El cuerpo de la casa (16 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
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Ella pareció enfadarse un momento, pero luego se marchó y se perdió de vista. Sin embargo, Don no pensó ni por un momento que la pugna hubiera terminado. Ella era un incordio. Iba a tener que ser desagradable una y otra vez, sólo para conseguir algo de paz, y odiaba ser desagradable por cualquier motivo. Pero esta mujer no podía mantener una promesa ni seguir instrucciones. ¿Qué esperaba? Si la gente como ella tuviera ese tipo de habilidades, probablemente no serían sin techo.

Enrolló la alfombra y trató de cargársela al hombro. Podía levantar mucho más peso que éste, pero no podía cogerla bien, así que acabó teniendo que arrastrarla. Tuvo problemas en la puerta, donde hubo que doblarla para sacarla al pasillo y luego bajarla por las escaleras, durante un momento pensó en llamar a Sylvie para que lo ayudara, pero entonces advirtió que si alguna vez le pedía algo, eso abriría las puertas de la inundación. Ella se convencería de que lo necesitaba y le daria la lata hasta que la casa estuviera terminada.

Así que fue de un extremo a otro de la alfombra, doblando, tirando, doblando más, tirando más, hasta que por fin la sacó al pasillo y la bajó por las escaleras. A partir de ahí fue sencillo arrastrarla hasta la puerta principal, sacarla al porche y llevarla al montón de basura de la acera.

Al regresar, echó un vistazo a la cochera. Miz Evelyn y Miz Judea estaban sentadas en el porche, comiendo delicados triángulos de sandwich de pepino sin la corteza. Imaginó un gran cuenco de cortezas de pan y piel de pepino que subían a Gladys, quien por todo lo que sabía era un cocodrilo omnívoro o una gran marrana gorda, comiendo todo lo que le echaban. Las mujeres le saludaron alegremente. Él les devolvió el saludo, sin alegría.

Desmantelar los anaqueles de la cocina era siempre una lata. Era más fácil, naturalmente, quitar cada pieza individual, pero no siempre era posible. Aunque la cocina del apartamento sur de arriba era oscura, estrecha e improvisada, quien instaló los anaqueles al parecer pretendió hacerlo a prueba de tornados. Don se metió bajo los muebles como pudo, quitando cada tomillo y clavo que los conectaba a la pared y entre sí, pero seguían sin salir. Finalmente tuvo que recurrir a la palanqueta, e incluso así no pudo sacarlos del todo. Alguien había sustituido las paredes de listones y yeso por tablones con pernos y había pegado los anaqueles directamente encima, además de clavarlos y atornillarlos. Por suerte, los pernos no eran estructurales, así que no importó que su palanqueta los redujera a pedazos. Para cuando logró retirar de la pared el último mueble, parecía que la cocina había sido asaltada por un tornado después de todo. Los pernos estaban rotos, torcidos, o asomaban como dientes doblados. No importaba. Lo quitaría todo. Derribaría por completo la pared nueva que separaba la cocina del salón, convirtiéndolas de nuevo en una sola habitación; sustituiría los pernos entre las vigas originales por otros nuevos. El baremo de robustez de Don era aún más alto que el del tipo que instaló los muebles.

Nunca había desmantelado una cocina en un piso superior antes, y fue un trabajo agotador bajar los muebles por la escalera sin chocar con nada. Le habrían venido bien otro par de manos y una espalda fuerte que le ayudase, pero maldición, trabajaba solo.

Ante la pila de basura, que ahora parecía la cocina de un loco, Don quiso volver adentro y acostarse y dormir. ¿No estaba bien para un día de trabajo? ¿No había hecho suficiente?

Pero sólo eran las tres de la tarde, y sabía que la tentación de terminar temprano y echarse una siesta o dar un paseo sería cada vez más fuerte si cedía alguna vez. Siempre había otro trabajo que hacer. Tenía que aguantar al menos ocho horas no importaba lo cansado que estuviera. Ésa era la regla. Y la mayoría de los días intentaba hacer diez. Así era como podría tener la casa terminada aunque trabajara solo.

