No observé el menor brillo de reconocimiento en los grises ojos que me miraron por encima de las gafas de lectura.
—Parece muy antiguo —añadí—. Una buena imitación, pero un tratamiento un tanto insólito del tema. La niña tiene unos nueve, diez o todo lo más doce años, pero viste más bien como una joven, toda de blanco, sentada en un banco y sosteniendo un cepillo de plata para el cabello.
Me hubiera dado de bofetadas por no haber tomado una fotografía Polaroid del lienzo. Guardaba la cámara en mi maletín médico, pero estaba tan alterada que la idea ni siquiera me había pasado por la cabeza.
—Mire —dijo el señor Hilgeman mientras se encendía en sus ojos un leve fulgor—, creo recordar eso de que usted me habla. El retrato de una niña muy bonita, pero un poco insólito, como usted dice. Sí. Recuerdo que era muy sugerente.
Decidí no espolearle.
—Debe de hacer por lo menos quince años... Déjeme pensar —se acercó el índice a los labios—. No —añadió, sacudiendo la cabeza—. No fui yo.
—¿No fue usted? ¿Qué quiere decir? —le pregunté.
—Yo no enmarqué el lienzo. Debió de hacerlo Clara. Una ayudante que entonces trabajaba aquí. Creo... mejor dicho, estoy seguro, de que lo enmarcó Clara. Un trabajo bastante caro y que, en realidad, no merecía la pena, si he de serle sincero. El cuadro no era demasiado bueno. En realidad, fue uno de sus trabajos menos logrados...
—¿Se refiere usted a Clara? —pregunté, interrumpiéndole.
—Me refiero a Sterling Harper. —El señor Hilgeman me miró inquisitivamente.— Ella es la artista. Debió de ser hace quince años, cuando se dedicaba mucho a pintar. Tengo entendido que había un estudio en la casa. Yo nunca estuve allí, claro. Pero ella solía traernos algunos de sus trabajos, en general naturalezas muertas o paisajes. El cuadro que a usted le interesa es el único retrato que yo recuerde.
—¿Cuánto tiempo hace que lo pintó?
—Por lo menos quince años, tal como ya le he dicho.
—¿Alguien posó para ella? —pregunté.
—Pudo hacerlo a través de una fotografía... —El señor Hilgeman frunció el ceño—. Pero, en realidad, no puedo contestar a su pregunta. Si alguien posó, no sé quién pudo ser.
Disimulé mi sorpresa. Beryl debía de tener entonces dieciséis o diecisiete años y vivía en Cutler Grove. ¿Acaso el señor Hilgeman y la gente de la ciudad no lo sabían?
—Es una pena —añadió en tono pensativo—. Unas personas tan dotadas e inteligentes. No tenían hijos ni parientes.
—¿Amigos tampoco? —pregunté.
—La verdad es que no conozco personalmente a ninguno de los dos —contestó.
Ni los conocerá, pensé morbosamente.
Marino estaba limpiando el parabrisas con un paño de gamuza cuando regresé al parking. La nieve fundida y la sal arrojada por los equipos de limpieza habían ensuciado su precioso automóvil negro y no estaba muy contento que se diga. En el suelo junto a la portezuela del conductor había toda una colección de colillas de cigarrillo procedentes del cenicero que Marino había vaciado allí sin contemplaciones.
—Dos cosas —dije mientras ambos nos abrochábamos los cinturones de seguridad—. En la biblioteca de la mansión hay un cuadro de una niña rubia que, al parecer, la señorita Harper hizo enmarcar en esta tienda hace unos quince años.
—¿Beryl Madison? —dijo Marino, sacando el encendedor.
—Podría ser un retrato suyo —contesté—. Pero, en tal caso, la representa con una edad inferior a la que ella tenía cuando los Harper la conocieron. El tratamiento del tema es un poco curioso. Parece algo así como una Lolita...
—¿Cómo?
—Sexualmente atractiva —dije sin andarme por las ramas—. Una niña pintada con rasgos sensuales.
—Ya. Ahora me va usted a decir que Cary Harper era un pederasta en secreto.
—En primer lugar, el cuadro lo pintó su hermana —dije.
—Mierda —exclamó Marino.
—En segundo lugar —añadí—, me da la sensación de que el dueño de la tienda no tiene ni idea de que Beryl vivió con los Harper. Eso me induce a preguntarme si otras personas lo sabían. En caso contrario, no sé cómo pudo ser. La chica vivió varios años en la mansión, Marino. Eso está a tres kilómetros de la ciudad. Y la ciudad es muy pequeña.
Marino miró hacia adelante y siguió conduciendo sin decir nada.
—Bueno —añadí—, puede que eso no sean más que vanas conjeturas. Vivían muy aislados. A lo mejor, Cary Harper hizo todo lo posible por ocultar a Beryl de los ojos del mundo. Sea como fuere, la situación no me parece muy normal que digamos. Pero, a lo mejor, no tiene nada que ver con sus muertes.
