El cuerpo de la casa (13 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
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—Bien —contestó él. No le gustaba demasiado el café. Lo último que necesitaba era algo que lo volviera más nervioso durante el día y lo mantuviera despierto durante la noche.

Hablaron de nada en concreto. Anécdotas inmobiliarias sobre sorpresas desagradables a la firma, de defectos en las casas y cómo algunos vendedores intentaban ocultarlos a los compradores potenciales, y se rieron juntos como viejos amigos que ya se sabían todos los chistes. En mitad de las risas él advirtió que acababa de pasar de largo la oficina y se dirigía a una calle que sabía era puramente residencial. El sitio donde hacían un café magnífico era su casa.

Bajó del coche y la siguió hasta el porche de la casa, una gran fachada de ladrillos de nueve ventanas con un patio amplio e inmaculado. Una casa grande para una mujer sola. Cindy abrió la puerta y él la siguió al interior. El salón parecía salido de una casa de
Southen Living
. No había indicios de que un ser humano hubiera entrado en la habitación desde que se marchó el decorador.

—Siéntate —dijo ella—. A menos que necesites ir al baño. Me temo que eso es lo que yo voy a hacer.

Don la oyó subir las escaleras. Se sentó, pero entonces advirtió que lo del baño era una buena idea y se levantó y caminó por el pasillo. Un cuartito de baño pequeño con una puerta plegable que apenas pudo cerrar cuando estuvo centro. Había un cuadro enmarcado sobre la taza, un dibujo de un puñado de mapaches y un cerdito rosa con una máscara sobre los ojos, y el eslógan UNO DE LA BANDA. Tiró de la cadena, se lavó las manos, y salió al pasillo. Pero en vez de regresar al salón, como requerían los buenos modales, se dirigió a la gran cocina. Estaba tan inmaculada como el salón. Nadie cocinaba aquí. Cindy no bromeaba.

Abrió el frigorífico. Cartones con sobras de comida para llevar y zumos y refrescos. El congelador tenía algunos postres no grasos y de dieta. La oyó bajar las escaleras y decidió no cerrar la puerta del congelador. Si iba a husmear por la casa, no iba a fingir que no lo había hecho.

—Estoy aquí dentro.

—No se puede sacar a un hombre de la cocina —dijo ella.

Él cerró el congelador y volvió a abrir el frigorífico.

—¿Bolsas de sobras de restaurante para desayunar?

—Siempre sabe mejor al día siguiente.

—¿He encontrado a una mujer tan solitaria como yo?

—Sola no significa necesariamente solitaria, Sherlock.

Ella inició un elaborado ritual para hacer café, empezando por los granos sin moler. Se había cambiado el vestido de negocios por otro de aspecto veraniego que la hacía parecer más joven a primera vista, pero luego más vieja, ya que él no pudo dejar de advertir las arrugas del cuello, un poco de carne floja y temblequeante en los brazos. Consideró de forma analítica aquellos rasgos y descubrió que no le resultaban desagradables. Se colocó tras ella y pasó las manos por sus brazos desnudos, y luego subió hasta sus hombros mientras se inclinaba a besarla.

—¿Quieres café o no? —preguntó ella, severa.

—No me gusta mucho el café.

Ella se dio la vuelta y lo besó y él la abrazó, cuerpo contra cuerpo. Ella era tierna y entregada, y sus manos descubrieron que no había cintas ni elásticos bajo el vestido. Con sus propias manos, ella le sacó la camisa de los pantalones, y Don las sintió frías mientras se deslizaban por su espalda, hasta los hombros. Se separaron, pero sólo un par de centímetros.

—A la porra el café —dijo ella—. Es demasiado parecido a cocinar, de todas formas.

¿Adonde conduce esto?, pensó Don. ¿Ahora qué? Sólo se había acostado con una mujer en su vida, y nunca había tenido una escena de amor en la cocina. Tal vez si hubiera habido… Pero ésa no era una línea de pensamiento que quisiera explorar. Le cogió la mano y la condujo a través de la puerta oscilante al comedor, y luego al salón.

