—¿Hace media hora? —repitió Sonali—. ¿Quieres decir que ha estado ahí toda la tarde?
—Sí —contestó el camarero—. Ha intentado llamarla por teléfono; le he oído decir a alguien que la llamara. Ha esperado un rato y luego se ha marchado.
—Ah —dijo Sonali.
Tuvo una súbita visión de Romen, de pie al fondo de la barra en forma de herradura, alto, fornido y algo calvo, inclinado sobre el teléfono del club, que sostenía con aquella torpeza tan típica de él.
—¿Sabes adónde iba? —preguntó.
—No. Pero sé que ha mandado el Sierra a casa con el chófer.
—¿Y cómo se ha ido, entonces?
—En taxi.
—¡En taxi! —exclamó Sonali, asombrada—. Pero si siempre va en su coche. ¿Adónde iba? ¿Lo sabes?
—No —repitió el camarero, añadiendo luego—: Espere un momento
memsahib
. —Dejó el teléfono y ella le oyó hablar con los otros camareros. Luego volvió al teléfono y le informó—:
¿Memsahib?
El
durwan
que estaba de servicio en la puerta ha oído a Romen-
sahib
hablar con el taxista.
—¿Le ha oído decir adónde iba?
—Sí. Iba a la calle Robinson, pero quería hacer una parada por el camino, en Park Circus.
—Ah.
Sonali desconectó el teléfono y volvió a entrar, despacio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Urmila, poniéndose en pie de un salto—. Estás como si hubieras sufrido una conmoción.
—Al parecer, Romen va de camino a la calle Robinson —contestó Sonali, dejándose caer en una butaca y mordiéndose las uñas.
—Ya veo —dijo Urmila—. ¿Tenía una cita?
—No que yo sepa. Y por el camino va a parar en Park Circus.
—¿Por qué allí?
—No tengo la menor idea. La única persona que conozco que viva allí es Phulboni. Pero Romen no ha dicho nada de ir a verlo; me ha asegurado que vendría aquí sobre las nueve.
—Estoy segura de que llegará pronto —dijo Urmila en tono tranquilizador, dándole una palmadita en el brazo.
—No sé —repuso Sonali con gesto distraído—. Parece que hoy desaparece todo el mundo. Si no viene pronto, tendré que salir a buscarlo. —Se rió, un tanto nerviosa—. Bueno, ¿qué querías preguntarme?
—Tenía curiosidad —dijo Urmila, enderezándose en la butaca— por saber si alguna vez has oído hablar a Phulboni de un tal Laakhan.
—¿De un tal Laakhan? —Sonali se retrepó en el sofá—. Qué interesante. ¿Por qué lo preguntas?
El restaurante se iba quedando vacío; las mesas se desocupaban rápidamente mientras la gente se apresuraba a volver al trabajo. Antar paseaba la mirada de su reloj a Murugan, sentado frente a él. Se estaba sirviendo té de la tetera con asa de bambú, a todas luces ignorante de la hora. Antar decidió quedarse unos minutos más.
—¿Cuál es el chiste? —preguntó bruscamente Murugan, en una voz que cortó el zumbido de las conversaciones.
Antar se enderezó en la silla, sobresaltado.
—¿Cómo dices?
—¿Por qué sonríes?
—¿Estaba sonriendo?
—Desde luego.
—Bueno —dijo Antar—. Si tú lo dices, será verdad.
—¿Crees que la historia es divertida o algo así? —inquirió Murugan.
—Francamente, no sé qué pensar —confesó Antar—. Te he escuchado con atención y, a mi juicio, no tienes el menor indicio real, ni prueba de nada…
—¿Y si te dijera la prueba que tengo?
—La falta de prueba, querrás decir —repuso Antar, tratando de no sonreír.
—Me refiero a que el secreto se basa en eso: se supone que no hay indicios ni prueba alguna.
