carlos; por él había derramado la sangre y había luchado por el oro. Todas sus hazañas habían sido realizadas para mayor grandeza y utilidad de Don Carlos de Austria. De nuevo Carlos sintió que la frente le ardía, como si envolviera su cabeza el resplandor áureo de aquel cuento. El, que había tenido prisionero al rey de Francia; él, que tras la victoria de Pavía se había arrodillado en el reclinatorio; él, que había presenciado el derrumbamiento de Hungría en Mohacs y el saqueo de Roma; él, a quien Carlos de Borbón le había ofrecido su España sobre las rodillas…, sintió en su mente la quemadura de todas esas cosas, mientras contemplaba al caballero que ante él estaba, como en las narraciones de los cortesanos había estado Cristóbal Colón, almirante de los Océanos, ante el trono de su abuela Isabel… Alzó Carlos su enguantada mano e hizo seña a Cortés de que parara. Los empleados de la Cancillería entraron con tinteros y plumas de ganso, dispuestos a cumplir lo que ordenara su majestad, como estaba dispuesto por las Leyes de Castilla y de Aragón. Carlos tomó de ellos un rollo de pergamino y leyó:

—Nos, Carlos, por la gracia de Dios, quinto emperador del Sacro Reino Romano de ese nombre… Nos, en virtud de la Bula de la Santa Sede, rey legítimo y señor de los países y reinos de allende el Océano, aprobamos todos los servicios que tú, Hernán Cortés, has prestado con el fin de aumentar las posesiones de la Corona de Castilla, así como para la propagación de nuestra Santa Religión Católica. Sabemos y reconocemos los sufrimientos con los que has ejecutado tus grandes y trabajosas conquistas, en las que te has mostrado en todo momento vasallo fiel y honrado de nuestra corona… Siendo así que uno de los deberes impuestos por Dios a los príncipes es honrar y apreciara sus honrados servidores para de esta manera hacer conocer a la posteridad sus glorias y sus hazañas, para que con su luminoso ejemplo se acicate en las generaciones futuras el deseo de tales heroicas acciones, te elevamos, citado Hernán Cortés, a capitán general de nuestras provincias de Nueva España y te nombramos marqués de las posesiones de Castilla en la región del río Oaxaca… —Alzóse aquí la voz del emperador y leyó la última frase del documento dirigiéndose a los que, envidiosos, escuchaban—, junto con el reconocimiento de pertenecer tu estirpe a la antigua nobleza castellana, encomendándote entrar en posesión de todos los beneficios prescritos por nuestros usos para el estado de marqués y de conde… " Sigue leyendo.

Calló el monarca. En la mano del canciller crujió la hoja del pergamino. Siguieron nombre de ciudades y pueblos, palabras extrañas en indio castellanizado que se enredaban en la lengua del secretario. Los indios que escuchaban parpadeaban cada vez que oían pronunciar una de esas palabras. Cortés seguía inmóvil. Su rodilla estaba un poco doblada; por su mente pasaban pensamientos extraños… Pensó en Marina, en el pequeño Martín, en los otros… En Tecuichpo, en su padre, en Ordaz, el hombre que por primera vez había divisado el valle de Méjico…

En los labios de Carlos jugaba una sonrisa suave y amable. La voz del que leía cesó. Todos esperaban que el César hablase. La corte estaba callada. Y entonces se oyó una voz suave y melodiosa, más extranjera que nunca. Don Carlos recitaba un verso:

Esta nave nació sin par;

yo en serviros, sin segundo;

vos, sin igual en el mundo.

Sonrió y dejó al nuevo marqués de Oaxaca se inclinara a besarle la mano. El mayordomo dio tres golpes en el suelo con la alabarda al tiempo que Don Carlos se levantaba de su asiento. Los presentes se inclinaron respondiendo a su señal de despedida y Don Carlos salió de la estancia con ese paso un poco precavido del miope.

