El cromosoma Calcuta (14 page)

Read El cromosoma Calcuta Online

Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El cromosoma Calcuta
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Y eso no es todo. ¿Te acuerdas del asistente de Ross: Lutchman, Laakhan o como quieras llamarle? Pues bien, tengo la corazonada de que Farley lo conoció mucho antes que él: en realidad Farley pudo haberle frecuentado demasiado para su propio bien.

»El problema es que la carta de Farley no estaba catalogada, y yo sólo la vi aquella vez. Volví a ponerla en su sitio y rellené un formulario de solicitud para fotocopiarla. Pero cuando volví, ya no estaba. El bibliotecario no me creía, porque no constaba en los catálogos. Nunca he logrado encontrarla otra vez, de manera que, estrictamente hablando, no poseo esa prueba irrefutable. Pero la vi y la tuve en mis manos, y cuando aquel día volví al motel la escribí tal como la recordaba. ¿Y sabes una cosa? La puedes leer ahora mismo: si miras a tu monitor, verás que en este mismo momento te está esperando un documento en tu correo electrónico…

18

Murugan llegó a la pensión y encontró a la señora Aratounian frente a la televisión y bebiendo un amarillento
gimlet
.

—Vaya, ya está usted aquí, señor Morgan —lo saludó, palmeando el raído sofá lleno de tapetes para la mugre—. Siéntese. Ya empezaba a preocuparme por usted. ¿Quiere que le sirva un
gimlet
? ¿Está seguro? ¿Sólo un
chota
, un traguito antes de acostarse para que le depare sueños agradables?

La señora Aratounian se había quitado la bata de terciopelo azul que llevaba por la mañana, cuando llegó Murugan; ahora iba con una blusa blanca y una severa falda negra. En una mesita tallada que tenía al lado había una botella de ginebra Omar Khayyam y otra de zumo concentrado de lima Rose’s, apenas visibles entre la frondosidad que crecía en recargados maceteros de bronce.

Siguió ansiosamente los ojos de Murugan cuando éste desvió la vista hacia la mesa.

—¿No? —le dijo, parpadeando por encima de sus bifocales—. ¿No le gusta la Omar Khayyam? Por ahí tengo una botella de Blue Riband; sólo para ocasiones especiales. Puedo ir a buscarla; sé que está en alguna parte.

—La Omar Khayyam me va perfectamente —contestó Murugan—. Gracias.

—Bien —aprobó la señora Aratounian. Cogiendo un vaso, sirvió una prudente medida de ginebra y luego añadió un chorro de zumo de lima y un cubito de hielo. Tendiendo el vaso a Murugan, preguntó—: ¿Y cómo ha pasado el día, señor Morgan?

Antes de que Murugan pudiese contestar, se oyó un estallido de música en la televisión y una voz sosa anunció: «Y ahora les ofrecemos nuestro noticiario especial…»

—¡Noticias! —exclamó con sarcasmo la señora Aratounian, volviendo a acomodarse en el sofá—. Me da más noticias la asistenta que ese aparato.

En la pantalla apareció un hombre de sonrisa insulsa vestido con una
kurta
y sentado tras un manojo de lirios mustios.

«El vicepresidente ha estado hoy en Calcuta», anunció, «para otorgar el Premio Nacional de Literatura al eminente escritor Saiyad Murad Husain, más conocido por el seudónimo de Phulboni.»

El rostro del presentador desapareció bruscamente para ser sustituido por el del vicepresidente, que cabeceaba soñoliento en el escenario del teatro Rabindra Sadan.

—Oh, no —gruñó la señora Aratounian—. Es una de esas ceremonias en las que todo el mundo hace discursos. Verdaderamente tengo que conectarme al cable; en esta casa todo el mundo lo tiene, pero yo…

La cámara enfocó un amplio auditorio, atestado de gente, acercándose a continuación en un zoom a la primera fila. Apenas visibles en el extremo de la pantalla había dos mujeres de pie en medio de la sala. Una de ellas se volvió brevemente hacia el escenario antes de seguir a la otra por el pasillo.

