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Authors: László Passuth

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El dios de la lluvia llora sobre Méjico (68 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Hablaba lentamente, acentuando cada sílaba; sus frases eran cortas y sencillas para así poder ser bien comprendido por la muchacha:

—Haz llegar a tu hermana Tecuichpo un mensaje. Dile que todos deben perecer, si no se establece la paz entre nosotros.

—Guatemoc es un gran jefe; no escucha las palabras de las mujeres.

—Las tuyas sí que las escucha; a las palabras de Tecuichpo sí que atiende. ¿Quieres que muera Tecuichpo?

—Según es tu deseo, enviaré a una de mis criadas a que le transmita el mensaje.

El le acarició el pelo. Era una muchacha alta y esbelta, de porte tranquilo y reservado. Cuando nació, su padre sacrificó veinte mil criaturas a los dioses del mar. Príncipes de lejanos países la pretendían como esposa, pero el gran señor no la había dado a nadie. Al día siguiente de la llegada de los españoles, el gran señor había hablado de ella al decir: "Malinche, te doy a mi hija." Así dijo el gran señor y no comprendió aquello que contestó Cortés, de una isla lejana, donde le esperaba una mujer pálida y de cabello claro. Cortés le rogó entonces enviase la hija al padre Olmedo, quien la instruiría en la nueva fe, y así haría digna de unirse con un caballero de allende los mares. Quedó entonces en el cuartel de los españoles, compartiendo la suerte de su padre. Cuando la piedra de la honda le rompió las sienes, fue ese muchacha, esa hija, quien le recogió primero en sus débiles brazos. Estaba detrás de aquel cuerpo robusto y ensangrentado, y con mirada ansiosa, observaba los ojos vidriosos del padre. Moctezuma sonrió; llamó a su hija dándole nombres de flores y de mariposas, hizo un signo a Cortés para que se aproximara y dijo así:

—Malinche: esas muchachas son mi propia sangre. En ellas está la bendición de los dioses. Son débiles y sin fuerzas. Pon tu mano sobre su cabeza y que sean así tus propias hijas y participen en tu fe.

Su hermana fue tragada por las aguas del canal en la Noche Triste. ¿La habría recogido un bote indio? ¿Habría sido matada por una flecha? ¿Se había ahogado? ¡Quién podía saberlo! De las dos, hermanas, sólo ella quedó con vida; marchó con los españoles por todos los caminos; tembló de miedo en el centro del ejército en la batalla de Otumba y llegó con ellos a
Tlascala,
donde los dignatarios la recibieron como hija del príncipe de Anahuac. Era callada, triste; jamás se la veía sonreír. Cortés hubiera querido librarse ya de ella y pensaba en buscarle un príncipe o un caballero español, de esos de cadena al cuello; así no tendría que cuidarse más de ella. Pero cada vez que eso pensaba, se imaginaba a Moctezuma moribundo diciéndole: "Malinche…" Veía de nuevo aquellos ojos que habían contemplado a los dioses ávidos de sangre. Cortés le dijo a la muchacha: "Si conquisto el reino de Méjico, entrarás en posesión de la herencia de tu padre."

Una vez, sólo una vez, había alargado su mano hacia ella y había sentido la morbidez y tibieza de sus senos, esa misma tibieza que manaba del cuerpo maravilloso de Tecuichpo. ¿Podría ser aún un Caballero del Espíritu Santo quien así atendía las palabras de un moribundo? Durante una noche pesada y atormentada, entre mil cuidados y preocupaciones, sintió el deseo de unos momentos de placer y de alegría; deseó fuertemente sentir el aroma de una mujer nueva y la tibieza de un cuerpo virginal… y entonces intentó poseerla, y ya extendía sus brazos hacia la muchacha… cuando ésta le dirigió una mirada… y a él entonces le pareció encontrarse de nuevo con los ojos mágicos de Moctezuma moribundo. Y jamás volvió a tocarla.

