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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (36 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Dispones de mil veces mil guerreros; la carne de los blancos es dulce y sabrosa. Los dioses tienen hambre. ¿Qué esperas todavía?

—Mientras tú titubeabas, señor, les enviabas embajadas y te sumías en cavilaciones, ellos se han ido aproximando. Cada uno de tus embajadores regresó con más facilidad que a su ida. En Cempoal ya no se ofrecen sacrificios; en Cholula, tampoco.

—¿Quién de vosotros sabe lo que quieren los dioses?

—Te suplico me envíes a ellos. Por mis venas corre la sangre del Lobo del Desierto.. Si los oigo hablar, podré decir si en realidad son dioses.

—¿Cómo los pararás?

—Los atraeré hasta Tenochtitlán. Tú abrirás ante ellos la puerta de la ciudad y ellos entrarán. Y entonces, si es así la voluntad de los dioses, una vez dentro los puedes despedazar.

Un rayo de sol brillaba sobre el adorno de oro de la pared. Moctezuma introdujo su mano en el cristalino recipiente de agua y los pececillos saltaron.

Los pájaros se despedían ya del día. Abajo había comenzado ya el tremendo alboroto para la alegría de los dioses reunidos. Cuernos y flautas sonaban por doquier. Las víctimas para el sacrificio, que habían de morir al siguiente día, se agitaban en medio del círculo que los rodeaba. Iban pintados de colorines y llevaban adornos de blanco papel. El humo que salía de los pebeteros de copal velaba sus miradas suplicantes y llorosas.

Camama.—
Mañana partirás. Los sacerdotes no saben nada; sus profecías se contradicen. Los signos son terribles. Nosotros tres somos señores y amos de estos países, pero somos también hombres. Si quiere el destino que hayamos de combatir contra ellos, ¡qué hacer!

El rey de Tlacopan.—
No los he visto todavía; pero se han podido ver sus cadáveres y los de los monstruos que llevan consigo. De sus heridas mana sangre. Comen y aman, y tengo noticia de que la muchacha que duerme con su gran jefe ha informado que lleva en su seno el fruto de este amor. ¿Habéis oído alguna vez que esto suceda tratándose de dioses? ¿Quién es capaz de orientarse? Una leyenda antigua, las conversaciones de los ancianos, su miedo supersticioso, todo eso ha penetrado por palacios y chozas… Deja que hablen las armas. Si no son suficientes mil flechas, envía diez veces o cien veces mil contra ellos.

Cacama.—
Los dioses tienen a veces presentaciones distintas y tal vez no se conocen unos a otros. Si miras los dibujos, podrás ver que apenas son más de cinco veces ciento. En su camino mueren también y son enterrados. Son hombres, ciertamente. Pero ¿puedes creer, sin embargo, que simples mortales se atrevan a hacer lo que ellos hacen? ¿De dónde sacaron las armas? ¿De dónde han logrado sus monstruos sobre cuyos lomos se precipitan contra nosotros? Tú eres un hombre y no puedes saber con qué figura nos presentan a veces los dioses.

Moctezuma.—
Cacama, ponte en camino y vuelve. Te espero día y noche en el palacio. Me dirás, después que hayan entrado ellos, si he de destruir los caminos y cortar los canales. O sí, por el contrario, es mejor que me incline ante ellos, como me lo indicó un ser cuyo nombre no puedo indicar por haber regresado del más allá a este mundo nuestro que el sol alumbra.

11

El viento cortaba al colarse por las gargantas de los montes. “Parece Sierra Nevada", decían los soldados andaluces temblando de frío, y se envolvían bien en sus capas forradas de algodón.

A ambos lados yacían gigantescos troncos de árboles talados. Cuarenta o cincuenta pieles rojas tiraban de las cuerdas y hacían rodar a un lado aquellos troncos… Precedían una media milla a las tropas y les iban despejando el camino. El primero de la vanguardia era Ordaz. Desde que respirara el embriagador aliento del volcán, se había convertido en un muchacho soñador, hambriento de milagros. Aquello que había distinguido un día entre las nieblas, tan lejano, parecía que le tiraba ahora y le obligaba a marchar.

Al pie de la montaña de la Mujer Blanca serpenteaba el camino entre cristales de hielo que crujían bajo los pies. Por las noches, esos hombres descansaban en lugares cubiertos de nieve más elevados que los puntos más altos de las más altas montañas de su país. Las hogueras parpadeaban; la flora de las altas cumbres había quedado ya atrás. Algunos de los indios de la costa que los acompañaban habían ya acabado para siempre su viaje. Sus camaradas los habían envuelto en capas y temblorosos por el frío cantaron sus himnos funerarios. Los caballos, tapados hasta las orejas, descansaban. Los radios de las ruedas de los cañones habían sido envueltos en algodón, pues desnudos, su tacto hubiera helado las manos de los que empujaban las piezas. Estaban todos molidos, borrachos de sueño, muertos de cansancio. Sólo Ordaz sabía que pronto llegarían al límite de la zona helada. Marchaba siempre el primero y como un poseso no se cansaba de repetir: “Sólo falta un día…, tal vez algunas horas solamente, y podréis ver lo que yo vi y que no he de olvidar en toda mi vida." Cuando los otros caían, se quejaban y apenas podían arrastrarse, él exploraba los caminos por entre la nieve y, encaramado en bloques de hielo que se tambaleaban, espiaba por entre los jirones de nubes.

