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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (68 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Paul inspeccionaba el arma irónicamente. Por fin dijo:

—Bueno, nunca se me había ocurrido ir a matar pájaros con un fusil. Pero, si lo hace el señor Boothby, también puedo hacerlo yo.

—No es difícil —comentó la señora Boothby, dejándose engatusar como de costumbre por la apariencia cortés del trato de Paul—. Hay un pequeño
veld
allí, entre los
kopjes
, que está lleno de pichones. Espere a que se posen, y sólo es cuestión de irlos recogiendo.

—¡Eso no es deportivo! —exclamó Jimmy, solemnemente.

—¡Dios mío! ¡No es deportivo! —gritó Paul teatralmente y tapándose la frente con una mano, mientras que con la otra apartaba de sí el fusil.

La señora Boothby no estaba muy segura de si tenía que tomarle en serio, pero explicó:

—No hay nada malo en ello. No disparen a menos que no estén seguros de matar. Así, ¿qué daño hacen?

—Tiene razón —dijo Jimmy, dirigiéndose a Paul.

—Sí que tiene razón —asintió Paul, hablándole ahora a la señora Boothby—. Toda la razón. Lo haremos. ¿Cuántos pichones son necesarios para el pastel del anfitrión Boothby?

—No se puede hacer mucho con menos de seis, pero si consiguen más haré pastel de pichón también para ustedes. Será un intercambio.

—Es cierto —afirmó Paul—. Será un intercambio. Confíe en nosotros.

Ella le dio las gracias, con gravedad, y nos dejó con el fusil.

El desayuno había terminado —eran casi las diez de la mañana—, y nos alegrábamos de tener algo con que ocupar el tiempo hasta la hora del almuerzo. Algo apartado del hotel había un camino que se alejaba de la vía principal en ángulo recto, y cuyas roderas cruzaban el
veld
, siguiendo la línea de un antiguo camino africano. Este camino conducía a la misión católica, distante unos once kilómetros hacia el monte. De vez en cuando, pasaba por allí el coche de la misión, en busca de víveres o algún grupo de peones que se dirigían a trabajar a la importante granja administrada por la misión; pero la mayoría del tiempo, el camino estaba vacío. Toda aquella parte era un ondulante
veld
salpicado aquí y allí de
kopjes
. Cuando llovía, el suelo parecía resistirse al agua, en lugar de acogerla. La lluvia caía con furia sobre el
veld
, a veinte o treinta centímetros del duro suelo, pero una hora después de la tormenta todo volvía a estar seco. La noche pasada había llovido tanto que el tejado de hierro del bloque donde se hallaban nuestros dormitorios había trepidado incesantemente. No obstante, el sol ya volvía a estar alto, no había nubes en el cielo, y caminábamos a lo largo del piso de
tarmac
, sobre una fina costra de arena blanca que se abría crujiente bajo nuestros zapatos, dejando al descubierto la oscura humedad del subsuelo.

Aquella mañana éramos sólo cinco; no me acuerdo dónde estaban los otros. Quizás era un fin de semana en que no habíamos ido al hotel más que cinco del grupo. Paul llevaba el fusil como un auténtico
sportman
, satisfecho interiormente del papel que representaba. Jimmy iba a su lado, torpe, grueso, pálido, con sus inteligentes ojos mirando en todo momento a Paul, humilde, irónico hacia el sufrimiento que implicaba su situación. Willi, Maryrose y yo les seguíamos. Willi llevaba un libro. Maryrose y yo vestíamos trajes de vacaciones: pantalones de color, de calicé, y camisas. Maryrose lucía pantalones azules y blusa blanca.