Repetía ahora con palabras lentas, para asegurarse de que era comprendido: "Haz que llegue mi mensaje a Tecuichpo." Pensó en la otra, ante la que un día estuvo y ella apartó la vista, Recordábala en el baile y el valor que habían dado a la fiesta los instrumentos de música españoles. Moctezuma había contemplado aquel baile como bebiendo sus notas y su ritmo extraño en aquel hemisferio. Se bailó a la manera española. La princesa reía y atrapó al vuelo el extremo del velo que Alvarado le ofreció. Danzaron en círculo; él, el capitán rubio, con sus zapatos de tafilete; y ella, la esbelta mujer, con su color aceitunado y sus ojos negros y fogosos. Cortés fue el segundo que sacó a bailar a la princesa; había apoyado su mano sin guante en su talle, donde el vestido se ceñía a su cuerpo y se adivinaba al tacto la tibieza y suavidad de aquella carne.

—Haz que llegue mi mensaje a Tecuichpo —dijo; y sus ojos, mirando hacia el lago, contemplaron las linternas de los buques; los sirvientes de las piezas, junto a los cañones; vio los innumerables puntitos de luz que punteaban la superficie, el perfil de la costa y lejos, muy lejos, una columna de llamas. Era la señal que los sacerdotes habían encendido en la terraza superior del templo por orden de
Aguila-que-se-abate y
que apagaban en espacios regulares de tiempo, al transmitir sus mensajes al mundo de los dos océanos.

Jefes de lejanas comarcas llevaron sus tropas a Cortés. Los emisarios venían cargados de oro, porque todos los caciques de Anahuac sabían ya que sólo era dado aplacar con excrementos de los dioses la cólera de aquellos
teules.
Los bergantines formaban una larga cadena desplazando el agua al navegar. Aquí y allí veíanse algunas piraguas de los enemigos, pero los más medrosos ni siquiera osaron emprender el viaje, pues un cañonazo o una bala de mosquete acertaba pronto y con precisión al bote que se aproximara. Los novatos predicaban un ataque brioso y rápido. Los jefes cambiaban miradas con los veteranos. Era fácil aproximarse a Tenochtitlán, y alcanzar el lugar, dominar los edificios; sí, todo eso era fácil, pero… ¿y después? Podían colocarse cuatro jinetes con sus lanzas sobre el dique, que así lo permitía su anchura, y en ese espacio habrían de combatir a vida y muerte. Si los diques eran cortados y se inundaba todo de agua, la pólvora se mojaría y los caballos no podrían moverse entre los restos. La princesa no contestó. La contestación llegó directamente de Guatemoc:

"Los rostros pálidos tienen memoria débil; sus débiles dioses les han privado de la razón. ¿No recuerdan ya aquella noche en que, si sobrevivieron algunos, fue gracias a nuestra compasión? ¿No recuerdan. que el altar de Huitzlipochtli en los templos de todas las ciudades está adornado con blancas calaveras? El gran señor está muerto y ahora en Méjico ya no hablan las mujeres." Tecuichpo, la lejana y solitaria princesa, no envió contestación alguna.