—Pero aunque te conceda eso —argumentó Antar, encogiéndose de hombros—, tu versión sigue sin tener sentido. Si te he entendido bien, sugerías que el otro equipo, para utilizar tu expresión, ya iba por delante de Ross en determinadas fases de la investigación. ¿Por qué no siguieron trabajando por su cuenta, entonces? ¿Por qué no publicaron sus descubrimientos para optar al Nobel?
Murugan se pasó la mano por la barbilla.
—Muy bien —dijo al cabo de una larga pausa—. Te esbozaré un guión. No digo que las cosas ocurrieran así: sólo te pido que me escuches.
—Adelante —dijo Antar, cortés.
—Permíteme exponerlo de la siguiente manera —empezó Murugan—. Ya conoces lo de materia y antimateria, ¿no? Y lo de cámaras y antecámaras, Cristo y Anticristo y todo eso, ¿verdad? Bueno, pues pongamos que hay algo como ciencia y anticiencia, ¿vale? Considerándolo en sentido abstracto, ¿no dirías que el primer principio de funcionamiento de una anticiencia sería el secreto? Según lo veo yo, la anticiencia no tendría únicamente que guardar
secreto
sobre lo que hiciese (de todas formas, no esperaría ganar a la ciencia en ese juego); también tendría que
disimular
lo que hiciese. Tendría que utilizar el secreto como un procedimiento o una técnica. En principio tendría que negarse a toda comunicación directa, inmediata, porque el hecho de comunicar, de plasmar ideas en el lenguaje, equivaldría a establecer una afirmación de
saber
, que es lo primero que una anticiencia pone en discusión.
—No te sigo —confesó Antar—. Eso que dices no tiene sentido.
—Me has quitado las palabras de la boca —dijo Murugan—. Se trata de no tener sentido; es decir, en el terreno convencional. A lo mejor el otro equipo empezó con la idea de que el conocimiento implica una contradicción en sí mismo; quizá creían que conocer algo es modificarlo y, por tanto, al conocer algo ya se modifica lo que se creía conocer, de modo que no se conoce en absoluto. Tal vez pensaban que el conocimiento no podía originarse sin admitir previamente su imposibilidad. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Por lo menos, te escucho —repuso Antar.
—Quizá no tenga sentido nada de esto —prosiguió Murugan—. Pero aceptémoslo así por el momento. Para ver las hipótesis de trabajo que nos brinda. Esta es una: si es cierto que conocer algo es modificarlo, entonces una manera de cambiar una cosa o, digamos, de efectuar una mutación, es tratar de conocerla en su totalidad o en algunos de sus aspectos. ¿De acuerdo?
Antar asintió con la cabeza.
—Muy bien —prosiguió Murugan—. Entonces desarrollemos un poco el razonamiento. Pongamos que justo por la época en que Ronnie empieza a trabajar en la malaria hay otra persona, ese equipo, que también trabaja con el
Plasmodium falciparum
pero de otra forma; una forma tan diferente que no tendría sentido para alguien con una preparación convencional. Pero digamos que, por accidente o voluntad, han dado una serie de pasos; han llevado su trabajo hasta un punto determinado y de pronto se encuentran en un callejón sin salida; están atascados, no pueden seguir avanzando debido a las irregularidades de sus propios métodos, porque no disponen de instrumentos adecuados. Lo que sea. Deciden que para dar un nuevo impulso a su proyecto deberán lograr una mutación en el parásito. Ahora bien, la cuestión es la siguiente: ¿cómo acelerar el proceso? La respuesta es: tienen que encontrar un científico convencional que le dé un empujón.
