El Cuaderno Dorado (47 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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LOS CUADERNOS

[El cuaderno negro seguía vacío en el apartado titulado
Fuentes
, a la izquierda. Pero la parte de la derecha de la página, titulada
Dinero
, estaba toda escrita.]

Carta del señor Reginald Tarbrucke, de Amalgamated Vision, a la señorita Anna Wulf: La semana pasada leí —por casualidad, debo confesarlo— su deliciosa novela
Las fronteras de la guerra
. Inmediatamente me impresionó su frescura y sinceridad. Como es natural, estamos al acecho de temas apropiados para ser adaptados como telecomedias. Me gustaría discutir el asunto con usted. Tal vez podríamos tomar una copa juntos, a la una, el viernes próximo. ¿Conoce el Toro Negro, en la calle Great Portland? Llámeme por teléfono, si es tan amable.

Carta de Anna Wulf a Reginald Tarbrucke: Muchas gracias por su carta. Me parece que lo mejor es que me apresure a decirle que muy pocas de las telecomedias que veo me animan a escribir para ese medio. Lo siento mucho.

Carta de Reginald Tarbrucke a Anna Wulf: Muchas gracias por su franqueza. Estoy muy de acuerdo con usted, y por esto le escribí tan pronto como hube acabado su encantadora novela
Las fronteras de la guerra
. Necesitamos con urgencia piezas vivas y sinceras, de auténtica integridad. ¿Podrá almorzar conmigo, el viernes próximo, en el Barón Rojo? Es un sitio pequeño, de pocas pretensiones, pero hacen una carne muy buena.

De Anna Wulf a Reginald Tarbrucke: Muchas gracias, pero lo que le escribí iba en serio. Si creyera que
Las fronteras de la guerra
se puede adaptar para la televisión de una forma satisfactoria para mí, adoptaría una actitud distinta. Pero tal como están las cosas... Afectuosamente.

De Reginald Tarbrucke a la señorita Wulf: ¡Qué pena que no haya más escritores con su maravillosa integridad! Le aseguro que no le hubiera escrito si no estuviéramos buscando desesperadamente talentos en verdad creadores. ¡La televisión ha de tener auténticos creadores! Por favor, almuerce conmigo el lunes próximo, en la Torre blanca. Opino que necesitamos tiempo para sostener una conversación en serio, con calma y holgura. Le saluda afectuosamente.

Almuerzo con Reginald Tarbrucke, de Amalgamated Vision, en la Torre blanca.

La cuenta: seis libras, quince chelines y siete peniques.

Mientras me vestía para el almuerzo pensaba en lo mucho que hubiera disfrutado Molly con esta oportunidad de representar un papel u otro. He decidido interpretar el tipo de «señorita escritora». Tengo una falda que se pasa un poco de larga y una blusa que no me cae muy bien. Me he vestido con ellas, poniéndome, además, un collar de cuentas muy cursi y un par de pendientes largos, de coral. El disfraz es convincente. Pero me he sentido muy incómoda, como si estuviera por error en la piel de otra. Irritada. No sirve pensar en Molly. En el último minuto me he cambiado a mi estilo. Con mucho cuidado. El señor Tarbrucke («llámeme Reggie») ha tenido una sorpresa: había esperado a la señorita escritora. Un inglés de rasgos suaves, bien parecido, de mediana edad.

—Bueno, señorita Wulf... ¿Me permite que la llame Anna? ¿Qué está escribiendo ahora?

—Vivo del dinero producido por
Las fronteras de la guerra
.

Mirada de cierta sorpresa desagradable: lo he dicho en el tono de alguien interesado sólo por el dinero.

—Debe de haber tenido mucho éxito.

—Veinticinco idiomas —contesto, como si nada. Mueca de burla, de envidia. Cambio el tono y paso a hablar como una artista consagrada. Añado—: Como comprenderá, no quiero escribir la segunda con prisas. La segunda novela es muy importante, ¿no le parece?

Esto le encanta y ya se siente cómodo.

—No todos conseguimos la primera —dice suspirando.

—Usted también escribe, ¿verdad?

—¡Qué lista es! ¿Cómo lo ha adivinado? —De nuevo la mueca de burla, ya automática, y la mirada caprichosa—. En el cajón tengo una novela medio escrita, pero este tinglado no me deja mucho tiempo para escribir.

El tema nos sirve de conversación durante las gambas y el plato principal. Aguardo a que lo diga; es inevitable:

—Y, claro, uno venga a luchar para que dejen pasar algo medio decente por la red. Los chicos de arriba no tienen ni idea. (A él le falta medio escalón para llegar arriba.) Ni uno solo que tenga idea de algo. Son como mulas. A veces uno se pregunta para quién es todo este esfuerzo.

Halva y café turco. Enciende un cigarro y compra cigarrillos para mí. Todavía no se ha mencionado mi encantadora novela.

—Dígame, Reggie, ¿se propone trasladar el equipo al África central para rodar
Las fronteras de la guerra!

Durante un segundo, la cara se le inmoviliza; luego adopta una expresión seductora.

—Pues me alegra que me haya preguntado eso porque, claro, ése es el problema.

