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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (37 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Las cariátides transformáronse en una fortaleza, el acuario en un foso, en casamatas las piedras agujereadas… El notario se entretenía hablando con el tenedor de libros.

—Cortés habla del príncipe desconocido…, pero su fuerza sí que le es bien conocida… Vuestra merced puede ver cuán fuerte debe de ser su voluntad, ya que, a pesar de todo, escarda y rotura los bosque y trasplanta grandes árboles aquí, poda sus copas y canaliza el agua hacia donde desea… Debe de ser un poderoso señor que puede jugar con la tierra, el bosque y el agua… Tal vez está también jugando con nosotros mismos y por eso nos ha traído hacia él y mientras le plazca jugará con nosotros.

—Mientras le agrade al rey indio..

Esta frase circuló por entre soldados y capitanes. Hicieron un gesto negligente. El momento era inolvidablemente hermoso. Algunos se sentaron sobre el mullido
y
cuidado césped y allí bebían el delicioso licor fermentado hecho de hongos cocidos con miel, y así, medio ebrios, seguían sus eternas discusiones de si era hora de pensar en el regreso a la isla o si era mejor exponer de nuevo la piel, según pluguiera a la voluntad indomable de Cortés.

El capitán general hablase quedado solo en el salón de las columnas. Su sombra se recortaba negra sobre la blancura de las figuras de los dioses tallados en piedra blanca. Marina estaba junto a él. Cortés extendió la mano y sus dedos acariciaron su exuberante cabellera. Ella le miró; en sus ojos había una expresión extraña. Cortés lo observó y atribuyólo al hijo que llevaba en su seno, ese hijo que las estrellas habían dispuesto tuviera un padre extraordinario y una madre extraña. Las indígenas en tal estado solían yacer largas horas sobre las esterillas, no se atrevían apenas a mover un dedo, y así recibían las visitas de las vecinas. Pero ella, cuando estaba cansada o sentía calambres o náuseas, se limitaba a subir a la silla de la mansa yegua de Ortiz, se sujetaba bien a las riendas y, con admiración de los indios, se la veía cabalgar sobre los lomos de aquel monstruo.

Los soldados fueron desapareciendo poco a poco. Los sirvientes y los sacerdotes bajaron al jardín, se quedaron mirando los signos del Zodíaco y luego orientaron el reloj de sol por medio de pequeñas luces de colores, según el curso de la luna. A medianoche levantóse Cortés. Visitó a los soldados que hacían guardia con el mosquete en la mano, vigiló la hoguera y pasó luego al campamento de los de Tlascala. Ordenó al paje que rebuscara los trajes más lujosos, que le prepararan un baño perfumado y que se avisara a su barbero para que estuviese dispuesto a servirle al romper el día. Su sueño había sido intranquilo. Envidiaba a los caciques que después de comer metían un poco de hierba seca en tubos de madera, ponían fuego encima y aspiraban con deleite el humo. Pocos minutos después su rostro se llenaba de expresión satisfecha y quedaban adormecidos entre el humo azulado. Cortés era de sueño ligero e intranquilo; sabía que al siguiente día se había de encontrar en un cruce de caminos decisivo. Los iniciados estaban ocupados e intranquilos como un hormiguero en peligro. A su alrededor se extendía el pueblo; sus huertos producían frutos, legumbres y verduras destinadas a Méjico. Del interior del país llegaban miles y miles de canales. Los arrabales estaban poblados de gente curiosa y todo ello sucedía por su causa; por su causa las muchachas se adornaban y vestían hermosamente, por su causa los tejados se adornaban con flores y las noches estaban llenas de agitación. Al partir, a las seis de la mañana, tenían que torcer su camino de acuerdo con los signos escritos en la divisoria de la piedra. Sus informadores habían anunciado que el camino era practicable y que el dique que cruzaba las aguas tenía una anchura equivalente a tres lanzas españolas. Pensó en Venecia, de la que tanto se había hablado y que los veteranos describían como una ciudad edificada toda sobre estacas. Estaba echado de espaldas sobre su colchoneta de algodón y ante él surgían las imágenes de Venecia y de Méjico entremezcladas. Soñaba. Los dogos y los caciques danzaban con gran estrépito. Por encima de esa visión se le mostraba la cara pálida de Don Carlos, entonces joven aún, muchacho casi, pues contaba sólo veinte años de edad. Velázquez se puso a reír porque en cierto modo había caído en una trampa. Una esclava desconocida mostraba su vientre hendido. Un niño desconocido también lloraba en el regazo de Catalina. Con la mano sujetaba ya a Marina, a quien arrastraba el torbellino de las aguas. Cortés juraba, pero unido a ella precipitóse en el abismo de las aguas.