En las escondidas radas de aquel lago, en las marismas, había espías y escuchas que comunicaban sus informes por medio del lenguaje de los pájaros; de las emboscadas indias se elevaban columnas de humo; un centenar de canoas surcaban las aguas velozmente y sorprendían de flanco algunas avanzadillas o puesto de vigilancia de los españoles. Detrás de los peñascos de la costa, se arrastraban los escuchas de
Aguila-que-se-abate,
protegidos por empalizadas de estacas y tierra apelmazada. Dominaban los terrenos pantanosos y vadeables donde no podían ser perseguidos por los rostros pálidos, calzados con pesadas y herradas botas. El campamento español se estiraba y se encogía. Ora en un ala, ora en la otra, se entablaba el tiroteo. Se oía el canto de aves nocturnas y los hombres y la oscuridad se unían trágicamente. No se sabía quiénes eran los sitiados y quiénes los sitiadores. En Chapultepec veíase el espinazo seco y sediento del acueducto y en Tenochtitlán habían de extraer el agua salobre y amarga de los pozos. Las cabezas de puente de los caminos de los diques estaban en poder de los españoles, cuyos buques cerraban el paso a las barcazas de víveres. Pero, a pesar de todo, la realidad es que su número no llegaba a los ochocientos hombres y los millares de aliados indios podían verse poseídos en una hora de temor supersticioso. Se ponían en marcha por la noche, con sus pies de gacela, recorrían muchas millas y esperaban en un valle el signo favorable que llegara a sus almas. Cuando regresaban, contestaban solamente a todas las preguntas que se les hacían: " ¡Así lo han querido los dioses! " El camino hasta Vera Cruz estaba medio asegurado. Dominado en el norte —se decían—, ¿quién podría barrer el camino por la noche? Algunos españoles desaparecieron después de una escaramuza y los caciques mostraban sus cabezas cortadas: "Mirad, los dioses están coléricos."

Eran sitiados y sitiadores; salían en grupos de doscientos, daban una batida por la orilla del lago y así, paso a paso, pulgada a pulgada, se aproximaban a la capital. Era la estación húmeda, los penachos de plumas pendían empapados sobre los rostros; los hombres se arrastraban por los senderos pastosos y malolientes de lodo. Los tlascaltecas gustaban de salir a dar batidas, deseosos de aventuras. Una vez dieron un golpe de sorpresa contra Tlacopan; fue una maniobra rápida, en la que cada uno debía combatir por sí y para sí. La mano enguantada de Alderete blandía la hoja de acero toledano que cortaba los escudos de plumas, pero que se mellaba a su lado, pues había recibido del capitán general el encargo de no apartarse de él y cuidar de que nada le sucediese. El joven veterano puso su mano sobre la capa del señor.

—Con perdón de vuestra merced, el día es más bien caliente…

Sonrió. La ola se puso en movimiento, se hinchó… ¿Quién se acordará mañana de esta escaramuza de hoy?

—Mientras eso no acabe en un fracaso… —dijo Díaz, y vio aparecer a Cortés sobre un caballo que renqueaba; estaba más pálido que un cadáver y alrededor de su cuello veíase, roto ya, un lazo indio. Dos de sus jinetes habían sido arrancados de la silla; ahora seguramente los arrastraban ya a la muerte los enemigos sedientos siempre de sangre.

Era noche cerrada cuando se despertaron los unos a los otros y se pusieron en marcha. Cuando llegaron a Tlacopan el día griseaba ya. Estaba todo tan silencioso que los veteranos venteaban en ese silencio una batalla próxima. En formación apretada, cautelosos, penetraron en la ciudad peligrosa; se adentraron hasta la plaza del mercado, donde estaban acurrucados los viejos dioses sobre la terraza del templo. Dos sacerdotes ancianos dispuestos a la muerte se envolvían en sus capas negras, manchadas de sangre y echaban maldiciones a los españoles en un lenguaje ininteligible. Las tropas rodearon lentamente el amplio edificio del templo. Cortés llamó a su séquito y se dispuso a trepar por las pinas escaleras, sin soldados ni escolta. Brillaba el sol, y las ropas empapadas por el agua de la lluvia humeaban ahora bajo el ardor de aquellos rayos. Jadeantes y sudando, subieron de piso en piso, subieron y subieron; allá abajo se desplegaba el maravilloso panorama. Cortés marchaba adelante, muy adelantado a los restantes. Viose su sombrero de plumas en la plataforma de poniente; de pronto se lo quitó y con él les hizo señas: "¡Venid, venid…!"

Hernán Cortés tomó cordialmente a Alderete de la mano y le dijo:

—Vea vuestra merced, aquello… es Tenochtitlán.