—El paisaje desempeña un papel importante en la novela, ¿no cree?

—¡Oh! Es esencial, claro que sí. Maravilloso. ¡Cuánta sensibilidad tiene usted para el paisaje! Realmente llegué a oler el sitio... Fantástico.

—¿Lo reproduciría dentro de un estudio?

—Pues hay que reconocer que es una cuestión importante. Por eso quería hablar con usted. Dígame, Anna, ¿qué diría si le preguntaran cuál es el tema central de su maravilloso libro? En palabras sencillas, claro, porque la televisión es esencialmente un medio simple.

—Se trata,
sencillamente
, de la discriminación racial.

—¡Ah! Totalmente de acuerdo. Es una cosa terrible... Claro que nunca la he experimentado, pero al leer su novela... ¡Aterrorizador! Pero a ver si me comprende, y espero que sí. Es imposible hacer
Las fronteras de la guerra
en la... —(una mueca caprichosa)—, en la caja mágica, tal como está escrita. Tiene que simplificarse, dejando intacto el maravilloso centro. Por eso quiero preguntarle qué diría si trasladáramos la acción a Inglaterra... No, espere. Me parece que no se opondrá si le puedo hacer ver lo que yo veo. En la televisión lo esencial es lo
visual
, ¿no le parece? Se ve. Es la cuestión de siempre, y me parece que algunos de nuestros escritores tienden a olvidarse de esto. Verá, déjeme que le diga cómo lo veo yo. Una base de entrenamiento de las Fuerzas aéreas, durante la guerra. En Inglaterra, yo estuve en un campo de aviación. ¡Ah, no, no fui uno de los muchachos de azul! Me limité a ser escribiente... Pero tal vez por eso su novela me causó tanto efecto. Ha conseguido reflejar tan bien el ambiente...

—¿Qué ambiente?

—¡Oh, querida! ¡Es maravillosa! Los auténticos artistas son maravillosos todos. La mitad de las veces ustedes mismos ni saben lo que han escrito...

Le digo de repente, sin querer:

—Quizá sí que lo sabemos, pero no nos gusta.

Frunce el ceño, decide pasarlo por alto, y continúa:

—Es el sentimiento de que uno hace lo que debe hacer, el sentimiento de desesperación que lo invade todo, la excitación... Nunca me he sentido tan vivo como cuando... En fin, lo que le quería sugerir es lo siguiente: conservamos el alma de su libro porque es muy importante. De acuerdo. La base aérea. Un piloto joven. Se enamora de una chica del pueblo vecino. Los padres se oponen: la cuestión de clase, ya sabe. Por desgracia, pervive en este país. Los dos enamorados tienen que separarse. Y como final, esa escena maravillosa en la estación, cuando él se marcha y sabemos que va a morir. No; piénselo bien. Sólo un momento. ¿Qué le parece?

—¿Quiere que escriba un guión nuevo?

—Pues sí y
no
. Su historia es, básicamente, una simple historia de amor. ¡Sí, lo es! La cuestión racial es, realmente... Sí, ya sé que es muy, muy importante, y estoy en todo de acuerdo con usted. La situación es absolutamente intolerable. Pero su historia, en el fondo, puede considerarse una simple y conmovedora historia de amor. Tiene todos los elementos, créame.
Es..
. como otro
Breve encuentro
. Espero que lo vea tan claramente como yo, recuerde que la tele es una cuestión de
ver
.

—Sin duda, pero ¿por qué no dejar a un lado la novela
Las fronteras de la guerra
y volver a empezar?

—Bueno, no del todo. Porque el libro es tan conocido y tan maravilloso...

Además, me gustaría conservar el título porque la frontera no se refiere a un límite geográfico... Por lo menos, no en su esencia. Yo no lo veo así. Es la frontera de la experiencia.

—Bueno, lo mejor quizá sería que usted me escribiera una carta con las condiciones para un guión original con destino a la televisión.

—Pero no del todo original. (Parpadeo caprichoso.)

—¿Le parece que la gente que haya leído la novela no se sorprendería al verla convertida en una especie de
Breve encuentro con alas?
(Mueca caprichosa.)

—Pero, mi querida Anna, no, no les sorprendería. No les sorprende nada. ¿Cómo es posible sorprenderse con la caja mágica?

—Bueno, el almuerzo ha sido muy agradable.

—¡Oh, Anna, querida! Tiene toda la razón, claro que sí. Pero usted, tan inteligente, comprenderá que no lo podríamos hacer en el África central. Los muchachos de arriba no nos darían el dinero, simplemente.

—No, claro que no. Pero esto es lo que, me parece, ya le sugería en mi carta.


Haríamos
una película encantadora. Dígame, ¿quiere que se lo diga a un amigo mío que está metido en el cine?

—Bueno, ya he tenido experiencia de todo esto del cine.