—Qué carajo —exclamó bruscamente Marino—, «normal» no es la palabra más apropiada. Tanto si vivían aislados como si no, es absurdo que nadie supiera que la chica vivía allí. A no ser que la mantuvieran encerrada o encadenada a la pata de una cama. Condenados pervertidos. Odio a los pervertidos. Aborrezco a la gente que se encapricha de los niños, ¿sabe? —Marino se volvió a mirarme—. La aborrezco con toda mi alma. Sigo con la misma impresión que al principio.
—¿Qué impresión?
—La de que el señor premio Pulitzer se cargó a Beryl —contestó Marino—. Sabe que ella se irá de la lengua en su libro, se asusta y va a verla armado con un cuchillo.
—En tal caso, ¿quién lo mató a él?
—Puede que la chiflada de su hermana.
Quienquiera que hubiera asesinado a Cary Harper tenía que haber sido alguien lo bastante fuerte como para dejarle casi inmediatamente sin sentido con los golpes y, por otra parte, el hecho de cortarle a alguien la garganta no encajaba con la figura de un agresor de sexo femenino. De hecho, yo jamás había visto ningún caso en el que una mujer hubiera hecho algo semejante.
Tras un prolongado silencio, Marino preguntó:
—¿Tuvo usted la impresión de que la hermana de Harper chocheaba?
—Me pareció un tanto excéntrica, pero no chocheaba —contesté.
—¿Una loca?
—No.
—Basándome en la descripción que usted me ha hecho, no me parece que su reacción ante el asesinato de su hermano fuera precisamente la más adecuada —dijo Marino.
—Estaba bajo los efectos de un
shock
, Marino. Las personas que sufren un
shock
no reaccionan de manera adecuada a nada.
—¿Cree usted que se suicidó?
—Es posible, por supuesto —contesté.
—¿Encontró alguna sustancia en el lugar de los hechos?
—Sólo medicamentos que se venden sin receta, ninguno de ellos mortal —contesté.
—¿Ninguna lesión?
—No he visto ninguna.
—Entonces, ¿sabe usted qué demonios la ha matado? —me preguntó Marino, mirándome con dureza.
—No —contesté—. En este momento, no tengo absolutamente la menor idea.
—Supongo que ahora regresará a Cutler Grove —le dije a Marino mientras éste aparcaba en la parte de atrás del edificio de mi departamento.
—La perspectiva me entusiasma —masculló—. Vaya a casa y procure dormir.
—No olvide la máquina de escribir de Harper.
Marino se sacó el encendedor del bolsillo.
—La marca y el modelo y todas las cintas usadas —le recordé.
Encendió un cigarrillo.
—Y cualquier papel de cartas o de máquina de escribir que haya en la casa. Le sugiero que recoja usted mismo la ceniza de la chimenea. Va a ser extremadamente difícil conservarla...
—No se ofenda, doctora, pero me está usted empezando a parecer mi madre o algo por el estilo.
—Marino —repliqué—, hablo en serio.
—Sí, muy en serio... y yo le digo muy en serio que tiene que irse a dormir.
Marino estaba tan desanimado como yo y probablemente también andaba falto de sueño.
La entrada posterior estaba cerrada y el suelo de cemento aparecía totalmente lleno de manchas de gasolina. En el depósito de cadáveres percibí el molesto zumbido de la electricidad y los generadores que apenas notaba durante la jornada laboral. La vaharada de aire viciado me pareció insólitamente intensa cuando entré en la cámara frigorífica.
Los cuerpos habían sido colocados juntos contra la pared de la izquierda. Tal vez fue porque estaba muy cansada, pero, cuando aparté la sábana que cubría a Sterling Harper, noté una sensación de debilidad en las rodillas y se me cayó el maletín médico al suelo. Recordé la delicada belleza de su rostro y el terror de sus ojos cuando se abrió la puerta posterior de la mansión y ella me vio atendiendo a su hermano muerto con las manos enguantadas totalmente manchadas de sangre. El hermano y la hermana estaban presentes y podíamos dar razón de su paradero. Era lo único que necesitaba saber. La volví a tapar suavemente, cubriendo un rostro ahora tan vacío como una máscara de goma. A mi alrededor asomaban varios pies desnudos con sus correspondientes tarjetas de identificación.
Había observado vagamente la caja amarilla de película fotográfica debajo de la camilla de Sterling Harper al entrar en el frigorífico. Pero sólo cuando me agaché para recoger el maletín y la vi más de cerca, caí en la cuenta de su significado. Kodak de treinta y cinco milímetros, exposición veinticuatro. La película que utilizábamos en mi departamento por contrato del estado era Fuji y siempre pedíamos exposición treinta y seis. Los miembros del personal sanitario que habían trasladado el cuerpo de la señorita Harper ya se habrían marchado muchas horas antes y, además, no habrían tomado ninguna fotografía.
