El cromosoma Calcuta (11 page)

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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El cromosoma Calcuta
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»Para entonces no sólo son las dentales retroflejas de Lutchman las que despiertan la curiosidad de Grigson: empieza a sentir un interés personal por sus labiales. A la mañana siguiente, Lutchman le lleva su taza de té cuando todavía está acostado. Grigson ve su oportunidad. Muy bien, se dice, adelante. Al coger la taza, aprovecha para tocar el brazo de Lutchman; un momento después le coge la mano. Y entonces observa un bonito detalle: en la mano izquierda Lutchman sólo tiene cuatro dedos, le falta el pulgar. Pero no parece que le haga falta: tiene el índice doblado de tal modo que le sirve de pulgar.

»El falso pulgar produce en Grigson un verdadero ardor. Y se lanza. “Oye, Lutch”, dice, dando unas palmaditas en la cama. “Qué prisa tienes, siéntate aquí y charlemos un poco.” Durante todo el tiempo Grigson hace como si sólo chapurreara el indostaní, como cualquier otro inglés en la India.

»Lutchman le observa con una mirada penetrante, como si tratara de adivinar sus verdaderas intenciones. Eso no le parece mal a Grigson: está lanzado, el nuevo desodorante funciona de verdad. Entonces oyen a Ron, que grita desde su cuarto: “Oye, mozo, ¿dónde está mi té?”

»Lutchman se pone en pie de un salto y sale corriendo. Grigson decide intentarlo más tarde. No pierde de vista a Lutchman, se fija en dónde vive: observa que tiene un farol grande de metal colgado en la ventana, detrás de la casa, en las dependencias de los criados.

»Aquella noche hay una fiesta en el club de Secunderabad. Grigson asiste pero se escabulle pronto; alega que le duele la cabeza; quiere volver al bungalow. Le organizan la vuelta; vuelve; pone unas almohadas bajo la mosquitera y sale furtivamente.

»Está oscuro, no hay luna. Es la época del monzón: el jardín es un barrizal. Grigson se dirige chapoteando a las dependencias de la servidumbre. Lo único que distingue de los barracones es una forma larga y distante en la oscuridad. Maldice para sus adentros, pero al acercarse ve una luz en una ventana, un círculo pequeño y brillante que lanza un destello rojo. Remangándose los pantalones del pijama, avanza de puntillas y llama a la ventana. Aparece el rostro de Lutchman; tarda en reaccionar y luego se le salen los ojos de las órbitas.

»“¡Soy yo!”, dice Grigson. “Sólo vengo a ver tu colección de arte.” Lutchman abre la puerta y Grigson entra en la habitación. Es diminuta, huele a ropa y sudor y aceite de mostaza. En un rincón hay un camastro, y ropa tendida en una cuerda. Está muy oscuro. La única luz viene de la lámpara de la ventana. Y ya que ha ido hasta allí, le gustaría darse una ración de vista con ese tío. Pero ese farol no es corriente: es grande, sólido, robusto, tiene un mango largo y una ventanilla circular de cristal rojo. Grigson piensa un poco y lo adivina: es un farol de señales de los que se emplean en los ferrocarriles. Los que se usan para detener los trenes en las estaciones. No el que se compra en la tienda del barrio: pensándolo bien, tenerlo colgado en la ventana probablemente sea un delito.

»Para entonces Grigson está verdaderamente cachondo; se le saltan los botones. Pero al mismo tiempo revienta de curiosidad. En realidad no está seguro de qué le gustaría más, si meter o entender.

»Y dice, en indostaní chapurreado, señalando el farol: “¿Qué es eso?”

»Lutchman se hace el tonto. “¿Qué es qué?”

»“Ese farol de ahí.”

»“Ah, eso. Ya sabe qué es.”

»“Sí, pero ¿cómo lo llamas tú?”, pregunta Grigson.

