El cuerpo del delito (21 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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Como Marino no parecía muy inclinado a decir nada por su cuenta, yo misma planteé el tema.

—¿Qué ha averiguado sobre Jeb Price? —le pregunté.

—En su historial no se encontró nada —contestó, desviando la mirada con expresión inquieta—. Ni antecedentes ni órdenes judiciales ni nada. Además, no quiere cantar. Si lo hiciera, probablemente parecería una soprano después del numerito que usted le ha hecho. He pasado por el departamento de Identificación antes de venir. Están desarrollando la película de su cámara. Le traeré las copias cuando estén listas.

—¿Ha echado un vistazo?

—A los negativos —contestó.

—¿Y qué?

—Fotografías que tomó en el interior de la cámara frigorífica. De los cuerpos de los Harper.

—No creo que sea un reportero de algún periódico sensacionalista —dije en tono de chanza.

—Ya. Siga adivinando.

Levanté la vista de lo que estaba haciendo. Marino no parecía de muy buen humor. Más desgreñado que de costumbre, se había cortado dos veces la mandíbula al afeitarse y tenía los ojos inyectados en sangre.

—Casi ninguno de los reporteros que yo conozco utiliza nueve milímetros cargadas con Glasers —dijo—. Y suelen protestar cuando los vapulean y piden una moneda de un cuarto de dólar para llamar al abogado del periódico. Este tío no rechista, es un auténtico profesional. Habrá usado una ganzúa para entrar. Elige un lunes por la tarde, cuando es fiesta oficial y sabe que no es probable que haya nadie por allí. Encontramos su automóvil aparcado a unas tres manzanas de distancia, en el parking del establecimiento Farm Fresh, un vehículo de alquiler con teléfono. En el maletero guardaba cartuchos de municiones y cargadores suficientes como para detener un pequeño ejército, más una pistola ametralladora Mac Ten y un chaleco antibalas Kevlar. Ese no es un reportero.

—Pues no estoy yo tan segura de que sea un profesional —comenté, colocando una nueva hoja en mi bisturí—. Cometió un tremendo fallo al dejar una caja vacía de película en el frigorífico. Y, si hubiera querido actuar con seguridad, hubiera entrado a las dos o las tres de la madrugada y no en pleno día.

—Tiene razón. Lo de la caja de película fue un fallo —convino Marino—. Pero comprendo que entrara a esa hora. Una funeraria o un equipo de recogida podría entrar en el frigorífico en el momento en que Price estuviera dentro. En pleno día, podría hacerse pasar por alguien que trabaja allí y tiene un motivo justificado para estar allí dentro. En cambio, si le sorprendieran a las dos de la madrugada, no tendría ninguna excusa para explicar su presencia a aquella hora.

Sea como fuere, pensé, el tal Jeb Price no se andaba con chiquitas. Las municiones de seguridad Glaser son una cosa tremenda, unos cartuchos llenos de perdigones que se dispersan al producirse el impacto y desgarran la carne y los órganos como si fueran una granizada de plomo. Las Mac Ten eran una de las herramientas preferidas de los terroristas y los señores de la droga, unas pistolas ametralladoras que se compraban por cuatro perras la docena en Centroamérica, Oriente Medio y mi ciudad natal de Miami.

—Convendría que pusiera usted una cerradura en la cámara frigorífica —añadió Marino.

—Ya he avisado al servicio de mantenimiento —dije.

Era una medida de precaución que llevaba varios años aplazando. Las funerarias y los equipos de recogida tenían que entrar a veces en el frigorífico fuera del horario laboral. Se tendría que entregar llaves a los guardas de seguridad y a los forenses locales que estuvieran de guardia. Habría protestas. Surgirían problemas. ¡Y yo ya estaba hasta la coronilla de los problemas, maldita sea!

Marino estaba contemplando el cuerpo de Harper. No era necesaria una autopsia ni hacía falta ser un genio para establecer la causa de la muerte.

—Tiene fracturas múltiples en el cráneo y laceraciones en el cerebro —le expliqué.

—¿La garganta se la cortaron al final, como a Beryl?

—Las venas yugulares y las arterias carótidas están seccionadas y, sin embargo, los órganos no están excesivamente pálidos —contesté—. Hubiera muerto desangrado en cuestión de minutos si hubiera tenido presión sanguínea alta. En otras palabras, la hemorragia no hubiera sido suficiente para explicar su muerte. Estaba muerto o moribundo a causa de las lesiones en la cabeza cuando le cortaron la garganta.

—¿Hay alguna lesión de defensa? —preguntó Marino.

—Ninguna —dejé el bisturí para mostrárselo, estirando uno a uno los agarrotados dedos de Harper—. No hay uñas rotas, cortes ni contusiones. No intentó defenderse de los golpes del arma.

—No se enteró del origen de los golpes —comentó Marino—. Regresa cuando ya está oscuro. El tío le espera probablemente oculto entre los arbustos. Harper aparca, baja de su Rolls. Está cerrando la portezuela cuando el tío aparece por detrás y le golpea la parte posterior de la cabeza...

—Tiene un veinte por ciento de estenosis de la artería pulmonar —dije para mis adentros, buscando mi lápiz.