»Fichan a Ronnie. Pero ¿qué hacen ahora? No pueden contarle lo que saben porque va contra sus convicciones. Además, tampoco pueden precisamente acercarse a él y decirle: “Hola, Ron, ¿qué hay?” En primer lugar no lograrían pasar la guardia del Diecinueve de Infantería de Madrás. Y aunque lo consiguieran, Ronnie no les creería. Tienen que hacer como si lo descubriese por sí solo. Así que se reúnen en conciliábulo y tratan de pensar en la siguiente jugada. Recuerda que no tienen muchos medios: son individuos que viven en la periferia de las cosas, tipos marginales; están tan fuera de onda que no cogen ni la radio. Y tienen la ventaja de que son muchos y saben todo lo que hace Ronnie, pero ni él ni nadie sabe nada sobre ellos. Además poseen la mejor colección de parásitos de la ciudad. Sólo tienen que jugar bien sus cartas y lo conseguirán.
—Todo eso está muy bien. Pero no explica la cuestión fundamental —objetó Antar.
—¿Y cuál es?
—¿Por qué? ¿Por qué se tomarían tantas molestias? Está bastante claro lo que podía ganar Ross con eso: fama, perspectivas, ascensos, el Nobel. Pero, aceptando de momento tus hipótesis, ¿qué podía esperar esa otra gente?
—Contaba con que lo preguntaras —dijo Murugan—. Y eso tampoco lo sé. Según está planteada la partida no hay forma de saber si tengo o no razón, pero si la tengo, pongamos en una mínima parte, entonces lo que esos tíos estaban creando era la técnica médica más revolucionaria de todos los tiempos. Olvídate del Nobel, de enfermedades, curas, epidemiología y esas chorradas. Esos tíos andaban detrás de algo más grande; aspiraban al mayor premio, al mayor y más acojonante objetivo que cualquier ser humano se haya planteado jamás: la trascendencia definitiva de la naturaleza.
—¿Y qué sería eso? —preguntó cortésmente Antar.
—La inmortalidad.
Antar dio una palmada en la mesa.
—Ah, ya entiendo —afirmó, riendo—. ¿Te refieres a Osiris y Horus y Amón-Ra? ¿Esperaban que les salieran unas preciosas cabecitas de chacal? ¿O pensaban que iban a criar picos como los ibis?
—Quizá haya exagerado un poco —sugirió Murugan—. A lo que verdaderamente me refiero es a una técnica de transferencia interpersonal.
—¿De transferencia
qué
? —exclamó Antar.
Antes de que Murugan pudiese contestar, apareció el camarero y colocó la cuenta entre ambos. Era un hombre de mediana edad, de modales tímidos y nerviosos. Se quedó mirando, sonriendo exageradamente y frotándose las manos mientras ellos contaban el dinero.
De pronto, Murugan se enderezó bruscamente en la silla.
—Te pondré un ejemplo —anunció. Levantándose de un brinco, puso el rostro frente al del camarero. Entonces, a pleno pulmón, gritó—: ¡Yuhu!
El camarero, con la boca abierta y los ojos dilatados, dio un traspié. Se le escurrió la bandeja, haciéndose añicos contra el suelo. Se hincó de rodillas y empezó a sollozar, conmocionado, cubriéndose la cara con las manos.
Antar miraba fijamente sin decir nada, paralizado, medio fuera de la silla. Hubo un absoluto silencio en el restaurante; varios palillos se inmovilizaron en el aire mientras todas las cabezas se volvían hacia Murugan.
Murugan observaba al camarero con una expresión de entusiasmo contenido, los ojos brillantes de expectación.
—¿Qué significa esto? —inquirió Antar.
De pronto Murugan giró en redondo y saltó hacia él. Acercando bruscamente la nariz a unos centímetros de la suya, gritó:
—¡Bu!
Antar retrocedió, pasándose el dorso de la mano por la cara.
—¿Has perdido el juicio? —dijo, enfadado.
Murugan se incorporó, con una sonrisa en el rostro.
—¿Lo ves? —dijo—. Ha dado resultado.
Saludó despreocupadamente con la mano a los comensales que quedaban en el restaurante.