En cuanto dejamos el camino principal para coger el de arena, tuvimos que avanzar despacio y con cuidado, pues tras la lluvia de la noche anterior todo estaba infestado de insectos. El paisaje parecía conmocionado y en movimiento. Por encima de las hierbas bajas volaba y saltaba un millón de mariposas blancas con alas de un blanco verdoso. Todas eran blancas, pero de distinto tamaño. Era como si aquella mañana no hubieran salido del huevo, saltado o caído de sus crisálidas, más que las mariposas de una sola especie, que ahora celebraban su libertad. Y entre la misma hierba, así como por todo el camino, había una determinada especie de saltamontes de color vivo que andaban en parejas. Se contaban por millones.

—«Y un saltamontes saltó sobre la espalda de otro...» —canturreó Paul, con su voz ligera y a la vez honda. Iba a la cabeza del grupo. Se detuvo. Jimmy lo hizo también a su lado, obedientemente. Nosotros nos paramos detrás de ellos dos, Entonces Paul añadió—: Es extraño, pero hasta ahora nunca había comprendido el sentido intrínseco o concreto de esta canción.

Era grotesco, y más que azoramiento, lo que nos producía era un miedo reverencial. Nos reímos, pero nuestra risa resultó demasiado fuerte. En todas direcciones, a nuestro alrededor, había insectos ayuntándose. Los unos permanecían inmóviles, con las patas clavadas firmemente en la arena, mientras que los otros, idénticos en apariencia, se mantenían encaramados encima, de modo que no les dejaban moverse. Cerca de nosotros, uno de esos insectos intentaba subirse encima de otro, mientras éste le ayudaba como si temiese que las sacudidas vehementes y frenéticas de su compañero acabaran por hacerles caer a los dos de lado. Un poco más lejos, una pareja mal ayuntada se caía, y el que había estado debajo se erguía y esperaba a que el otro volviera a recuperar su posición, sin darse cuenta de que otro, idéntico, le quitaba el sitio... En fin, nos rodeaban multitud de parejas de insectos, los unos encima de los otros, mostrando en sus ojos brillantes y redondos una expresión estúpida. A Jimmy le dio un ataque de risa, y Paul le golpeó la espalda.

—Estos insectos tan extremadamente vulgares no merecen nuestra atención —observó Paul.

Tenía razón. Uno de aquellos insectos, o media docena, o incluso un centenar, hubieran parecido atractivos, con sus élitros de colores brillantes medio sumergidos entre finas hierbas del color de la esmeralda; pero a miles, con los ojos negros y abiertos sin expresión, producían un efecto absurdo y obsceno, aparte que eran la viva representación de la estupidez.

—Es mucho mejor observar las mariposas —dijo Maryrose, poniéndose a hacerlo.

Eran extraordinariamente bellas. En toda la extensión que alcanzábamos a ver, sus alas blancas agitaban graciosamente el aire azul. Parecían como una neblina blanca y reluciente sobrevolando la hierba verde.

—Pero, ¡mi querida Maryrose! —exclamó Paul—. Sin duda imaginas, en tu inefable candidez, que esas mariposas celebran lo alegre que es la vida o, simplemente, se divierten. El caso, sin embargo, no es ese. Lo que hacen no es más que perseguir el vil goce sexual, lo mismo que esos saltamontes tan vulgares.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Maryrose con su vocecita, muy seriamente; y Paul se echó a reír, con aquella risa suya tan pletórica y cuyo atractivo conocía perfectamente.

Acto seguido, retrocedió para colocarse junto a ella. Jimmy se quedó solo, delante. Willi, que había estado acompañando como un caballero a Maryrose, cedió su sitio a Paul y se acercó a mí; pero yo ya me había ido al lado de Jimmy, que parecía abandonado.

—Esto, de verdad,
es
grotesco —dictaminó Paul, con un tono de sincera turbación.

Miramos hacia donde él miraba y vimos, en medio de aquel ejército de saltamontes, a dos parejas que sobresalían del resto. Una la constituían un insecto enorme y de apariencia todopoderosa, con unas grandes y muelles patas semejantes a un pistón, sobre cuya espalda había un bicho inútil e incapaz de encaramarse lo suficientemente arriba. La otra pareja, junto a ellos, resultaba del todo opuesta: un saltamontes minúsculo montado, casi aplastado, por un insecto enorme y muy fuerte.