Para eso servía un ayudante de todas formas. En la experiencia de Don, normalmente acababas teniendo que rehacer el trabajo del ayudante o supervisarlo con tanta atención que bien podías haberlo hecho tú mismo. Pero tener alguien allí, observando, era un incentivo para seguir esforzándose. No quería parecer un vago delante de otra persona. Don no podía soportar la idea de que podría estar trabajando solo para lucirse, para impresionar a alguien o mantener su buena opinión. Trabajaba por amor al trabajo, y por su propio autorrespeto. Y por eso no podía terminar temprano, tomarse un día libre, o incluso decir que estaba enfermo. ¿A quién iba a llamar con la baja? Tenía el jefe más duro de la ciudad: no se permitía a sí mismo las facilidades que habría dado a un empleado.

Excepto que junto a la valla estaba Miz Evelyn, sosteniendo aquella jarra de metal con perlitas de agua fría en el exterior y parecía que estaba lloviendo, todas aquellas gotitas formándose, cayendo por los lados, goteando al suelo. Lo que había en la jarra debía estar realmente frío. Y aunque no hacía tanto calor hoy, no más de treinta grados, deseó aquella jarra con todo su corazón y toda su alma. Suficiente para aceptarlo de una loca.

—¡Yu-ju! —llamó ella—. ¡Señor Lark!

Él se acercó a la valla, tratando de no parecer demasiado ansioso, La mujer tendió un alto vaso de metal, tan frío como la jarra.

—Nunca he visto a nadie trabajar tan duro —dijo.

—Me ayuda a dormir por la noche.

Apuró el vaso casi de un trago. Era limonada, sólo un poco ácida, pero no demasiado ácida: sólo un poco dulce, pero no demasiado dulce. Menos mal que ninguna de esas dos ancianas era su abuela. Se habría ido a vivir con ella hacía mucho tiempo.

—Puede quedarse la jarra entera si quiere.

Quería.

—Gracias —dijo, y ahora, bebiendo directamente de la jarra, la apuró tan rápido que le causó dolor de cabeza. Pero el dolor no duraría, lo sabía, mientras que la limonada corría por su sistema tan rápido que hizo que el sudor perlara su frente casi como las gotas de agua sobre la jarra. Una vez vacía, Don se secó la boca con la manga recogida, que estaba un poquito más limpia que sus antebrazos.

—Oh, vaya —dijo Miz Evelyn.

—Lo siento. Tengo los modales de un obrero.

—Por no mencionar los apetitos de un obrero.

Él se dio una palmada en el estómago, que ahora estaba lleno de líquido.

—Muy amable por su parte al compartirlo conmigo.

—Nos alegra que al final lo vea como nosotras.

Oh-oh.

—Pero no es así.

Ella hizo un gesto hacia la pila de basura.

—Parece que lo está tirando todo ahí dentro.

—Sólo despejo las cosas feas. —Ella pareció un poco decepcionada—. Voy a derribar también las paredes añadidas. Pero la estructura de la casa… eso no voy a tocarlo. De hecho, la voy a restaurar.

—Oh.

—Así que supongo que he conseguido una limonada bajo expectativas falsas.

—Ha conseguido la limonada porque la necesitaba y nosotras somos cristianas.

—Muchas gracias. La necesitaba.

Una buena acción se merece otra, así era como Don había sido educado.

—Mientras esté aquí, si necesitan ustedes que haga algún trabajo en su casa, háganmelo saber.

—Lo único que necesitamos es que derribe esa casa. —Ella señaló con un viejo dedo huesudo la mansión Bellamy.

—Entonces tendrían que haberla comprado y contratado una cuadrilla de demolición.

Apuró lo que quedaba en la jarra y se la devolvió.

—Muchísimas gracias, señora —dijo. Se tocó el ala de un sombrero imaginario, como había visto hacer a su padre, como saludo o despedida, lo que fuera. Entonces se dio media vuelta y regresó a la casa.

