El Cuaderno Dorado (73 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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[Recensión de
Las fronteras de la guerra
en
Soviet Gazette
, con fecha de agosto de 1954.]

África es majestuosa y salvaje. ¡Qué estallido de esplendor se ofrece a nuestros ojos en las páginas de esta novela que nos acaba de llegar de la Gran Bretaña, y que describe un incidente ocurrido durante la guerra en el corazón mismo de las llanuras y selvas de la tierra africana!

No es preciso recordar ahora que los caracteres típicos del arte difieren, en su contenido y también, por consiguiente, en su forma, del concepto científico de los tipos. De ahí que, en una cita que la escritora hace al principio de su libro, y a pesar de sus reminiscencias de marasmo sociológico occidental, esté contenida una profunda verdad (a saber: «Se dice que Adán se perdió o cayó porque comió la manzana. Pero yo digo que fue debido a que la reclamó como suya, debido a su Yo, Mío, Mi, etc.»), y que a partir de ese momento leemos su obra con viva expectación, que no está justificada. Sin embargo, acojamos bien lo que nos ha ofrecido ahora, esperando lo que un día nos puede dar, lo que nos dará cuando comprenda que una obra auténticamente artística debe poseer una vida revolucionaria... que afirme su contenido, su profundidad ideológica, su humanidad, tanto como su mérito artístico. El sentimiento crece a medida que se pasan las páginas: ¡qué nobles, qué auténticamente profundos deben de ser los tipos humanos que se dan en este continente todavía no desarrollado! Ese sentimiento no abandona un solo instante al lector, quien continuamente evoca una respuesta de su corazón. Pero el joven aviador inglés, al igual que la confiada muchacha negra, inolvidables gracias a la fuerza abrumadora de la escritora, no son, sin embargo, típicos de la potencia moral del futuro. Tus lectores te dicen, querida autora, unánimemente: ¡Continúa trabajando!¡Recuerda que el arte debe estar impregnado de la clara luz de la verdad! ¡Recuerda que el proceso de crear nuevas formas concretas de realismo en la literatura africana y, en general, en la literatura de los países subdesarrollados que tienen un fuerte movimiento de liberación nacional, es un proceso muy difícil e intrincado!

[Recensión de
Las fronteras de la guerra
, en
Soviet Journal for Literature for
Colonial Freedom
, con fecha de diciembre de 1956.]

La lucha contra la opresión imperialista en el África tiene sus Homeros y sus Jack Londons. Tiene también sus mediocres psicólogos, que, sin embargo, no carecen de cierto mérito menor. Ante las masas negras en marcha, ante las heroicas posturas que a diario adoptan los movimientos nacionalistas, ¿qué puede decirse de esta novela, crónica de una historia de amor entre un joven británico educado en Oxford y una chica negra? Ella es la única representante del pueblo que aparece en todo el libro, y sin embargo su carácter es sólo un esbozo; no está desarrollado, no satisface. No; la escritora tiene que aprender de nuestra literatura, la literatura de la salud y del progreso, pues a nadie aprovecha la desesperación. Ésta es una novela negativa. Detectamos en ella influencias freudianas, lo cual constituye un elemento místico. En cuanto al grupo de «socialistas», la autora trata de utilizarlos para llevar a cabo una sátira, pero falla en su intento. Su estilo contiene algo insano y hasta ambiguo. Que aprenda de Mark Twain, cuyo saludable humor aprecian tanto los lectores progresistas. Sus novelas, en efecto, hacen que la humanidad se ría de lo que ya está muerto, de lo caduco y superado por la historia.