»“¿A qué vienen esas preguntas?”, dice Lutchman, que también habla un indostaní chapurreado, por lo que a Grigson le resulta difícil centrar el tiro.

»“Simple curiosidad”, contesta Grigson.

»“¿Por qué?”, insiste Lutchman. “¿Se molesta en venir hasta aquí sólo para hacerme preguntas tontas?”

»“No”, dice Grigson. “Sólo tenía curiosidad, eso es todo.”

»“¿Curiosidad de qué?”

»“De ciertos términos.”

»“¿Se refiere a que quiere saber cómo se llama?”

»“Sí”, dice Grigson. “Eso es.”

»“¿Y por qué no lo ha dicho?”, pregunta Lutchman. “Se llama farol.”

»Y entonces fue cuando Grigson estuvo seguro. Lo supo porque Lutchman no pronunció la palabra como lo habría hecho si realmente hubiese sido de donde decía que era. Lo que dijo fue “falol”.

»Así que Grigson le sonríe y le dice, hablándole en su propio dialecto: “Así que tu verdadero nombre es Laakhan, ¿verdad? ¿No es así como se dice en tu región?”

»Nada más oír eso, la cara de Lutchman adquiere una especie de rigor mortis. Pero Grigson no lo nota; está distraído, felicitándose por su infalible oído. Agita un dedo ante Lutchman: “Los nativos no podéis engañarme”, le dice. “Os tengo calados. Sé exactamente de dónde sois todos y cada uno de vosotros. Esos préstamos de palabras os traicionan en cualquier momento.”

»Y entonces, de pronto, Lutchman hace su jugada. Descuelga bruscamente el farol y dice: “Venga, sígame.”

»“¿Adónde?”, pregunta Grigson.

»Pero Lutchman ya ha salido por la puerta. Grigson también echa a correr.

»Resulta que, como muchas ciudades donde hay acantonamientos británicos, Secunderabad es un importante centro ferroviario. La estación no está lejos del bungalow de Ross: de hecho, la estación sólo está a unos cien metros del jardín. Pero Grigson acaba de llegar y no lo sabe. Corre mucho, tratando de alcanzar la luz roja de Lutchman. Jadea; las endorfinas estallan en su cabeza como burbujas de champán. No está en buena forma; cuanto más deprisa corre, más desorientado se siente.

»Se esfuerza todo lo que puede, pero el farol siempre está un poco más adelante, saltando, oscilando, girando: parece llevarle a algún sitio. Está muy oscuro; el resplandor de la lámpara es lo único que Grigson alcanza a ver. No está seguro de dónde está, pero sabe que ya no corre sobre hierba: es grava lo que tiene bajo los pies. Oye un rumor metálico. Pero no puede fiarse de lo que oye; está agotado, le zumban los oídos.

»Entonces oye un estruendo que casi le rompe los tímpanos: un silbato. Mira atrás y de pronto es como si acabaran de inventar el cine y él estuviera sentado en primera fila: una locomotora se precipita sobre él, exhalando nubes de vapor. Presa del pánico, cruza corriendo las vías; estaba listo, lo iban a atropellar. Pero en la última fracción de segundo logra saltar: los parachoques no le rozan por unos milímetros.

»La luz roja ya ha desaparecido. A duras penas, Grigson encuentra el camino de vuelta al bungalow. Está asustado: seguro que Lutchman ha tratado de matarlo simulando un accidente. Cree que debería prevenir a Ross de que algo muy extraño está ocurriendo bajo su techo. Pero se echa atrás: no quiere dar explicaciones sobre lo que ha ido a hacer a los barracones de los criados. ¿Y qué hace, en cambio? Lo escribe todo en su diario.

»A la mañana siguiente Lutchman sirve el desayuno en la mesa, como cualquier otro día, con aire de no tener una sola preocupación en la cabeza. Es el criado modelo, como siempre: sonriente, obsequioso, atento. Grigson decide no hacer una comida más en aquella ciudad: es joven, tiene toda una vida por delante. Y coge el primer tren que sale de Secunderabad.

