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Authors: Doris Lessing
Lo que Harry dijo entonces era horroroso, pero a un nivel distinto de lo narrado con anterioridad en el mitin de las cuarenta personas. Cuando terminó, le formulamos preguntas, y cada respuesta hizo que emergiera algo nuevo y terrible. Lo que estábamos viendo lo conocíamos muy bien por experiencia propia: un comunista, decidido a ser honesto, luchaba palmo a palmo para no tener que admitir la verdad acerca de la Unión Soviética. Cuando hubo terminado de hablar, el hombre callado, cuyo nombre resultó ser Nelson (americano), se levantó y rompió a hablar con una oratoria apasionada. Habló bien y era evidente que lo hacía con una gran experiencia política. La suya era una voz fuerte y ejercitada. Pero ahora resultaba acusadora. Dijo que la razón por la que los Partidos comunistas de Occidente se habían derrumbado o iban a hacerlo era su incapacidad de decir la verdad sobre nada. Por esto, debido a su vieja costumbre de decir mentiras al mundo, resultaba que ni ellos mismos podían discernir ya lo que era o no cierto. Sin embargo, aquella noche, dijo, después del XX Congreso y de todo lo que habíamos aprendido sobre la situación del comunismo, veíamos a uno de los camaradas más importantes y de quien sabíamos había luchado por la verdad dentro del Partido contra gente más cínica que él, dividir la verdad en dos: una, la verdad suavizada, para la audiencia de cuarenta personas, y la otra, una verdad más dura, para un grupo cerrado. Harry estaba azorado y turbado. Entonces todavía no sabíamos nada de las amenazas a que los funcionarios le habían sometido para impedir que hablara. Dijo, sin embargo, que la verdad era tan terrible que lo mejor era que la supiese la menor cantidad de gente posible: en resumen, utilizaba los mismos argumentos de la burocracia, los mismos argumentos contra los que él había luchado.
Entonces volvió a levantarse Nelson y lanzó otra denuncia todavía más violenta y autoacusadora. Era casi histérica, tanto que todos nos pusimos histéricos. Por ejemplo, yo podía sentir cómo la histeria surgía de mi interior, y pude reconocer el ambiente que descubriera en mi «sueño de destrucción». Era la sensación o el ambiente que preludiaba la comparecencia de la figura de destrucción. Me levanté y le di las gracias a Harry; al fin y al cabo, hacía dos años que había dejado de ser miembro del Partido, y no tenía ningún derecho a asistir a un mitin cerrado. Me fui abajo, donde encontré a Molly, que estaba llorando en la cocina. Me dijo:
—Para ti es muy fácil; tú no eres judía.
En la calle me encontré con que Nelson había bajado detrás de mí. Dijo que me acompañaba a casa. Ahora volvía a estar callado, y yo me olvidé del tono autoacusador de su discurso. Era un hombre de unos cuarenta años, judío americano de aspecto agradable, un poco el tipo del paterfamilias. Yo sabía que me sentía atraída por él...
[Otra línea gruesa y negra. Y luego:]
La razón por la que no quiero escribir sobre esto es que debo luchar para escribir sobre las cuestiones del sexo. Es extraordinario lo fuerte que resulta esta especie de prohibición.