La señora Aratounian se incorporó súbitamente.

—¡Vaya! —exclamó, presa de excitación, señalando a la pantalla con el bastón—. ¡Pero si es Urmila! ¡Figúrese, ver a Urmila en televisión! ¡La conozco desde que iba al colegio, al Convento de Santa María! —Volviéndose hacia Murugan, añadió en tono confidencial—: Una becaria, naturalmente, su familia nunca hubiera podido permitirse el lujo de enviarla a un colegio como el Santa María. Era la criatura más tímida que había visto en mi vida, pero mira por dónde hace unos años va y se pone a trabajar en
Calcutta
. ¿Adónde va el mundo? Le dije: «¿De qué va a informarme una jovenzuela como tú?»

La cámara volvió a ofrecer una panorámica del público y distinguieron de nuevo a las dos mujeres, una muy por delante de la otra.

—¡Eh! —exclamó Murugan, dándose una palmada en la rodilla—. Yo conozco a esas dos…

—Ésa es Sonali Das —gritó la señora Aratounian—. Otra de mis clientas de Dutton. ¡Y menuda celebridad, además! —Dirigió a Murugan una elocuente mirada y media sonrisa, añadiendo—: Podría contarle algunas cosas de ella.

Riéndose entre dientes, bebió un sorbo de
gimlet
.

La cámara sacó un plano del escenario y apareció el rostro demacrado de Phulboni, llenando la pantalla. La señora Aratounian dio un gritito de disgusto.

—Oh, no. Que Dios nos asista; uno de esos viejos pretenciosos y charlatanes va a soltar un discurso. Siempre están con eso. Tengo que conectarme al cable, en serio; me han dicho que hasta se coge la BBC…

De pronto, la voz ronca, y áspera del escritor llenó la habitación: «Durante más años de los que alcanzo a recordar he vagado por las calles más recónditas de esta ciudad, la más secreta de todas, tratando siempre de encontrar a la que durante tanto tiempo me ha eludido: el femenino Silencio. Veo signos de su presencia dondequiera que voy, en imágenes, palabras, miradas, pero sólo signos, nada más…»

La señora Aratounian dio unos golpecitos en el suelo con el bastón, molesta.

—¿No se lo decía yo, señor Morgan? —dijo con irritación—. Y le apuesto doble contra sencillo a que seguirá así eternamente.

Ahora, los ojos de Phulboni se llenaron de lágrimas: «He intentado, más que nadie en el mundo, encontrar el camino hacia ella para arrojarme a sus pies, para unirme al círculo secreto que la asiste, para limpiarle el polvo de los talones con mi frente. La he buscado por todos los medios disponibles, a la irrestible, a la siempre esquiva señora de lo callado, la he pretendido, cortejado, suplicado para que me admitiese en el círculo de sus iniciados.»

La señora Aratounian dio un bastonazo en el suelo.

—Horrible —sentenció—. Ese hombre está dando un espectáculo bochornoso. ¿Es que no van a hacer algo?

«Como un árbol extiende sus ramas para cortejar a una invisible fuente de luz», prosiguió la voz del escritor, «así cada palabra que he escrito siempre ha estado dedicada a ella. La he buscado en palabras, la he buscado en hechos, pero sobre todo la he buscado en la callada defensa de su fe.»

Ahí, bruscamente, el rostro del escritor desapareció de la pantalla y en su lugar se vio una diapositiva de una tranquila escena de la montaña. Pero la voz del escritor continuó, fantasmagóricamente incorpórea.

La señora Aratounian soltó una seca carcajada.

—Fíjese, señor Morgan. Son tan incompetentes que ni siquiera le cortan.

