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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (15 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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Urmila se precipitó hacia el interruptor, casi dejando caer la bandeja. Durante el día su hermano trabajaba de agente comercial en una empresa financiera. Por la tarde ganaba un poco de dinero extra dando clases particulares a colegiales. Por la noche siempre estaba agotado.

Urmila salió de la cocina a tientas, procurando mantener la bandeja en equilibrio. Se dirigió al baño, pasó despacio delante del catre de tijera donde dormía y entornó la puerta antes de encender la luz. Sentándose al borde de la cama, empezó a picotear de un plato de
dal
y
chapati
fríos.

Oyó un crujido y pisadas en el pasillo, alzó la cabeza y vio a su madre, que se detuvo frente al catre con su sari blanco de dormir.

—¿Cuándo has venido? —le preguntó su madre con voz soñolienta—. Te he estado esperando y esperando…

—¿Por qué? —quiso saber Urmila—. No deberías estar levantada tan tarde; recuerda lo que te dijo el homeópata.

Haciendo un gesto para que bajara la voz, su madre se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla.

—Tenía que decírtelo esta noche, Urmi —musitó—. Hay buenas noticias, buenas de verdad, sabía que te ibas a poner muy contenta.

—¿Cuáles?

—Eso es lo que quería contarte: a las ocho nos han llamado de la Secretaría del Wicket Club. A propósito de tu hermano Dinu. He contestado yo, y déjame decirte que lo primero que he dicho ha sido: Ah, ojalá que estuviera aquí mi hija, se habría puesto tan contenta…

El secretario del Wicket Club había llamado, le contó su madre, para comunicarles que uno de los miembros de la junta directiva iba a hacerles una visita en persona, al día siguiente, para hablar del futuro de Dinu.

—¿Sabes lo que significa eso, Urmi? —dijo su madre, resplandeciente de gozo por la buena suerte que de pronto tenía su hijo.

—¿Qué? —preguntó Urmila.

—Que quieren hacerle a tu hermano un contrato para primera división. Todo el mundo lo dice; si envían a un miembro de la junta directiva, significa que van a contratarle para primera división, seguro.

—¿Estás segura? —preguntó Urmila—. Hemos oído muchas veces esa historia de la primera división, pero siempre sin resultado.

—Pero esta vez es distinto —exclamó su madre, pasándole el brazo por los hombros y atrayéndola hacia ella—. Figúrate, Urmi; un contrato para primera división: dinero, un piso, quizá. Al fin podrás dejar ese estúpido trabajo y quedarte en casa. Podremos pagarlo todo. A lo mejor hasta logramos casarte antes de que sea demasiado tarde. Podemos poner un anuncio en los periódicos…

—Vale, mamá —protestó cansadamente Urmila, sabiendo exactamente lo que iba a seguir: que se le pasaba el tiempo; el pelo empezaba a escasearle; parecía mayor de lo que era; los vecinos murmuraban de lo tarde que llegaba a casa…

Urmila la interrumpió rápidamente, antes de que soltara toda la retahila.

—Antes de que empecéis a planear mi boda, esperemos a ver si tenemos el contrato firmado.

Su madre no dejó de notar el tono de escepticismo en su voz.

—Creí que te alegrarías, Urmi —le dijo, con la voz quebrada de emoción—. Pensaba que te pondrías contenta al conocer la noticia. Pero en cambio lo único que haces es poner mala cara. Ya no te importamos nada; sólo piensas en ese horrible trabajo tuyo.

—Si no tuviera ese trabajo, mamá —replicó Urmila en tono de hastío—, ¿cómo nos las arreglaríamos? ¿Para qué nos llegaría la pensión de
baba
? ¿Cómo daríamos de comer a los niños? ¿Me lo puedes explicar?

Su madre no le prestó atención; se estaba enjugando los ojos.

—Eso es en lo único que piensas —insistió—. Dinero, dinero, dinero. En tu corazón no hay sitio para nuestras penas y alegrías. Tendrías que haber visto lo contento que se ha puesto tu hermano cuando le he dicho que habían llamado del club: tú has sido la primera en quien ha pensado. Ha dicho: Didi tiene que hacer pescado mañana,
ilish mach
o algo especial, para que invitemos a comer al representante del club.

Urmila le lanzó una mirada de incredulidad.

—Mañana por la mañana no puedo hacer pescado, mamá —advirtió—. A las nueve tengo que asistir a una conferencia de prensa, el ministro de Comunicaciones viene de Delhi en uno de los primeros vuelos. Tengo que salir de casa a las ocho y cuarto a más tardar; si no, no llegaré a tiempo a Dalhousie. Ya sabes cómo está el tráfico.

De labios de su madre brotaron las primeras notas de un lamento.

—Pero ¿qué estás diciendo, Urmi? —sollozó—. ¿Quieres decir que tu trabajo es más importante que la vida de tu hermano? ¿Me estás diciendo que uno de esos majaderos ministros de Delhi es más importante que nosotros?