—¿Adonde vamos? —preguntó ella.

En respuesta, él se sentó en el sofá intocable, arrojó los cojines al suelo, y la atrajo hacia sí.

—¿Aquí? —preguntó ella. Don pudo ver que estaba un poco molesta.

—¿Para quién reservabas esta habitación? —preguntó él.

—Para mí. Para entrar y verla perfecta y no tener que hacer nada para limpiarla. —La molestia sonó ahora en su voz. Don intentó besarla. Ella volvió la cara.

—Lo siento —dijo él—. Pensaba…

—No podías dejar sin molestar una habitación perfecta.

—No era perfecta hasta que tú entraste —respondió él—. Este sofá no era perfecto hasta que te sentaste.

Cogió el borde de su falda y lo extendió sobre el tejido del sofá, mostrando más sus muslos bronceados, haciendo que pareciera que posaba como una modelo.

—Lo único que no encaja con el cuadro soy yo —dijo—. Debería estar allí, en la entrada, mirándote con ansia. La inalcanzable belleza de Cindy Claybourne.

Ella se echó a reír, pero tuvo que volver la cara. ¿Avergonzada? Don se levantó, se acercó a la entrada y se quedó allí, apoyado en la puerta. Ella en efecto parecía dulce y joven y hermosa. Dolorosamente hermosa.

—Cindy, ¿te sientes tan triste como yo?

—¿Te sientes triste? ¿Ahora mismo?

—La imagen es demasiado perfecta. No quiero estropearla.

Ella le tendió los brazos.

—Quiero que lo hagas.

Don sabía que debería entrar en la habitación, sentarse de nuevo a su lado, quitarle aquel vestido, hacerle el amor. Eso era lo que ella quería. Eso era lo que quería él también. Sin embargo permaneció allí, tratando de hallarle sentido a la mujer, a la habitación. Cómo encajaba con la casa. Por qué esta habitación tenía que ser tan perfecta. Por qué apenas vivía en su propia casa, sin cocinar nada, sin tocar nada. Por supuesto, probablemente eso no se cumpliría en el piso de arriba. Por lo que sabía, las ropas estarían esparcidas por el dormitorio y el lavabo estaría cubierto de frascos y tubos medio vacíos. Y además, ¿qué le importaba a él?

Sin embargo, por algún motivo, tenía que hacer una pregunta, una pregunta cuya respuesta ni siquiera le importaba, pero tenía que formularla.

—¿Has estado casada alguna vez, Cindy?

Ella lo miró un instante, y luego bajó los brazos.

—Sí.

—¿Hijos?

—¿Lo parece? —preguntó ella, un poco desafiante.

—¿Te refieres a tu cuerpo? No.

—¿Entonces qué?

—Esta habitación parece el refugio de alguien que está harta de limpiar para otras personas.

¿Por qué había dicho eso? Era una estupidez, precisamente porque sin duda tenía razón. Ella se apartó, los ojos llenos de lágrimas. Subió las piernas al sofá y se abrazó las rodillas. La falda del vestido resbaló, de modo que él pudo ver la curva entera de su muslo desnudo y sus nalgas, y sintió el deseo arrebatador de abrazarla, de complacerla, de sentir placer con ella. Pero cuando ella alzó la cabeza, sus ojos lloraban. De modo que cuando Don se acercó al sofá y se sentó junto a ella y la rodeó con sus brazos y la sostuvo contra su hombro no fue para hacerle el amor, sino para consolarla.

—Lo siento. No pretendía causarte dolor.

—No lo has hecho.

—Quería amarte —dijo—. Quería intentar amarte.

—Ése fue tu error. Tendrías que haber contentado con hacerme el amor.

—Tienes hijos.

