—Me parece que ya estoy harto de sus impertinencias —contestó Masterson con exasperante calma—. No respondo muy bien a las amenazas, teniente.
—Y yo no respondo muy bien a alguien que me está tomando el pelo —replicó Marino.
—¿Quién es Frankie? —volví a preguntar yo.
—Le aseguro que no lo sé así de repente —contestó el doctor Masterson—. Pero, si son ustedes tan amables de esperar unos minutos, iré a ver qué datos podemos sacar de nuestro ordenador.
—Gracias —dije—. Esperaremos.
En cuanto el psiquiatra se retiró, Marino empezó a despotricar.
—Menudo cara dura.
—Marino —dije en tono cansado.
—No es que haya muchos jóvenes en este sitio. Apuesto a que el setenta y cinco por ciento de los pacientes debe de superar los sesenta años. Por eso es más fácil recordar a los jóvenes, ¿no cree? El tío sabe muy bien quién es Frankie y probablemente nos podría decir incluso qué número de zapatos calza.
—Tal vez.
—Nada de tal vez. Le digo que el tío nos está tomando el pelo.
—Y lo seguirá haciendo mientras usted siga adoptando esta actitud tan hostil, Marino.
—Mierda. —Marino se levantó y se acercó a la ventana que había detrás del escritorio del doctor Masterson—. No soporto que alguien me venga con mentiras. Le juro que lo mandaré detener en caso necesario. Eso es lo que más me fastidia de los psiquiatras. Les da igual tener por paciente a Jack el Destapador. Te mienten, arropan al animal en la cama y le dan cucharaditas de caldo de gallina como si fuera un angelito. Menos mal que ha dejado de nevar —musitó con incongruencia tras hacer una pausa.
Esperé a que volviera a sentarse y le dije:
—Creo que la amenaza de acusación de complicidad en asesinato ha sido demasiado fuerte.
—Pero le ha hecho efecto, ¿verdad?
—Déle la oportunidad de salvar las apariencias, Marino.
Marino contempló enfurruñado los visillos de la ventana, mientras daba una chupada al cigarrillo.
—Creo que ahora ya ha comprendido que le conviene colaborar —dije.
—Sí, bueno, pero a mí no me conviene perder el tiempo jugando al gato y al ratón con él. En estos momentos, Frankie el Chalado está en la calle pensando cosas raras y es como una maldita bomba de relojera a punto de estallar.
Pensé en mi tranquila casa de mi tranquilo barrio, en la cadena de Cary Harper colgada del tirador de la puerta de atrás y en los murmullos de la voz en mi contestador automático: «¿Tienes el cabello rubio natural o te lo decoloras?» Qué extraño. La pregunta me desconcertaba. ¿Qué más le daba eso a él?
—Si Frankie es el asesino —dije respirando hondo—, no acierto a comprender qué relación puede haber entre Sparacino; y los homicidios.
—Ya veremos —musitó Marino, encendiendo otro cigarrillo y clavando sombríamente la mirada en la puerta.
—¿Qué quiere decir con eso de «ya veremos»?
—Nunca deja de asombrarme la facilidad con la cual una cosa conduce a otra —contestó enigmáticamente.
—¿Cómo? ¿Qué cosas conducen a otras, Marino?
Marino consultó su reloj y soltó una palabrota.
—Pero, ¿dónde demonios se ha metido ése? ¿Se habrá ido a almorzar?
—Esperemos que esté buscando el historial de Frankie.
—Sí, esperemos.
—¿Qué cosas conducen a otras? —volví a preguntar—. ¿En qué está pensando? ¿Le importará concretar un poco más?
—Digamos que tengo el presentimiento de que, de no haber sido por el maldito libro que Beryl estaba escribiendo, los tres aún estarían vivos. Y probablemente Hunt también lo estará.
—Yo no estará tan segura.
—Por supuesto. Usted siempre es muy objetiva. Yo, lo que digo es que tengo este presentimiento. —Marino me miró y se frotó los cansados ojos. Tenía el rostro arrebolado. —Presiento que Sparacino y el libro guardan relación. Es lo que inicialmente relacionó al asesino con Beryl, y después una cosa condujo a la otra. A continuación, va el tipo y se carga a Harper. Y la señorita Harper se traga una cantidad de pastillas suficiente para matar a un caballo antes que quedarse sola en aquella maldita casa mientras el cáncer se la come viva. Y, finalmente, Hunt se cuelga de una viga en calzoncillos.
La fibra anaranjada con su curiosa sección de trébol pasó fugazmente por mi mente junto con el manuscrito de Beryl, Sparacino, Jeb Price, el hijo cinematográfico del senador Partin, la señora McTigue y Mark. Todos ellos eran miembros y ligamentos de un cuerpo que yo no lograba recomponer. De una inexplicable manera, eran la alquimia mediante la cual unas personas y unos acontecimientos aparentemente no relacionados entre sí se habían convertido en Frankie. Marino tenía razón. Una cosa siempre conduce a otra. El asesinato nunca emerge del vacío en toda su plenitud. Ninguna maldad surge aislada.