[Continuación del cuaderno rojo:]

13 de noviembre de 1955

Desde que murió Stalin, en 1953, el PC ha atravesado por una etapa que los viejos expertos aseguran no hubiera podido darse en cualquier época anterior. Grupos de personas, de ex comunistas y de comunistas, todos juntos, han celebrado reuniones para discutir lo que sucede en el Partido, en Rusia y en Gran Bretaña. La primera reunión a la que me rogaron asistiera (y hace ya cerca de un año que estoy fuera del Partido) constaba de nueve miembros y de cinco ex miembros. Y a ninguno de nosotros, de los ex miembros, se nos dirigió la habitual acusación: «vosotros sois los traidores». Nos reunimos como socialistas, con plena confianza. Las discusiones se han ido desarrollando lentamente, y ahora hay una especie de vago plan de alejar a la «burocracia muerta» del núcleo del Partido, de suerte que el PC pueda cambiar por completo, ser un Partido genuinamente británico, sin la mortal lealtad a Moscú, ni la obligación de decir mentiras, etc. En una palabra: que se convierta en un Partido auténticamente democrático. De nuevo me encuentro entre gente llena de excitación y buenos propósitos..., incluida la gente que abandonó el Partido hace años. El plan puede resumirse del siguiente modo: a) El Partido, limpio de sus «viejos expertos», incapaces de pensar rectamente después de tantos años de mentir y tergiversar, tiene que hacer una declaración en la que se repudie el pasado. Esto, lo primero, b) Para romper todos sus vínculos con los Partidos comunistas extranjeros, a la espera de que los otros también rejuvenezcan y rompan con el pasado, c) Para convocar a los miles y miles de personas que han sido comunistas y que dejaron el Partido, asqueadas, invitándoles a reintegrarse al Partido revitalizado. d) Para...

[Aquí, el cuaderno rojo aparecía repleto de recortes de periódicos relacionados con el XX Congreso del Partido comunista ruso, de cartas de toda clase de personas sobre política, de órdenes del día para mítines políticos, etc. Todos estos documentos estaban atados con gomas elásticas y unidos a la página correspondiente del cuaderno con una pinza sujetapapeles. Luego volvía a empezar la letra de Anna:]

11 de agosto de 1956

No es la primera vez en mi vida que me doy cuenta de que he pasado semanas y meses inmersa en una frenética actividad política sin conseguir nada con ello. Es más, ya sabía que no iba a lograr nada. El XX Congreso ha duplicado y triplicado el número de gente, tanto dentro como fuera del Partido, que quiere presentar una imagen «nueva». Ayer por la noche asistí a un mitin que casi duró hasta la madrugada. Hacia el final, un hombre que no había proferido palabra durante toda la sesión, un socialista de Austria, pronunció un breve discurso en tono de broma para decir algo así como: «Mis queridos camaradas: Os he estado escuchando, atónito ante las reservas de fe de los seres humanos. Lo que vosotros decís no es más que lo siguiente: que sabéis que la dirección del PC británico está integrada por hombres y mujeres totalmente corrompidos por los años de trabajo en el ambiente stalinista. Vosotros sabéis que harán cualquier cosa para mantener su posición. Lo sabéis porque habéis dado un centenar de ejemplos de ello, aquí, esta noche: desacatan resoluciones, hacen trampas con las votaciones, acaparan mítines, mienten y deforman las cosas. No hay medio de expulsarles de sus puestos democráticamente, en parte porque son poco escrupulosos, y en parte porque la mitad de los militantes del Partido son demasiado ingenuos para creer a sus líderes capaces de tales trampas. Pero cada vez que llegáis a este punto de vuestras reflexiones, os detenéis en él y, en lugar de sacar las conclusiones obvias de lo que habéis dicho, empezáis a soñar y a hablar como si todo lo que hubiera de hacerse fuese pedir a los camaradas dirigentes su inmediata dimisión en bien del Partido. Es como si os propusierais suplicar a un ladrón profesional que se retirara porque su eficiencia da mala fama a la profesión».

Todos nos reímos, pero continuamos con la discusión. El tono de broma con que había hablado le absolvía, por así decirlo, de la necesidad de una respuesta en serio.

