El Cuaderno Dorado (50 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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[Aquí había pegadas unas hojas escritas desordenadamente, con fecha 11 de noviembre de 1952.]

Reunión del grupo de escritores, ayer noche. Éramos cinco. Nos reunimos para discutir lo que dice Stalin sobre lingüística. Rex, el crítico literario, propuso repasar el folleto frase por frase. George, el «escritor proletario» de los años treinta, fumando su pipa y fanfarroneando, dijo:

—¡Dios mío! ¿Tenemos que hacer eso? La teoría nunca ha sido mi fuerte.

Clive, el redactor de folletos y periodista del Partido, declaró:

—Sí, tenemos que discutirlo seriamente.

Dick, el novelista social realista, puntualizó:

—Por lo menos tenemos que considerar los puntos principales.

Y Rex dio comienzo a la sesión. Habló de Stalin en el tono sencillo y respetuoso que ha sido el corriente durante años. Yo pensé: «Si cada uno de los que estamos aquí se encontrara en la taberna o en la calle, hablaría en un tono muy diferente, seco y penoso». Guardamos silencio mientras Rex pronunciaba un breve discurso introductorio. Luego, Dick, que acababa de llegar de Rusia (siempre está de viaje por algún país comunista), mencionó una conversación que mantuvo en Moscú con un escritor soviético sobre uno de los más duros ataques de Stalin contra un filósofo:

—Tengamos presente que su tradición polémica es mucho más dura y demoledora que la nuestra.

Su tono era el de soy-un-buen-muchacho-francote-y-sencillo, que yo misma uso a veces: «Bueno, por supuesto. Ten presente que sus tradiciones legales son muy distintas de las nuestras», etc. Por mi parte, comienzo a sentirme incómoda cada vez que oigo ese tono: hace poco me oí a mí misma usarlo y empecé a tartamudear, pese a que normalmente no tartamudeo. Todos tenemos copias del panfleto. Las palabras de Rex me desanimaron, pues las encontraba absurdas; pero no poseo preparación filosófica (Rex sí) y tengo miedo de decir estupideces. Con todo, había algo más. Me embargaba un humor que cada vez es más usual en mí: las palabras, de repente, pierden sentido. Me sorprendo escuchando una frase, una expresión, un grupo de palabras, como si pertenecieran a una lengua extranjera. El abismo entre lo que se supone significan y lo que en realidad dicen parece infranqueable. Últimamente he estado reflexionando sobre las novelas que tratan del colapso del lenguaje, como
Finnegans Wake
, y la preocupación de los semánticos. El hecho mismo de que Stalin se tome la molestia de escribir un opúsculo sobre el tema es ya un indicio de la inquietud general sobre el lenguaje. Pero ¿con qué derecho puedo criticar nada si, a veces, frases de la más bella de las novelas me parecen idiotas? No obstante, encontraba el folleto chapucero, y por eso dije:

—Quizá sea una mala traducción.

Me asombró mi tono de disculpa. (Sé que si hubiera estado sola con Rex, no habría hablado como pidiendo excusas.) Al instante vi que había expresado el sentimiento de todos: el panfleto resultaba malo de verdad. Durante años, frente a folletos, artículos, novelas y declaraciones procedentes de Rusia, comentábamos: «Bueno, seguramente la traducción es mala». Me sorprendí ante la escasa convicción que comuniqué a mis palabras. (¿Cuántos de nosotros debemos acudir a las reuniones dispuestos a expresar nuestra incomodidad, nuestra aversión, y luego, una vez comenzada la sesión, somos incapaces de hablar por causa de esa fantástica prohibición tácitamente establecida?) Por último, con un tono que es, en cierto modo, el de la coqueta «niña pequeña», dije:

—Mirad, yo no tengo la preparación necesaria para poder criticarlo desde el punto de vista filosófico, pero sin duda esa sentencia que dice «ni superestructura ni base» es una sentencia clave. Resulta obvio que esto se sale totalmente de las reglas marxistas. O bien se trata de una idea nueva o de una evasión o de simple arrogancia.

(Me tranquilizó el que, a medida que hablaba, el tono de mi voz perdía aquel conciliador matiz de coqueta y se hacía cada vez más serio, aunque excitado en demasía.) Rex se sonrojó, dio vueltas al folleto, y puntualizó:

—Sí, tengo que admitir que esta frase me ha chocado bastante...