—¿Tiene usted alguna teoría sobre cuál pueda ser exactamente este eslabón? —le pregunté a Marino.
—No, ninguna en absoluto —me contestó con un bostezo justo en el momento en que entraba el doctor Masterson, cerrando la puerta a su espalda.
Observé con satisfacción que éste llevaba un montón de carpetas en la mano.
—Bueno pues —dijo fríamente el doctor Masterson sin mirarnos a ninguno de los dos—, no he encontrado a nadie llamado Frankie, por cuyo motivo deduzco que podría ser un diminutivo. Por consiguiente, he sacado los casos coincidentes con la fecha de tratamiento, la edad y la raza. Aquí tengo los historiales de seis pacientes varones de raza blanca, excluido Al Hunt, que estuvieron ingresados como pacientes en el Valhalla durante el período de tiempo que a ustedes les interesa. Todos ellos están comprendidos entre las edades de trece y veinticuatro años.
—¿Qué le parece si nos deja revisarlos mientras usted se queda aquí sentado fumando su pipa?
Marino estaba un poco menos combativo, pero no mucho.
—Preferiría darles sólo sus historias por razones confidenciales, teniente. Si alguno de ellos parece más interesante, revisaremos detalladamente su historial. ¿Les parece bien?
—Nos parece bien —contesté yo antes de que Marino pudiera protestar.
—El primer caso —dijo el doctor Masterson, abriendo la primera carpeta— es un joven de diecinueve años de Highland Park, Illinois, ingresado en diciembre de 1978 con unos antecedentes de consumo de estupefacientes... concretamente heroína —pasó una página—. Metro setenta de estatura, setenta y cinco kilos de peso, ojos y cabello castaños. Estuvo tres meses en tratamiento.
—Al Hunt no ingresó hasta el mes de abril siguiente —le recordé al psiquiatra—. No coincidieron como pacientes.
—Sí, tiene usted razón. No me había dado cuenta. A éste lo podemos descartar.
Mientras el psiquiatra dejaba la carpeta sobre el papel secante de su escritorio, yo le dirigí a Marino una mirada de advertencia. Tenía la cara tan colorada como un tomate y yo sabía que estaba a punto de estallar.
Abriendo una segunda carpeta, el doctor Masterson añadió:
—El siguiente es un varón de catorce años, rubio y de ojos azules, metro setenta de estatura y cincuenta y cinco kilos de peso. Ingresó en febrero de 1979 y fue dado de alta seis meses más tarde. Tenía unos antecedentes de personalidad retraída y alucinaciones fragmentarias. Fue diagnosticado como esquizofrénico de tipo desorganizado y hebefrénico.
—¿Le importa explicarnos qué demonios significa todo esto? —preguntó Marino.
—Presentaba incoherencia, actitudes extrañas, extremo retraimiento social y otras anomalías de comportamiento. Por ejemplo... —el psiquiatra se detuvo para examinar una página—, salía por la mañana para dirigirse a la parada del autobús, pero no acudía a la escuela, y una mañana lo encontramos sentado bajo un árbol dibujando cosas raras y sin sentido en su cuaderno de apuntes.
—Ya. Y ahora debe de ser un reputado artista que vive en Nueva York —musitó sarcásticamente Marino—. ¿Se llama Frank, Frankie o algo que empiece por F?
—No. Nada que se le parezca.
—¿Quién tenemos a continuación?
—A continuación tenemos a un varón de veintidós años de Delaware. Pelirrojo, ojos grises... mmm... metro sesenta y cinco de estatura, setenta kilos. Ingresó en marzo de 1979 y fue dado de alta en junio. El diagnóstico fue síndrome alucinatorio orgánico. Los factores coadyuvantes fueron una epilepsia transitoria y unos antecedentes de consumo de marihuana. Entre las complicaciones se incluían estado de ánimo disfórico y un intento de autocastración en respuesta a una alucinación.
—¿Qué significa disfórico? —preguntó Marino.
—Ansioso, inquieto, deprimido.
—¿Eso fue antes o después de que intentara convertirse en una soprano?
El doctor Masterson estaba empezando a perder la paciencia, y yo no se lo reprochaba.
—El siguiente —dijo Marino cual si fuera un sargento de instrucción.
—El cuarto caso es un varón de dieciocho años, cabello negro, ojos castaños, metro setenta y cinco y sesenta y ocho kilos. Ingresó en mayo de 1979 y el diagnóstico fue esquizofrenia de tipo paranoico. Su historia... —el psiquiatra pasó una página y alargó la mano hacia la pipa—, incluye cólera y ansiedad difusas con dudas sobre la propia identidad sexual y un acusado temor a ser catalogado como homosexual. La psicosis se desencadenó al parecer al ser abordado por un homosexual en unos lavabos públicos...
—Un momento —si Marino no le hubiera interrumpido, lo hubiera hecho yo—. Tenemos que hablar de éste. ¿Cuánto tiempo estuvo ingresado en el Valhalla?
El doctor Masterson encendió su pipa. Tomándoselo con mucha calma y examinando el historial, contestó:
—Diez semanas.