«Si comparezco hoy ante ustedes en este lugar», decía la áspera voz, «el más público de todos, es porque estoy al borde de la desesperación y no conozco otro medio de alcanzar el Silencio. Sé que queda poco tiempo; para mí y para ella. Sé que la travesía se acerca; sé que está al alcance de la mano…»

Aunque el rostro ya no estaba en pantalla, era evidente que el escritor lloraba: «… cuando se acaban las horas, cuando quizá no quedan sino unos momentos, al no conocer otros medios hago este último llamamiento: “No me olvides: te he servido lo mejor que he podido. Sólo una vez pequé contra el Silencio, en un momento de debilidad, seducido por la que amaba. ¿No he sido suficientemente castigado? ¿Qué más queda? Te lo ruego, te lo suplico, si es que existes, y nunca lo he dudado ni por un momento, dame una señal de tu presencia, no me olvides, llévame contigo…”»

La pantalla parpadeó y volvió a aparecer el rostro del presentador, ligeramente sudoroso. Con una sonrisa forzada, empezó a decir: «Pedimos disculpas a nuestros telespectadores…»

La señora Aratounian se puso trabajosamente en pie, se acercó a la televisión y apagó el aparato.

—Ésa es la clase de tonterías que hay que soportar si no se tiene el cable —dijo con hastío—. Noche tras noche. Dígame, señor Morgan, ¿se ven estupideces como ésta en la BBC?

19

Antar paró el contestador y se puso en pie. Era inútil lamentar la pérdida del documento que Murugan le había enviado por correo electrónico: si no lo hubiera borrado entonces, lo habría hecho poco después. Pero posiblemente, sólo posiblemente, no estaba irremediablemente perdido. A lo mejor podía Ava encontrar algún rastro de él y reconstruirlo: no era inconcebible. Ava hacía trucos maravillosos.

Antar se dirigió a la puerta del dormitorio: sólo había un modo de averiguarlo.

Justo cuando iba a salir del dormitorio oyó algo; un ruido apagado, como una suave pisada. Se dio la vuelta y miró a la pared. El cuarto de estar de Tara estaba al otro lado, únicamente separado por unos centímetros de yeso y una puerta tapiada. Era increíble cómo pasaba el ruido por aquel tabique.

Quizá había vuelto Tara: Antar estaba seguro de haber oído a alguien. Se acercó a la pared y llamó con los nudillos.

—Tara, ¿has vuelto?

No respondieron.

Se dirigió apresuradamente a la cocina y miró por la ventana al apartamento de Tara, al otro lado del patio. Las luces seguían apagadas: parecía que no estaba en casa. Se encogió de hombros: habría sido una tabla húmeda del entarimado; no había manera de saberlo en un edificio tan viejo y lleno de crujidos como aquél. Se inclinó sobre el fregadero, se echó agua en la cara y cogió un paño de cocina.

Fue al cuarto de estar y se sentó al teclado. Pulsando una tecla hizo que Ava saliese disparada a revolver entre las memorias acumuladas de todos sus discos duros, viejos y reemplazados. No era imposible que alguna copia «fantasma» del mensaje perdido de Murugan hubiera permanecido en alguna parte del sistema. Bastaría con el menor rastro: Ava haría el resto.

Momentos después apareció una mano en la pantalla de Ava, haciendo gestos displicentes con los dedos entreabiertos. Hacía poco que Ava había empezado a aprender lenguaje gestual —en dialecto egipcio, naturalmente—, y ésa era su nueva forma de indicar una negativa.

Luego el gesto cambió: los dedos se juntaron, apuntando hacia arriba, como si acabara de sacarlos de un líquido. Lo cual significaba: Espera, hay más. La pantalla se quedó en blanco y se activó el dispositivo de voz.

El mensaje todavía podía encontrarse, le dijo Ava. Sólo que tardaría un poco. Se había escrito en uno de esos antiguos teclados alfabéticos, que funcionaban a base de contacto. Quizá pudieran localizarse las señales electrónicas emitidas por las teclas. Se trataba simplemente de cotejar la «huella digital» electrónica del mensaje de Murugan con cada señal electrónica que aún andaba por la ionosfera.

