La creciente esfera había consumido ya el ochenta por ciento del volumen del arma caché. Las ondas de choque se dirigían a toda velocidad hacia la superficie del gigante gaseoso: en cuestión de nanosegundos, el arma dejaría de existir para convertirse en una brillante nube en un extremo de su rayo.
Ya casi había agotado el espacio de procesamiento. Comenzó a descartar funciones sensoriales superiores, desprendiéndose de partes de sí misma. Lo hacía según un curioso criterio, intentando preservar un núcleo diminuto de inteligencia hasta el último instante. No había más decisiones que tomar, no había nada más pendiente, excepto la propia destrucción, pero tenía que comprobarlo, tenía que aferrarse a su capacidad sensorial lo suficiente como para saber que había causado los destrozos deseados.
El noventa y nueve por ciento del arma caché era ahora una bola rodante de fuego infernal foto leptónico. Sus sistemas pensantes se habían reducido a una fina capa en el interior de la piel del arma: una capa que comenzaba a resquebrajarse, separándose y rasgándose por las ondas de choque de la explosión. La inteligencia de la máquina fue descendiendo por la escala cognitiva hasta que lo único que le quedaba era el obstinado discernimiento de su propia existencia y el hecho de que estaba allí para hacer algo.
La luz atravesó el último milímetro del blindaje. Para entonces ya le estaban llegando los primeros retornos visuales de Haldora. Las cámaras de la parte exterior del arma caché retransmitían las noticias al menguante núcleo de lucidez que era lo único que le quedaba de su anteriormente astuta inteligencia.
El rayo tocó el planeta y provocó algo que se expandía desde el punto del impacto en una onda de distorsión óptica.
La mente del arma terminó de marchitarse. Lo último que se permitió a sí misma fue un menguante estremecimiento de culminación.
En las profundidades de la
Lady Morwenna
, en la gran sala de la Fuerza Motriz, varias cosas sucedieron casi al mismo tiempo. Un intenso resplandor de luz inundó la sala a través de las estrechas y descoloridas rendijas de las ventanas utilitarias sobre los manguitos de conexión. Glaur, el jefe de turno, estaba parpadeando tras el fogonazo de luz (tenía grabados los sistemas de propulsión en su retina en negativo, en colores verdes y rosas) cuando advirtió que la maquinaria perdía su habitual sincronización: el intrincado baile aéreo de manguitos y válvulas y compensadores parecieron durante un instante de infarto alojarse, despedazándose a sí mismos y a cualquiera que estuviera cerca formando una sangrienta amalgama de metal y carne.
Pero ese instante pasó. Los reguladores y amortiguadores funcionaban como era debido, obligando al mecanismo a volver a su ritmo sincopado. Hubo gemidos y chirridos de protesta mecánica, ensordecedores, dolorosos como si cientos de toneladas de metal en movimiento lucharan contra las restricciones de las bisagras y las válvulas de manguitos, pero nada estaba suelto en realidad, ni nada cayó volando hacia él. Glaur se dio cuenta entonces de que las luces de emergencia estaban parpadeando en el reactor así como en las cajas de servocontrol de la cadena principal de propulsión.
La ola de movimientos descoordinados se había extinguido y controlado dentro de la sala de la Fuerza Motriz, pero estos mecanismos eran solo una parte de la cadena: la ola seguía viajando. En medio segundo pasó a través de los sellos herméticos de la pared y salió al vacío. Un observador que contemplase la
Lady Morwenna
desde lejos habría percibido que los habitualmente suaves movimientos de los arbotantes perdían su coordinación. Glaur no necesitaba estar fuera: él sabía exactamente lo que estaba a punto de suceder, lo veía en su imaginación con la claridad de un esquema mecánico. Incluso echó mano a un asidero sin tomar conscientemente esa decisión.
La
Lady Morwenna
tropezó. Enormes masas oscilantes de maquinaria en movimiento (normalmente en contrapeso, de forma que los pasos de la catedral se sintiesen únicamente como un ligero balanceo incluso en lo más alto de la Torre del Reloj) estaban estrepitosamente desequilibradas. La catedral se inclinaba primero a un lado y luego al otro. El efecto era catastrófico y predecible: los bandazos enviaban una nueva sacudida a través del mecanismo de propulsión y todo el proceso comenzaba de nuevo incluso antes de que el último bandazo se hubiera extinguido.
Glaur hizo rechinar sus dientes y aguantó. Observó el suelo inclinarse fatídicamente varios grados. Se activaron automáticamente las alarmas sonoras. Las luces de emergencia rojas parpadeaban desde las alturas abovedadas de la cámara. Una voz sonó en el sistema neumático de comunicación. Alcanzó el micrófono y elevó su voz sobre el ruido de fondo.
—Soy el inspector general, ¿qué está pasando exactamente?
—Soy Glaur, señor, no lo sé. Hubo un destello… Los sistemas se han vuelto locos. Si no me equivoco, diría que alguien acaba de hacer estallar una potente carga de demolición que ha alcanzado nuestras cajas de cambio electrónicas.