—Harper se desploma como un saco de patatas y el tío le sigue golpeando —añadió Marino.

—El treinta por ciento de la arteria coronaria —dije, garabateando las notas en un paquete vacío de guantes—. No hay cicatrices de antiguos infartos. El corazón está sano aunque ligeramente engrosado, tiene calcificación de la aorta y una moderada arterioesclerosis.

—Después le corta la garganta. Probablemente para asegurarse de que esté bien muerto.

Levanté la vista.

—Quienquiera que lo haya hecho quiso asegurarse de que Harper estuviera muerto —repitió Marino.

—No sé si yo le atribuiría todos estos razonamientos tan lógicos al atacante —contesté.— Fíjese en él, Marino. —Había retirado el cuero cabelludo del cráneo, el cual estaba tan agrietado como la cáscara de un huevo duro. Señalando las líneas de fractura, expliqué—: Le golpearon por lo menos siete veces, con tal fuerza que no hubiera podido sobrevivir a ninguna de las lesiones. Y después le cortaron la garganta. Un acto superfluo. Como lo fue en el caso de Beryl.

—De acuerdo. Un acto superfluo, y no se lo discuto —replicó Marino—. Digo simplemente que el asesino quiso asegurarse de que Beryl y Harper estuvieran bien muertos. Si le cortas prácticamente la cabeza a alguien, puedes largarte con la absoluta certeza de que tu víctima no podrá ser reanimada y contar la historia.

Marino hizo una mueca mientras yo vaciaba el contenido del estómago en un recipiente de cartón.

—No se moleste. Yo mismo le diré lo que comió, estuve sentado con él. Unos cacahuetes. Y un par de martinis —dijo.

Los cacahuetes ya estaban empezando a abandonar el estómago de Harper cuando éste murió. Sólo quedaba un líquido parduzco y se aspiraba el olor del alcohol.

—¿Qué averiguó a través de él? —le pregunté a Marino.

—Absolutamente nada.

Le miré mientras aplicaba una etiqueta al recipiente.

—Estoy en la taberna bebiendo una lima con tónica —dijo—. Debían ser menos cuarto. Harper entra a las cinco en punto.

—¿Cómo supo que era él?

Los riñones eran finamente granulosos. Los coloqué en la balanza y anoté el peso.

—No podía equivocarme con esta melena de cabello blanco —contestó Marino—. Encajaba con la descripción que me había hecho Poteat. Lo reconocí en cuanto entró. Se sienta solo a una mesa sin decirle nada a nadie, pide «lo de siempre» y empieza a comer cacahuetes mientras espera. Le observo un rato y después me acerco, tomo una silla y me presento. Dice que no puede darme ninguna indicación útil y que no quiere hablar de ello. Insisto, le digo que Beryl llevaba varios meses recibiendo amenazas y le pregunto si él lo sabía. Me mira con cara de asco y me contesta que no.

—¿Cree que le dijo la verdad?

Me estaba preguntando también cuál sería la verdad sobre los hábitos alcohólicos de Harper. Tenía un hígado muy graso.

—Cualquiera sabe —contestó Marino sacudiendo la ceniza de su cigarrillo en el suelo—. Le pregunto dónde estaba la noche en que asesinaron a Beryl y me dice que en la taberna a la hora de costumbre y después en casa. Le pregunto si su hermana puede confirmarlo y dice que ella no estaba en casa.

Le miré con el bisturí en suspenso en el aire.

—¿Dónde estaba?

—Fuera de la ciudad —contestó Marino.

—¿Y no le dijo dónde?

—No. Dijo (le cito sus palabras textuales): «Eso es asunto suyo. A mí no me pregunte».

Los ojos de Marino contemplaron desdeñosamente las secciones de hígado que yo estaba cortando.

—Antes mi plato preferido era el hígado con cebollas. ¿Se imagina? No conozco a ningún policía que haya presenciado una autopsia y siga comiendo hígado...

La sierra Stryker ahogó su voz mientras yo empezaba a aserrar el cráneo. Marino no pudo más y se apartó en cuanto el polvo del hueso se esparció por el aire. Aunque los cuerpos estén sanos, despiden un olor desagradable cuando se abren. El espectáculo visual tampoco es exactamente una película de Mary Poppins. Tenía que reconocerle el mérito a Marino. Por horrible que fuera un caso, él siempre acudía al depósito de cadáveres.

El cerebro de Harper estaba blando y presentaba numerosas laceraciones irregulares. La hemorragia era muy escasa, lo cual demostraba que no había vivido mucho tras sufrir las lesiones. Por lo menos su muerte había sido misericordiosamente rápida. A diferencia de Beryl, Harper no había tenido tiempo de experimentar terror o dolor ni de suplicar que le perdonaran la vicia. Su asesinato difería también del de Beryl por otras cosas. Él no había recibido amenazas... por lo menos, que nosotros supiéramos. La agresión no había tenido connotaciones sexuales. Le habían golpeado en lugar de apuñalarlo como a Beryl y no le habían quitado ninguna prenda de vestir.