Xaramillo estaba junto a él y le sacudió:

—Ya es de día señor, y esperamos vuestras órdenes… El barbero afila ya la navaja, y si vuestra merced desea cambiarse de traje… Pocos minutos después era despertado el campamento. Los soldados, con las barbas enmarañadas y caras de pocos amigos, se levantaban; en sus cabellos blanqueaban hebras de algodón y plumitas de su yacija. Para dormir no se habían quitado su uniforme, pues el campamento siempre estaba en alarma. Cortés pasó por debajo de las arcadas.

—Hoy lavaos y peinaos; tenéis una hora para ello. Poned en orden también vuestras armas.

Sus sirvientes habían sacado brillo a la coraza de plata, le cepillaban ahora su negra capa de terciopelo, que aquí en los trópicos debía de parecer a los indígenas como un lujo indescriptible. Colgóse al cuello su cadena de oro, de oro macizo y adornos de pedrería. Púsose los guantes y se compuso bien los encajes bajo su barbilla. Una hora después llamó a los capitanes. Sandoval llegó el primero. La curiosidad le alargaba su prominente labio; era Sandoval un muchacho siempre sonriente, de buen humor y servicial. También llegó Alvarado, con su tupé bien peinado y su jubón de terciopelo con botones dorados. Luego vino Ordaz, con sus ojos negros iluminados por el milagro que se había hecho realidad. También Olid, el que un día había sido galeote, con su mirada dura, de tirano,
y
su musculatura recia. Olid no sabía leer y parecía siempre descontento. Le acompañaba al llegar el aristócrata Velázquez de León, sobrino del gobernador de Cuba y uno de los mejores amigos de Cortés.

—Si Puertocarrero estuviese aquí…

Por un momento todos pensaron en la carabela que había partido hacia España unos meses antes, llevándose su oro, sus nostalgias y sus cartas. Pensaron ahora en Puertocarrero, magnate de buena cepa; en el intrigante Montejo y en el inteligente Alaminos, plebeyo y patizambo. Ayer esos hombres eran envidiados todavía porque marcharon hacia la patria; mas hoy todos los compadecían por no estar aquí, ahora que el milagro había madurado; todos lamentaban que esos camaradas no lo pudieran ver. Mil penalidades habían desgarrado sus vestidos y, sin embargo, ahora estaban todos ricamente ataviados con sus adornos dorados, sus barbas perfumadas, con nuevas plumas en sus sombreros, pulcramente enguatados y sus zapatos limpios; todos estaban ya ante Cortés. La niebla se había levantado y la bola roja de un sol tropical se elevaba en el horizonte. Era el día 8 de noviembre de 1519.

Los capitanes montaron en sus caballos, que caracoleaban inquietos y abrían sus narices al fresco aire de la mañana, que soplaba de la dirección de las aguas y que al depositar su rocío hacía llorar las piedras.

Cortés llamó a parte al padre Olmedo.

—Padre, pasé una noche terrible luchando con diablos y con ángeles. Mi alma está turbada todavía y más que nunca me doy cuenta de que no soy más que un frágil y despreciable pedazo de arcilla en manos del Todopoderoso. Tranquilizadme, padre, dadme vuestra bendición.