—Voy a tratar de hacer un pequeño experimento científico —anunció Paul.

Se abrió paso entre los insectos, con cuidado, se dirigió hacia las hierbas que había junto al camino, dejó el fusil en el suelo y arrancó el tallo de una hierba. Luego hincó una rodilla en la arena, y su mano se abrió paso entre los insectos, con gesto eficaz e indiferente, hasta lograr levantar al animal de cuerpo pesado que se hallaba encima del pequeño. Pero éste, de inmediato, saltó hasta su compañero de un solo bote, con sorprendente decisión.

—La operación requiere dos personas —anunció Paul.

Jimmy arrancó prestamente una hierba y se colocó junto a él, frunciendo el ceño en un gesto de repugnancia por tener que inclinarse hasta tan cerca del enjambre. Los dos estaban arrodillados en el camino de arena, manejando los tallos de hierba. Willi, Maryrose y yo nos quedamos mirando. Willi también fruncía el ceño.

—¡Qué frívolos! —observó con ironía.

Aunque, para variar, aquella mañana no estábamos de un humor especialmente bueno, Willi se dignó sonreírme al tiempo que decía, de veras divertido:

—Así y todo, es interesante.

E intercambiamos una nueva sonrisa, con cariño y con dolor por causa de lo raros que eran aquellos instantes. Maryrose nos miraba, con envidia y dolor, por encima de aquellos dos cuerpos amigos que permanecían arrodillados, Ella veía en nosotros a una pareja feliz, y se sentía aislada. Yo no pude soportarlo, abandoné a Willi para acercarme a ella, y ambas nos inclinamos por sobre las espaldas de Paul y Jimmy, observando lo que hacían.

—Ahora —dijo Paul, volviendo a levantar al monstruoso insecto que aplastaba con su peso al pequeño.

Pero Jimmy era torpe y no lo consiguió; en consecuencia, antes de que tuviera tiempo de probar otra vez, el gran insecto de Paul volvía a ocupar su puesto.

—¡Oh, qué idiota eres! —exclamó Paul, irritado.

Era una irritación que por lo general dominaba, porque sabía que Jimmy lo adoraba. Jimmy dejó caer la hierba y rió dolorosamente, tratando de disimular su pena... Pero Paul ya había cogido los dos tallos y levantado a los dos insectos que estaban ya acoplados, el grande y el pequeño, separándolos de los otros dos, pequeño y grande respectivamente, logrando que los cuatro formaran dos parejas bien avenidas. En efecto, ahora los dos insectos, el grande y el pequeño, tenían su correspondiente pareja en lo que al tamaño se refiere.

—Ya está —dijo Paul—, Ésta es la actitud científica. Limpio, fácil y satisfactorio.

Allí nos quedamos los cinco, midiendo el triunfo del sentido común y riendo sin poder remediarlo, incluido Willi, ante lo totalmente absurdo de todo ello. Mientras tanto, a nuestro alrededor, miles y miles de saltamontes continuaban con la tarea de propagar su especie sin nuestra ayuda. Por lo demás, nuestra pequeña victoria se disipó pronto, pues el insecto grande que había estado encima del otro insecto grande se cayó, y en seguida el que soportara su peso hasta aquel momento montó sobre él.

—Obsceno —profirió Paul, gravemente.

—No hay pruebas —dijo Jimmy, tratando de seguir el tono fácil y grave de su amigo, pero sin lograrlo porque su voz carecía del aliento suficiente, era chillona o exageraba demasiado la mofa—. No hay pruebas sobre si, en lo que nosotros denominamos cosas naturales, existe un orden mejor que el nuestro. ¿Qué pruebas tenemos de si todos estos trogloditas en miniatura están o dejan de estar bien repartidos, con los machos cubriendo a las hembras? Ni tan siquiera sabemos —añadió atrevidamente, dando, como siempre, la nota equivocada— si los machos están con las hembras... A juzgar por lo que vemos, igual esto es una orgía tumultuosa, de machos con machos, hembras con hembras...