Debía de ser ya cerca del mediodía. La niebla se levantaba poco a poco y en las
,
mejillas de todos el sol ponía rosas de color. Pocos minutos después, Ordaz llegó precipitadamente desde la vanguardia y buscó al capitán general. Su mirada era tan brillante, tan rebosante de luz milagrosa, que los otros, antes de que comenzara a hablar, adivinaron ya que don Diego había vuelto a columbrar aquel mundo misterioso y oculto de los valles. Tomó a Cortés del brazo y le llevó por un sendero hasta el borde de unos acantilados. Ambos se inclinaron hacia adelante, hacia el abismo inmenso. La luz del sol, que había roto a través de la neblina, iluminaba de oro a Méjico.

¡Así miró sin duda un día Moisés la Tierra de Promisión!

Ambos hombres se abrazaron; después volvieron a mirar abajo a la lejanía. Todo estaba como flotando bajo aquel rebaño de nubecillas blancas que parecían corderillos. Veíanse ciudades, torres, pueblos, canales, como si fuera todo un mundo infinito. Veíanse allí ciudades unidas por las largas y blancas líneas de los caminos y un azul brillante limitaba el espejo de las aguas, mostrando el gran golfo en cuyas orillas estaban las dos grandes ciudades reales: Tenochtitlán y Tezcuco.

Los soldados de la vanguardia llegaron y en apretado grupo rodearon a sus dos jefes. Se deshizo el orden de la marcha. Los más viejos se apretaban los ojos con las manos. “Ven, tú también debes

contemplar ese milagro." Los veteranos establecían ya comparaciones: Venecia, Granada, Argel, Marsella… Todo lo pasado parecía ahora solamente un mal sueño. ¿Quién pensaba ahora en regresar a Cuba? ¿Quién no se hubiera sentido feliz de poder hoy mismo bajar a ese valle maravilloso? Los indios treparon todavía más arriba por senderos de gamuzas y gritaban desde arriba con voz aguda la buena nueva: " ¡Botín… ! ¡Botín… ! "

Aquella noche se echaron a la hoguera todas las brazadas de leña que quedaban. Todos se sentían felices y aligerados. De nuevo rodaron los dados y el pulque se escanció generosamente. Cortés iba de una hoguera a otra. En una de ellas encontró a Díaz, con los codos apoyados en una piedra y trasladando al papel sus impresiones con mano agarrotada por el frío. Inclinóse hacia él, diciéndole:

—Muéstrame, Bernal, lo que has escrito.

La luz movediza de la hoguera cayó sobre el papel. Díaz leyó:

"…Cuando la niebla se levantó, ante nuestros asombrados ojos yacían pueblos y ciudades, como si hubieran salido del mar… Maravillosas ciudades, llenas de gente; veíanse los caminos que conducían al corazón del país. Prorrumpimos en exclamaciones, como si ante nosotros hubiésemos visto aparecer los palacios encantados de Amadís… Quiero decir aquellos que leíamos en nuestras novelas de caballerías… Orgullosamente se levantan las grandes torres, los templos y las casas en aquel espejo de brillantes aguas… Uno de mis camaradas grito: « ¡No, eso no puede ser realidad! Es sólo una visión de sueño… », y yo también lo tomé por un engaño de mis sentidos…"

12

Hasta entonces no habían visto todavía ningún príncipe indio de las tribus de Méjico. Solamente habían recibido la visita de simples caciques de regiones costeñas, de los Jefes de Cempoal y de los Cuatro Grandes Ancianos del Estado de Tlascala…, pero todo eso nada era cuando los mensajeros trajeron al campamento español la noticia de la proximidad del rey. También Aguilar, al ejercer de intérprete, se servía de la palabra "rey", la misma palabra con que designaba al emperador Don Carlos. La emoción se apoderó de los soldados,
y
pronto se dijo
y
se repitió que el monarca que llegaba era posiblemente uno de los Tres Reyes de Oriente…

Cortés conocía ya la historia de Cacama, joven rey de Tezcuco, que no reía nunca, Su nombre significaba
"mazorca triste"
y representaba bien ese nombre el estado de ánimo del rey, siempre triste; tristeza la suya que nunca dulcificó una sonrisa. Era el primogénito del gran príncipe de Tezcuco, Señor del Ayuno, que había sido colocado en el trono de sus mayores por el emperador de la alianza de los tres reyes: por el Terrible Señor. Llegó el joven rey que no conocía la sonrisa, caminando sobre magníficos tapices que se extendían a su paso. Sus veinticinco años de vida siempre triste habían pasado entre la multitud de cortesanos y siervos encorvados de respeto. Llevaba en la cabeza una única pluma de color verde adornada con una perla gigantesca. Su túnica se sujetaba sobre el pecho por medio de un broche de zafiro. Su capa era oscura; en su cinto brillaba el mango de oro de su cuchillo de piedra. Con dignidad innata se acercó a Cortés. Cerca de él, se paró y le saludó a la manera de los príncipes indios: tocándole la frente con la mano izquierda. Su voz era tranquila, acompasada. Sin esperar contestación, dejó oír sus reales palabras:

—Llego a ti por encargo del Terrible Señor, que es tío y señor de todos los hombres y tierras. Lamenta no poderte saludar personalmente al traspasar tú las fronteras de su antiquísimo país; pero los cuidados y trabajos de su reino le impiden en estos días poder abandonar su residencia real. Vengo en nombre suyo a invitarte a que vayas a Tenochtitlán, si no te asustan los obstáculos que el dios del azar ha colocado en los caminos del viajero. En tanto llegáis allí, no os faltará comida ni bebida, y quienquiera que haga algo contra vosotros, será como si hubiera levantado la mano contra él.

Sus frases eran cortas y frías; estaban vacías de redundancias y parábolas como acostumbraban a estarlo las peroraciones de los embajadores. Cortés trató de inclinarle el ánimo hacia ellos: le hizo ver a sus soldados, le enseñó los caballos y los pajes pusieron fina cristalería sobre la mesa. El joven rey estaba rígido, inmóvil; sus ojos se movían tristemente, como con desagrado, y varias veces su mirada se cruzó con la de Cortés. Durante algunos instantes, así permanecieron uno frente a otro. Entonces, Cacama extendió sus brazos a guisa de saludo, hizo a los españoles una inclinación de cabeza y subió a su litera. El príncipe triste se alejó con su séquito por el camino que conduce a Tenochtitlán.

El camino hacia la capital estaba libre y, a la mañana siguiente, pudieron entrar en la magnífica ciudad de Iztapalapán. El camino corría entre eucaliptos, jarales, cactos gigantescos y bananos. En representación de la ciudad, fueron recibidos por un cacique de la tribu de Moctezuma. Tomó el cacique a Cortés por una mano y le condujo al palacio, que era un edificio estucado de blanco, de buen tamaño y cuya parte externa estaba adornada de columnas, cariátides y miradores. En su fachada veíanse figuras que representaban la mitología mejicana, en irresistible lubricidad. Mientras los soldados se alojaban en los amplios patios, los invitados del Viejo Mundo llegaban al parque que ninguno de ellos debía olvidar jamás. Era un gran jardín en el que crecían toda suerte de flores, plantas de adorno y arbustos del Nuevo Mundo. En las orillas de las veredas corría el agua cristalina y susurrante por pequeños canales. En el centro velase un reloj de sol, rodeado por tallas en piedra representando los signos del Zodíaco. Otras figuras en los sectores representaban las fases lunares con extraños rostros, pájaros, flores y coronas de plumas, todo labrado en piedra blanca y brillante. En el extremo de ese círculo veíase la representación del año estelar con sus dos mil trescientos días.

Los capitanes llegaron al borde del gran estanque. En las aguas cristalinas y verdosas veíanse toda clase de peces, cangrejos, caracoles y serpientes de agua, así como mil clases distintas de musgos exóticos, magníficas flores acuáticas que abrían sus pétalos todos. los años un día, con un esplendor y delicadeza de color de carne. Al extremo del parque se levantaba un amplio pabellón de recreo con galerías descubiertas llenas de flores. Sobre una mesa baja esperaban refrescos y golosinas de mil clases, cacao helado… En el centro, otra vez, el círculo del calendario, más pequeño aquí; pero los signos del Zodíaco eran, en cambio, de madreperla, piedras finas e incrustaciones de oro y plata.

—Marina, ¿entiendes tú estos círculos?

Marina sacudió la cabeza:

—Solamente los sacerdotes pueden contar el tiempo en la tierra y en el cielo.

Doña Luisa, la esposa de Alvarado, dijo orgullosamente:

—Esos signos eran conocidos por los padres de nuestros padres, que eran todavía medio dioses. En aquel tiempo todas las montañas arrojaban llamas, como las pipas en que arde el tabaco. En la corte de mi padre aprendí a conocer los signos… Los hombres de todas las tribus los saben leer igualmente.

Salieron del pabellón y se sentaron junto al agua: Las mujeres contemplaban en el agua verde y temblorosa el juego de los pececillos, que cruzaban mil y mil veces por entre las manos en relieve de las figuras de los dioses labrados en las paredes. Todo tenía un aspecto indeciblemente tranquilo y pacífico.

—¡Si uno pudiera quedarse siempre aquí… !

Los españoles, jefes y funcionarios, paseaban como en sueños por ese jardín de maravilla; en el Viejo Mundo no había nada que pudiera comparársele. En la suave penumbra percibíase un aroma dulzón, como de encanto. Los españoles habían olvidado en esos momentos todos sus esfuerzos y penalidades, las noches de tormenta, las heridas, las privaciones, el crepitar de las ramas en las hogueras del campamento, los gritos agudos de alguna muchacha horrorizada a quien los soldados habían logrado atrapar… "¡Si uno pudiera quedarse siempre aquí… ! », repetían todos con las mismas palabras que había pronunciado la princesa.

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