El dios de la lluvia llora sobre Méjico (35 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Cortés, con sus capitanes, pasaba por las calles principales. Cuidaba de que nadie incendiase las casas. Había orden de evitar los incendios, una orden que añadía luego: "Podéis saquear, pero ninguno de vosotros puede beber ni una gota de pulque." Otra orden decía… "Respetad a las mujeres; sois españoles." Aquí y allá veíase a los soldados que arrastraban y derribaban a alguna muchacha; el hambre de mujer se había despertado; la codicia y el deseo eran llamaradas.

El padre Olmedo, horrorizado, tomó por el brazo a Cortés.

—Señor, señor: mandad que eso cese…, no puedo verlo más

¿Cómo podréis dar cuenta, de eso ante Dios…? Mandad que eso cese.

Cortés titubeó.

—Padre: estamos entre la vida y la muerte y el terror nos allana el camino. Si no sienten terror ante nosotros, estamos perdidos. Por las puertas de la ciudad entraba una Correntada humana. Los de Tlascala, que habían oído la señal, se precipitaban en el interior de la ciudad; iban armados de cuchillos de piedra, mazos, sables de madera y se habían formado casi a la manera española. Los empujaba un odio centenario, jamás saciado. Como el rayo, encontraron a los que se ocultaban,, a los que huían. Todo se mezclaba: el ruido de las calles, los gritos de muerte, las exclamaciones de victoria, agudos chillidos… Fueron horas espantosas; los cuerpos se apretaban contra los cuerpos. Aquí y allá se apelotonaban grupos numerosos de habitantes de Cholula como corderos, de espaldas a la pared, ya con las manos atadas, futuras víctimas de los dioses. Sangre… Sangre… Durante muchas horas la sangre corrió por Cholula, río sin principio ni fin. Parecía aquel día que el sol no quería ponerse.

Los altos sacerdotes habían huido al terrado del Teocalli. Ahora su palidez no se veía amenguada por el reflejo de la sangre de los sacrificios, ni en su mano había ningún corazón palpitante y recién arrancado. Se habían postrado ante la Serpiente Alada del templo superior en busca de salvación. Y en su desespero ponían a prueba la tradición. Las tejas de arcilla quemada estaban cubiertas de gruesa capa de cal. Esta capa estaba a trechos desconchada y en tales puntos se había echado un remiendo de mortero mezclado con sangre de niño. En eso estaba la fuerza del gran templo, y cuando el revoque cayera, los dioses castigarían a Cholula con una terrible inundación. Cada sacerdote había oído esa tradición de su padre, como éste la oyera del suyo. Ahora estaba ahí el último peligro; los sacerdotes se postraron ante Quetzacoatl, tomaron después palancas y escoplos y comenzaron a excavar el suelo ante la imagen. Todos esperaban un milagro. Abajo, al pie de la torre, trepaban ya los españoles ansiosos de botín; subían…, subían. Los sacerdotes pedían a coro una plaga devastadora…, desconchaban los muros, pero nada sucedió. La cólera de los dioses no se despertó, ni los rostros pálidos fueron castigados. Los soldados seguían trepando, con un escudo sobre la cabeza para protegerse así de las piedras que se les arrojaran; pero nadie les arrojaba proyectil alguno, pues los sacerdotes rezaban y esperaban. Esperaron a que los soldados alcanzaran la tercera terraza. El alto sacerdote dio una vuelta sobre sí mismo y se precipitó desde lo alto, desde aquella altura de ciento ochenta pies. Y así, uno a uno, los sacerdotes se arrojaron envueltos en sus capas negras y manchadas de sangre y, por unos momentos, sus cuerpos se cernieron entre la muerte abajo y la vida cruel de su deidad arriba.

Todos los cornetas tocaban ahora como posesos. Cortés había tomado consigo unos doscientos soldados para que pararan a los de Tlascala en sus asesinatos. El uno empujaba al otro en el ensangrentado patio del cuartel. Olmedo los aguardaba en la puerta.