Más tarde medité sobre ello. Hace tiempo decidí que, en un mitin político, la verdad surge normalmente en un discurso como aquel o en una observación que, de momento, se ignora porque no tiene el
tono
del mitin. Expresada jocosa o satíricamente, o incluso en tono de enojo o resentimiento, ésa es la verdad, y todos los discursos y contribuciones largas son una tontería.

Acabo de leer lo que escribí el año pasado, el día 13 de noviembre, y me asombra nuestra ingenuidad. Sin embargo, me sentí realmente inspirada por la creencia de que fuese posible un PC nuevo y honesto. Lo creía de veras posible.

20 de septiembre de 1956

No he asistido a más mítines. La consigna, según me dicen, es poner en marcha un nuevo «PC realmente británico» como ejemplo y como alternativa del PC actual. La gente parece preparada para aceptar, al parecer sin ningún reparo, la existencia de dos PC rivales. No obstante, es obvio lo que ocurrirá si esto se lleva a cabo: ambos utilizarán sus energías para lanzarse insultos y negarse el uno al otro el derecho de ser comunista. Se trata, en definitiva, de una receta infalible para cocinar una farsa. Pero no es más estúpida que la idea de «enviar a paseo» a la vieja guardia por medios democráticos y reformar el Partido «desde el interior». ¡Qué estupidez! No obstante, he creído en ello durante meses, como cientos de otras personas normalmente inteligentes que se han dedicado a la política desde hace años. A veces pienso que hay una forma de experiencia que la gente es incapaz de asimilar: la experiencia política.

La gente se larga del PC por docenas, con el corazón destrozado. Y lo irónico es que todos están desolados y llenos de cinismo en la misma medida que fueron leales e inocentes. Quienes, como yo, se habían hecho pocas ilusiones (todos nos hicimos algunas: yo, por ejemplo, que el antisemitismo era «imposible)», nos mantenemos en calma y dispuestos a volver a empezar, aceptando el hecho de que el PC británico degenerará poco a poco en una secta pequeña, diminuta. La nueva consigna es «reconsiderar la posición socialista».

Hoy me ha llamado Molly. Tommy se ha metido en el nuevo grupo de jóvenes socialistas. Molly ha dicho que se había quedado escuchando mientras ellos hablaban. Tenía la sensación de que «había retrocedido cien años, a los tiempos de su juventud», cuando ingresó en el PC.

—¡Anna, era extraordinario! Realmente
muy curioso
. Están ahí, sin paciencia para con el PC, con toda la razón, por lo demás, y sin paciencia tampoco para con el Partido laborista, en lo cual no me sorprendería que también tuvieran razón. No pasan de unos pocos cientos, esparcidos por toda Inglaterra, pero hablan como si Inglaterra entera fuera a convertirse en socialista dentro de unos diez años, lo más tarde, y, naturalmente, gracias a sus esfuerzos. Ya sabes, como si ellos fuesen los elegidos para dirigir la nueva y hermosa Inglaterra socialista, que saldrá a la luz el próximo martes. Los miraba como si se tratase de locos, pensaba que ellos o yo estábamos locos..., pero la cuestión, Anna, la cuestión es que son exactamente como éramos nosotros, ¿no te parece? Incluso hablan aquella misma jerga horrible de la que nosotras nos burlamos hace años, como si la hubieran inventado ellos.

—Pero tú, Molly, ¿estás contenta de que se haya hecho socialista en lugar de una especie de hombre de provecho?

—Sí, claro. Naturalmente. La cuestión es: ¿no deberían ser más inteligentes de lo que éramos nosotros, Anna?