—Coincidiendo con la estancia de Hunt —dijo Marino.
—Exactamente.
—¿O sea que lo abordó un homosexual en un lavabo y se pegó un susto? ¿Qué pasó? ¿Qué tipo de psicosis? —preguntó Marino.
El doctor Masterson pasó unas páginas. Quitándose las gafas, contestó:
—Un episodio de delirios de grandeza. Creía que Dios le ordenaba hacer cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó Marino, inclinándose hacia adelante en su sillón.
—Aquí no se especifica nada en concreto; sólo se dice que se expresaba en términos extraños.
—¿Y era un esquizofrénico paranoico? —le preguntó Marino.
—Sí.
—¿Nos lo quiere definir? ¿Qué otros síntomas característicos se dan en estos casos?
—Lo más típico —contestó el doctor Masterson— son los rasgos asociados entre los cuales se incluyen los delirios de grandeza o las alucinaciones de contenido grandioso. Pueden registrarse celos injustificados, una extrema vehemencia en las interacciones interpersonales, inclinación a las discusiones y, en algunos casos, violencia.
—¿De dónde era? —pregunté.
—Maryland.
—Mierda —musitó Marino—. ¿Vivía con sus dos progenitores?
—Vivía con su padre.
—¿Está usted seguro de que era paranoico y no indiferenciado? —pregunté.
La distinción era importante. Los esquizofrénicos de tipo indiferenciado suelen observar una conducta ampliamente desorganizada. Generalmente no tienen capacidad para premeditar crímenes y escapar con éxito a la captura. La persona que buscábamos estaba lo suficientemente organizada como para planear y ejecutar con éxito sus crímenes y evitar que la atraparan.
—Estoy completamente seguro —contestó el doctor Masterson. Tras una pausa, añadió, como el que no quiere la cosa—: Curiosamente, el nombre de pila de éste es Frank.
Después me entregó la carpeta y Marino y yo echamos un breve vistazo al contenido.
Frank Ethan Aims, o Frank E., y, por consiguiente, «Frankie», deduje yo, había sido dado de alta en el Valhalla a finales de julio de 1979 y, poco después, según la anotación hecha posteriormente por el doctor Masterson, se había fugado de su casa en Maryland.
—¿Cómo sabe usted que se fugó de su casa? —preguntó Marino, mirando al psiquiatra—. ¿Cómo sabe lo que fue de él tras haber abandonado este hospital?
—Me llamó su padre. Estaba muy disgustado —contestó el doctor Masterson.
—¿Y entonces qué?
—Por desgracia, ni yo ni nadie podíamos hacer nada. Frank era mayor de edad, teniente.
—¿Recuerda si alguien se refería a él llamándole Frankie? —pregunté.
Masterson sacudió la cabeza.
—¿Y Jim Barnes? ¿Fue el asistente social de Frank Aims?
—Sí —contestó el doctor Masterson a regañadientes.
—¿Tuvo Frank Aims algún encuentro desagradable con Jim Barnes? —pregunté.
—Parece ser que sí —contestó el psiquiatra tras dudar un poco.
—¿De qué naturaleza?
—Parece ser que de naturaleza sexual, doctora Scarpetta. Les ruego, por lo que más quieran, que tengan en cuenta mi intención de colaborar.
—Lo tenemos en cuenta, no se preocupe. Quiero decir que no es nuestro propósito repartir comunicados de prensa.
—O sea que Frank conoció a Al Hunt —dije yo.
El doctor Masterson volvió a vacilar.
—Sí —dijo con la cara muy tensa—. Fue Al Hunt quien formuló las acusaciones.
—Eso ya está mejor —dijo Marino por lo bajo.
—¿Qué quiere decir con eso de que fue Al Hunt quien formuló las acusaciones? —pregunté.
—Quiero decir que se quejó a una de nuestras terapeutas —contestó el doctor Masterson un poco a la defensiva—. Durante una de nuestras sesiones también me dijo algo a mí. Interrogamos a Frank y éste se negó a decir nada. Era un joven muy colérico y retraído. Yo no podía tomar medidas basándome en lo que Al había dicho. Sin la confirmación de Frank, las acusaciones sólo podían considerarse rumores.
Marino y yo guardamos silencio.
—Lo siento —cajo el doctor Masterson con aire profundamente abatido—. No puedo ayudarles a descubrir el paradero de Frank. Ya no sé nada más. La última vez que hablé con su padre fue hace siete u ocho años.
—¿Cuál fue el motivo de la conversación? —pregunté.
—El señor Aims me llamó.
—¿Por qué razón?
—Quería saber si yo había tenido alguna noticia de Frank.
—¿Y la había tenido? —preguntó Marino.
—No —contestó el doctor Masterson—. Lamento decir que nunca supe nada más de Frank.
—¿Y por qué quería saber el señor Aims si usted había tenido alguna noticia de Frank? —pregunté yo.
—Su padre quería localizarle y pensaba que, a lo mejor, yo podrá saber algo sobre su paradero. Porque su madre había muerto. Quiero decir, la madre de Frank.
—¿Dónde murió y cómo? —pregunté.