—No era una carga nuclear. Quiero decir, ¿qué pasa con tu control de la catedral?
—Va sola, señor.
—¿Se va a venir abajo? Glaur miró a su alrededor.
—No, señor, no.
—¿Se saldrá del Camino?
—No, señor, eso tampoco.
—Muy bien. Solo quería asegurarme. —Grelier hizo una pausa durante la cual Glaur oyó algo raro, como un hervidor de agua silbando.
—Glaur… ¿Qué ha querido decir con que «va sola»?
—Quiero decir, señor, que está en control automático, el modo que se utiliza en momentos de emergencia. El control manual está bloqueado para las próximas veintiséis horas. El capitán Seyfarth me obligó a hacerlo, señor, me dijo que era una orden de la Torre del Reloj. Así que ahora no pararemos, no podemos parar.
—Gracias —dijo Grelier en voz baja.
Por encima de todos ellos algo iba terriblemente mal en Haldora. En el punto en el que había impactado el rayo del arma, algo parecido a una ola se había desencadenado, expandiéndose en ondas concéntricas. La propia arma había desaparecido ya, incluso el rayo se había evaporado en Haldora y ahora solo quedaba una nube plateada que se iba dispersando en el punto en el que el aparato había sido activado.
Pero sus efectos continuaban. Dentro de la onda expansiva estaban ausentes los habituales remolinos y bandas químicas de un gigante gaseoso. En lugar de eso, solo había una magulladura rojo rubí, lisa e indistinguible. En segundos creció para abarcar todo el planeta. Lo que había sido Haldora ahora era algo parecido a un ojo inyectado en sangre.
Permaneció así durante varios segundos, mirando siniestramente a Hela. Entonces comenzaron a aparecer marcas en la esfera rojo rubí. No se trataba de las comas o las colas de caballo de las aleatorias bandas químicas, no eran las franjas de los diferentes cinturones de rotación, ni los ciclópeos ojos de las grandes tormentas. Estas marcas eran regulares y precisas, como el estampado de una alfombra. Se iban perfilando como si fuesen realizadas y perfeccionadas por una mano invisible. Entonces empezaron a cambiar: ahora parecían un laberinto ornamental cuidadosamente recortado, ahora insinuaban los pliegues de un cerebro. El color variaba desde el rojo rubí hasta el bronce o la plata vieja. Del planeta emergieron mil púas. Las púas se sostuvieron unos segundos para después desplomarse de nuevo en un mar de homogéneo mercurio. El mercurio se convirtió en un tablero de ajedrez; el tablero se convirtió en un paisaje urbano esférico de una complejidad fabulosa; la ciudad se convirtió en un creciente Armagedón.
El planeta regresó, pero ya no era el mismo. En un abrir y cerrar de ojos, Haldora se convirtió en otro gigante gaseoso, y después en otro. Los colores y las franjas eran cada vez diferentes. En el cielo aparecieron anillos. Una guirnalda de lunas, orbitando en procesiones imposibles. Dos juegos de anillos se cruzaban en ángulo, atravesándose los unos a los otros. Una docena de lunas perfectamente cuadradas.
Un planeta con un gran pedazo arrancado, como una tarta de boda a medio comer.
Un planeta que era un espejo donde se reflejaban las estrellas.
Un planeta dodecaedro. Nada.
Durante unos segundos solo hubo una esfera negra allí colgada. Luego la esfera comenzó a temblar, como un globo lleno de agua.
Al fin, el gran mecanismo de ocultación se estaba desmoronando.
Quaiche se llevó las manos a los ojos, emitiendo débiles gritos, repitiendo lastimosamente: «Estoy ciego, estoy ciego».
Grelier dejó caer el tubo neumático del comunicador. Se inclinó hacia el deán sacando del bolsillo de su túnica un aparato óptico con mango de marfil y observando los temblorosos y horripilantes ojos desnudos de Quaiche. Con la otra mano hacía sombra sobre ellos, observando la reacción de los irises que se contraían rápidamente.
—No estás ciego —dijo—. Al menos, no de ambos ojos.
—El resplandor…
—El resplandor ha dañado tu ojo derecho. No me sorprende: estabas mirando directamente a Haldora cuando ha sucedido y no tienes reflejos de parpadeo, claro está. Pero resulta que hemos comenzado a dar bandazos al mismo tiempo. Lo que haya causado el resplandor también ha desajustado las máquinas de Glaur. Ha bastado para perturbar el rayo óptico de los aparatos recolectores de la buhardilla y te has librado del efecto del resplandor en ambos ojos.
—Estoy ciego —repitió Quaiche, como si no hubiera oído nada de lo que Grelier le había dicho.
—Aún puedes verme —dijo Grelier moviendo la mano—, así que deja de lloriquear.
—Ayúdame.
—Te ayudaré si me dices qué acaba de pasar, y también por qué demonios la
Lady Mor
está en modo automático. La voz de Quaiche recobró cierta calma.
—No sé qué ha pasado. Si supiera que iba a pasar, ¿crees que lo habría estado mirando?
—Me imagino que han sido tus amigos los ultras. Tenían gran interés por Haldora, ¿no es así?