14

Sonali notó que, nada más entrar en el edificio, Urmila se había quedado callada de pronto; no había dicho una palabra mientras esperaban el ascensor, simplemente permanecía mirando el vestíbulo con los labios apretados, fijándose en todos los detalles. Comprendía que se estaba conteniendo para no hacer algún comentario de desaprobación.

Sonali llevaba viviendo allí lo bastante para olvidar lo extraño, incluso lo grotesco, que le había parecido aquello al principio: los suelos de mármol, los recargados espejos dorados de las paredes, las altas palmeras en los rincones, con sus bruñidos maceteros de bronce. No era algo que se viese a menudo en Calcuta, salvo en hoteles de cinco estrellas.

Cuando Romen le enseñó el edificio, ella le dijo que no parecía un sitio donde se pudiera vivir, por lo menos no ella. Habría que perder mucho tiempo pensando en cómo hacer las cosas: dónde tender la ropa y si comprar muebles nuevos. Pero Romen se había echado a reír, tal como era de esperar.

—Todo esto, el mármol y el bronce, es puro negocio —le explicó—. La gente que compra estos pisos paga por eso. No tienes que tomártelo en serio.

Llegó el ascensor y Urmila entró sin decir nada. Sonali pensó que debía decir algo para que apreciara debidamente la situación, para que comprendiera que no era la clase de sitio en que siempre había vivido, que se había pasado la mayor parte de su vida siguiendo a su madre de un modesto apartamento a otro, que su madre estaba tan acostumbrada a la pobreza y a la vez le aterrorizaba tanto, que nunca había pensado en vivir de otro modo, ni siquiera cuando tenía dinero. Pero entonces se abrió la puerta del ascensor y ya era demasiado tarde.

Sonali abrió la puerta del piso y se sorprendió de encontrarlo a oscuras. Encendiendo la luz, hizo entrar a Urmila.

—¿No hay nadie en casa? —preguntó Urmila, mirando en torno a la amplia habitación acristalada, con sus alfombras de Cachemira y sus sillas bajas, tapizadas con brillantes espejuelos al estilo de Gujarati.

—Hay un chico que cocina y hace la limpieza… —contestó Sonali, indicando a Urmila que se sentara en una silla—. Normalmente, cuando llego a casa está sentado en la alfombra viendo una emisora musical y cantando a pleno pulmón.

Dejó caer el bolso en una silla y se dirigió a la cocina por el corredor, encendiendo luces al pasar. La cocina estaba arreglada, todo en su sitio, los mármoles relucientes. La cruzó rápidamente, pasó a un cuarto trasero y encendió una bombilla que pendía del techo de un cordón retorcido.

El cuarto estaba vacío: el colchón y la ropa de cama cuidadosamente doblados al pie del
charpoy
. Todo lo demás había desaparecido: el ruidoso transistor, las zapatillas, las camisetas estampadas que siempre llevaba. Se acercó a un pequeño escritorio que había en el rincón del fondo y abrió un cajón. También vacío: todos sus libros, lápices y bolígrafos habían desaparecido.

—¿Está ahí? —preguntó Urmila, alzando la voz.

—No —contestó Sonali en tono distraído—. Me parece que se ha marchado; todas sus cosas han desaparecido.

Apagó la luz y volvió despacio al salón.

—¿Sólo tenías un criado? —preguntó Urmila.

—En realidad no era un criado —explicó Sonali, sacudiendo la cabeza—. No me gusta que los criados vivan en casa.

—¿Entonces…?

—Por el día iba al colegio. Pero por la tarde cocinaba y limpiaba, cuando se acordaba: ése era el trato. Lo propuso Romen. Uno de sus clientes o no sé quién encontró al chico: se ganaba la vida exhibiendo sus habilidades matemáticas a los viajeros de los trenes de cercanías en las horas punta. Romen aseguraba que era una especie de niño prodigio y lo tomó bajo su protección.