Salamanca estaba cubierta de un manto de nieve. Desde la plaza Mayor el viento traía granizo pequeño. Sobre las piedras toscas se extendía una delicada alfombra. Los habitantes de la ciudad, poco acostumbrados al frío, se golpeaban el pecho con los brazos para entrar en calor y resoplaban encogidos en sus abrigos. Era domingo y bajo las arcadas de la plaza se agitaban los miembros de la Santa Hermandad, la milicia ciudadana, en uniforme de gala, y los bedeles de la Universidad, junto con una multitud de estudiantes con sus gorros de colores. En el camino de Mérida aparecían los sarcófagos romanos hallados en las excavaciones, colocados a ambos lados de la carretera, como para contemplar el paso del grupo que se aproximaba.

Habían salido de Madrid hacía día y medio y ahora veían ante sí, después del viaje cómodo, un panorama bañado en la pálida luz matinal en el que se destacaban las torres de la catedral, de donde venía una vibración sonora de campanas. Cortés cabalgaba delante. Tomó un puñado de nieve de sobre su cabalgadura y la llevó a la boca. Hacía tiempo que no había sentido ese sabor de la nieve blanca y limpia de esas tierras; recordaba su gusto de cuando era niño… Detrás de él iban habitantes de las islas, nacidos en Cuba, y que nunca habían visto la campiña española nevada o helada. Iban también los dos caciques jóvenes, envueltos en sus suaves mantas, temblorosos de frío, contemplando esa maravilla de los dioses blancos que sabían cubrir, por lo visto, los campos con una manta blanca y fría. Sobre sus cabellos anudados se fundían, derretidos, los copos de nieve. Al pasar por los pueblos, los niños salían corriendo de las casas, vestidos de harapos, envueltos los pies en trapos, y arrojaban bolas de nieve a los viandantes. Por las primitivas chimeneas salía humo de las casas. En las posadas les ofrecieron vino caliente y aromatizado, en jarros de tierra. Aquí y allí se veían gentes socarrando cerdo en una hoguera y rociándolo de aceite para que el fuego quemara todas las cerdas… Así se vivía en este tiempo invernal. Por el camino, recogieron dos legos de un convento que marchaban por la nieve, a quien cedieron los caballos de los guías. También recogieron a un estudiante que caminaba hacia la ciudad; así la comitiva iba creciendo. Por la mañana llegó frente a la Universidad. Los heraldos de la ciudad anunciaron la noticia, La campana de la iglesia de la Universidad comenzó a tocar alegremente, como en un
Veni Sancte.
Se abrió la puerta del Rectorado y apareció la Guardia de la Universidad con sus bandas de colores, sus brillantes alabardas, llevando los oficiales la espada desnuda. Los recién llegados desmontaron un poco pesadamente, por tener los miembros ateridos, sacudieron los copos de nieve de sus vestiduras y entraron en el zaguán. Detrás de los notarios, protonotarios y cancilleres apareció el
Rector Magnificus,
con su toga larga y adornada de armiño con las insignias de su cargo. Los caballeros, con sus capas negras, se inclinaron profundamente ante aquel humanista pálido y rasurado. Cortés buscó la mirada del conde de Olivares.. y en los ojos de ambos brilló una sonrisa. Seguidamente ascendieron las escaleras y, en las habitaciones destinadas a los huéspedes, pudieron cómodamente cambiarse de traje. Cortés rehusó que se le acompañara; conocía ya bien todo eso. Nada había cambiado; las puertas del corredor seguían enrejadas, como si fueran de una fortaleza. Arriba, en, la bóveda, había una pequeña ventana y por la que entraba entre aquellos viejos muros una pálida y fría luz invernal. Todo eso era familiar a Cortés; la imagen de la Virgen con la vela encendida delante; los cuadros de los santos, cuya serie sabían recordar los adultos hasta en sueños. En estas vastas salas no había calefacción; a lo sumo, en ocasiones, se colocaba en medio una caldera de agua caliente ante la cátedra o un brasero. Los muchachos se acercaban a ese escaso calor para calentarse las manos cuando, a causa del frío, no podían ya sostener la pluma entre los dedos.

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