—¡Horrorizaos de vosotros mismos, monstruos; horrorizaos de haber nacido de vuestras madres!

De nada servía eso. La sangre era como un veneno que había encendido sus venas. Los caciques prisioneros entonaban cantos funerarios. Un sacerdote de Cholula dijo:

—Vuestro dios tiene raras veces sed; pero cuando la tiene, hace correr la sangre a ríos.

Esperaban la muerte cuando entró Cortés. Ellos le miraron rígidos, sin pestañear, pues durante toda su vida se les había enseñado continuamente con miles de ejemplos cómo un hombre había de aguardar la llegada de la muerte. Cortés llegó con Marina, que se secaba las manos, pálida y temblorosa: por todas partes sangre…, por todas partes sangre, río tibio y resbaladizo. Los de Tlascala se habían salpicado con ella sus brillantes cuerpos; llevaban telas blancas en el brazo izquierdo que se habían puesto como contraseña para no ser confundidos por los soldados de Cortés. Venían arrastrando a sus prisioneros. Cortés mandó entonces que soltaran a esas gentes. Se oyó un fuerte murmullo entre ellos; y entonces los soldados españoles prepararon sus armas.

—Podéis tomar botín, pero ni un solo hombre ni una sola mujer. Los muertos, bien muertos están; eran traidores. Los prisioneros, empero, lo son del general.

Los caciques prisioneros de los españoles y de los tlascaltecas estaban allí. La tarde moría. La muerte danzaba ya entre antorchas.

—Pueblo de Cholula, la ley de España se ha cumplido. Miles de hermanos vuestros yacen degollados en las calles. Vuestros hijos y vuestras mujeres os acusarán, porque nos traicionasteis cobarde y alevosamente. Os hemos demostrado que vuestros falsos dioses no pueden protegeros. Solamente nuestro único y verdadero Dios abre los brazos bendiciendo a todos. Os dejo partir. Id por toda la ciudad a anunciar el derecho de los españoles, llamad a vuestras mujeres y a vuestros hijos para que vuelvan. Desde este momento a nadie más se le tocará ni un solo cabello de su cabeza. Mañana os reuniréis en Consejo y elegiréis a los vivos que han de sustituir en sus cargos a los que hoy han muerto. Podéis marcharos.

10

Se celebraba el fin del décimo mes. Por la mañana se iba al bosque y se talaba una encina de tronco recto que tuviese veinticinco ramas. Se descortezaba el tronco y después se le ahuecaba y pasaba por la abertura una guirnalda de rosas. Así era llevado el árbol a la ciudad. A ambos lados del camino había muchachas con jarros de cacao o flores en la mano para reconfortar a los hombres que venían arrastrando el tronco. En la plaza, los carpinteros vestidos de ceremonia recibían el árbol y lo llevaban al templo de Quetzacoatl. Llevaban esos hombres las caras pintadas cómicamente y adornos de colorines en sus vestiduras. Aguardaban en el templo multitud de mujeres jóvenes o viejas que combatían mutuamente en broma. En el centro se alzaba una estatua de una diosa hecha de barro fresco, con corona en la cabeza, con formas femeninas muy pronunciadas; sus pechos, caderas y muslos eran visibles desde muy lejos. Se celebraba la fiesta de la Fecundidad, de la Fertilidad, de los Arboles y de las Flores.

Entre estas mujeres se encontraba, cubierta por el velo y sin que ella misma lo supiera, la mujer que hoy estaba destinada a morir.

Debía ser una muchacha hermosa y delicada. En figura de la diosa Toci debía dar su juicio en la batalla que estaban librando las demás mujeres, armadas de troncos de cactos. La multitud miraba la plataforma del templo. Esperaban todos el rayo de luz que iluminara los frisos que salían por encima de las aberturas del muro del templo, esos frisos que aparecían cuajados de figuras de guerreros en salvaje y lujosa indumentaria, de dioses, de animales fabulosos, cuerpos de serpientes y adornos plásticos de corazones humanos arrancados en el sacrificio.