Su mano golpeó su pecho. Después, en el patio de palacio, apareció de nuevo Cortés, el capitán general siempre victorioso, montando sobre su grande y hermoso corcel. Volvióse a sus soldados y éstas fueron sus palabras:

—Esta es la última mañana, españoles, que pasamos antes de nuestra marcha hacia la capital de este reino. Os prometí suprimir de aquí la idolatría, los criminales sacrificios y todo su terror; os lo prometí porque tengo fe en mí y en vosotros, contando siempre con la voluntad de Dios, que es quien nos ha permitido llegar. Os prometí conduciros hasta aquí; pero no os prometí una vida fácil
y
tranquila. Hemos caído en medio de grandes tentaciones
y
de grandes placeres. Somos pocos en número y en un momento cualquiera nos pueden asaltar y aniquilarnos. Estad siempre unidos, españoles, y siempre en guardia también. En nombre de la Virgen Santísima y en el de nuestro augusto señor Don Carlos, nos ponemos ahora en camino de la gran capital.

A la cabeza iban los caballeros. El camino sobre el dique que atravesaba las aguas del lago era tan ancho y despejado, que cómodamente podían marchar diez hombres en fondo. Los cañones eran arrastrados por indios. Detrás de ellos marchaban, medio formados en seis regimientos, los de Tlascala y cubrían la retaguardia los veteranos armados de mosquetes.

A lo largo del camino se extendía a, ambos lados una serie de templos y de casas. Estas estaban medio construidas en el agua, sobre estacas y medio apoyadas en el dique; sus tejados estaban adornados de flores y en ellos aparecía una multitud de cabezas humanas que atisbaban curiosas. Llovían flores al paso de los españoles y el momento resultaba emocionante
y
atractivo como un sueño. Dos horas después; el camino se bifurcaba. En el cruce se alzaba una potente fortaleza. Los guías señalaron dos poderosas torres, separadas del dique por un puente levadizo. Las dos mitades estaban protegidas por puertas de piedra, y en los parapetos se veían centenares de hombres armados. Frente a la puerta se encontraba ahora un grupo de cortesanos con vestidos de ceremonia, adornados de joyas y de grandes coronas de plumas. Los guías se postraron ante ellos, pero no merecieron ni una mirada.

Todos los del grupo avanzaron hacia Cortés con aquel paso extraño, rítmico y lento de los indios. Cada uno de ellos hizo una inclinación; primero tocó la tierra con la mano, después, la frente, dirigiendo al mismo tiempo algunas pocas palabras de bienvenida. Después quedaron esperando a que Marina comenzase a hacer de intérprete. Cortés estaba junto a su caballo. Inclinó la cabeza en señal de saludo, quitóse después el sombrero de plumas, dibujó una amable sonrisa en su boca, pero no se movió de su puesto. No debía mostrarse impaciente ni hacerse el admirado o extraño ante las fórmulas
y
costumbres de saludo
y
ceremonial. Los cortesanos observaban todos sus movimientos; todos sabían que el quitarse el sombrero era una muestra de respeto y de honor; sabían lo que significaba el abrazo y el beso de amistad y lo que significa también si él se limita solamente a hacer un ligero saludo con la mano.

Un mensajero llegó corriendo, sin aliento, con una carraca en la mano, distintivo de que era portador de un mensaje del Terrible Señor. Los aztecas y los de Tlascala se postraron a la vez, como estaba ordenado por las leyes de Anahuac. Decía la noticia que el augusto señor salía a recibir a los extranjeros.

Por última vez pasó revista a sus tropas. Ortiz dio la orden a sus cornetas y sonó el toque de marcha. Los caballos comenzaron a hacer corvetas. Cortés se puso a la cabeza y abrió la marcha hacia Tenochtitlán. A ambos lados se apiñaba una multitud. Mil canoas, adornadas de flores, se mecían sobre las aguas. A los soldados les echaban flores a los pies, formando un abigarrado tapiz. Los cañones aplastaban orquídeas y alguna flor quedaba a veces prendida de las crines de los caballos.

