El cuerpo del delito (24 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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Tomamos un ascensor y Marino pulsó un botón marcado con las letras HH (Hondo Hondo, según el chiste de la casa). El refugio antiatómico secreto mandado construir por Hoover, el antiguo director del FBI, se encuentra a veinte metros bajo tierra y a mí siempre me ha parecido muy acertado que la Academia decidiera localizar su Unidad de Ciencias Conductistas más cerca del infierno que del cielo. Las denominaciones cambian. Según mis últimas noticias, el FBI llamaba ahora a los expertos en diseños de perfiles Criminal Investigative Agents (Agentes de Investigación Criminal) o CIA (una sigla destinada a sembrar la confusión). Pero el trabajo no cambia. Siempre habrá psicópatas, sociópatas, asesinos por placer... o como quiera uno llamar a los seres malvados que disfrutan causando un dolor inimaginable a sus semejantes.

Salimos del ascensor y avanzamos por un desangelado pasillo hasta llegar a un desangelado despacho exterior. Inmediatamente apareció Wesley, el cual nos acompañó a una pequeña sala de juntas donde Roy Hanowell se hallaba sentado junto a una reluciente mesa alargada. El experto en fibras nunca parecía reconocerme a primera vista de una reunión a otra. Por eso yo siempre me presentaba cuando me tendía la mano.

—Por supuesto, por supuesto, doctora Scarpetta. ¿Qué tal está usted? —me preguntó, tal como solía hacer siempre.

Wesley cerró la puerta y Marino miró a su alrededor, frunciendo el ceño, enfurecido al no ver ningún cenicero. Tendría que utilizar una lata vacía de Coke dietético. Reprimí el impulso de sacar mi cajetilla. La Academia estaba tan exenta de humo de tabaco como una unidad de cuidados intensivos.

La espalda de la blanca camisa de Wesley estaba arrugada y sus ojos mostraban una expresión muy cansada y preocupada cuando empezó a examinar los papeles de una carpeta. Fue inmediatamente al grano.

—¿Alguna novedad sobre Sterling Harper? —preguntó.

Yo había estudiado los resultados de los exámenes histológicos sin sorprenderme en exceso y sin que ello me permitiera establecer la causa de su repentina muerte.

—Padecía leucemia mielocítica crónica —contesté.

Wesley levantó la vista.

—¿Fue la causa de su muerte?

—No. En realidad, ni siquiera estoy segura de que ella lo supiera —dije.

—Interesante —comentó Hanowell—. ¿Puede uno estar enfermo de leucemia sin saberlo?

—El inicio de la leucemia crónica es insidioso —expliqué—. Puede que los síntomas fueran simplemente sudores nocturnos, cansancio o pérdida de peso. Por otra parte, es posible que le fuera diagnosticado hace algún tiempo y se encontrara en fase de remisión. No estaba sufriendo una crisis. No se registraban infiltraciones leucémicas progresivas y no padecía ninguna infección significativa.

Hanowell me miró perplejo.

—Pues entonces, ¿por qué se murió?

—No lo sé —reconocí.

—¿Algún medicamento? —preguntó Wesley, tomando apuntes.

—En toxicología han iniciado la segunda fase de análisis —contesté—. El informe preliminar indica una alcoholemia de coma cero tres. Además, se han encontrado rastros de dextromethorphan, un antitusígeno que figura en la fórmula de numerosos jarabes que se venden sin receta. En el lugar de los hechos encontramos un frasco de Robitussin en el lavabo de su cuarto de baño del piso de arriba. Estaba lleno hasta más de la mitad de su contenido.

—O sea que eso no pudo ser la causa —musitó Wesley para sus adentros.

—Aunque se hubiera tomado todo el frasco, no hubiera ocurrido nada —le dije—. Reconozco que es un poco desconcertante —añadí.

—¿Me tendrá al corriente? Comuníqueme las novedades que se produzcan —dijo Wesley, pasando unas páginas y llegando al segundo tema de su agenda—. Roy examinó las fibras del caso de Beryl Madison. Queremos hablar de ello. Y después, Pete, Kay... —levantó la vista para mirarnos—, hay otro asunto que quisiera discutir con ustedes dos.

Wesley no parecía muy contento y yo tenía la impresión de que la razón de que nos hubiera convocado allí tampoco iba a ser un motivo de alegría para mí. Hanowell, en cambio, se mostraba tan imperturbable como siempre. Su cabello, sus cejas y sus ojos eran de color gris. Siempre que yo le veía, me parecía un ser medio adormilado y gris, tan incoloro y apagado que a veces estaba tentada de preguntarme si tenía presión sanguínea.

—Con una sola excepción —empezó diciendo lacónicamente Hanowell—, las fibras que me pidieron que examinara, doctora Scarpetta, revelan muy pocas sorpresas... en las secciones transversales no se observan tintes ni formas insólitas. He llegado a la conclusión de que las seis fibras de nailon proceden muy probablemente de seis orígenes distintos, tal como ya suponíamos el experto de Richmond y yo. Cuatro de ellas coinciden con las de los tejidos utilizados en la fabricación de las alfombras de automóviles.

