Detrás de la nave de García Holguín se había formado una gran aglomeración. Las canoas, que hasta ahora hablan luchado, se alineaban todas detrás de las dos barcas reales sin lucha, sin tiros de flechas, en ese momento inseguro y ambiguo entre guerra y paz. ¿Qué iba a pasar ahora? Nadie lo preguntó. Las armas se bajaron y las miradas se dirigieron hacia la orilla donde estaban los españoles. ¿Paz? Algunos indios se escabulleron hasta el más cercano cañaveral. El buque español los dejó huir y ninguna bala ni ninguna flecha los siguió… Podían marchar… Estaban erguidos con los remos en la mano, ante su monarca,
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por quien se habían quedado todos con la piel pegada a los huesos. La nave de Holguín cortó el amplio semicírculo y pasó frente a la nave capitana. La noticia, que había corrido de un buque a otro, había llegado hasta Sandoval. El mismo en persona tomó la bocina; llamó con grandes voces y ordenó que el buque de Holguín se acercara para que sus prisioneros pasaran a la capitana. El buque se aproximó y Sandoval dijo:
—¡Entregadme los prisioneros!
—No puedo, señor. Los he tomado yo y a mí me corresponde el honor.
—Soy vuestro comandante y os ordeno que me los entreguéis.
Un bote salió de la fila; sobre el banco de los remeros estaban sentados dos soldados españoles que con todas sus fuerzas se dirigieron hacia la ribera. Saltaron a tierra en el cañaveral e iban gritando ya desde lejos: “¿Dónde está el capitán general? ¿Dónde está don Hernando?" Todos los miraban y se daban cuenta de que traían una gran noticia. Corrieron por encima de los diques medio hundidos, pasaron por encima de montones de escombros y empalizadas hasta llegar a la plaza del mercado, al pie de la terraza del templo, desde donde Cortés contemplaba la batalla.
—Traemos la buena noticia…, la traemos a vuestra merced, antes que a nadie: el emperador indio está prisionero, con todos sus acompañantes… Ahora disputan por él los señores García y Sandoval. Hemos venido a anunciaros la gran noticia…
Cortés bajó los altos escalones a toda prisa. Detrás de los diques se combatía aún; la negra mata de los mejicanos atacaba todavía con griterío a los españoles. La ciudad medio derruida estaba llena de juramentos y gritos; a la sombra de las estrechas callejuelas se agitaban todavía los vivos mezclados con los muertos. Cortés bajó corriendo aquellas escaleras que habían hollado tantos millares de víctimas conducidas al sacrificio; llegado abajo, quedó ante los dos soldados que jadeaban de cansancio… Lo que había oído le pareció un imposible en los primeros momentos. Preguntas y respuestas se cruzaron rápidamente; parecía como si se hablase en un sueño… Se quitó el yelmo de la cabeza y miró hacia la terraza del templo donde se alzaba de nuevo la cruz desde hacía algunos días, en el mismo lugar donde, hacía un año, el viejo Miguel ponía sus flores ante el altar de la Santísima Virgen.
"Te deum laudamus… ", dijo, y tomó de la mano al padre Olmedo. Su mirada se paseó buscando a sus amigos; pero Sandoval estaba en el buque, Alvarado y Ordaz luchaban con sus columnas; Ortiz mandaba los tlascaltecas; Alderete estaba herido… Buscó un pedazo de oro o una piedra preciosa para recompensar a los dos soldados por el servicio que acababan de realizar al llevarle la noticia. De pronto se dio cuenta del sentido de las últimas palabras y miró alrededor buscando a alguien, pero de todos sus oficiales sólo Lujo estaba junto a él.
—Don Francisco, apresuraos a ir al buque en la canoa de esos hombres. Hacedles saber que el momento no es para disputas y que yo mismo decidiré la diferencia…, pero que se apresuren a dar por terminada la lucha y que cuiden de que nadie se atreva a tocar a los prisioneros ni un pelo… Todos me responden de ellos. Pero id, id de prisa, antes de que sea demasiado tarde.