Se produjo un silencio, tras el cual George prorrumpió, llanamente:

—Todas estas teorías vuelan demasiado alto para mí. De pronto, teníamos todos una expresión incómoda, excepto George. Muchos camaradas adoptan actualmente esa actitud a la pata la llana, una especie de prosaísmo cómodo que, sin embargo, es tan propio de la personalidad de George, que a él ya no le preocupa en absoluto. Me sorprendí pensando: «Bueno. Está justificado. Él lleva a cabo una buena labor en pro del Partido. Si ésta es su forma de permanecer en él, pues...». Y, sin adoptar la expresa decisión de discutir más el folleto, lo dejamos de lado para pasar a tratar asuntos generales, como la política comunista en distintos lugares del mundo: Rusia, China, Francia, nuestro propio país... Durante todo el rato pensé: «Ni una sola vez uno de nosotros dirá que algo está fundamentalmente mal. No obstante, se halla implícito en cuanto decimos». No podía apartar de mi mente este fenómeno: cuando dos de nosotros nos encontramos, discutimos a un nivel completamente distinto de cuando están presentes tres personas. Dos de nosotros, solos, somos como dos individuos que discuten de política según una tradición crítica, como lo haría cualquier persona no comunista. (Por persona no comunista entiendo aquella a quien no se reconoce como comunista salvo por la terminología, si se la escucha desde fuera.) Pero cuando somos más de dos, se establece un espíritu del todo diverso. Esto es especialmente cierto en lo que dice Stalin. Aunque estoy dispuesta a creer que está loco y que es un asesino (aun teniendo siempre en cuenta lo que dice Michael: que estamos en una época en la que resulta imposible saber la verdad sobre nada), me agrada que la gente se refiera a él en un tono de simple y afable respeto. Porque, si se abandonara ese tono, se perdería algo muy importante. En efecto, por paradójico que parezca, se perdería cierta fe en las posibilidades de la democracia, de la honestidad, y un sueño perecería..., al menos para los de nuestra época.

La conversación empezó a hacerse inconexa y me ofrecí para calentar té. Todos estábamos contentos de que la reunión acabara. Preparé el té y luego me acordé de una historia que me habían mandado la semana pasada. Era la de un camarada que vivía cerca de Leeds. Al leerla por vez primera pensé que era un alarde de ironía, luego que era una parodia muy hábil de determinada actitud, y finalmente me di cuenta de que iba en serio. Ocurrió cuando hurgué en mis recuerdos y empecé a desenterrar algunas de mis propias fantasías. Pero, a mi entender, lo importante era que pudiera leerse como una parodia, ya fuese irónica o seria. Pienso que ésta es otra muestra de la fragmentación de todo, de la penosa desintegración de algo que me parece estrechamente ligado a lo que yo siento que es cierto acerca del lenguaje, es decir: la progresiva imprecisión del lenguaje frente a la densidad de nuestra experiencia. A pesar de todo, después de hacer el té, les dije que deseaba leerles una historia.

[Aquí había pegadas varias hojas de papel de carta ordinario, rayado, arrancadas de una libreta azul y escritas con una caligrafía muy cuidada.]

Cuando el camarada Ted supo que le habían elegido miembro de la delegación de maestros que debía viajar a la Unión Soviética, se sintió muy orgulloso. Al principio le costó creerlo. No se sentía digno de tan gran honor. Sin embargo, ¡no quería dejar escapar la oportunidad de visitar la madre patria de los Trabajadores! Por fin, el gran día llegó. Acudió al aeropuerto, donde debía reunirse con los demás camaradas. En la delegación había tres maestros que no eran miembros del Partido: ¡qué buenos muchachos resultaron! A Ted le fascinó el vuelo sobre Europa. Su excitación iba en aumento por minutos, y cuando por fin se encontró en Moscú, instalado en su habitación del hotel lujosamente amueblada, la excitación fue casi superior a sus fuerzas. Rondaba la medianoche cuando llegó la delegación, por lo que la primera emoción de ver un país comunista tuvo que ser aplazada hasta la mañana siguiente. El camarada Ted estaba sentado frente a la gran mesa —¡tan grande que en torno a ella podía acomodarse, por lo menos, una docena de personas!— instalada en la habitación, escribiendo las observaciones del día. Se había propuesto anotar cada momento de aquel valioso viaje. De pronto, llamaron a la puerta. Dijo:

—Entre, por favor —esperando que sería uno de los chicos de la delegación.

Pero eran dos jóvenes fornidos, con gorras y batas de trabajo. Uno de ellos dijo:

—Camarada, haz el favor de acompañarnos.

Tenían unos rostros francos y sencillos, y no les pregunté dónde me llevaban. (Para vergüenza mía, debo confesar que por un instante sentí miedo, al recordar las historias que había leído en la prensa capitalista. ¡El veneno nos ha afectado a todos sin saberlo!) Bajé en el ascensor con mis dos amistosos guías. La recepcionista me sonrió y saludó a mis dos nuevos amigos. En la calle esperaba un coche negro. Subimos a él y nos sentamos en silencio. Casi inmediatamente aparecieron delante de nosotros las torres del Kremlin. Por lo tanto, el recorrido fue breve. Penetramos en la fortaleza por las dos grandes entradas principales y el coche se detuvo frente a una discreta puerta lateral. Mis dos amigos salieron del coche y me abrieron la puerta. Sonreían.

—Ven con nosotros, camarada.

Subimos por una magnífica escalinata de mármol, con obras de arte en las paredes de ambos lados, y luego recorrimos un pasillo normal y corriente. Nos detuvimos frente a una puerta vulgar, una puerta como tantas otras. Uno de mis guías llamó y, desde el otro lado, una voz ronca invitó:

—Adelante.

