El Cuaderno Dorado (76 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
5.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cuando ya no podía más, salía y me compraba una mujer. ¿Qué esperabas?

El
qué esperabas
no va dirigido a Ella, sino a su madre.

—Era celosa —añade—; vaya si lo era. Yo le importaba un bledo, pero tenía celos de mí como una gata enferma.

—Lo que quise decir es que quizás era tímida. Tal vez debieras haberle enseñado.

Recuerda que Paul le había dicho: «La mujer frígida no existe. Sólo hay hombres incompetentes».

El libro desciende lentamente hasta los muslos delgados como bastones de su padre. El rostro amarillento y enjuto ha enrojecido, y los ojos se salen de sus órbitas como los de un insecto:

—¡Óyeme! —clama—. El matrimonio se cumplió por lo que a mí se refiere...

¡Vaya si se cumplió! En fin, aquí estás tú. Supongo que está claro.

—Supongo que debería pedir excusas, pero quiero saber cosas de ella. Al fin y al cabo, fue mi madre.

—No pienso en ella. No he pensado en ella desde hace años. Sólo la recuerdo cuando tú me concedes el honor de visitarme.

—¿Por eso tengo siempre la impresión de que no te gusta mucho verme? —pregunta Ella, aunque sonriendo y forzándole a que la mire.

—Yo nunca he dicho tal cosa. No, no creo. Pero todo eso de los lazos de familia... La familia, el matrimonio, todo este tipo de cosas me parece muy poco real. Eres mi hija, estoy seguro de ello. Conociendo a tu madre... Pero no lo siento así. ¿Tú sientes los lazos de la sangre? Yo no.

—Yo sí. Cuando estoy aquí, contigo, siento como un lazo. No sé qué es.

—No, yo tampoco. —El anciano ha vuelto a recobrarse y se ha refugiado de nuevo en un lugar remoto, a salvo del sufrimiento de las emociones personales. Añade—: Somos seres humanos, cualquiera que sea el significado de este concepto. Yo no lo sé. Pero me agrada verte, cuando me haces el honor de venir. No creas que no eres bien venida... Aunque me estoy haciendo viejo, y tú todavía no sabes lo que eso significa. Todo este asunto de la familia, los hijos, todo este tipo de cosas no parecen reales. No son lo más importante. Al menos para mí.

—¿Qué es, pues, lo importante?

—Dios, supongo. Lo que se quiera entender por él. ¡Ah, claro, ya sé que para ti no significa nada! ¿Por qué habría de significar algo? Yo, antes, a veces tenía instantes en que lo veía. En el desierto, en el Ejército, ya sabes. O en momentos de peligro. También ahora, en ocasiones, por la noche. Yo creo que estar solo es importante. La gente, los seres humanos, todo este tipo de cosas, es sólo un lío. Las personas deberían dejarse en paz las unas a las otras. —Toma un sorbo de whisky, mirándola fijamente, con expresión de asombro por lo que ve—. Tú eres mi hija, según creo. No sé nada de ti. Te ayudaría en lo que pudiera, claro, y tendrás todo el dinero que poseo cuando me vaya... En fin, ya lo sabes. No es que sea mucho, pero... Sin embargo, no quiero saber nada de tu vida. Estoy seguro de que no podría aprobarla.

—No, me parece que no podrías.

—Ese marido tuyo..., ese infeliz... Nunca pude comprenderlo.

—De eso hace mucho tiempo. Imagina que te digo que he querido a un hombre casado durante cinco años, y que esa experiencia ha sido la más importante de mi vida.

—Son tus problemas, no los míos. Y supongo que desde entonces ha habido otros hombres. No eres como tu madre; ya es algo. Te pareces más a una mujer que tuve después de que ella muriera.

—¿Por qué no te casaste con ella?

—Estaba casada, atada al marido. En fin, supongo que tenía razón. En ese aspecto fue lo mejor de mi vida. Pero ese aspecto... nunca ha sido muy importante para mí.