Durante un minuto quedó solo con sus oraciones. A su alrededor, la plaza del mercado de Tlatelcuco, casi tan grande como una ciudad, con el Teocalli a un extremo. Hacia el sur, las murallas, detrás de las que se apretujaba todo un mundo distinto e impenetrable que no parecía de este hemisferio… Sangre, aquí y allí, cadáveres de guerreros, piedras tal como habían caído al ser arrojadas por unas manos ya sin fuerzas; los restos de lo que fue antes magnífico palacio; cabezas de ídolos rotas a hachazos con sus serpientes enroscadas; cabezas de ocelote mostrando lo inescrutable de los tiempos. Hasta la empalizada, todo eran cascotes; desde allí, corría la línea de protección sobre los tejados de las casas más bajas como si la muerte corriera con las espaldas encorvadas hacia el agua. En estos momentos Cortés se encontró. terriblemente solo. Buscaba a algún ser que le comprendiera. que comprendiera cómo el alma le subía a los labios… ¿Dónde estaba Marina? Y oyó su propia voz que gritaba llamando a Marina.
Cuando ésta llegó, miróle de tal manera como si esperara de él una revelación. Cortés la tomó por el brazo y le señaló la canoa, que se alejaba de la orilla.
Vienen; los tomaron prisioneros cuando querían huir con sus barcos… Dentro de una hora estarán todos aquí… Guatemoc y los suyos.., y Tecuichpo. Tienen hambre; están rendidos… Hace días que casi no han comido nada. Marina, cuida de ellos. Llama a las mujeres para que hagan pan; cuando lleguen, dales cacao. Pide vino… Demos gracias a Dios. Vuelve pronto, Marina.
Detrás de las empalizadas, la lluvia azotaba las removidas piedras. Los guerreros entonces imploraron a Tlaloc. Cortés hizo llamar por medio de las trompetas a un grupo de soldados. Pasó la mirada sobre ellos. Estaban sucios, rotos los trajes, su semblante era el de los hombres que no han dormido. No eran, en verdad, un adorno. Mandó a los capitanes que como mejor pudieran pusieran cierto orden en aquellos hombres. Después se marchó a su cuartel; quitóse el pesado arnés y se lavó bien,. para limpiarse el sudor y las salpicaduras de sangre. Púsose un jubón más ligero y, por primera vez, se miró al espejo. Pasó un peine por sus desordenados cabellos y se los humedeció con aceite perfumado. Se aproximaba Tecuichpo.
Volvió a subir las escaleras del templo. Con la mano protegió sus ojos del deslumbramiento del sol. Así pudo ver cómo los buques se aproximaban; cómo se ponían en movimiento las largas y estrechas chalupas; distinguió también las plumas de colores de las diademas indias y en medio de ellas, arrogante, poderosa, la corona verde de plumas de quetzal. Aún hubo de pasar media hora hasta que llegaron. La excitación del momento le envolvió; su fiebre subió más que nunca, más aún que cuando en el castillo de Xoloch se le avisó de que el Terrible Señor le esperaba a un tiro de arcabuz.
“Un país que se divide, cae por sí solo.”
Miró hacia abajo. Los capitanes se agrupaban ya. Vio también a Alvarado y el otro lado de la plaza apareció la figura esbelta y pálida de Flor Negra.