—¡Ah, querida! Si ya sé qué quiere decir, de verdad. En fin, no nos queda más remedio que ir probando, me figuro. Yo sé que, a veces, al llegar a casa por la noche y mirar lo que hay sobre la mesa de trabajo... —una docena de libros para posibles historias y un centenar de guiones—, aparte mi pobre novela, a medio acabar en el cajón y que no he podido ni ver durante meses..., entonces mi consuelo es pensar que a veces, por la tele, pasa algo auténtico y vivo. Por favor, reflexione sobre lo que le he sugerido para
Las fronteras de la guerra
. Realmente creo que resultaría muy bueno.

Salimos del restaurante. Dos camareros nos hacen reverencias. Reginald recibe el abrigo y desliza una moneda en la mano del que se lo da, con una sonrisita casi de disculpa. Estamos en la calle. Me siento muy insatisfecha de mí misma: ¿por qué hago cosas de éstas? Desde la primera carta de Amalgamated Vision sabía ya lo que iba a suceder... Salvo, claro está, que esta gente siempre son un grado peor de lo que una se esperaba. Pero si ya lo sé, ¿por qué acepto verlos? ¿Para tener pruebas? El descontento hacia mí misma empieza a convertirse en una emoción que conozco muy bien, en una especie de histeria menor. Sé perfectamente que dentro de un instante voy a decir una cosa que no viene a cuento, grosera, acusadora contra mí misma.

Llega un momento en que soy consciente de que, si no logro contenerme, empezaré a hablar sin poder detenerme. Estamos en la calle y él quiere librarse de mí. Entonces nos dirigimos hacia la estación del metro de Tottenham Court Road. Digo:

—Reggie, ¿sabe lo que de verdad me gustaría hacer con
Las fronteras de la
guerra?

—Dígame, querida, dígame. (Frunce el ceño sin querer, a pesar de todo.)

—Me gustaría convertirla en una comedia.

Se para, sorprendido. Reanuda la marcha y pregunta:

—¿Una comedia? —Me mira de reojo, fugazmente, revelando el desagrado que en el fondo siente hacia mí. Entonces dice—: ¡Pero, querida, si está tan maravillosamente asentada en el gran estilo! Es una tragedia realista. No recuerdo una sola escena cómica.

—¿Se acuerda de la excitación que usted mismo mencionó? ¿El latido de la guerra?

—¡Claro que sí! Perfectamente.

—Pues estoy de acuerdo con usted en que es el tema básico de la novela.

Una pausa. Aquella cara hermosa y seductora se pone tensa: tiene una expresión de cautela, de prudencia. El tono de mi voz es duro, enojado, y está lleno de aversión. Aversión de mí misma.

—A ver, dígame exactamente qué quiere decir.

Estamos en la boca del metro. Una muchedumbre. El hombre que vende periódicos no tiene cara; mejor dicho: carece de nariz, su boca es un hueco con dientes de conejo, y sus ojos están hundidos en una piel llena de cicatrices.

—Pues tomemos la historia que usted me propone. Joven piloto, apuesto, guapo, arrojado. La chica del lugar es la hija bonita del cazador furtivo. Inglaterra en guerra. Base de entrenamiento para pilotos. Bien. Recuerde la escena que ambos hemos visto cientos de veces en el cine: el avión a punto de despegar hacia Alemania. Un plano de la cantina de los pilotos, con las paredes llenas de fotografías de chicas más bonitas que provocativas. No vale sugerir que nuestros muchachos tienen instintos groseros. Un muchacho apuesto está leyendo una carta de su madre. En la repisa, una copa ganada en una competición deportiva.

Una pausa.

—¡Caramba, querida! Ciertamente, ya hemos visto esta película demasiadas veces.

—Los aviones se acercan para aterrizar. Faltan dos. Grupos de hombres a la espera, mirando el cielo. El músculo del cuello de uno se tensa. Plano del dormitorio de los pilotos. Una cama vacía. Entra un joven. No dice nada. Se sienta en su cama y mira la que está vacía. Hay un oso de trapo sobre ella. Lo coge. Un músculo del cuello se le tensa. Plano de un avión incendiado. Corte. El joven con el oso de trapo en las manos y mirando las fotos de una chica bonita... No, de una chica no, mucho mejor de un bulldog. Corte, y otro plano del avión incendiado, con el himno nacional como música de fondo.

Se produce un silencio. El vendedor de periódicos de la cara de conejo sin nariz, grita:

—¡Guerra en Quemoy! ¡Guerra en Quemoy!

Reggie decide que no debe haber entendido bien, por lo que sonríe y dice:

—¡Pero, Anna, querida! Usted ha pronunciado la palabra
comedia
.

—Usted ha tenido la agudeza suficiente para darse cuenta de qué trataba la novela: de la nostalgia de la muerte.

Frunce el ceño y, esta vez, lo mantiene fruncido.

—Bueno, estoy avergonzada y quisiera hacer algo para compensarle. Hagamos una comedia sobre la inutilidad de cierto heroísmo. Hagamos una parodia de esta maldita historia en que veinticinco muchachos en la flor de su juventud y demás, parten hacia la muerte dejando abandonado tras de sí un montón de osos de trapo y copas de fútbol, y a una mujer de pie junto a la valla mirando con estoicismo el cielo por donde pasa otra oleada de aviones con destino a Alemania. Un músculo se tensa en el cuello de ella... ¿Qué tal?

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