Todo el ejército estaba vibrante de excitación. Cada uno de los soldados sentía que dentro de pocos minutos sería testigo de un acontecimiento grande y maravilloso, cuya importancia tal vez ninguno de ellos podía suponer aún con justeza. Cortés llamó a Marina a su lado. Desde la silla la miraba y se sentía turbado ante la gran belleza de aquella muchacha, que se había peinado para la gran solemnidad poniéndose flores y peinetas sobre los cabellos. La muchacha desplegó una tela blanca como la nieve y se la echó encima, cubriéndose hasta la cintura. El mensajero de la carta la miró, hizo un gesto y le dijo algo; la muchacha aproximó más aún el velo de sus mejillas.

—¿Qué te ordenó?

—Que cuando hable con el señor del mundo he de tener la vista baja, pero que no debo doblarme ante él hasta tocar la tierra, pues hoy soy yo su palabra y le represento a él mismo.

Declaró el mensajero que los de Tlascala no podían seguir adelante. No era gente cultivada y el Terrible Señor no deseaba verlos: Quedaron atrás y también los cañones fueron puestos a un lado, porque desde aquí veíase mejor la curvatura del dique. Sólo los españoles siguieron adelante; de los indios, sólo Marina iba con ellos. Una guirnalda de flores marcaba el límite o frontera donde los rostros pálidos debían hacer alto. El sol había llegado ya al cenit y estaba ligeramente velado por alguna nubecilla. Las cantimploras iban de mano en mano; pero nadie pensaba todavía en la hora de comer y a lo sumo sólo en la cena que aquella noche los desharrapados y descuidados aventureros harían en la misma mesa de aquel emperador de las Indias. Ortiz hizo una seña y de nuevo resonaron los instrumentos… Sobre las altas torres, las caracolas de los indios contestaron a estas notas. En el espejo de las, aguas se reflejaban casas y templos, torres y palacios. Frente a la curvatura del dique, se levantaba el palacio de los príncipes. Los criados, con los ojos bajos, extendían los tapices bordados. Sobre ellos se iba aproximando la comitiva imperial. Delante, caminaban los dignatarios de la corte, cargados de oro y de piedras preciosas. Cada uno de ellos llevaba cruzado sobre su vestido un justillo o jubón de algodón, mientras que los de las últimas filas caminaban descalzos llevando sus sandalias de oro en las manos.

Moctezuma llegó en una silla de manos, magnífica. Todo el armazón estaba cubierto de oro, plumas de quetzal y piedras preciosas. Lo cubría todo una red de filigrana de oro, adornada de plumas verdes, formando sobre el tronco del monarca un dosel. Las dos comitivas estaban ahora escasamente a cien pasos. Moctezuma hizo parar la litera. Los portadores quedaron mirando al suelo y Moctezuma descendió entonces sobre. el tapiz. Su mirada se dirigió hacia adelante y quedó fija en el grupo que lejos esperaba, en aquellos hombres que él, por medio de los dibujos, había estudiado noches y más noches.

Al bajar se vio su elevada estatura. Su rostro era un poco más claro de color que el de los demás indios y en su mentón crecía una ligera barba. Llevaba una capa de algodón blanco; en su cinto se veía una flor hecha de piedras finas. El borde de su vestido estaba bordado. Levantó ambos brazos y con ellos se apoyó en los hombros de los señores de Tezcuco e Iztoapalan. La comitiva se puso de nuevo en movimiento, lentamente, con un ritmo apenas perceptible en sus movimientos; detrás seguía el baldaquín. Los pies, calzados con sandalias de oro, brillaban sobre los dibujos del lujoso tapiz.

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