De nuevo, los dos jóvenes me sonrieron y me animaron con un gesto a que entrara. Se alejaron por el pasillo, agarrados del brazo. Entré en el cuarto con osadía, pues alguna razón misteriosa me avisaba lo que iba a ver. El camarada Stalin estaba tras una sencilla mesa de escribir, que mostraba señales de haber sido muy usada, fumando una pipa y en mangas de camisa.

—Pasa, camarada. Siéntate —me dijo, con afabilidad.

Yo me sentí a mis anchas y tomé asiento, sin dejar de contemplar aquella cara honesta y amistosa, aquellos ojos centelleantes.

—Gracias, camarada —respondí, acomodándome frente a él.

Se produjo un breve silencio, durante el cual él sonreía, examinándome, y al fin dijo:

—Camarada, discúlpame por causarte molestias a estas horas de la noche...

—¡Oh! —le interrumpí, apresuradamente—. Todo el mundo sabe que trabajas hasta muy avanzada la noche.

Se pasó la mano, áspera, de trabajador, por la frente. Entonces vi en su rostro las huellas de fatiga y esfuerzo: ¡Trabajaba para nosotros! ¡Para el mundo! Me sentí orgulloso y humilde.

—Te he molestado tan tarde, camarada, porque necesito que me aconsejes. He oído que había llegado una delegación de maestros de vuestro país y he pensado aprovechar esta oportunidad.

—En todo lo que pueda, camarada Stalin...

—A menudo me pregunto si lo que me aconsejan sobre la línea a seguir en Europa, y sobre todo en la Gran Bretaña, es correcto.

Guardé silencio, pero me sentía inmensamente orgulloso. «¡Sí —pensé—, éste es un hombre verdaderamente grande! ¡Como un jefe comunista auténtico, está dispuesto a seguir los consejos de los cuadros del Partido directamente salidos de las masas, como yo mismo!»...

—Te agradecería, camarada, que me trazaras la línea que debería seguir en la Gran Bretaña. Soy consciente de qué vuestras tradiciones son muy diferentes de las nuestras, y también de que nuestra línea política no ha tenido en cuenta esas tradiciones.

Entonces me sentí con libertad para comenzar. Le dije que, a menudo, había pensado en los muchos errores y desaciertos que cometía en su política el Partido comunista de la Unión Soviética en lo que afectaba a la Gran Bretaña, y que, en mi opinión, ello era debido al aislamiento impuesto a la Unión Soviética por el odio que las fuerzas capitalistas sentían por el país comunista en ciernes. El camarada Stalin escuchaba fumando su pipa y afirmando de vez cuando con la cabeza. Si yo vacilaba, no tenía reparos en incitarme:

—Por favor, sigue, camarada, no temas decir exactamente lo que piensas.

Es lo que hice. Hablé durante tres horas, empezando con una breve relación analítica de la posición histórica del P. C. británico. En una ocasión pulsó un timbre y otro joven camarada entró con dos vasos de té ruso en una bandeja, colocando uno de ellos delante de mí. Stalin sorbió el suyo frugalmente, asintiendo con la cabeza a lo que yo decía. Tracé la línea tal como a mí me parecía que sería lo políticamente correcto para la Gran Bretaña. Cuando hube terminado, se limitó a decir:

—Gracias, camarada. Ahora comprendo que me habían aconsejado mal. —Luego miró la hora y añadió—: Camarada, tendrás que excusarme, pero todavía me queda mucho por hacer antes de que salga el sol.

Me levanté. Me extendió la mano. La estreché.

—Adiós, camarada Stalin.

—Adiós, mi buen camarada de la Gran Bretaña. Y, de nuevo, muchas gracias.

Cambiamos una sonrisa en silencio. Sé que mis ojos estaban llenos de lágrimas... Mientras viva estaré orgulloso de aquellas lágrimas. Mientras yo salía, Stalin llenó de nuevo su pipa, con los ojos puestos ya en un gran montón de papeles que aguardaban su inspección. Yo acababa de vivir el momento más grande de mi vida. Los dos jóvenes camaradas me esperaban. Intercambiamos sonrisas de profunda comprensión. Teníamos los ojos húmedos. Nos dirigimos en coche, silenciosos, al hotel. Sólo una vez se pronunciaron unas pocas palabras, y fueron las mías cuando dije:

—Ése sí que es un gran hombre.

A lo que ellos asintieron con la cabeza. En el hotel me acompañaron hasta la puerta de mi habitación. Se despidieron estrechándome la mano, sin decir palabra.

Entonces volví a mi diario. ¡Ahora sí que tenía algo que anotar! Y me quedé trabajando hasta que salió el sol, pensando en el hombre más grande del mundo que, a menos de un kilómetro de distancia, también estaba despierto y trabajando, ¡vigilando el destino de todos nosotros!

[De nuevo la letra de Anna.]

Cuando hube terminado de leerlo, nadie hizo el menor comentario. El primero que habló fue George, para declarar:

—Es honesto y muy sano.

Lo cual podía interpretarse de cualquier manera.

—Recuerdo que yo también tuve una fantasía igual, idéntica —comenté—, sólo, que en mi caso incluí, además, la línea política para toda Europa.

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