Antar tecleó una consulta: quería saber cuánto duraría todo el proceso.

Ava tardó un momento en contestar. Supondría examinar unos seis mil ochocientos noventa y dos trillones de çuñabytes, fue la respuesta; en otras palabras, aproximadamente ochenta y cinco billones de veces la suma estimada de cada acto dactilográfico jamás realizado por un ser humano. Estaba segura de tardar al menos quince minutos.

Antar tecleó dos nombres, Cunningham y Farley, y dejó libre a Ava.

Antar se sintió de pronto muy cansado. Bajó la vista y se observó un leve temblor en la mano. Al tocarse la frente y la mejilla se le cayó el alma a los pies. Estaban calientes y húmedas: parecía el comienzo de uno de sus accesos de fiebre. Evidentemente, hoy tendría que olvidarse de su paseo a Penn Station.

En cierto modo se sintió aliviado. Decidió tumbarse mientras Ava escrutaba los cielos.

Casi se había dormido cuando, veinte minutos después, Ava empezó a lanzar gorjeantes llamadas. Retirando las mantas, Antar se levantó tembloroso y se puso una bata. Luego recorrió el pasillo hasta el cuarto de estar.

En la pantalla de Ava le esperaba un mensaje: la búsqueda había revelado unos rastros del mensaje electrónico perdido de Murugan. Pero las señales eran débiles y posiblemente estaban distorsionadas. Ava había reconstruido una apariencia de documento pasando los fragmentos recuperados por un algoritmo diagramático. Pero no se responsabilizaba de la autenticidad del texto restaurado.

Antar tecleó una consulta: quería saber si Ava podía generar un simulacro de imagen del texto con su programa de visualización simultánea. De esa manera, lo único que tendría que hacer para revisar el texto sería ponerse su visor Vis Sim. Incluso podría recostarse en la silla y mirar: Ava haría lo demás. Sentía que ya le temblaban bastante las manos: era consciente de que no podría soportar el esfuerzo de leer un documento largo.

En la pantalla de Ava apareció una mano, esbozando un gesto de pesar. La respuesta era negativa: el texto estaba demasiado degradado para realizar una conversión de imagen continua. Lo más que podía hacer era facilitarle una interpretación verbal.

Antar dio un respingo: detestaba cómo leía Ava, con su voz monótona, sin inflexión. Pero no se encontraba en situación de hacerlo él mismo en el estado en que se hallaba.

Cogió los cascos y se los ajustó.

20

Eran las once pasadas cuando Urmila llegó a casa. El piso estaba a oscuras y todo el mundo estaba acostado.

Entró, tan silenciosa como pudo, y se quedó junto a la puerta mientras se habituaba a la oscuridad. Su hermano menor roncaba en el cuarto de estar. Por la tarde había jugado un partido de fútbol de segunda división: uno de los columnistas deportivos se había acercado a la sección de informativos para decirle que su hermano casi había marcado un gol. Entró de puntillas en el cuarto de estar y le vio tumbado en el sofá, con la luz encendida. Estaba desnudo, sólo con los calzones azules de su equipo, con un pie en el suelo y un brazo colgando por el respaldo del sofá. Descansaba la cabeza en el brazo del sofá y tenía la boca abierta; de la lengua le colgaba un hilillo de saliva.

En la cocina la esperaba una bandeja con comida, tapada con una mosquitera que pareció disolverse cuando ella encendió la luz: un enjambre de cucarachas desapareció por grietas y rincones.

—¿Es que no se va a poder dormir aquí? —gritó su hermano mayor desde la alcoba que compartía con su mujer y sus tres hijos—. ¿Quién ha encendido la luz a estas horas de la noche?

Other books

The American by Henry James
Gallatin Canyon by Mcguane, Thomas
Wildfire by Ken Goddard
The Bewitching Hour by Diana Douglas
Hard Road by Barbara D'Amato
Grounds for Murder by Sandra Balzo
Summerkill by Maryann Weber
Murder by the Book by Eric Brown