El Cuaderno Dorado (44 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
7.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sufro de parálisis de la voluntad.

—¿Ha sido Richard quien ha usado la expresión «parálisis de la voluntad»? —preguntó Anna, incrédula.

—No. He encontrado la expresión en uno de los libros sobre la locura. Lo que ha dicho realmente es que por causa de los países comunistas, en Europa la gente ya no se preocupa por nada. Se ha acostumbrado a la idea de que países enteros cambien totalmente en tres años, como sucedió con China o Rusia. Y si no se ve la posibilidad de un cambio total, ya no interesa... ¿Te parece que es verdad?

—En parte, sí. Es cierto en todos los que han participado del mito comunista.

—No hace mucho que eras comunista, y ya dices cosas como «mito comunista».

—A veces tengo la impresión que nos criticas, a mí, a tu madre y a todos los demás, por no haber continuado siendo comunistas.

Tommy agachó la cabeza, frunció las cejas y explicó:

—Es que recuerdo cuán activas erais, siempre con prisas por hacer algo. Ahora ya no.

—¿Cualquier actividad es mejor que nada?

Levantó la cabeza y dijo severamente, en tono acusador:

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Sí, claro.

—¿Sabes lo que le he dicho a mi padre? Le he dicho que si aceptaba hacer aquella labor deshonesta de asistencia social, empezaría a organizar a los trabajadores en grupos revolucionarios. No se enfadó. Contestó que las revoluciones eran el riesgo principal que corrían los grandes negocios en la actualidad, y que ya se cuidaría él de suscribir una póliza de seguros contra la revolución que yo incitara. —Anna no dijo nada y Tommy añadió—: Era una broma, ¿no lo ves?

—Sí, claro.

—De todas maneras, le he dicho que no perdiera el sueño por mí, porque yo no iba a organizar ninguna revolución. Hace veinte años, sí. Pero ya no. Porque ahora sabemos lo que les sucede a los grupos revolucionarios... Nos asesinaríamos mutuamente al cabo de cinco años.

—No necesariamente.

La mirada que Tommy le dirigió significaba: «Eres deshonesta».

—Recuerdo una vez, hace dos años en que tú y mi madre hablabais. Le dijiste que si hubieseis tenido la mala suerte de ser comunistas en Rusia, en Hungría o en algún país de esos, una de las dos habría fusilado a la otra por traición. Esto también debió de ser una broma.

—Tommy, tu madre y yo hemos tenido unas vidas algo complicadas, y hemos hecho muchas cosas. No puedes esperar de nosotras que estemos todavía llenas de fe juvenil, de consignas y gritos de batalla. Las dos empezamos a acercarnos a la madurez.

Anna se escuchó haciendo estas observaciones con cierta sorpresa amarga, casi con repugnancia. Se decía: «Hablo como una vieja liberal, cansada de la vida». Decidió, sin embargo, no retractarse, y se encaró con Tommy, que la miraba con severidad.

—¿Acaso quieres decir —inquirió él— que yo no tengo derecho a hacer observaciones maduras a mi edad? Pues mira, Anna, siento que ya he entrado en la edad madura. ¿Qué objetas a esto?

El desconocido malicioso había regresado y se había sentado frente a ella, con la mirada llena de desprecio.

Repuso, apresuradamente:

—Tommy, dime una cosa. ¿Qué conclusión sacarías de la entrevista con tu padre?

Tommy suspiró y volvió a ser él cuando explicó:

—Cada vez que voy a su despacho, me sorprendo. Recuerdo la primera vez...

Hasta entonces sólo le había visto en casa, y un par de veces en casa de Marión. La verdad es que siempre me había parecido un tipo muy... vulgar, ¿comprendes?

Común, aburrido... Como le encontráis vosotras, tú y mi madre. Bueno; la primera vez que le vi en aquel despacho, me desconcerté. Ya sé que vas a decir que se debe a su poder y al dinero. Pero era algo más. De repente, ya no me pareció vulgar y mediocre.