—Y eso, ¿cómo lo ha averiguado? —preguntó Marino.

—La tapicería y las alfombras de nailon se degradan muy rápidamente por efecto de la luz solar y el calor, tal como usted puede imaginar —dijo Hanowell—. Si las fibras no se someten a un proceso de tinte premetalizado, que les añade estabilizadores de temperatura y de rayos ultravioleta, las alfombras de los automóviles se decoloran o se pudren en un santiamén. Utilizando fluorescencia de rayos X he podido detectar residuos metálicos en cuatro de las fibras de nailon. Aunque no puedo asegurar con certeza que el origen de esas fibras sean unas alfombras de automóvil, digo que coinciden con éstas.

—¿Hay alguna posibilidad de que se pueda establecer la marca y el modelo? —preguntó Marino.

—Me temo que no —contestó Hanowell—. A no ser que se trate de una fibra muy insólita con una modificación patentada, descubrir al fabricante no servirá de mucho, sobre todo si los vehículos en cuestión se hubieran fabricado en el Japón. Le voy a dar un ejemplo. El precursor de la alfombra de un Toyota son unos aglomerados de plástico que se envían desde nuestro país al Japón. Allí se transforman en fibras y el hilo se envía de nuevo aquí para la fabricación de las alfombras. La alfombra se envía al Japón y allí se coloca en los automóviles que salen de la cadena de montaje.

Sus monótonas explicaciones me estaban hundiendo cada vez más en la desesperanza.

—También tenemos quebraderos de cabeza con los automóviles fabricados en los Estados Unidos. La Chrysler Corporation, por ejemplo, puede obtener un cierto color de sus alfombras a través de tres proveedores distintos. En pleno proceso de fabricación de un modelo del año, la Chrysler puede decidir cambiar de proveedores. Supongamos, teniente, por ejemplo, que usted y yo tenemos sendos Le Barons negros del ochenta y siete con tapicería interior de color borgoña. Bueno pues, los proveedores de la alfombra de color borgoña del mío pueden ser distintos de los proveedores de la suya. Lo cual quiere decir que lo único significativo en las fibras de nailon que he examinado es su variedad. Dos podrían proceder de una alfombra doméstica. Cuatro podrían pertenecer a alfombras de automóvil. Los colores y las secciones transversales varían. A todo ello añádale el hallazgo de la olefina, el Dynel y las fibras acrílicas y el resultado será un batiburrillo de lo más curioso.

—Está claro —terció Wesley— que el asesino ejerce una profesión o tiene una actividad que le pone en contacto con muchos tipos de alfombras. Y, cuando asesinó a Beryl Madison, llevaba una prenda a la que se adherían con facilidad numerosas fibras.

Pudo ser una prenda de lana, pana o franela, pensé, a pesar de que no se había encontrado ninguna fibra de lana o de algodón teñido que pudiera proceder del asesino.


¿Y
qué puede decirnos del Dynel? —pregunté.

—Suele utilizarse en prendas de mujer. Pelucas, abrigos de piel sintética y cosas así —contestó Hanowell.

—Sí, pero no exclusivamente —dije yo—. Una camisa o unos pantalones fabricados con Dynel crean electricidad estática como el poliéster, dando lugar a que se les adhieran toda clase de cosas. Eso podría explicar por qué llevaba encima tantos vestigios.

—Es posible —dijo Hanowell.

—O sea que a lo mejor el tío llevaba una peluca —apuntó Marino—. Sabemos que Beryl le franqueó la entrada, es decir, que no se sintió amenazada por su presencia. Las mujeres no suelen sentirse amenazadas cuando aparece en su puerta otra mujer.

—¿Un travestí? —dijo Wesley.

—Podría ser —contestó Marino—. Algunos de ellos son unas chicas preciosas. Es tremendo. Son capaces de engañarme incluso a mí a menos que les examine detenidamente la cara.

—Si el atacante hubiera ido disfrazado —dije yo—, ¿cómo se explicaría la presencia de las fibras que llevaba adheridas? Si el origen de las fibras fuera su lugar de trabajo, está claro que allí no se hubiera presentado disfrazado.

—A no ser que trabaje disfrazado en la calle —dijo Marino—. Y se pase la noche entrando y saliendo de los automóviles de los clientes o tal vez entrando y saliendo de habitaciones de motel con suelos alfombrados.

—En tal caso, la elección de la víctima no tendría ningún sentido —comenté yo.

—No, pero la ausencia de líquido seminal sí la podría tener —replicó Marino—. Los travestis masculinos, los putones, no suelen andar por ahí violando a las mujeres.

—Tampoco suelen andar por ahí asesinándolas —dije yo.

—He mencionado una excepción —añadió Hanowell, consultando su reloj—. Se trata de la fibra acrílica de color anaranjado por la que usted sentía tanta curiosidad —dijo clavando sus grises e imperturbables ojos en mí.

—La fibra en forma de trébol de tres hojas —recordé.