Continuó sollozando mientras Urmila permanecía en silencio, sentada al borde de la cama. Finalmente, dejó la bandeja en el suelo y preguntó, exasperada:

—¿Habéis comprado el pescado?

—No —contestó su madre—. No ha habido tiempo, y ninguno teníamos dinero. Tendrás que traerlo mañana temprano de Gariahat.

—Por la mañana no puedo ir a Gariahat —exclamó Urmila, protestando. Pero se dio por vencida en cuanto las palabras salieron de sus labios. Era inútil discutir; sabía que al final tendría que ir ella. Su padre no iría porque interferiría con sus ejercicios matinales de respiración; sus hermanos tampoco porque estarían durmiendo; su cuñada no iría porque nadie se atrevería a pedírselo. En cuanto a su madre, tampoco, y si Urmila se lo pedía, rompería a llorar diciendo: ¿Cómo puedes decirme eso a mí? ¿Es que no sabes que el homeópata me ha dicho que no tengo que madrugar nunca por lo del asma?

Entonces Urmila sentiría el deseo de observar que su asma no la impedía ir a ver a su gurú un día sí y otro no cuando hacía sus apariciones de madrugada en Dakhuria para mostrarse ante sus seguidores con la primera luz del amanecer. Pero sabía que no lo diría, por muchas ganas que tuviera. En vez de decírselo a su madre, se lo diría a sí misma mientras se dirigía a Dalhousie en un microbús a toda velocidad, entre codos que se le clavaban en la espalda y con la nariz metida debajo de algún sobaco. En su fuero interno repetiría una y otra vez esas palabras —pero vas a tu gurú un día sí y otro no, mamá— y se iría enfadando cada vez más hasta acabar haciendo una barbaridad, como el día en que su madre la hizo bajar al puesto del planchador a buscar los calzones de fútbol de su hermano antes de coger el microbús: sufrió tal acceso de ira, ya en el autobús, murmurando sus calladas protestas, que al final levantó la pierna y aplastó con el pie el empeine de un viajero. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho; sólo quería sentir el crujido que el talón de su zapato hacía al clavarse en la carne y el hueso. Y también disfrutó intercambiando insultos con el hombrecillo gordo al que había pisado; fueron gritándose el uno al otro desde Lansdowne hasta la avenida Lord Sinha, cuando ella lo intimidó reduciéndolo al silencio.

Sintió que las manos de su madre la sacudían del hombro.

—No te duermas todavía, Urmi —le decía—. Primero dime una cosa: ¿irás por el pescado y lo prepararás?

—A lo mejor no tengo que ir —repuso ella, soñolienta—. Quizá pase por aquí un vendedor de pescado.

—Pero ¿lo harás sí o no? —insistió su madre.

—De acuerdo —cedió Urmila, resignada—. Lo haré, ahora déjame dormir.

Su madre le dio una palmadita en el hombro.

—Sabía que lo harías. Mi pequeña y dulce Urmi. Ah, qué contento se va a poner tu hermano. Tenías que haber visto lo entusiasmado que se ha puesto cuando le he dicho que Romen Haldar iba a venir a casa…

Urmila tardó un momento en reconocer el nombre y entonces, bruscamente, se incorporó.

—¿Quién? —dijo, sorprendida.

—Romen Haldar —repitió su madre—. El del Club, que va a venir a visitarnos. Sabes quién es, ¿verdad?

—Sí —dijo Urmila, soñolienta—. Sé quién es. Sólo una coincidencia, nada más.

21

Elijah Monroe Farley salió para la India en octubre de 1893, empezó a leer Ava, dos años después de su marcha de los laboratorios de investigación de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore. Varios amigos y conocidos viajaron a Nueva York para despedirle, entre ellos su mentor, el venerable especialista en malaria W. S. Thayer y los otros dos componentes de su antiguo equipo, W. G. MacCallum y Eugene L. Opie. En el verano de 1894, el joven reverendo Farley estaba establecido en una pequeña clínica de beneficencia del remoto municipio de Barich, al pie de los montes orientales del Himalaya. La clínica estaba dirigida por la Misión Ecuménica Americana y su personal era el único con formación médica del distrito.

Con veintiséis años, Farley era un hombre alto y desgarbado, pelirrojo y de ojos verde oscuro. De carácter austero y contemplativo, se adaptó fácilmente a los rigores de su nueva vocación. Si llegó a añorar su antigua profesión de científico, no lo dejó traslucir: todo su tiempo lo consumía la clínica.

Ya llevaba cinco meses en la clínica cuando recibió la primera carta. Era de su antiguo amigo y colega de Baltimore Eugene Opie. En su mayor parte, se componía de trivialidades sobre el tiempo y las circunstancias maritales y profesionales de conocidos comunes. Pero Opie también se refería, aunque sólo de pasada, a un proyecto de investigación que MacCallum y él habían emprendido recientemente. Escribiendo en la descuidada taquigrafía de un atareado investigador, Opie no perdió tiempo en exponer las implicaciones teóricas de su trabajo. Pero Farley comprendió inmediatamente que Opie y MacCallum se basaban en los descubrimientos del francés Alphonse Laveran.