La mujer que había de morir dirigía su mirada hacia los rayos del sol. Cuando éstos alcanzaban el signo del corazón divino, oíase detrás de la rampa el redoble de pequeños tambores de cuero que llamaban a la fiesta. Las caracolas contestaban, y entonces se ponía en marcha la procesión. Llevaban todos máscaras. El impulso vital y el impulso moral libraban ahora su última batalla otoñal. El sol ocultaba su majestuoso rostro detrás de la figura de un muchacho con un escudo abierto de planchas de oro. Los sacerdotes llevaban máscaras de turquesa, sobre las que el sol se reflejaba en destellos azules; las órbitas de los ojos iban coloreadas de rojo. Era una fiesta alegre la de hoy, como un chorro de luces alegres en la marcha gris del año. Los jóvenes saltaban rítmicamente llevando cabezas de leopardo talladas y representando el juego en el que la fiera acechaba a la hembra en celo y la voluptuosidad borraba la sed de sangre. Saltaban, enarbolaban palos de simbolismo erótico y prorrumpían en sonidos guturales de deseo que hinchaban sus venas y ponían en tensión todos los músculos de su cuerpo. Los que llevaban las máscaras de turquesa rodeaban a la mujer destinada a morir. Le echaban sobre los hombros una capa adornada con piel de ciervo y le ponían una máscara sobre la cabeza con unos cuernecitos, como los que tiene la hembra de dicho animal. La mujer saltaba en instintivos pasos de danza, aturdida por el estruendo de flautas, cuernos y caracolas, y así pasaba por la explanada del templo. Los hombres que llevaban cabezas de leopardo la seguían, bailando a su alrededor, imitando los saltos y movimientos del animal ansioso de su presa. El círculo alrededor de la mujer se iba estrechando. La música aumentaba en intensidad. La mujer trataba de romper aquel círculo que la rodeaba, pero en vano, porque poco a poco era empujada hacia el lugar donde la diosa de barro dirigía al cielo las vacías cuencas de sus ojos. Los sacerdotes alzaban el borde de su capa, que estaba adornado de una orla bordada en oro, representando animales, plantas y dioses, como continuación del friso del templo.

Seguidamente, los sacerdotes alzaban sus capas y formaban con ellas una cortina alrededor de la imagen de la diosa. Al retirarla, la mujer estaba ya sentada en el lugar donde estuvo sentada la estatua, vestida solamente con su capa de piel de ciervo que cubría sus hombros y se confundía en la parte baja con las ramas, flores y adornos del pedestal. Los cazadores y los animales comenzaban entonces una terrible danza en rueda; brillaban las máscaras a los rayos del sol, arrojando reflejos al rostro de la mujer, que, sin aliento, estaba a punto de perder el conocimiento. El sumo sacerdote se acercaba a ella. La máscara de oro de Quetzacoatl le cubría la cabeza; se agachaba para así representar que en su persona se unían el anciano
y
el niño, el principio de la vida
y
su decadencia, fuerza vital y caducidad. El tronco de encina era enderezado: sus guirnaldas y adornos de flores arrojaban una sombra fugaz; unos momentos se la sostenía en ángulo inclinado como símbolo de vida que se apaga. Entre tal tumulto y confusión se oía en este momento un grito penetrante. Sobre el pecho desnudo de la mujer brillaba un negro cuchillo de obsidiana. La sangre salpicaba las máscaras… Un relámpago sólo y la vida creadora y renovada veía una alegoría del otoño
y
ocaso de la vida en aquel corazón palpitante
y
sangriento que se acababa de arrancar.

En este día se jugaba y se asesinaba en la plaza de Tezcuco, y también se celebraba la sesión de los tres príncipes aliados. La primera piedra del palacio había sido puesta hacía siete decenios por el más grande rey de Tezcuco, el Lobo del Desierto. El Terrible Señor se inclinaba siempre donde encontrara monumentos de los dos maravillosos y grandes monarcas: el Lobo del Desierto y su hijo, el Señor del Ayuno.