Lo estoy complicando demasiado: me refiero al mitin. Pero Nelson y yo no nos hubiéramos comunicado fácilmente sin haber compartido esta experiencia, incluso si hubiera sido en cualquier otro país. Aquella primera noche, estuvo conmigo hasta tarde. Me hizo la corte. Hablé sobre mí; quiso saber el tipo de vida que llevaba. Las mujeres en seguida reaccionan como agradecidas frente a los hombres que comprenden que estamos en una situación de frontera. Supongo que podría decirse que nos «etiquetan». Nos sentimos a salvo con ellos. Subió a ver a Janet, que dormía. Su interés por ella era genuino, pues tenía tres hijos propios y llevaba diecisiete años casado. Su matrimonio era una consecuencia directa de haber estado luchando en España. El tono de la velada fue serio, responsable, adulto. Cuando se hubo ido pensé en la palabra adulto. Y le comparé a los hombres con quienes me había encontrado recientemente (¿por qué?), a aquellos otros hombres-niños. Me sentía tan animada que hube de obligarme a tomar precauciones. De nuevo me maravillaba lo fácil que es, cuando se vive destituida, olvidar el amor, el gozo y otras delicias. Durante casi dos años no había experimentado más que encuentros decepcionantes y desengaños emocionales. Por así decirlo, me había recogido las faldas emocionales y me había vuelto muy cautelosa en mis reacciones. Ahora, después de una noche con Nelson, lo había olvidado todo. Vino a verme al día siguiente. Janet acababa de salir para jugar con sus amigas. Nelson y ella se hicieron en seguida amigos. Hablaba como si fuese más que un amante en potencia. Estaba a punto de dejar a su esposa, según me dijo, pues necesitaba una relación real con una mujer. Podía venir aquella noche «después de que Janet se hubiera dormido». Le acepté por lo que significaba aquel «después de que Janet se hubiera dormido» y por su esfuerzo de comprender el tipo de vida que yo llevaba. Cuando vino aquella noche, llegó muy tarde y de un humor algo distinto: desde el primer momento se mostró locuaz, como si no pudiera parar de hablar. Los ojos se le disparaban hacia todas partes, sin encontrar nunca los míos. A mí se me caía el alma a los pies, y me invadió un repentino nerviosismo y aprensión. Comprendí, antes de que lo comprendiera mi mente, que aquello iba a suponer otra decepción. Habló de España, de la guerra. Se condenaba a sí mismo, como en el mitin, se daba golpes en el pecho, histéricamente, por haber tomado parte en las traiciones del Partido comunista. Dijo que personas inocentes habían sido fusiladas por su culpa, si bien entonces no creyó que fueran inocentes. (Mientras hablaba, yo iba experimentando la siguiente sensación: no está realmente arrepentido, no lo está; su histeria y todo el ruido que arma no es más que una defensa contra sus propios sentimientos, porque es abrumadora la culpa que debería pesar sobre él.) A ratos resultaba también muy divertido. Mostraba ese sentido del humor tan americano, que consiste en autocastigarse. Se marchó a medianoche o, más bien, se escabulló, mientras seguía hablando con voz aguda y sin abandonar su expresión de culpabilidad. Podría decirse que se agotó a sí mismo hablando. Por mi parte, comencé a pensar en su esposa, pero no quería admitir lo que el instinto me dictaba con toda claridad. A la mañana siguiente, volvió sin avisar, pero no pude reconocerle ya como al hombre histérico y escandaloso: parecía sobrio y responsable, mostrándose incluso chistoso. Me llevó a la cama y entonces descubrí que sexualmente no funcionaba bien. Le pregunté si siempre era así, y él se mostró visiblemente desconcertado (y esto me reveló más sobre sus relaciones sexuales que cualquier otra cosa) porque yo hablara francamente sobre ello, mientras que él pretendía no entenderme. Luego dijo que le tenía un miedo mortal al sexo y que no podía permanecer dentro de una mujer más que unos pocos segundos. Esto le sucedía desde siempre. En efecto, por la prisa nerviosa e instintivamente repulsiva con que se apartaba de mí, por la prisa con que se vestía, pude comprender cuán hondo era su miedo. Dijo que había empezado a psicoanalizarse y que esperaba «curarse» pronto. (Yo no pude evitar reírme ante la palabra «curar», pues así es como habla la gente cuando va a un psicoanalista; es, en fin, la forma clínica de hablar, como si uno se sometiera a una operación definitiva y desesperada que fuera a convertirle en algo distinto.) Después, nuestra relación cambió: todo quedó en un sentimiento amistoso y de confianza. Debido a esta confianza, seguiríamos viéndonos.