Sonali abría puertas con aire ausente, mirando en habitaciones y baños, como si esperase encontrarlo.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Adónde puede haberse marchado? No tiene adónde ir. No conoce a nadie aparte de Romen.

Entonces sonó el teléfono en el salón. Sonali acudió corriendo y cogió el aparato inalámbrico de color gris. Con un gesto de disculpa hacia Urmila, abrió una puerta y salió al balcón con el teléfono.

—Hola —dijo, apretando la tecla de conexión. Bajó la voz y preguntó en un susurro—: ¿Romen?

El teléfono emitió un chisporroteo y en la línea se oyó un murmullo. Enseguida comprendió que no era Romen, sino otro hombre. Se puso tensa, azorada al tiempo que decepcionada.

—Por favor, ¿podría decirme —preguntó la voz en un bengalí ceremonioso y cortés— si por casualidad está ahí el señor Romen Haldar?

—No, no está —contestó ella, adoptando un tono formal, tratando de borrar todo rastro de la anterior intimidad—. ¿De parte de quién?

—Ah, ¿entonces no está? —dijo la voz con muda sorpresa.

—No —repitió Sonali. Ella también estaba sorprendida: la única persona que telefoneaba allí preguntando por Romen era su secretaria. Eran normas de Romen, no de ella, uno de sus extraños gestos hacia las convenciones domésticas. Era para protegerla, solía decir, para que la gente no murmurase; como si eso impidiese a la gente murmurar.

—¿De parte de quién? —insistió, no con firmeza, sino con cierta vacilación.

—No importa —dijo la voz.

—Espere —se apresuró a decir Sonali—. Un momento. ¿Quién es usted, quién llama?

Pero ya se había cortado la comunicación.

Sonali se dejó caer en una butaca de bambú con el teléfono sobre el regazo. Atisbó el aleteo de una cortina en el edificio de enfrente. Sus sospechas se vieron inmediatamente confirmadas: los vecinos la vigilaban otra vez. Alcanzó a ver unas cabezas justo en el momento en que se ocultaban.

A veces se preguntaba si instalaban puestos de observación en las ventanas para mantener vigilado su balcón. ¿Qué hacían cuando lograban verla? ¿Iban corriendo por los pisos gritando: «Sonali Das ha vuelto a salir al balcón, ven a verla»?

Parecían tímidos cuando se cruzaba con ellos en los ascensores o los aparcamientos: acomodados cirujanos cardiovasculares y gerentes de bancos con sus mujeres envueltas en gasas. La saludaban con una sonrisa y luego bajaban la vista, como temerosos de que les pillara mirando. De cuando en cuando le decían que les gustaban sus películas, o su libro. Algunas personas mayores le hablaban de las actuaciones de su madre: le contaban historias del camino que habían recorrido para llegar a la enorme carpa de Narkeldanga y sacar entradas de cuatro
annas
para ver interpretar a Kamini-
debi
alguna de sus famosas y antiguas obras de
jatra, María Antonieta, reina de Francia
o
Rani Rashmoni
.

Sabía que murmuraban de Romen y ella; a menudo sentía una especie de inútil curiosidad por saber lo que pensaban: ¿sentían lástima de ella? ¿La despreciaban? ¿Se escandalizaban? Habría sido interesante saberlo, en un sentido abstracto, pero no es que le importara, en realidad. Se había criado entre la murmuración: su madre se había enfrentado en mayor medida que ella y tampoco le había importado.

Se levantó para entrar y entonces, siguiendo un impulso, volvió a sentarse y marcó el número del Wicket Club. El teléfono sonó varias veces antes de que finalmente respondiera el jefe de camareros.

—¿Javed? —dijo ella.


Salaam memsahib
—la saludó él, reconociéndola inmediatamente—. Romen-
sahib
se ha marchado hace media hora.

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