Anna guardó silencio, pensando: «¿A qué viene todo esto? ¿Qué es lo que se me escapa?».

—Ya sé qué piensas —continuó el muchacho—. Piensas que Tommy es también vulgar y mediocre.

Anna se sonrojó, pues en el pasado había opinado eso de Tommy. Él se dio cuenta de su sonrojo y sonrió malignamente.

—La gente vulgar no tiene por qué ser estúpida, Anna. Sé muy bien lo que soy. Y por eso me desconcierto cuando estoy en el despacho de mi padre y me doy cuenta de que es una especie de magnate. Porque yo también sería capaz de hacerlo. Pero no podría. En absoluto, ya que lo haría consciente de las contradicciones, por culpa tuya y de mi madre. La diferencia entre mi padre y yo es que yo sé que soy una persona vulgar, pero mi padre no; no lo sabe. Me doy cuenta de que personas como tú y mi madre sois cien veces mejores que él, a pesar de que habéis fracasado y estáis metidas en un buen lío. Pero lamento saberlo. No se lo digas a mi madre, pero, la verdad, es una lástima que no haya sido mi padre quien me educara. Si lo hubiera hecho él, me habría gustado mucho heredar su sitio.

Anna no pudo evitar lanzarle una mirada penetrante; sospechaba que lo había dicho para qué se lo repitiera a Molly, y herirla de esta forma. Pero en su rostro sólo se veía aquella mirada introspectiva tan suya, paciente, seria, reconcentrada. No obstante, Anna sentía que en su interior avanzaba una oleada de histerismo, y sabía que reflejaba la de él. En consecuencia, empezó a buscar desesperadamente palabras que le controlaran. Le vio girar la pesada cabeza sobre el eje de su cuello, corto y grueso, para mirar los cuadernos abiertos encima del caballete y pensó: «Dios mío, espero que no haya venido para hablar de ellos. O de mí». Se apresuró a decir:

—Me parece que imaginas a tu padre como una persona mucho más simple de lo que es en realidad. No creo que se sienta libre de contradicciones. Una vez dijo que ser un importante hombre de negocios equivalía a ser un botones de gran categoría. Y olvidas que en los años treinta tuvo una racha de comunismo, e incluso fue un poco bohemio durante una temporada.

—Y ahora su manera de acordarse de ello es tener aventuras con las secretarias; así cree que no es una mera pieza del mecanismo burgués.

Dijo esto en un tono chillón y vengativo, y Anna pensó: «Es de esto de lo que deseaba hablar». Sintió alivio.

Tommy prosiguió:

—Esta tarde, después de acudir al despacho de mi padre, he ido a ver a Marion. Simplemente quería verla. Por lo regular la veo en nuestra casa. Estaba borracha, y las niñas hacían ver que no lo notaban. Hablaba de mi padre y de su secretaria, mientras ellas fingían no saber a qué se refería. —Aguardó a que ella dijera algo echándose hacia delante, con la mirada aguzada por el reproche. Al no decir nada ella, añadió—: Vaya, ¿por qué no dices lo que opinas? Ya sé que desprecias a mi padre porque no es un hombre bueno.

Al oír la palabra bueno, Anna se rió sin querer, y se dio cuenta de que él fruncía el ceño.

—Perdona, pero no es una de las palabras que uso normalmente.

—¿Por qué no, si es lo que piensas? Mi padre está causando la pérdida de Marión y la de sus niñas, ¿no? ¿O vas a decirme que es culpa de Marion?

—Tommy, no sé qué decir. Vienes a verme, y ya sé que quieres oírme pronunciar palabras sensatas. Pero es que no sé...