Y así fue. Hace ya meses de todo esto. Lo que ahora me aterroriza es: ¿por qué continué una relación semejante? No fue por vanidad, puesto que no me dije: yo puedo curar a este hombre. En absoluto. Tengo la experiencia suficiente y he conocido ya a demasiados inválidos sexuales. No fue tampoco por compasión, aunque tal vez hubiera algo de eso. Siempre me asombra, en mí misma y en otras mujeres, la fuerza de nuestra necesidad de animar a los hombres. Esto no deja de ser irónico, y más viviendo como vivimos en una época en que los hombres nos critican por ser «castrantes», etc., cuando no emplean otras palabras o expresiones de tipo parecido. (Nelson dice que su esposa es «castrante», lo cual me enfurece, sobre todo si pienso en lo infeliz que debe haber sido.) La verdad es que las mujeres tienen esta honda necesidad instintiva de superar al hombre para «hacerle un hombre», como Molly, por ejemplo. Supongo que esto se debe a que los hombres auténticos son cada día más escasos, y también a que nosotras tenemos miedo. Por eso tratamos de crear hombres.
Lo que a mí me aterroriza, sin embargo, es mi fácil disposición. Madre Azúcar la llamaría «el lado negativo» de la necesidad que las mujeres tienen de conciliar y someterse. Ahora ya no soy Amia, carezco de voluntad, puesto que no puedo salir de una situación en cuanto la he empezado. Una vez en este punto, no sé hacer más que seguir adelante.
Al cabo de una semana de haberme acostado con Nelson, me encontraba ya en una situación sobre la que no tenía el menor control. El hombre, Nelson, callado y responsable, había desaparecido. No podía ya ni acordarme de él. Incluso las palabras, el lenguaje de responsabilidad emocional había desaparecido. Estaba dominado por una histeria discordante, de la que yo me encontraba también prisionera. Fuimos a la cama por segunda vez acompañados de una autodenuncia muy verbal, amargamente bromista, que se transformó en seguida en insultos histéricos hacia las mujeres en general. Luego desapareció de mi vida durante casi dos semanas. Me sentía más nerviosa y deprimida que nunca. Era como si no tuviera sexo. Eso es; no tenía sexo. Muy a lo lejos vislumbraba a Anna, que pertenecía a un mundo normal y afectuoso. La podía ver, pero no me acordaba de lo que era estar viva, como lo estaba ella. Nelson me llamó por teléfono dos veces, excusándose de una manera ofensiva, puesto que no había ninguna necesidad de que se disculpara. Eran las excusas que se le dan a «una mujer», a «las mujeres», al «enemigo», no a Anna; en sus buenos momentos, él habría sido incapaz de tanta falta de sensibilidad. En mi mente ya había eliminado a aquel hombre como amante, pero tenía la intención de conservarlo como amigo. De hecho, existe una afinidad entre los dos deseos, pues se trata de la relación de cierto tipo de autoconocimiento y de desesperación. Una noche Nelson se presentó sin avisar y con su otra personalidad, con la «buena», por así decirlo. Al oírle hablar, no podía acordarme de cómo era cuando estaba histérico y poseído. Me quedé mirándole de la misma manera que suelo «mirar» a la Anna sana y dichosa; pero no puedo alcanzarles ni a él ni a ella, porque es como si se movieran tras una pared de cristal. Por supuesto que sé cómo es la pared de cristal tras la que viven determinados americanos; la conozco demasiado bien: no me toques, por Dios; no me toques, porque tengo miedo de sentir.
Aquella noche me invitó a una fiesta en su casa. Dije que iría, pero tan pronto como se hubo marchado, ya sabía que no debía acudir, puesto que no lo veía muy claro. Sin embargo, desde otra perspectiva, ¿por qué no ir? Nunca sería mi amante; así que nos quedábamos en amigos. Entonces, ¿por qué no ir a conocer a sus amigos, incluida su esposa?
En cuanto entré en su casa, me di cuenta de lo mal que había utilizado mi imaginación y de lo estúpida que había decidido ser. A veces, las mujeres me desagradan; me desagradan por la capacidad que tenemos para no pensar en nada cuando nos conviene. Por ejemplo, decidimos no pensar cuando intentamos alcanzar la felicidad. Bien; la cuestión es que, al entrar en casa de Nelson, comprendí que había decidido no pensar, a causa de lo cual me sentí avergonzada y humillada.