—Sí —dijo Hanowell asintiendo—. La forma es muy insólita y el propósito, como en todas las trilobuladas, es disimular la suciedad y dispersar la luz. El único lugar que yo conozco donde se podrían encontrar fibras de esta forma son los Plymouth fabricados a finales de la década de los setenta... Son fibras pertenecientes a la alfombra de nailon y su sección transversal tiene la misma forma de trébol de tres hojas que la sección transversal de la fibra anaranjada descubierta en el caso de Beryl Madison.

—Pero la fibra anaranjada es acrílica —le recordé yo—. No es de nailon.

—Muy cierto, doctora Scarpetta —dijo Hanowell—. Le estoy facilitando todos estos datos para subrayarle las singulares propiedades de la fibra en cuestión. El hecho de que sea acrílica y no de nailon y el hecho de que los colores tan vivos como el anaranjado casi nunca se usen en las alfombras de los automóviles nos ayuda a descartar numerosos orígenes... incluyendo los Plymouth fabricados a finales de la década de los setenta. O cualquier otro automóvil que se le pueda ocurrir.

—¿O sea que usted nunca ha visto nada semejante a esta fibra anaranjada? —preguntó Marino.

—A eso iba —contestó Hanowell en tono vacilante.

—El año pasado —terció Wesley— recibimos una fibra idéntica a esta anaranjada cuando a Roy le pidieron que examinara los rastros recuperados en un Boeing 747 secuestrado en Atenas. Estoy seguro de que recordarán el incidente.

Silencio.

Hasta Marino se había quedado momentáneamente sin habla.

Wesley siguió adelante, mirándonos con expresión sombría..

—Los secuestradores asesinaron a dos soldados norteamericanos que se encontraban a bordo y arrojaron sus cuerpos a la pista. Chet Ramsey era un infante de Marina de veinticuatro años, el primero en ser arrojado desde el aparato. La fibra anaranjada estaba adherida a la sangre de su oreja izquierda.

—¿Y si la fibra hubiera procedido del interior del avión? —pregunté yo.

—Parece ser que no —contestó Hanowell—. La comparé con muestras de la alfombra, de la tapicería de los asientos, y de las sábanas guardadas en los compartimentos superiores y no encontré nada igual o que tan siquiera se le pareciera. O Ramsey recogió la fibra en otro lugar, cosa no muy probable puesto que la fibra estaba adherida a sangre reciente, o fue el resultado de una transferencia pasiva desde uno de los terroristas a él. La única alternativa que se me ocurre es que la fibra procediera de otro pasajero, pero, en tal caso, esta persona hubiera tenido que tocarle después de que le causaran la lesión. Según el relato de un testigo presencial de los hechos, ninguno de los demás pasajeros se le acercó. Ramsey fue conducido a la parte anterior del aparato, lejos de los restantes pasajeros, y golpeado; después le pegaron un tiro, envolvieron su cuerpo en una de las mantas del avión y lo arrojaron a la pista. Por cierto, la manta era de color tostado.

Marino fue el primero que lo dijo y sin el menor tinte humorístico, por cierto:

—¿Le importa explicar qué coño tiene que ver un secuestro en Grecia con el asesinato de dos escritores en Virginia?

—La fibra establece una relación entre por lo menos dos de los incidentes —contestó Hanowell—. El secuestro y la muerte de Beryl Madison. Eso no significa que ambos delitos estén relacionados, teniente, pero esta fibra anaranjada es tan insólita que conviene tener en cuenta la posibilidad de que exista algún común denominador entre lo que ocurrió en Atenas y lo que ahora está ocurriendo aquí.

Era una certeza más que una posibilidad. Había un común denominador. Persona, lugar u objeto, pensé. Tenía que ser una de las tres cosas. Los detalles estaban surgiendo muy despacio en mi mente.

—No pudieron interrogar a los terroristas —dije—. Dos de ellos acabaron muertos. Otros dos consiguieron escapar y no han sido atrapados.

Wesley asintió con la cabeza.

—¿Estamos seguros de que eran terroristas, Benton? —pregunté.

—Jamás conseguimos relacionarlos con ningún grupo terrorista —contestó Wesley tras una pausa—. Pero se supone que pretendían montar un número antinorteamericano. El aparato era norteamericano, al igual que un tercio del pasaje.

—¿Qué prendas vestían los secuestradores? —pregunté.

—Ropa de paisano. Pantalón, camisa con el cuello desabrochado, nada fuera de lo corriente —contestó Wesley.

—¿Y no se encontró ninguna fibra anaranjada en los cuerpos de los dos secuestradores muertos? —inquirí.

—No lo sabemos —contestó Hanowell—. Los abatieron a tiros en la pista y nosotros no actuamos con la suficiente rapidez como para reclamar los cuerpos y trasladarlos aquí para su examen junto con los de los dos soldados norteamericanos asesinados. Por desgracia, el informe sobre la fibra anaranjada lo recibí de la autoridades griegas. Yo no examiné ni la ropa ni los vestigios de los secuestradores. Es evidente que pudieron pasarse por alto muchos detalles. Pero, aunque se hubieran recuperado una o dos fibras en el cuerpo de uno de los secuestradores, eso no nos hubiera indicado necesariamente el origen.

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