Sin terminar la frase, soltó una risa sofocada. Y al mirar su cara enrojecida, azorada e inteligente, nos dimos todos cuenta de que se preguntaba por qué nada de lo que él decía o podía decir sonaba natural, como cuando lo decía Paul. Si Paul hubiera pronunciado aquel discurso, lo cual muy bien podría haber sucedido, todos nos hubiéramos reído. Y en cambio ahora nos sentíamos incómodos, sabíamos que nos obsesionaba la porfía de aquellos horribles insectos.

De pronto, Paul saltó sobre ellos, sobre aquellas dos parejas cuya fornicación había organizado él mismo, y los pisoteó deliberadamente.

—¡Paul! —gritó Maryrose, turbada, mirando el estrujado montón de alas de color, de ojos y de jugo blanco y pegajoso.

—La reacción típica de una sentimental —dijo Paul, parodiando conscientemente a Willi, quien sonrió para evidenciar que se daba cuenta de que se burlaban de él. Pero luego Paul añadió, seriamente—: Querida Maryrose, esta noche, o todo lo más mañana por la noche, casi todas estas cosas estarán muertas..., al igual que las mariposas.

—¡Oh, no! —exclamó Maryrose, mirando con angustia hacia las nubes danzantes de mariposas, e ignorando a los saltamontes—. Pero ¿por qué?

—Porque son demasiados. ¿Qué pasaría si vivieran todos? Sobrevendría una invasión. El hotel Mashopi desaparecería bajo el alud de saltamontes... Sería aplastado, borrado de la faz de la tierra, mientras inconcebibles enjambres de amenazadoras mariposas bailarían una danza victoriosa por la muerte de los señores Boothby y su hija casadera.

Maryrose, ofendida y pálida, apartó la vista de Paul. Todos sabíamos que estaba pensando en su hermano muerto. En momentos como aquel adoptaba tal expresión de aislamiento, que a todos nos daban ganas de pasarle un brazo por los hombros.

No obstante, Paul continuó, y empezó a parodiar a Stalin:

—Es obvio, no es preciso decirlo... En realidad, todo el mundo lo sabe. ¿Por qué, pues, me tomo la molestia...? Sin embargo, da igual que haya o no necesidad de decir una cosa. Como es bien sabido, digo yo, la naturaleza es pródiga. Antes de que pasen muchas horas, estos insectos se habrán matado mutuamente. Caerán luchando, mordiendo, por causa de homicidio deliberado, de suicidio o de mala fornicación. Tal vez se los hayan comido los pájaros, que ahora están aguardando a que nos vayamos para empezar el festín. El próximo fin de semana, o el otro si nos lo impide nuestro deber político, cuando volvamos a este delicioso paraje y demos nuestros comedidos paseos por este camino, quizá veamos a uno o dos de estos encantadores insectos rojos y verdes retozando por la hierba, y pensemos: ¡qué bonitos son! Pero no lloraremos por el millón de cadáveres que se estarán hundiendo en el lugar de su último reposo, debajo de nuestros pies. Y no menciono a las mariposas porque a ellas, puesto que son incomparablemente más bellas, aunque no más útiles, las echaríamos de menos de un modo activo, incluso asiduamente, si no fuera que estamos más ocupados con nuestras diversiones habituales y de un carácter más decadente.

Nos preguntábamos qué razón le impulsaba a hurgar en la herida causada en Maryrose por la muerte de su hermano. Ella sonreía con dolor. Y Jimmy, a quien atormentaba continuamente el miedo a estrellarse y morir, tenía la misma sonrisa amarga de Maryrose.

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