—¿No sientes ni siquiera curiosidad acerca de mí, de lo que hago? ¿No piensas en tu nieto?

Ahora se hace patente que emprende la retirada con todo descaro. Esta insistencia no le gusta nada.

—No. ¡Oh, sí! Es un hombrecito muy salado. Encantado siempre de verle. Pero se volverá un caníbal, exactamente lo mismo que los demás.

—¿Un caníbal?

—Sí, un caníbal. Las personas son caníbales, si no se dejan en paz las unas a las otras. En cuanto a ti, ¿qué sé acerca de ti? Eres una mujer moderna, y yo no sé nada acerca de las mujeres modernas.

—¡Una mujer moderna! —repite Ella, secamente, sonriendo.

—Sí. Tu libro, supongo. Imagino que vas detrás de algo tuyo, como todos los demás. Y te deseo mucha suerte. No nos podemos ayudar mutuamente. Las personas no se ayudan entre sí. Están mejor separadas.

Una vez dicho esto, levanta el libro, después de haberle dirigido una mirada corta y abrupta para darle a entender que la conversación ha concluido por su parte.

Ella, sola en el cuarto, se asoma a su lago privado aguardando a que se ciernan las sombras, a que la historia tome forma. Ve a un joven oficial de carrera, tímido, orgulloso y con dificultades para expresarse. Ve a una joven esposa, tímida y alegre. Y entonces, no una imagen, sino un recuerdo aflora a la superficie. Ve la escena siguiente: de noche, ya tarde, en su dormitorio, simula que duerme. Su padre y su madre están de pie en medio de la habitación. Él la rodea con el brazo, ella está avergonzada y se recata como una muchacha. Él la besa, y ella sale corriendo de la habitación, con los ojos llenos de lágrimas. Él se queda solo, enojado, tirándose del bigote.

Permanece solo, apartado de su esposa y dedicado a sus libros y a los sueños secos y concisos de un hombre que podría haber sido un poeta o un místico. Y, en efecto, cuando muere, se encuentran diarios, poemas, fragmentos de prosa que llenan cajones cerrados con llave.

Ella se sorprende de esta conclusión. Nunca había pensado en su padre como un hombre que pudiera escribir poesía o cualquier otra cosa. Vuelve a visitar a su padre, lo antes posible.

Entrada ya la noche, en el cuarto silencioso donde el fuego arde despacio contra la pared, Ella le pregunta:

—Padre, ¿has escrito alguna vez poesía?

El libro desciende de golpe hasta sus muslos delgados, mientras él la mira fijamente.

—¿Cómo demonios lo has sabido?

—No lo sé. Sencillamente, se me ocurrió que quizá sí.

—Nunca se lo he dicho a nadie.

—¿Puedo leer algo?

Se queda un rato inmóvil, tirándose del recio y viejo bigote que ahora ya es blanco. Luego se levanta y abre un cajón cerrado con llave. Le entrega un manojo de poemas. Son todos poemas sobre la soledad, la derrota, la fortaleza, las desventuras del aislamiento. Se refieren casi todos a soldados. T. E. Lawrence: «Un hombre flaco y austero entre hombres flacos». Rommel: «Y al atardecer, los aman-tes se detienen en las afueras de la ciudad, donde una extensión cubierta de cruces se inclina sobre la arena». Cromwell: «Fe, montañas, monumentos y rocas...». De nuevo T. E. Lawrence: «...pero explora los salvajes precipicios del alma». Y otra vez T. E. Lawrence: quien renunció a «la luz, la acción y las puras recompensas, se reconoce derrotado como todos los que usamos las palabras».

Ella se los devuelve. El anciano indomable toma los poemas y los guarda de nuevo bajo llave.

—¿Nunca has pensado en publicarlos?

—Desde luego que no. ¿Para qué?

—Lo pregunto sólo por curiosidad.

—Naturalmente, tú eres distinta. Tú escribes para que te publiquen. En fin, supongo que es lo que hace la gente.

—Nunca me has dicho si te había gustado mi novela. ¿La has leído?