La cara pálida y sudada de Tommy estaba muy seria. Los ojos le brillaban de sinceridad... y de algo más. Era como un brillo de satisfacción sarcástica; la estaba acusando de haberle abandonado, y se mostraba contento de que ella le abandonara. Giró nuevamente la cabeza y miró los cuadernos. «Ahora —pensó Anna—, ahora ha llegado el momento en que debo decir lo que él quiere que diga». Pero antes de que pudiera pensar sus palabras, él se levantó y se dirigió hacia donde estaban los cuadernos. Anna se puso tensa y aguardó muy quieta; no podía soportar que nadie viera los cuadernos, pero presentía que Tommy tenía derecho a verlos, aunque no hubiera sabido explicar por qué. Él estaba levantado, de espaldas, mirando los cuadernos. Luego volvió la cabeza y preguntó:

—¿Por qué tienes cuatro cuadernos?

—No lo sé.

—Seguro que lo sabes.

—Nunca me he dicho: «Voy a escribir cuatro cuadernos». Es accidental.

—¿Por qué no uno solo?

Reflexionó un instante y replicó:

—Quizá porque, si no, sería un desorden muy grande. Un lío.

—¿Y qué tiene de malo que sea un lío?

Anna estaba haciendo un esfuerzo para encontrar las palabras justas, cuando se oyó la voz de Janet que gritaba desde arriba:

—¿Mamá?

—¿Qué? Creía que dormías.

—Sí que dormía. Tengo sed. ¿Con quién hablas?

—Con Tommy. ¿Quieres que le haga subir para que te desee buenas noches?

—Sí. Y quiero agua.

Tommy salió sin decir nada, y le oyó abrir el grifo de la cocina y subir despacio las escaleras. Mientras tanto, ella se encontraba en un torbellino muy violento de sensaciones, como si cada fibra y célula de su cuerpo sufriera una irritación. La presencia de Tommy en la habitación y la necesidad de pensar en cómo enfrentarse con él, la habían forzado a conservarse tal como era, más o menos. Pero ahora no podía reconocerse. Tenía ganas de reír, de llorar, hasta de gritar; quería hacer daño a lo que fuera, necesitaba coger algo y sacudirlo hasta, hasta... Este algo era, naturalmente, Tommy. Se dijo que el estado mental del chico se le había contagiado, que empezaba a ser dominada por las emociones de él. Se maravillaba de que lo que en su rostro parecían ser destellos de desprecio y odio, y en su voz breves momentos de histeria o dureza, fueran los signos externos de un tumulto interior tan intenso. Y, de repente, se dio cuenta de que tenía las palmas de la mano y los sobacos fríos y húmedos. Sentía miedo. Todo aquel tumulto de sensaciones contradictorias se reducía a esto: terror. No podía ser que tuviera miedo físico de Tommy. ¿Cómo le podía tener tanto miedo y, sin embargo, dejarle subir a que viera a la niña? No, no temía por Janet. Le llegaban las voces de los dos desde arriba, conversando alegremente. Después oyó una carcajada de Janet, y por último los pasos lentos y resueltos de Tommy, que volvía. Él preguntó, en seguida:

—¿Cómo imaginas que va a ser Janet de mayor?

Tenía la cara pálida y una expresión obstinada, nada más. Anna se sintió mejor. Se detuvo junto al caballete, con una mano apoyada en él, y dijo:

—No lo sé. Tiene sólo once años.

—¿No te preocupa?

—No. Los niños no paran de cambiar. ¿Cómo voy a saber lo que será dentro de unos años?

Tommy torció la boca haciendo un puchero y sonriendo críticamente, y ella inquirió:

—¿Qué? ¿He vuelto a decir alguna tontería?

—Es tu tono, tu actitud.

—Lo siento.

Pero sin quererlo, parecía ofendida, irritada. Tommy sonrió muy brevemente, de satisfacción, antes de preguntar:

—¿No piensas nunca en el padre de Janet?

Anna sintió un golpe en el diafragma, como si se le tensara. Contestó, sin embargo:

—No, casi nunca.

Él le clavó los ojos, y ella continuó:

—Tú quieres que te diga realmente lo que pienso, ¿verdad? Me has recordado a Madre Azúcar. Me decía cosas como: «¿Es el padre de tu hija?». O «¿Fue tu marido?». Pero todo esto no significa nada para mí. ¿De qué te preocupas? ¿De que a tu madre quizá no le importara nada Richard? Bueno, pues su relación con tu padre fue mucho más honda que la mía con Max Wulf.