—Tres.

Se abrazó a él con fuerza, y Don pudo sentir sus sollozos.

—¿Qué ocurrió? —preguntó, temiendo la respuesta, porque sabía que sólo le haría pensar en su propia pérdida.

—Los abandoné —dijo ella—. Mi psiquiatra dijo que fue porque fui una niña con demasiadas responsabilidades. Mi padre se fugó con su secretaria cuando yo tenía once años y a partir de entonces me convertí en la madre de la casa mientras mi madre trabajaba. Hacía todas las comidas, limpiaba, hice la colada hasta que odié a mi madre por ser una zorra perezosa aunque sabía que se estaba partiendo la espalda para llegar a fin de mes y odiaba a mis hermanas y a mi hermano porque llevaban ropa que había que lavar y dejaban las cosas tiradas y se quejaban cada vez que les pedía que ayudaran de algún modo y finalmente no pude soportarlo más. Si no salía de allí acabaría matando a alguien o tal vez suicidándome, así que me casé con el pobre Ray y tuvimos tres bebés, pop pop pop, uno detrás de otro, y allí me vi de nuevo, cocinando y limpiando. Me di cuenta de que sólo había cambiado una casa por otra y un día me encontré con una almohada en la mano queriendo apretarla contra la caja de mi bebé para que dejara de llorar durante media hora para así poder descansar un poco. Sólo que ni siquiera estaba cansada. No era sueño lo que necesitaba. Cogí la almohada y la tiré a la basura y luego saqué la basura y la eché al contenedor porque había pensado en ahogar a mi bebé, así de loca estaba.

Don se sintió profundamente asqueado. Todavía la abrazaba, aún sentía su cálido aliento a través de la camisa, pero todo el deseo hacia ella se había esfumado. Sabía que no era justo. Se había detenido, ¿no? Se había enfrentado a un terrible momento de locura y había triunfado sobre él, pero sabía que nunca podría librarse de la imagen de Cindy con una almohada acercándose a la cuna de un bebé, y al bebé llorando, sólo que no era una niña desconocida a quien imaginaba, era su propia hija la última vez que la vio, hacía casi dos años, y no era Cindy, sino su ex esposa. Sólo una pesadilla más para recordar cuando despertara en mitad de la noche.

Sin embargo, siguió abrazándola.

—¿Me odias? —susurró ella.

—No.

—Supe que tenía que marcharme —dijo—. Amaba a mis hijos, nunca podría hacerles daño, pero por su bien y el de mi marido y por mi propio bien tenía que marcharme antes de que me metieran en un manicomio o me suicidara o hiciera cualquier cosa desesperada que nunca debería suceder. Así que me marché. Y acudí a un psiquiatra. Y conseguí mi licencia como agente inmobiliaria y trabajé duro para conseguir suficiente dinero para comprar una casa que tuviera una habitación distinta para cada uno de mis hijos, aunque sé que nunca vendrán a verme, nunca los tendré viviendo aquí conmigo, pero tengo arriba una habitación para cada uno, y una cama donde nunca ha habido un hombre, pero está hecha para un marido. Tú eres un marido, Don. Eso es lo que eres. Te quería en esa cama conmigo.

Su cuerpo la deseaba; sus manos querían deslizarse por la piel desnuda de su cadera y buscar el cuerpo bajo el vestido. Pero su corazón ya no estaba en esta habitación. El deseo no era motivo suficiente para compartir su cuerpo con esta mujer. Nunca podría amarla como ella necesitaba ser amada. Él tenía demasiados problemas propios, demasiados temores, demasiada historia. Lo que ella le había contado sería imposible de olvidar.

—Don, tienes que perdonarme.

No soy sacerdote, pensó él. No soy Jesús. Ni siquiera puedo perdonarme a mí mismo, ¿cómo puedo darte la absolución?

—No hiciste nada malo. Renunciaste a todo para proteger a tus hijos.