Había estado aquí por primera vez cuando era todavía un niño. Se había inclinado ante el Más Poderoso y le había rogado ser adornado por él mismo con la corona de Quetzal. El Señor del Ayuno había cerrado los ojos y había señalado, sin decir palabra, a sus hijos, a sus dos hijos amados: Cacama, la Mazorca Triste, y Ixtilxochitl, la Flor Negra: "Sé para ellos un padre… "

El Terrible Señor pensaba en el año anterior, cuando en Anahuac no se había desencadenado el odio. Antes, todos los años regresaba el ejército victorioso y nunca necesitó el sacrificio de corazones arrancados. Los hijos del rey se entendían perfectamente sobre la base de su amor fraternal.

Desde la terraza, contemplaban el espectáculo del sacrificio. La multitud, como un río de aguas multicolores, entraba en el Templo del Cuerpo del Colibrí. Fueron a la sala de la parte posterior, embaldosada en ónix negro, cuyo color no lograba templar más que el esmalte dorado que adornaba las poltronas de los jefes. Las oleadas de aromático humo subían y se extendían, causando un suave y dulce adormecimiento. Se sentaron en los bajos asientos de dorado respaldo que estaban destinados a los tres jueces supremos. En la parte central veíase una gigantesca pila de colores llamativos llena de brasas. El anfitrión Cacama echó sobre ellos un puñado de copal. Ante los asientos había sido colocada una baja y larga mesa sobre la que había una rodela, un carcaj con flechas y una calavera de obsidiana tallada, cuyos ojos de esmeralda despedían rayos verdes. Alrededor había pieles de puma, de jaguar, de leopardo, como en el sacrificio de animales.

Oyóse la canción del Lobo Hambriento, que se había transmitido de generación en generación:

Si las cuitas te impiden el placer,

ahuyéntalas… Si la muerte corta las alas

a tu vuelo de tu mundo alegre o triste.

¿Qué te resta que hacer sino coger llores y adornar con ellas tu cabeza?

Abranse tus labios para entonar el cántico

en loor de los dioses poderosos.

Goza de la Primavera, a la que cuando seas anciano

en vano llamarás para que vuelva.

Entonces… eres rey, tu mano no puede ya tener el cetro.

Prepáranse tus hijos para el festín, y andan atareados los sirvientes.

Mas todo el esplendor de la Fiesta es para ti cenizas junto al ardor de tus recuerdos.

¿Quién sería capaz de decir si tus virtudes conservarán tu nombre?

Resplandor prestado fue el de tu vida y ahora has de devolverlo, y ahí quedas,

como una sombra, que se hunde en la nueva aurora…

Así, pues, aprovecha hoy y coge las flores de tu jardín; corónate con ellas

y saborea el placer de ahora… que luego ha de pasar, como tu vida.

Se levantaron sin decir palabra y se dirigieron al jardín del palacio, a cubierto de las miradas. Con paso rítmico se aproximaron a la pila del agua. El Terrible Señor miró hacia abajo. En los relieves de los azulejos de las paredes se destacaban los peces de oro que brillaban con el sol del mediodía. Moctezuma sacó de entre sus vestiduras un libro de piel de ciervo, lleno de pinturas. Los tres conocían los signos secretos de la corte.

—…lo he intentado todo. Le envié perlas, joyas, oro; pero todo eso sólo sirvió por lo visto para aumentar su sed. Todo lo humano y quebradizo que hay en él le empuja hacia el oro. No obstante, la esencia divina le arrastra hacia nosotros, pues tiene parte en el secreto de Quetzacoatl. En Cholula la explanada del templo está cubierta de cadáveres; ellos han elegido, sin embargo, para llegar hasta nosotros el camino que conduce entre la Montaña Humeante y la Mujer Blanca. Dicen los rumores que saben vencer todos los obstáculos, tumban y apartan árboles gigantescos y centenarios y construyen puentes, sobre los que pasan con ligereza los monstruos que con ellos llevan. Por todas partes se les unen traidores. No sé lo que los dioses me mandan. ¿Debo rendirles homenaje, o exterminarlos?

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