La mística ciudad del nuevo mundo, blanca como la espuma, estaba sumergida en la neblina matinal. Los tejados de los palacios y torres, las resplandecientes y blancas casas, las calles, los jardines de las azoteas, los blancos paredones de la orilla del lago y los diques color marfil que cortaban el azul intenso de las aguas; todo estaba allá abajo de nuevo a la vista de los españoles; como miles y miles de hormigas, las canoas surcaban las aguas. El sol lanzaba sus rayos por entre las nubes formadas como gavillas de luz dorada y espolvoreando de oro la blanca ciudad de plata. La exótica belleza del valle, su encanto indescriptible, estaban allí bajo los pies de los españoles.

—Don Hernando. Paréceme que todo cuanto habéis hecho en ese nuevo mundo puede difícilmente ser la obra de un solo hombre, y es más bien una muestra de la gracia del Omnipotente, que os permitió llegar hasta aquí. He leído muchos libros de hechos heróicos; pero ni aun desde Alejandro Magno, ningún general pisó país tan maravilloso como éste, ni nadie había ganado todavía para Castilla provincias más magnificas que éstas. Me siento feliz de anunciar un nuevo César…

Cortés hizo una inclinación, sonriendo. Después dirigió una mirada a la ciudad de Méjico. Pensó en sus dos jinetes que ahora serían llevados en una canoa adornada de flores al lugar del sangriento sacrificio.

Ved, don Julián. ¿Véis cómo los diques se reúnen todos allí? Aquello es la gran plaza, el Tlateltuco, donde se celebra el mercado; allá junto, está la ciudad de los templos… Los palacios reales… Ved, en aquél tienen su terrible dios Huitzlipochtli, a quien hay que alimentar, como a un demonio guerrero, diariamente con sangre humana. Allí guardan las grandes trompetas de barro cocido con las que llaman a la guerra; sus sones son oídos en todo el litoral. Como sé, por experiencia, que allá están las cabezas de nuestros pobres soldados y los mosquetes que nos tomaron; todo amontonado a los pies del ídolo.

Bernaldo Díaz
,
forjador de versos, se apoyó en el parapeto y miró lleno de anhelo, la niebla azulada que envolvía a la ciudad. Estaba ante un amplio muro blanco y trataba de escribir en él con una bala de plomo. Con sus letras redondas, conventuales, escribió un renglón y el ritmo le guió para escribir los siguientes versos. Los soldados que sabían leer se inclinaron sobre su hombro; los capitanes le miraban también y hasta Cortés y Alderete se aproximaron. Alguien comenzó a puntear en una guitarra y detrás del poeta se oyó el romance del campamento:

En Tacuba está Cortés

con su escuadrón esforzado.

Triste estaba y muy penoso,

triste y con gran cuidado.

La una mano en la mejilla

y la otra en el costado.

Hacia Tlacopán miraba.

Pregúntale, buen soldado,

¿Qué sucederá mañana?

Y aún no se habían apagado los ecos, cuando Duero abrazó a Cortés y a Alderete, que estaba a su lado. Fue un momento de emoción extraña, en que quedó como a un lado e invisible todo lo feo y sangriento de la epopeya.

—Don Hernando. Pensáis en la inestabilidad de la suerte. En esta ciudad, que, según vuestra opinión, debe perecer. ¿Conocéis la canción que trata de Nerón, de aquel que hizo incendiar Roma?

Mira Nerón, de Tarpeya,

A Roma como ardía:

Gritos dan niños y viejos

Y él de nada se dolía

Cortés apoyóse de espaldas en el parapeto y vuelto hacia Duero dijo:

—Dios es testigo de cuán a menudo, aun al precio de mi humillación, pedí la paz, la mendigué más bien. Pero mis enviados volvieron con los brazos cortados y las lenguas arrancadas. De nuevo envié otro mensajero, pero siempre en vano. Dios sabe cuán triste es para mí el pensar en los horrores que han de venir. Por eso conduje aquí a los caballeros para que algún día puedan servir de testigos ante nuestro señor Don Carlos, de que vieron con sus propios ojos la intacta belleza de la más hermosa de las ciudades del Nuevo Mundo y quizá también la más hermosa de la vieja España: Méjico.

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