—Ellos nunca lo entenderán. Los abandoné.

—Algún día se lo contarás y lo entenderán.

—Ya no me deseas, ¿verdad?

—No necesitas un marido que te lleve a esa cama, Cindy —dijo él—. Necesitas un padre que te acueste en la tuya.

Ella estalló en sollozos mientras él pasaba un brazo bajo sus piernas, el otro tras su espalda, y la levantaba del sofá. No era pequeña ni liviana, pero Don era fuerte y le sentó bien llevarla escaleras arriba, tener la fuerza para hacerlo sin jadear en busca de aliento, sin sentirse cansado siquiera. Le pareció bien tener fuerza que darle a alguien que la necesitaba. La llevó al dormitorio principal, con su cama grande: no era una habitación femenina, sino masculina, un dormitorio de hombre. No había organdíes, un diseño atrevido en la colcha, colores terrosos en vez de pasteles. La dejó en el borde de la cama.

—¿Dónde guardas tus camisones?

—Segundo cajón de abajo, a la izquierda.

—Quítate ese vestido —dijo él. Cogió el camisón superior del grupo y se lo levó. Ella permaneció allí sentada, desnuda y triste, el vestido en el suelo. Su cuerpo seguía siendo hermoso, pero él ya no lo deseaba. Cogió el camisón y se lo pasó por la cabeza, como tan a menudo había hecho con los diminutos camisones y vestidos de su hija. Ella levantó las manos y él las guió hacia las mangas como si fueran las manos de una niña. Entonces, mientras el camisón caía sobre sus pechos y bajaba para cubrirle el regazo, destapó la cama. La cogió de nuevo en brazos y la colocó sobre las sábanas, la ayudó a meter los pies bajo la colcha, y luego la subió hasta sus hombros y la arropó. Las lágrimas pasaron de sus ojos a la almohada.

—No llores —dijo él en voz baja—. Eres una buena persona y has hecho bien.

Le besó la mejilla, le dio una palmadita en la mano.

—No vuelvas al trabajo hoy. Te has ganado un poco de descanso.

—Te he perdido, ¿verdad, Don? Antes incluso de tenerte.

—No necesitas un amante, Cindy, necesitas un amigo, y tienes uno.

—¿Qué necesitas tú?

—Necesito todos los amigos que pueda.

La besó de nuevo en la mejilla. Ella alzó la mano para acariciarle la cara. Tal vez estaba pensando en intentar besarlo como una mujer. Tal vez estaba pensando en hacer un último intento por llevárselo a la cama. Eso le pareció en ese momento, al menos. Pero ella vio algo en sus ojos, vio algo mientras escrutaba su cara, y no intentó besarlo, sólo le acarició la mejilla y dijo:

—Eres demasiado bueno para mí.

—No lo bastante bueno. Pero a veces sólo tienes que dejar que alguien llore hasta dormirse.

Salió de la habitación, bajó las escaleras, y salió por la puerta, asegurándose de dejarla cerrada tras él. Se quedó en el porche un momento, buscando su vehículo. Pero naturalmente no lo tenía allí. No importaba. Su camioneta estaba aparcada en la oficina de ella, y no era más que una caminata de poco más de un kilómetro. Una vecina en un coche lo observó mientras bajaba por el camino de acceso hasta la calle. Don le devolvió la mirada, desafiante. No es asunto tuyo, dijo sin palabras. La mujer arrancó y puso el coche en marcha. Don caminó por la acera. Ni siquiera era mediodía todavía, y tal vez el otoño había acabado ya con el verano, porque el día era aún fresco y soplaba brisa aunque el sol brillaba y no había ni una nube en el cielo.

9

Echando una mano

Hacía calor dentro de la camioneta, y ahora que había sudado un poco al caminar por la calle, quería beber algo. Habían abierto un nuevo McDonald’s en el Friendly Center y una cocacola le vendría bien.

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