A un lado de la plaza resonaron las trompetas, y los músicos de Ortiz tocaron sus instrumentos. Por el camino del sur apareció Sandoval; junto a él, el capitán Holguín con los ballesteros de su buque. Detrás de ellos marchaba Guatemoc, con la cabeza erguida, con todo su esplendor imperial, con su manto de plumas y su corona, y sus sandalias de oro, sucias ahora por el barro de las calles. Levaba en la mano un venablo con la punta hacia abajo. A un paso de distancia, seguía Tecuichpo, y detrás, el séquito con los ojos bajos. Cuando estuvieron cerca de los españoles, se echaron a ambos lados. En el rostro cansado de
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brillaban, fuertes como siempre, sus ojos. Cortés le salió al encuentro y le abrazó. Después, juntos, fueron hasta el extremo de la plaza, donde los carpinteros, con unas tablas y unas piedras, habían improvisado unos asientos. Entonces Cortés miró a Tecuichpo y, al mirarla, se quitó el sombrero, barrió el suelo con sus plumas e hizo señas con su enguantada mano que se sentaran. Guatemoc quedó frente a Cortés esperando. La escena se animó. Iban y venían ya los sirvientes, llevando manjares. Marina se inclinó ante los pies de Tecuichpo y los abrazó. Después prestó su homenaje al señor del mundo, cuyo aspecto famélico y agotado indicaba bien las privaciones de las últimas semanas. Marina se inclinó hacia él y esperó hasta que éste hizo signo de que se alzara; entonces se colocó detrás de él y esperando las palabras que había de traducir. Esperaba las palabras más graves y más sombrías que jamás se hablan pronunciado en Anahuac entre los dos mundos.
Cortés estaba ante
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La emperatriz estaba sentada. Unos pasos más allá se hallaban los príncipes aztecas, desarmados y con el señor de Tlacopán a la cabeza. Al otro lado de la plaza, se hablan colocado los españoles: Sandoval con semblante de enfado, Alvarado, Ordaz y, en medio de ellos, Ixtioxichitl. Alrededor de la plaza se habían formado los soldados españoles con armas, y detrás de ellos, millares de tlascaltecas sedientos de sangre y de víctimas.
Guatemoc habló. Su gesto era duro, rasposo cuando se dirigía a Cortés. Hablaba lentamente, marcando bien cada sílaba. Hablaba en el idioma de la corte, empleado solamente por los príncipes de sangre y los sumos sacerdotes. Sus expresiones eran fuertes, sus giros cuidados; era este idioma como un niño predilecto que pasara de generación en generación.
—Malinche. Yo debía defender a este pueblo y a mi país, del cual era monarca. Así lo ordenaba la voluntad de mis antepasados. Ahora todo ha terminado; he caído en tu poder. Te suplico, Malinche, que no me hagas sufrir largo tiempo.
Avanzó dos pasos y tomando con su mano el puñal que pendía del cinto de Cortés, lo sacó de la vaina. Cortés, inconscientemente, llevó rápidamente su mano a la espada.
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continuó:
—Te suplico que uses esta arma que llevas al costado. ¿Qué esperas? Un prisionero como yo no significa para el vencedor solamente una carga; que me quepa a lo menos el honor de morir a tus manos, ya que no pude caer en la lucha… Te lo suplico; acaba pronto, para que podamos ir al reino de nuestro dios de la guerra… Estoy cansado de la vida y del sufrimiento… ¿Qué esperas? Tú eres el hijo del sol y también el sol acaba su carrera cuando ha recorrido ya todo el cielo… ¿Qué esperas? Su voz se quebró. Sólo entonces observó Cortés que el príncipe había tomado el borde de su vestido; todo se había derrumbado para él. El hombre era todavía joven, demasiado joven… Cortés dio un paso hacia él, y cuando Marina dejó de hablar, dijo Cortés casi en un susurro:
—Tu ánimo heroico te honra, Guatemoc. No te censuro. Cumpliste con tu deber de hombre. Yo hubiese sido feliz si te hubieses avenido a mis razones de paz y no me hubieses forzado a aniquilar esta ciudad y con ella millares de sus habitantes. Pero ya no tiene remedio, por eso te ruego que consueles a tus jefes y les digas que nada hay ignominioso en haber caído en manos del más grande emperador del mundo, quien en su infinita bondad no te despojará de tu reino ni te someterá a esclavitud. Mientras nuestro emperador no decida acerca de tu suerte, apenas te darás cuenta de que no te encuentras entre sus fieles. Todos los españoles te honrarán como es debido.