Tommy estaba de pie, muy tieso, muy pálido, y su mirada era fija e introspectiva. Anna dudaba de que llegara a verla, pero como parecía que la escuchaba, añadió:

—Sé lo que quiere decir eso de tener un hijo del hombre a quien quieres. Pero no lo comprendí hasta que no quise a un hombre. Deseaba tener un hijo de Michael.

Sin embargo, la realidad es que tuve una hija de un hombre a quien no quería...

Se detuvo, porque no sabía si él la escuchaba: su mirada se dirigía hacia la pared, a cierta distancia de ella. Súbitamente, volvió los ojos oscuros y abstraídos hacia ella, y en un tono de leve sarcasmo, desconocido para su interlocutora, dijo:

—Continúa, Anna. Es una gran revelación para mí oír a una persona de tanta experiencia hablar de sus sentimientos.

No obstante, mantenía los ojos muy serios, y ella se tragó la irritación que le había causado su tono sarcástico, antes de proseguir:

—Mi opinión es que no se trata de nada terrible. Quiero decir que puede ser terrible, pero no hace daño, no es venenoso eso de pasarse sin algo que uno quisiera tener. No es malo decir: «El trabajo que hago no es realmente lo que me hubiera gustado hacer. Podría hacer algo más importante». O: «Necesito amor, pero sobrevivo sin él». Lo que resulta funesto es pretender que lo de segunda clase es de primera. Pretender que no necesitas amor, y que lo necesites; o que te gusta el trabajo que haces, cuando en realidad sabes perfectamente que podrías hacer algo mejor. Sería horrible que yo dijera, por sentido de culpabilidad o algo así, que quería al padre de Janet, si sé muy bien que no es verdad. O que tu madre afirmara que quiso a Richard o que hace un trabajo que le satisface...

Anna se calló. Tommy había hecho un gesto con la cabeza. No sabía si quería decir que le agradaba oírla o que todo era tan obvio que no le interesaba lo más mínimo. Volvió hacia donde estaban los cuadernos y abrió el de tapas azules. Anna vio cómo los hombros se le sacudían movidos por una risa sarcástica, emitida con ánimo de hacerla enfadar.

—¿Qué hay?

Leyó en voz alta:

—«Doce de marzo de 1956. Janet se vuelve súbitamente agresiva y difícil. En conjunto, es una fase difícil.»

—Bueno ¿y qué?

—Me acuerdo de una vez que le preguntaste a mi madre: «¿Cómo está Tommy?». Y ella, que no tiene una voz muy apta para secretos, te contestó, en un susurro resonante: «Está en una fase difícil».

—Quizás era verdad.

—¡Una fase! Era una noche que cenabas con mi madre, en la cocina, mientras yo estaba en la cama, escuchando. Vosotras reíais y charlabais... Bajé por un vaso de agua. Me sentía desgraciado. Todo me preocupaba; no podía hacer los deberes de la escuela, y por la noche me cogía miedo. Naturalmente que el vaso de agua era un pretexto. Quería estar en la cocina, por la manera en que os reíais. Quería estar cerca de aquella risa. No quería que os dierais cuenta de que tenía miedo. Desde el otro lado de la puerta oí tu pregunta: «¿Cómo está Tommy?». Y la respuesta de mi madre: «Está en una fase difícil».

—Bueno ¿y qué?

Anna se encontraba agotada. Pensaba en Janet, que acababa de despertarse y había pedido un vaso de agua. ¿Quería Tommy decirle que Janet se sentía desgraciada?

Other books

The Dead Emcee Scrolls by Saul Williams
The Gates of Babylon by Michael Wallace
Restless Hearts by Marta Perry
Never Love a Cowboy by Lorraine Heath
La tregua by Mario Benedetti
The Physics of War by Barry Parker