—Dijeron que iban a enviar paquetes con instrumentación.
—Creo que te han contado una trola.
—Me la creí.
—Aún no me has dicho nada del control automático. Glaur dice que no podemos parar.
—Un bloqueo de veintiséis horas —dijo Quaiche, como si leyera un manual técnico—. Se usa en caso de completa ausencia de autoridad en la catedral, garantizando así que la
Lady Mor
continúa moviéndose por el Camino hasta que se restablezca el orden. Todos los controles manuales del reactor y los sistemas de propulsión están bloqueados con un sistema sellado a prueba de manipulación y sistema retardado de apertura. Las cámaras de orientación detectan el Camino, los giroscopios evitan que nos desviemos, incluso si hubiera una falta total de referencias visuales, y además los múltiples rastreadores de estrellas ayudan a la navegación celeste. Además hay un cable de inducción enterrado que podemos seguir si todo lo demás falla.
—¿Cuándo se conectó el bloqueo?
—Fue lo último que hizo Seyfarth antes de partir hacia la
Infinito
.
Hace ya muchas horas
, pensó Grelier,
pero menos de veintiséis
.
—Entonces la catedral va a cruzar el puente y nada podrá detenerla si no es un sabotaje.
—¿Has probado a sabotear un reactor últimamente, Grelier? ¿O una máquina de mil toneladas en movimiento?
—Solo me preguntaba cuáles serían las opciones.
—La única opción es que la catedral cruce ese puente, inspector general.
Era una diminuta nave de superficie a órbita, apenas mayor que la cápsula de reentrada que llevó a Khouri a Ararat. Salió de la panza de la
Nostalgia por el Infinito
, impulsada por el más leve susurro de propulsión. A través de los parches transparentes en la cabina, Escorpio observó la enorme y anciana nave alejarse, más como un paisaje en movimiento que como otra nave. Resopló: al fin podía ver los cambios por sí mismo.
Asombrosas y terribles cosas estaban sucediéndole a la
Nostalgia por el Infinito
. Conforme realizaba su lento acercamiento a la superficie de Hela, enormes trozos de la superficie del casco se iban desconchando, planchas del revestimiento biomecánico y escudos antiradiación se desprendían como escamas de piel muerta. Mientras la nave se aproximaba a Hela, las piezas se iban quedando detrás, formando una cola oscura como la de un cometa. Era el camuflaje perfecto para Escorpio, permitiéndole partir sin ser detectado.
Nada de aquello era casual, como bien sabía Escorpio. La nave no se estaba rompiendo por el desequilibrio de las tensiones en su acercamiento perpendicular a Hela. Lo hacía porque el Capitán había decidido deshacerse de trozos enteros de sí mismo. En las zonas en las que el blindaje había desaparecido, las entrañas de la nave quedaban al descubierto, mostrando su desconcertante maraña. E incluso allí, en las sólidas profundidades de la
Nostalgia por el Infinito
se habían emprendido grandes reformas. Los procesos transformadores habituales del capitán se habían acelerado. Los antiguos mapas de la nave eran ahora completamente inservibles. Nadie tenía ni la menor idea de cómo orientarse por los distritos más profundos. No es que importara mucho, ya que la tripulación estaba apiñada en una diminuta zona estable cerca de la punta, y si había alguien vivo y calentito en las partes más bajas de la nave que se estaban transformando, eran únicamente los últimos elementos de la Guardia de la Catedral. En opinión de Escorpio, era poco probable que siguiesen vivos y calientes durante mucho tiempo.
Nadie le había pedido al Capitán que hiciese esto, al igual que nadie le había dicho que descendiese a Hela. Incluso si hubiera habido una rebelión, incluso si alguno de los notables hubiera decidido abandonar a Aura, no habría podido cambiar nada. El Capitán John Brannigan había tomado una decisión.
Cuando salió de la nube de fragmentos de desecho, Escorpio ordenó a su nave que acelerase más. Hacía mucho tiempo que no se sentaba tras los mandos de una nave espacial, pero eso no importaba: la pequeña máquina sabía exactamente dónde tenía que ir. Hela giraba bajo sus pies. Vio el arañazo diagonal de la falla y la raya más pequeña del puente. Aumentó la imagen y la estabilizó recorriendo la distancia desde el puente hasta enfocar la diminuta forma de la
Lady Morwenna
, arrastrándose hacia el final de la llanura. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo a bordo en ese momento. Desde la aparición de la maquinaria de Haldora, todos los intentos por comunicarse con Quaiche o sus rehenes habían sido inútiles. Quaiche debía haber destruido o desconectado todos los canales de comunicación al no desear tener más distracciones ajenas ahora que finalmente se había hecho con el control de la
Nostalgia por el Infinito
. Lo único que Escorpio podía hacer era asumir que Aura y los demás seguían a salvo y que aún quedaba algo de racionalidad en la mente de Quaiche. Si no podía contactar con ellos mediante métodos convencionales, tendría que enviarles una señal muy obvia y convincente para que se detuviesen. La nave de Escorpio se dirigía hacia el puente.