Se trataba de un piso grande, lleno de muebles elegidos sin gusto y más bien anónimos. Por lo demás, sabía que cuando se trasladaran a otra casa y la llenaran con sus propios objetos, seguirían resultando anónimos: ésa era la característica del anonimato, la seguridad del anonimato, algo que entiendo bien, demasiado bien. Mencionaron el alquiler que pagaban por el piso, y yo me llené de asombro: treinta libras a la semana es una fortuna, una locura. Había allí alrededor de doce invitados y todos eran americanos que tenían algo que ver con la televisión o con el cine; gente del «negocio de los espectáculos», y se hacían bromas sobre ello.
—Estamos en el
show biz
. Y ¿por qué no? ¿Verdad que no hay nada de malo en ello?
Al parecer, todos se conocían, lo que suponía, evidentemente, que todos estaban en el negocio de los espectáculos y que todos tenían los contactos arbitrarios propios de su trabajo. No obstante, eran amables. La suya era una manera atractiva, abierta y natural de mostrarse amables. A mí me gustaba, pues me recordaba la amabilidad natural y sin ceremonias de los blancos en África: «Hola, ¿cómo estás? Aquí tienes mi casa. No importa que sólo te haya visto una vez». Sí, aquello me gustaba. Según el criterio de los ingleses, todos eran ricos. En Inglaterra, la gente tan rica como ellos no habla de dinero, lo que no ocurre con los americanos, que siempre parecen ansiosos de dólares. No obstante, a pesar del dinero y de que «todo era tan caro» (lo cual les parece siempre tan natural), entre aquellos americanos había un ambiente de clase media difícil de describir. Intentaré definirlo: un tipo de ordinariez deliberada, un rebajamiento del individuo; como si todos llevaran dentro la necesidad de amoldarse a lo que se espera de ellos, lo que no constituye impedimento para que a uno le caigan bien, pues se trata de excelentes personas. Por eso se les observa con dolor, por haber escogido ese rebajarse ante sí mismos, ese autolimitarse. Los límites, por supuesto, son de dinero. (Sin embargo, ¿por qué la mitad de ellos eran gente de izquierdas? Habían estado en la lista negra y se hallaban en Inglaterra porque en América no se podían ganar la vida.) ¡Dinero, siempre dinero! Podía sentirse en el aire la ansiedad por el dinero, como si se hubiera tratado de un signo de interrogación. No obstante, con el alquiler del piso grande y feo de Nelson se habría podido mantener con holgura una familia inglesa de clase media.
Por mi parte, me sentía secretamente fascinada por la mujer de Nelson. En parte creo que era una curiosidad normal: ¿cómo será esta persona? Pero, en parte, se trataba de algo que también me causaba vergüenza: ¿qué tengo yo que pueda faltarle a ella? Nada. Al menos, nada que yo pudiera ver.
Se trataba de una judía alta y muy delgada, casi huesuda. Era también muy atractiva, con rasgos marcados y sorprendentes, todos ellos muy acentuados: una boca grande y animada; la nariz también grande, con una curva bastante hermosa; los ojos de gran tamaño y prominentes, negros y vistosos. Iba vestida de colores vivos. Tenía una voz alta y aguda (que yo detesté; detesto las voces altas) y una risa como fingida. Tenía mucho estilo y aplomo, que yo, naturalmente, no dejé de envidiar. Por lo demás, al mirarla más detenidamente, pude percibir que el suyo era un aplomo superficial, pues no quitó ni un momento los ojos de Nelson. (A cambio, él no la miraba nunca, pues sin duda le daba miedo.) Esta característica empiezo a reconocerla como típica de las americanas: se trata de una eficiencia superficial basada en la seguridad, por debajo de la cual se halla la ansiedad. La mirada que posan sobre los hombres es una mirada nerviosa y atemorizada. Indudablemente, tienen miedo. Parece como si se encontraran solas en alguna parte del espacio y pretendieran no estarlo. Tienen la mirada de las gentes que se sienten solas y aisladas, pero que pretenden aparentar todo lo contrario. En el fondo, a mí me dan miedo.