—¿Cree que no lo habríamos hecho si hubiéramos podido? —preguntó ella.

¿Por qué no colgaban carteles en estas casas? CUIDADO CON LAS ANCIANAS EXTRAÑAS Y LOS AGUJEROS EN LAS PUERTAS QUE DESAPARECEN, CUIDADO CON LA ACECHANTE MUJER SIN HOGAR. Y, no había que olvidarlo, PROHIBIDO BESARSE EN LOS CUARTOS DE BAÑO QUE NO FUNCIONAN.

Una vez en la casa, tuvo que decidir qué hacer a continuación. ¿Retirar los restos de listones y yeso? ¿Derribar la pared que dividía la cocina de arriba del resto de la habitación? No le apetecía el trabajo duro, aunque la limonada lo había refrescado.

Tal vez lo había refrescado demasiado. Se dirigió al cuarto de baño del fondo de la casa.

Aún estaba dentro cuando oyó que llamaban fuerte e insistentemente a la puerta principal. Espera un momento, por Dios. Tozudamente, se lavó las manos antes de acudir a la puerta. Tenía que acordarse de comprar jabón, un par de toallas. Recorrió el pasillo secándose las manos en los pantalones cuando oyó que la puerta se abría y Sylvie saludaba a quien fuera que estuviese allí. Cuando llegó al salón donde se encontraban sus herramientas, el compañero de trabajo de Cindy en la agencia inmobiliaria lo estaba buscando.

—Hola, señor Lark —dijo el tipo. ¿Cómo se llamaba? Como si hubiera oído la pregunta, el hombre añadió—: Ryan Bagatti, ¿recuerda?

—¿Quién podría olvidarlo? —dijo Don. Dejó atrás a Bagatti y se dirigió a la entrada, donde Sylvie esperaba entre el tercer y cuarto escalón, preparada para huir—. Gracias por dejar entrar en mi casa a un completo desconocido —dijo.

—Bien por usted —dijo Bagatti—. Hacer que la criada viva aquí mientras acumula basura en el césped.

—No soy la criada.

—No es nada —dijo Don—. Vino con la casa. Pero tiene cosas que hacer.

—¿Cindy sabe de su existencia? —preguntó Bagatti, todo inocencia en la mirada.

—Apuesto a que lo sabrá dentro de quince minutos.

—Ah, amigo, es usted demasiado crítico —dijo Bagatti—. He venido porque soy amigo de Cindy, ya sabe.

—En otras palabras, ¿ella no sabe que está usted aquí?

—Recibí una llamada en la oficina, cuando ella estaba fuera. Está enferma, ¿sabe? Desde que firmaron el acuerdo de esta casa.

—Lamento oír eso. Espero que se mejore.

—Sí, envíele una tarjeta o algo.

—Recibió una llamada —dijo Don. Fuera lo que fuese, sabía que iba a ser desagradable, y quería que Bagatti lo contara de una vez.

—Del tipo que era dueño de esta casa. De su abogado, en realidad. Parece que recelaba de la forma en que Cindy manejó la venta y lo bajo que era el precio que pidió. Quería ochenta mil, ¿sabe?

—Esta casa no vale ochenta mil.

—Bueno, supongo que eso lo decidirán los tribunales, ¿no cree? —Bagatti sacudió la cabeza—. Quiero decir, eso es lo que dijo el abogado. Hizo que la siguiera un detective. Tiene fotos de usted entrando en su casa. Y saliendo. Besándose en el coche. Supongo que eso demuestra complicidad.

—¿Ha visto las fotos, Bagatti?

—¿Por qué las habría visto yo? —dijo el agente inmobiliario.

Don lo cogió por los hombros y lo estampó contra la pared. Su cabeza rebotó contra la escayola, y perdió su tonta sonrisita.

—Creo que no lo he preguntado bien claro —dijo Don—. ¿Sacó usted esas fotos, Bagatti?

—Como dije, un detective privado. Esto es agresión, ¿sabe?

—¿Tiene las fotos?