[Continuación del cuaderno amarillo:]

LA SOMBRA DE LA TERCERA PERSONA

A partir de este punto de la novela, «la tercera persona», primero la mujer de Paul, luego el otro y más joven
cúter ego
de Ella —integrado por fantasías sobre la esposa de Paul—, y más tarde el recuerdo del mismo Paul, se convierten en la propia Ella. Ella, a medida que se va desmoronando y desintegrando, se agarra firmemente a la idea de una Ella entera, sana y feliz. El lazo entre las distintas «terceras personas» está claro: lo que las une es la normalidad, pero también algo más: lo convencional, las actitudes y emociones propias de la vida «respetable» que, de hecho, Ella rechaza totalmente.

Ella se cambia de piso. Julia se muestra resentida. Una parcela de la relación entre las dos, que aparecía oscurecida, se esclarece ahora gracias a Julia, a su actitud. Julia dominaba a Ella, la cual había aceptado el ser dominada o, por lo menos, pareció aceptarlo. Julia, por naturaleza, era esencialmente generosa: amable, afectuosa, desprendida. En cambio, ahora incluso llega a quejarse a amigos mutuos de que su amiga se ha aprovechado de ella, de que la ha utilizado. Por su parte, Ella, sola con su hijo en un piso grande, feo y sucio, que tiene que limpiar y pintar, piensa que, en cierto modo, Julia sé queja de algo que es verdad. En efecto, comprende que había sido como una prisionera voluntaria y agradecida, y que incluso alimentaba el secreto sueño de independencia común a todos los prisioneros. Para ella, marcharse de casa de Julia era como abandonar el hogar materno o como la disolución de un matrimonio, piensa ahora, perversamente, al recordar las bromas poco amables de Paul, según el cual parecía que estuviese «casada con Julia».

* * *

Durante un tiempo, Ella se encuentra más sola que nunca. Piensa mucho en su amistad, rota, con Julia. Porque ella está más cerca de Julia que nadie, aun cuando «cerca» no signifique confianza mutua ni experiencias compartidas. Aparte que ahora esta amistad no es más que odio y resentimiento. Y Ella no puede dejar de pensar en Paul, que la abandonó hace meses; hace ya más de un año.

* * *

Ella comprende que, viviendo con Julia, ha estado protegida por una determinada especie de atención. Ahora es, sin duda, «una mujer que vive sola»; y esto, aunque no se hubiera dado cuenta de ello antes, es muy distinto a «dos mujeres que viven en la misma casa».

Un ejemplo. Tres semanas después de mudarse al nuevo piso, el doctor West la telefonea. Le comunica que su esposa está fuera, de vacaciones, y la invita a cenar. Ella acepta, incapaz de sospechar, pese a la alusión, tan concreta, a la ausencia de la esposa, que no se trata de una invitación para hablar de algún tema relativo al trabajo de la oficina. Pero, en el curso de la cena, Ella va comprendiendo poco a poco que el doctor West le está ofreciendo una aventura. Recuerda entonces sus observaciones poco amables después de que Paul la dejase, y piensa que probablemente la ha clasificado como una mujer idónea para estas ocasiones. También comprende que si le rechaza esta noche, él recurrirá a una corta lista de tres o cuatro nombres de mujer, a juzgar por su sarcástico comentario:

—Hay otras, ¿sabe? No puede usted condenarme a la soledad.

Ella observa cambios en el despacho, y ve, hacia el final de la semana, que Patricia Brent tiene una nueva forma de comportarse con el doctor West. Aquella manera dura, eficiente, de la mujer profesional, se ha convertido en algo dulce, casi propio de una jovencita. Patricia ha sido la última en la corta lista del doctor West, quien ha probado suerte y ha fracasado con dos de las secretarias. Ella está maliciosamente contenta porque el doctor West ha terminado con lo que, para él, era la peor alternativa; está airada, en nombre de su sexo, porque Patricia Brent se muestra positivamente agradecida y adulada; tiene miedo porque si acepta los favores de un hombre como el doctor West, ello se puede convertir en el fin de su propio camino; está enfadada y divertida porque el doctor West, al verse rechazado, ha querido demostrarle algo, como si dijera: «Tú no has querido. Pero, ya ves, no me importa».

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