—Tranquilízate —recomendó alegremente—. No hay por qué preocuparse. Sólo comprobaba las distintas reacciones motrices del individuo ante situaciones tensas. —Palmeó a Antar en el hombro y añadió—: ¿Comprendes? El mismo estímulo, diferente respuesta: él dice tamatar y tú dices tamatim. Ahora piensa lo que pasaría si el “im” y el “ar” pudieran cambiarse entre tú y él. ¿Qué tendríamos entonces? Él hablaría con tu voz, o al revés. No sabrías de quién era la voz. ¿Y hay algo que asuste más que eso, Ant? ¿Oír que dicen algo y no saber quién lo dice? ¿No saber quién habla? Porque si no se sabe quién habla, tampoco se sabe por qué dice lo que dice.
Se rompió el silencio y un murmullo de indignación, de protesta, recorrió el restaurante. El camarero se levantó despacio mientras el gerente avanzaba hacia su mesa con aire decidido. Los demás camareros fueron tras él.
Murugan les lanzó una rápida mirada y sacó la cartera.
—¿Y qué me dirías, Ant —le preguntó—, si toda esa información pudiera transmitirse cromosomáticamente de un cuerpo a otro? —Agitó la cartera ante la nariz de Antar—. ¿Cuánto calculas que pagarías por una técnica como ésa, Ant? Imagínate, un nuevo comienzo: cuando el cuerpo te falle, lo abandonas, emigras…, tú o al menos una sintomatología equivalente a tu persona. Empiezas de nuevo, otro cuerpo, otro comienzo. Imagínate: otra vida, con toda seguridad. ¿Qué darías por eso, Ant: una técnica que te permitiese ser mejor en la siguiente reencarnación? ¿Crees que algo así podría valer una pequeña parte de tu fondo de pensiones?
Los camareros se colocaron a su alrededor y Murugan se interrumpió para hacerles frente.
—Está bien —dijo, sacando unos billetes de la cartera—. Lo pagaré todo.
Sin hacerle caso, le cogieron de los brazos y empezaron a apartarlo de la mesa.
—Eh, chicos —protestó—. ¿No he dicho que era un experimento? ¿Dónde está vuestro espíritu de investigación?
Alzándolo en volandas, los camareros lo llevaron rápidamente hacia la puerta.
—¿Comprendes por qué tengo que ir a Calcuta, Ant? —gritó Murugan mientras lo sacaban inexorablemente a la calle—. Si existe el cromosoma Calcuta, tengo que encontrarlo. Me parece que lo necesito más que tú.
—He hecho una pequeña investigación —dijo Urmila a Sonali—, y he descubierto que, de joven, Phulboni escribió una colección de cuentos titulada
Relatos de Laakhan
. Se publicaron en una pequeña y desconocida revista y no se han reeditado. He logrado encontrar el número en la Biblioteca Nacional.
—Nunca he oído hablar de esos relatos —dijo Sonali—. Probablemente era muy pequeña cuando salieron.
—Bueno, pues son cuentos muy breves y en todos aparece un personaje llamado Laakhan —explicó Urmila—. En uno es cartero, en otro maestro de escuela en un pueblo, y otra cosa en otro.
—Qué extraño —observó Sonali.
—¿Verdad? Cuando los publicaron, los críticos pensaron que se trataba de alguna compleja alegoría: el protagonista es el mismo pero a la vez diferente, siempre hay una mezcla, todo eso. Y luego, naturalmente, cayeron en el olvido. Pero les he echado una ojeada y tengo la clara impresión de que había algo más.
—¿Algo más? —repitió Sonali—. ¿A qué te refieres?
—No sabría decirlo exactamente. Pero un día estaba hablando con la señora Aratounian…
—¿Es que los ha leído ella? —la interrumpió Sonali, arqueando las cejas.
—Ah, no —rió Urmila—. No tiene mucho tiempo para lecturas. Además, ya la conoces: no sabe una palabra de bengalí, aunque se ha pasado aquí toda la vida. Pero es muy aguda, ya sabes, y charlando con ella muchas veces llego a comprender las cosas. Me ha dado un montón de buenos consejos a lo largo de los años: en realidad fue ella quien me sugirió que fuese a la Biblioteca Nacional.