—Todo lo que hizo el tipo fue llamarme.

—¿Entonces por qué me lo cuenta a mí y no a Cindy?

—Va a demandarlos a los dos. Pero dijo que tal vez podría solucionarse.

—¿Eso dijo él? ¿O lo dice usted?

—¿Qué se cree? ¿De qué está hablando?

—Chantaje —dijo Don—. Extorsión.

—Yo no. Tal vez él.

—¿Tal vez?

—Dijo veinte mil. Seguiría teniendo la casa por diez mil menos de lo que pidió. Es una ganga, ¿no?

—Pero apuesto a que no querrá ir y ajustar el precio en los papeles, ¿verdad?

—¿Por qué fastidiar los impuestos de todo el mundo? —preguntó Bagatti—. Seguirá usted sacándole beneficios a la casa.

—¿Y acude a mí?

—Cindy no tiene dinero.

—¿Cómo lo sabe? Ella no le diría ni dónde apuntar con su polla cuando mea.

—Como dije, el tipo tiene un investigador privado. Tío, me está lastimando los hombros.

Don lo dejó resbalar por la pared hasta que quedó de pie. Pero cuando Bagatti hizo ademán de dirigirse a la puerta, lo volvió a estampar contra la pared. Y una vez más la cabeza rebotó contra la escayola.

—Cuidado —dijo Don—. Ésta es una pared maestra, no quiero tener que sustituirla porque la ha abollado con la cabeza.

—Mire, señor Lark, sólo soy un mensajero.

—Dígame el nombre del abogado.

—No me lo dijo. Dijo que contactaría con usted.

—No quiero que ningún abogado manche esta casa. Iré a su despacho y resolveremos esto, o puede seguir adelante y llevarnos a juicio, porque no hubo nada ilegal.

—Se lo diré.

—No, se lo diré yo. Deme su número.

—Dijo que me llamaría. No me dejó…

Esta vez la cabeza no rebotó tanto.

—No encoja el cuello cuando hago eso —dijo Don—. Sólo le dolerá más luego. Déjelo suelto.

—Me está haciendo daño, tío.

—Su número.

—Suélteme y se lo anotaré.

Don se interpuso entre Bagatti y la puerta y vio cómo sacaba una tarjeta y con manos temblorosas se esforzaba por escribir un número de teléfono.

—Se lo sabe de memoria, ¿eh? —dijo Don—. ¿De llamarlo mucho?

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que es el fisgón de la oficina. Es usted quien le sopló que tal vez Cindy y yo nos gustábamos. Y él debió decirle que contratara al detective. Un trabajo rápido, conseguir esas fotos sólo un par de horas más tarde.

—¿Y qué? La reina de hielo empieza a ponerse melosa con un cliente, yo recelo, y resulta que tenía razón, ¿no? Consigue treinta mil dólares de descuento en una casa. Así que no se ponga en plan santurrón conmigo, llamándome fisgón cuando usted es un ladrón.

Justo entonces. Ahí fue donde Don pudo haber cruzado la línea. Todos esos años de autocontrol. Todos esos meses en que quiso ir y secuestrar a su hija y esconderla en Bulgaria o en Mongolia y no lo hizo. Todos esos meses, todos esos años después en que quiso buscar al abogado de su ex esposa y aplastar la cabeza de aquella serpiente estirada y hacerla añicos contra una farola, y no lo hizo. Toda la violencia que no había expresado y que quiso tan desesperadamente dejar salir… y no lo hizo.

Bagatti debió adivinar la decisión que estaba tomando, porque se acobardó al mirar los ojos de Don. Y cuando finalmente Don dio un paso atrás, dejándole pasar, el agente inmobiliario echó a correr como una ardilla y salió por la puerta y bajó los escalones del porche.

Don se quedó con la tarjeta en la mano. Otro abogado. Otro intento por destruirlo. Cuando mates, Don, mata al tipo adecuado. ¿Cadena perpetua por matar a un agente inmobiliario? Vamos. Un abogado muerto vale más que diez agentes.

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