Aquellas noticias inesperadas sumieron a Farley en un estado de perplejidad. De estudiante no había prestado mucha atención al trabajo de Laveran, dando por descontado que estaba generalmente desacreditado. En eso había seguido la opinión nada menos que de William Osler, el padre espiritual de la Johns Hopkins, que había declarado públicamente sus dudas sobre el «laveranismo». Farley se había marchado a la India con el pleno convencimiento de que la teoría de Laveran estaba destinada al vasto cementerio de las hipótesis desprestigiadas: su asombro ante la noticia de su exhumación no pudo ser mayor.

Una vez despertados, los recelos sobre la vuelta a la vida del laveranismo fueron insinuándose poco a poco en la mente del joven misionero, creando duda e incredulidad donde antes reinaba la certidumbre. A medida que pasaban los días, esas dudas empezaron a corroerle de forma sutil e inesperada, evocándole de nuevo la vida a la que había renunciado, suscitándole una abrumadora nostalgia por los casi olvidados hábitos y costumbres del laboratorio. Empezó a lamentar amargamente el impulso que le había llevado a dejarse el microscopio en el hogar familiar de Nueva Inglaterra, pues si se lo hubiera traído habría sido muy fácil instalar allí mismo un laboratorio improvisado.

Entonces, por azar más que por empeño, entre las páginas de un libro de rezos descubrió la tarjeta de un doctor inglés, un tal coronel Lawrie, del Cuerpo Médico de la India. Farley había conocido a Lawrie en una de sus ocasionales visitas a la sede central de la Misión en Calcuta. Durante su breve encuentro, el coronel médico le había informado de que iba camino de Hyderabad, para tomar posesión de una cátedra en la Facultad de Medicina que acababa de fundar el príncipe de aquel estado, el nizam. Afortunadamente había anotado su nueva dirección en el dorso de la tarjeta, y no perdió tiempo en enviarle una carta en la que le preguntaba por el presente estado de opinión sobre las teorías de Laveran.

No tuvo que esperar mucho: para su gran alivio, el coronel Lawrie le contestó al cabo de un mes. Pero la carta, cuando la leyó, sólo incrementó su confusión: al parecer, el coronel seguía manteniendo la creencia de que el laveranismo carecía de fundamento.

Pese a los esfuerzos de algunos acólitos, escribía el coronel, seguía siendo cierto, hasta donde llegaba el dictamen de la razón, que las conjeturas de Laveran carecían enteramente de fundamento empírico. Él mismo había sido testigo recientemente de un espectáculo que le había dado prueba convincente de ello, de un modo que habría resultado cómico si no hubiera ridiculizado tan manifiestamente a su protagonista.

Acababan de destinar a un doctor del ejército llamado Ronald Ross, joven presuntuoso y testarudo, al hospital militar de Begumpett, no lejos de Hyderabad. Dado que tenía más tiempo libre de lo aconsejable, Ross se había empeñado en realizar una investigación sobre la malaria, enfermedad de la que no tenía conocimiento práctico alguno. En el club de Secunderabad se le había oído, no una sino varias veces, ufanarse de su familiaridad con la quimera de Laveran. Tampoco había vacilado en aceptar una invitación para demostrar la existencia de tal engendro ante el claustro de la Facultad de Medicina del nizam. A tal fin, había llegado a cargar a un pobre y tembloroso infortunado en un carro de bueyes para llevarlo traqueteando a la Facultad, a quince kilómetros de distancia. Pero naturalmente, cuando llegó el momento, con todo el mundo reunido en el paraninfo, no se encontró absolutamente nada en la sangre del pobre hombre: ni rastro de la fantástica criatura de Laveran. Cuando le pidieron explicaciones, salió con una balbuceante historia sobre que la criatura se había retirado temporalmente: como si el parásito fuese uno de esos indolentes tipos mediterráneos que necesitan su siesta de todos los días.

En lo que al coronel médico Lawrie concernía, ese contratiempo dejaba zanjado el asunto de una vez para siempre. No obstante, añadía el coronel, entendía perfectamente que alguien quisiera convencerse por sí mismo. Uno de sus colegas del Cuerpo Médico, D. D. Cunningham, miembro de la Royal Society, persona muy sensata y científico de cierto renombre, estaba a cargo de un laboratorio en Calcuta. Aunque nada comparables con los principales laboratorios de Europa, las instalaciones de Cunningham eran sin duda las mejores de la India y, posiblemente, de todo el continente asiático. La teoría de Laveran no convencía a Cunningham más que a sus colegas, pero, como era un hombre justo, de buena gana prestaba sus instalaciones para una buena causa. Si el reverendo doctor así lo deseaba, el coronel médico Lawrie tendría mucho gusto en escribirle una carta de presentación para Cunningham, etc., etc.

Farley contestó inmediatamente a Lawrie, aceptando su ofrecimiento, y pronto acordaron que visitaría el laboratorio de Cunningham en su próximo viaje a la sede central de la Misión en Calcuta.

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