Esperó un minuto mientras Marina hablaba. Contempló a su adversario, vencido por una fuerza superior. En su mente se despertaban recuerdos de ejemplos, romances del rey Arturo, de héroes desterrados que se despedían de su patria. Constantino, que se quedaba enterrado bajo los escombros de Constantinopla… Boabdil… Sí; de éste le había hablado mucho su padre… Y todos esos cuentos ahora, de pronto, eran sangre y realidad. Era un ejemplo consolador su recuerdo:
—Mira, hace sus buenos treinta años mi padre empuñaba las armas. Cuando los moros fueron expulsados de Granada por nuestra gran reina y su esposo, mi padre oyó desde el campamento cómo gritaban los sacerdotes el ver que los, caballeros españoles arrasaban la magnífica vega… Era tan hermosa como el valle de Méjico. Veían cómo la gente, en la calle, moría de hambre y alzaba tus puños clamando hacia su rey: "¡Dadnos la paz! " Boabdil cada mañana y cada tarde miraba largo tiempo el mar, esperando los buques, los buques que en su auxilio debían venir de Africa con gente de su raza… Pero nadie llegó y entonces Boabdil escribió a nuestro rey que entregaba la fortaleza, sin dar siquiera un golpe de espada. Mi padre, que cabalgaba a la cabeza de sus tropas, contempló el cortejo real que llegaba a la colina de la Alhambra y quedaba parado frente al gran palacio. El rey y la reina se arrodillaron y dieron gracias a Dios… Boabdil fue hacia ellos a caballo, su rostro estaba todavía más sombrío que el tuyo, Guatemoc iba todo cubierto de oro… Y vinieron los soldados hambrientos y los oficiales
y
los generales… y Boabdil entregó las llaves de la ciudad, que eran de oro forjado. Así salvó a su pueblo; así salvó a su ciudad y a sí mismo, pues Boabdil marchóse por el mar. Los españoles le dejaron ir. Tampoco tú debes llorar ahora, augusto señor, pues como en nuestro romance se dice: " Si llega un rey en triunfo, otro llora amargo llanto… " Así se canta, en nuestro país. Se dice también que Boabdil, en su triste viaje por la montaña, lloró también fue y consolado por su madre Ayesha. Por eso tú tampoco debieras avergonzarte de tus lágrimas,
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Piensa en la suerte de Boabdil, que es la de todos los que levantan la mano contra nuestro grande y poderoso señor. Calló. No observó que Marina esperaba una interrupción en sus palabras y que ella también podía contar la historia de un rey extranjero y remoto, cuyo rostro había dejado de iluminar la luz del sol y que había también levantado la mano contra la que los aztecas llamaban "Espuma blanca del mar".
Marina habló. Cortés se dio cuenta de que ahora no traducía. Sus ojos se abrían en un círculo de fiebre. Extendió la mano y señaló el tejado del Teocalli, de donde ya no llegaba la llamada estridente de Huitzlipochtli.
—Augusto señor. Créeme que ello ha sucedido como había predicho el Señor del Ayuno: que los ídolos no son más que madera y piedra. No tienen palabras; no sienten, y no pueden gozar de las delicias de la vida celestial; no pueden gozar del sol, ni de los arroyos, árboles y praderas. Detrás de todo debe estar oculto un creador más grande y más poderoso y que sólo él puede calmar la angustia de mi alma y la amargura de mi corazón.. Guatemoc calló. Sentía todo el peso del silencio… Le rodeaban seres extraños… Buscó los ojos de Tecuichpo y, horrorizado, vio que aquella su mirada soñadora estaba fija en la figura esbelta de Cortés. Vio a Marina en el éxtasis de los conversos; vio a aquellos señores, odiados y malditos, cuya amarga carne hubiera apestado en el festín del sacrificio.