—¿Gustarme? Estaba bien escrita y todo eso. Pero aquel infeliz, ¿para qué quiso matarse?

—La gente hace esas cosas.

—¿Cómo? Todo el mundo quiere hacerlo en un momento u otro. Pero ¿por qué escribir sobre ello?

—Puede que tengas razón.

—Yo no digo que tenga razón. Es lo que yo siento. Es la diferencia entre todos nosotros y vosotros.

—¿El qué, suicidarnos?

—No. Pedís tanto... La felicidad, ese tipo de cosa... ¡La felicidad! No me acuerdo de haber pensado nunca en ella. En cambio, vosotros parecéis creer que se os debe algo. Es por culpa de los comunistas.

—¡Qué! —exclama Ella, atónita y divertida.

—Sí, todos vosotros sois rojos.

—Pero yo no soy comunista. Me confundes con mi amiga Julia. E incluso ella ya no lo es.

—Da lo mismo. Os han cogido. Todos creéis que podéis hacer cualquier cosa.

—Pues me parece que es verdad. En alguna parte, en el fondo de la mente de los nuestros, subsiste la creencia de que todo es posible. Vosotros parecíais contentaros con muy poco.

—¿Contentarnos? ¡Contentarnos! ¡Qué palabra es esa!

—Quiero decir que, para bien o para mal, ahora estamos dispuestos a experimentar con nosotros mismos, a tratar de ser diferentes. Pero vosotros os limitasteis a resignaros a ser una cosa determinada.

El anciano se incorpora, feroz y resentido.

—Aquel cachorro de tu libro no pensaba más que en matarse.

—Tal vez porque se le
debía
algo. A todos se nos debe algo, y él no lo obtuvo.

—¿Tal vez, dices? ¿Tal vez? Lo escribiste tú; debieras saberlo.

—Acaso la próxima vez intente escribir sobre esto, sobre las personas que intentan deliberadamente ser distintas, romper con su propia forma, para decirlo así.

—Hablas como si... Una persona es una persona. Un hombre es lo que es. No puede ser otra cosa; no le puedes cambiar.

—Bueno, pues, ésa me parece que es la auténtica diferencia entre nosotros. Porque yo creo que se puede cambiar.

—En tal caso, no te entiendo; no quiero entenderte. Ya es bastante malo tener que enfrentarse con lo que uno es para complicarse más las cosas.

Esta conversación con su padre pone en marcha otra serie de ideas en Ella.

Ahora, viendo que busca las líneas maestras de una historia y que sólo encuentra, una y otra vez, argumentos de derrota, muerte e ironía, lo rechaza todo deliberadamente. Intenta crear por la fuerza argumentos de felicidad o de vida sencilla. Pero no lo logra.

Luego se encuentra pensando: «Tengo que aceptar los patrones que me concede el conocimiento de mí misma y que significan desdicha o, por lo menos, cierta sequedad. Pero les puedo dar la vuelta y convertirlos en una victoria. Un hombre y una mujer, sí. Ambos ya no aguantan más Los dos están enloqueciendo debido al intento deliberado de trascender sus propios límites. Y del caos nace un nuevo tipo de fuerza».

Ella mira hacia su interior como si escrutase el fondo de un lago, con objeto de encontrar las imágenes de esta historia. Pero en su mente sólo hay una serie de frases secas. Y aguarda, aguarda con paciencia a que se formen las imágenes, a que cobren vida.

[Por espacio de dieciocho meses el cuaderno azul habría de incluir entradas cortas y de diferente estilo, tanto en las anotaciones previas del cuaderno azul como en las del resto de los cuadernos. Esta sección comenzaba así:]

17 de octubre de 1954

Anna Freeman, nacida el 10 de noviembre de 1922, bija del coronel Frank Freeman y de May Fortescue, vivió en el 23 de Baker Street. Se educó en la
High
School
femenina de Hampstead, pasó seis años en el África central (de 1939 a 1945) y se casó con Max Wulf en 1945, con quien tuvo una hija, nacida en 1946. Se divorció de Max Wulf en 1947, ingresó en el Partido comunista en 1950 y en 1954 lo abandonó.