—He contado ciento sesenta y ocho dólares en su billetero —le dije a Marino—. Y tanto el reloj de pulsera como el anillo de sello están presentes y convenientemente guardados.

—¿Y qué me dice del collar? —me preguntó Marino.

No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo.

—Llevaba una gruesa cadena de oro con una medalla, un escudo, una especie de cota de malla —me explicó—. Me fijé en la taberna.

—Pues eso no lo trajeron con él y no recuerdo haberlo visto en el escenario del delito...

Iba a decir «anoche». Pero no había sido la víspera. Harper había muerto el domingo a primera hora de la noche. Y estábamos a martes. Había perdido la noción del tiempo. Los últimos dos días me parecían irreales y, si no hubiera vuelto a pasar el mensaje de Mark por la mañana, también me hubiera preguntado si la llamada había sido real.

—O sea que, a lo mejor, el tío se la llevó. Otro recuerdo —dijo Marino.

—Eso es absurdo —repliqué—. Comprendo que se llevaran un recuerdo en el caso de Beryl si su asesinato fue obra de un perturbado que estaba obsesionado con ella. Pero, ¿por qué llevarse un objeto de Harper?

—Trofeos, tal vez —apuntó Marino—. Pellejos de caza. Podría ser un asesino a sueldo que quiere conservar pequeños recuerdos de sus trabajos.

—Supongo que un asesino a sueldo sería demasiado cauteloso como para hacer algo semejante —repliqué.

—Sí, yo también. De la misma manera que cabría suponer que Jeb Price hubiera sido demasiado cauteloso como para dejar una caja de película en la cámara frigorífica —dijo Marino con ironía.

Quitándome los guantes, terminé de pegar las etiquetas a los tubos de ensayo y otras muestras que había recogido.

Tomé los papeles y subí a mi despacho con Marino.

Rose me había dejado el periódico de la tarde sobre el papel secante. El asesinato de Harper y la repentina muerte de su hermana eran el tema del titular de la primera plana. Lo que me amargó el día fue la columna lateral que lo acompañaba:

FORENSE ACUSADA DE «PERDER» UN MANUSCRITO

La noticia de la Associated Press estaba fechada en Nueva York e iba seguida de un comentario sobre la «detención» de un hombre llamado Jeb Price a quien yo había sorprendido «saqueando» mi despacho la víspera. Las alusiones al manuscrito tenían que proceder de Sparacino, pensé enfurecida. Y lo de Jeb Price lo habría sacado del informe policial. Mientras estudiaba las notas de las llamadas, observé que casi todas ellas eran de reporteros.

—¿Examinó usted sus disquetes? —pregunté, arrojándole el periódico a Marino.

—Desde luego —contestó Marino—. Los he examinado todos.

—¿Y ha encontrado este libro por el cual todo el mundo está armando tanto revuelo?

No —musitó Marino, echando un vistazo a la primera plana.

—¿No está en ellos? —pregunté desanimada—. ¿No está en los disquetes? Y eso, ¿cómo es posible, si lo estaba escribiendo en su ordenador?

—A mí no me pregunte —contestó Marino—. Yo lo que le digo es que he examinado unos disquetes. No hay nada reciente en ellos. Parecen cosas antiguas, ya sabe, sus novelas. No hay nada que se refiera a ella misma o a Harper. Encontré algunas cartas antiguas, entre ellas dos cartas comerciales a Sparacino. No me entusiasmaron demasiado.

—A lo mejor, guardó los disquetes en algún lugar seguro antes de marcharse a Key West —dije.

—Puede que lo hiciera. Pero no los hemos encontrado.

Justo en aquel momento entró Fielding con sus brazos de orangután asomando por las cortas mangas del mono quirúrgico de color verde y las musculosas manos todavía ligeramente cubiertas por la capa de talco de los guantes de látex que llevaba en la sala de autopsias. Fielding era su propia obra de arte. Sólo Dios sabía las horas que debía de pasarse cada semana esculpiéndose el cuerpo en cualquiera sabía qué gimnasio de la cadena Nautilus. Mi teoría era que su obsesión por el culturismo era inversamente proporcional a su obsesión por el trabajo. Era un adjunto muy competente, llevaba algo más de un año en el puesto y ya empezaba a dar señales de estar quemado. Cuanto más se desilusionaba, tanto más se le desarrollaba el cuerpo. Yo le calculaba un par de años más antes de que pasara al más pulcro y lucrativo ambiente de la patología hospitalaria o se convirtiera en el heredero forzoso del Increíble Hulk.

—Voy a tener que dejar en suspenso el caso de Sterling Harper —dijo, permaneciendo nerviosamente de pie junto al borde de mi escritorio—. Su índice de alcoholemia es sólo de coma cero tres y su contenido gástrico no me dice apenas nada. No hay hemorragia ni olores insólitos. El corazón está sano, no hay evidencia de antiguos infartos y las coronarias se encuentran en buen estado. El cerebro es normal. Pero algo le pasaba. El hígado está engrosado, sobre los dos kilos y medio, y el bazo pesa un kilo aproximadamente y tiene la cápsula muy espesa. También hay una cierta afectación de los nódulos linfáticos.

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