Salí nuevamente al pasillo. Me llamó la atención la luz del ascensor, detenido en el segundo piso. ¡Alguien más se encontraba en el edificio! Probablemente el guarda de seguridad que estaría haciendo la ronda. De pronto, tuve un presentimiento y volví a pensar en la caja de película. Asiendo con fuerza la correa del maletín, decidí utilizar la escalera. Al llegar al rellano del segundo piso, abrí sigilosamente la puerta y presté atención antes de entrar. Los despachos del ala este estaban vacíos y las luces apagadas. Giré a la derecha hacia el pasillo principal y pasé por delante de un aula vacía, la biblioteca y el despacho de Helding. No oí ni vi a nadie. Para mi tranquilidad, decidí llamar al servicio de seguridad al entrar en mi despacho.
Se me cortó la respiración cuando le vi. Por un terrible instante, se me quedó la mente en blanco. Estaba examinando hábilmente un archivador abierto. Llevaba el cuello de la chaqueta de la Marina subido hasta las orejas, mantenía los ojos ocultos tras unas gafas oscuras de piloto de aviación y se protegía las manos con unos guantes quirúrgicos. De uno de sus poderosos hombros colgaba la correa de cuero de una cámara fotográfica. Parecía tan sólido y duro como el mármol y yo no pude retirarme con la suficiente rapidez. De repente, las manos enguantadas se detuvieron.
Cuando se abalanzó sobre mí, le arrojé en un reflejo instintivo el maletín médico cual si fuera un martillo olímpico. El impulso que le imprimí lo propulsó con tal fuerza entre sus piernas que el impacto le arrancó las gafas que le ocultaban el rostro. Se dobló hacia adelante retorciéndose de dolor y perdiendo en parte el equilibrio, cosa que yo aproveché para propinarle un puntapié en los tobillos y dejarle tendido en el suelo. No debió de sentirse muy a gusto cuando el duro objetivo metálico de su cámara fue el único cojín entre sus costillas y el suelo.
El material médico se esparció por el suelo cuando yo busqué rápidamente en el maletín el aerosol irritante que siempre llevaba conmigo. Lanzó un rugido en el momento en que el fuerte chorro le alcanzó de lleno la cara. Se frotó los ojos y empezó a rodar por el suelo gritando de dolor mientras yo tomaba el teléfono para pedir socorro. Lo volví a rociar por si acaso justo en el momento en que entraba el guarda. Inmediatamente aparecieron unos oficiales de policía. Mi histérico rehén suplicó que lo llevaran al hospital mientras un oficial le sujetaba las manos a la espalda sin contemplaciones, le colocaba unas esposas y se lo llevaba.
Según su permiso de conducir, el intruso se llamaba Jeb Price, tenía treinta y cuatro años y vivía en la ciudad de Washington. En la parte posterior de sus pantalones de pana llevaba una automática Smith & Wesson de nueve milímetros con catorce cartuchos en el cargador y uno en la cámara.
No recordaba haber entrado en el despacho del depósito de cadáveres y haber tomado las llaves del otro vehículo oficial asignado a mi departamento. Pero debí de hacerlo porque al anochecer aparqué la «rubia» de color azul oscuro en la calzada particular de mi casa. El vehículo, utilizado para el transporte de cadáveres, era muy grande, llevaba la ventanilla posterior discretamente protegida por una cortina y en la parte de atrás tenía un suelo de madera contrachapada que se limpiaba con una manguera varias veces a la semana. El vehículo era una mezcla de automóvil familiar y coche mortuorio, casi tan difícil de aparcar, a mi juicio, como un camión de gran tonelaje.
Como una muerta viviente, subí directamente al piso de arriba sin molestarme en examinar los mensajes telefónicos ni en desconectar el contestador automático. Me dolían el codo y el hombro derechos. Me dolían los huesecillos de la mano. Dejando la ropa en una silla, me tomé un baño caliente y caí rendida en la cama. Profundo, profundo, profundo. Un sueño tan profundo como la muerte. La oscuridad era absoluta y yo trataba de nadar a través de ella como si mi cuerpo fuera de plomo mientras el sonido del teléfono de mi mesilla de noche quedaba bruscamente interrumpido por el contestador automático.
—... no sé cuándo podré volverte a llamar, por consiguiente, presta mucha atención. Escúchame bien, Kay. Me he enterado de lo de Cary Harper...
El corazón me latía violentamente cuando abrí los ojos y la apremiante voz de Mark me arrancó de mi sopor.
—... Por favor, no te metas en eso. No te mezcles en este asunto. Te lo pido por favor. Volveré a hablar contigo en cuanto pueda...
Cuando conseguí descolgar el teléfono, sólo escuché el tono de marcar. Mientras pasaba el mensaje, me recliné contra las almohadas y rompí en sollozos.
A
la mañana siguiente Marino llegó al depósito de cadáveres mientras yo practicaba una incisión en forma de Y en el cuerpo de Cary Harper.
Levanté las costillas y saqué el bloque de órganos de la cavidad torácica mientras Marino lo observaba todo en silencio. El agua de los grifos caía en las pilas, los instrumentos quirúrgicos resonaban y tintineaban y, al fondo de la sala, la larga hoja de un cuchillo chirriaba contra una piedra de afilar que estaba utilizando uno de los auxiliares del depósito de cadáveres. Teníamos cuatro casos aquella mañana y todas las mesas de autopsia de acero inoxidable estaban ocupadas.