[Aquí, cada día había un capítulo consistente en anotaciones cortas relativas a hechos concretos: «Me he levantado temprano. He leído tal cosa. He visto tal otra. Janet está enferma. Janet ya está bien. A Molly le han ofrecido un papel que le gusta/no le gusta», etcétera. Después de una fecha del mes de marzo de 1956, había una página cruzada por una línea negra y gruesa, que marcaba el final de aquellas pequeñas entradas. Los últimos dieciocho meses habían sido tachados, página por página, con una cruz, negra y gruesa. Luego, Anna continuaba con una escritura distinta, que no era ya la de letra pequeña y clara de las anotaciones diarias, sino otra mucho más fluida, rápida y, a veces, ilegible, como consecuencia de la rapidez con que había sido escrita:]

De modo que esto también ha resultado un fracaso. El cuaderno azul, que yo esperaba fuese el cuaderno más sincero, es aún peor que los otros. Esperaba que la anotación tersa de los hechos ofreciera un dibujo al volverlo a leer, pero este tipo de anotación resulta tan falso como la descripción de lo que pasó el 15 de septiembre de 1954, que ahora leo con vergüenza a causa del tono emocional y por la suposición de que si escribía que «a las nueve y media fui al váter a hacer caca y a las dos a hacer pipí y a las cuatro sudé», sería más real que si escribía, simplemente, lo que pensaba. No obstante, no comprendo aún por qué ha ocurrido tal cosa, pues aunque en la vida real actos como ir al váter o cambiarse un tampón cuando se tiene la regla se hacen a un nivel casi inconsciente, soy capaz de acordarme con todo detalle de un día, dos años atrás, pues recuerdo perfectamente que Molly tenía sangre en la falda y que yo tuve que avisarle para que subiera a cambiarse antes de que llegara su hijo.

Es evidente que no se trata en absoluto de un problema literario; es lo mismo que la «experiencia» con Madre Azúcar. Me acuerdo que le dije que la mayor parte del tiempo que pasábamos juntas, su trabajo consistía en hacerme cobrar conciencia de hechos físicos que durante la niñez habíamos aprendido a olvidar para poder vivir. Y entonces ella dio una respuesta obvia: que el modo como se «aprende» durante la niñez constituía un error, y que la mejor prueba era que necesitaba sentarme frente a ella tres veces por semana para pedirle ayuda. A lo que le repliqué, sabiendo que no obtendría respuesta o que, por lo menos, no la obtendría al nivel que yo deseaba, puesto que ya sabía que lo que iba a reprocharme era la «intelectualización» a la que ella atribuía mis disturbios emocionales:

—Tengo la impresión que hacerse psicoanalizar es, esencialmente, un proceso en el que a una se le fuerza a volver al infantilismo, y luego se la rescata de él por otro proceso de cristalización de lo que una aprende, en una especie de primitivismo intelectual; te fuerzan a volver a un mito, al folklore y a todo lo que es propio de los estados salvajes o no desarrollados de la sociedad. Por ejemplo, si a usted le digo: en este sueño reconozco este mito y este otro; o en esta emoción acerca de mi padre, tal cuento popular; o el ambiente de este recuerdo es idéntico al de tal romance inglés: entonces usted sonríe y se siente satisfecha. En su opinión, he ido más allá de lo infantil, lo he transmutado y lo he salvado al encarnarle en el mito. Pero, en realidad, lo único que yo hago o que usted hace, es pescar entre los recuerdos infantiles de un individuo y fundirlos con el arte o las ideas que pertenecen a la infancia de un pueblo.

Other books

Defying Pack Law by Eve Langlais
Believe by Victoria Alexander
Mad Dog by Dandi Daley Mackall
Pursued by Kristin Vayden
Noah by Justine Elvira
Number9Dream by David Mitchell
Dare Me by Julie Leto
Beyond The Cage by Alana Sapphire
WHO KILLED EMMALINE? by Dani Matthews