Donde en 1941 aún podían distinguirse destellos de rabia, de fiereza, de arrogancia, ahora sólo había miedo. Donde en 1941 había miedo, ahora había más. Los madrileños quizás no se daban cuenta, pero él había estado fuera seis años, y volvía con los hombros erguidos a una ciudad apaleada, poblada de cuerpos encogidos y silencio, donde los uniformes gozaban de una escolta gratuita, un pasillo ancho y vacío hasta en las aceras más abarrotadas, porque los civiles, todavía muchos menos hombres que mujeres, se apartaban del camino de cualquier militar, cualquier policía, como si recibieran una descarga eléctrica cada vez que distinguían a alguno de lejos. Allí, en el corazón elegante de la ciudad, no vio miseria, pero la olió a distancia, igual que el miedo. Era su país y sin embargo le recordó a otro muy lejano. Entre los olores de su infancia, de su juventud aventurera y ferviente, Julio Carrión González respiró el aire de Riga, y comprendió que no había vuelto a un país pacificado, sino prisionero, un país ocupado donde ya no había vencedores, sino amos. Otros habrían perdido el tiempo sacando conclusiones, pero a él no le hicieron falta para comprender que se encontraba en el paraíso de los impostores, de los usureros, de los oportunistas. Un lugar, en fin, inmejorable para prosperar.
Joder, qué caro está Madrid, se dijo a sí mismo después de pagar un café con leche y un bartolillo. Ya no le quedaba mucho dinero. La camisería se había llevado por delante casi la mitad de su último sueldo, pero no le importó. Al día siguiente, iba a ir a su pueblo y quería que todos le vieran, que se enteraran bien de quién era él, y de que había vuelto. Sintió la prematura tentación de acercarse a la calle de la Montera para saludar al señor Turégano, pero la rechazó a tiempo. Todavía no se sentía seguro, y siguió paseando, observando, estudiando la ciudad, hasta que las aceras se despoblaron de pronto. Era la hora de cenar, pero no tenía hambre.
Volvió al hotel, entró en el bar de la planta baja, se sentó en la barra y pidió un martini. Casi inmediatamente, se acercó a pedirle fuego una mujer teñida de rubio y muy pintada, que no le gustó. Se fumó medio cigarrillo a su lado y al ver que él no le decía nada, lo apagó con mucho cuidado, volvió a guardarlo con disimulo en la cajetilla, se levantó y se fue. Su puesto fue ocupado muy pronto por una chica joven y flaca, insignificante, que detectó su desinterés tan deprisa que ni siquiera se molestó en pedirle fuego. Cuando se levantó, Julio ya se había fijado en otra, que tenía la edad de las mujeres que le gustaban, poco más de treinta años, el pelo castaño recogido en un moño, la cara limpia con un toque de colorete, los ojos grandes, una boca muy bonita y el aspecto de una chica corriente, quizás casada, y en un aprieto. Entonces vio a Paloma Fernández Muñoz en el fondo de su copa, en la barra, en el espejo, en el taburete vacío, a su lado, y le hizo una seña.
—Hola —porque, por lo que parecía, no hacía falta decir nada más—. ¿Quieres tomar algo?
—Sí —ella tampoco demostró mucho aprecio por la retórica—. Un batido de chocolate, gracias.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, cuando se recuperó del pasmo en el que le había sumido su nutritiva, extravagante petición, y comprobaba que de cerca le gustaba más que de lejos.
—Julia —dijo ella, y sonrió.
—¿Sí? ¡Qué gracia! Yo me llamo Julio.
—Entonces me llamo María, si quieres —se bebió la mitad del batido de un trago, se relamió los labios, y le miró—. Me da lo mismo.
Cuando él preguntó, ¿y si nos fuéramos a pasar un rato juntos?, ella marcó un precio con los dedos de la mano derecha sobre la palma de la izquierda, y él se apresuró a pedir la cuenta. Joder, qué barato está Madrid, murmuró entre dientes mientras la firmaba, y la mujer que estaba dispuesta a tener cualquier nombre para no perder el suyo, se volvió hacia él, ¿qué dices?, no, nada, nada... Al entrar en la habitación, ella se quitó los guantes, viejos, roídos en las puntas, los metió en el bolso, dejó éste encima de una cómoda, y le hizo una advertencia antes de empezar.
—Yo no beso —le dijo—. Todo lo demás lo hago, pero eso no.
—¿Ni cobrando más? —preguntó él sólo por curiosidad, casi por divertirse.
—Ni cobrando más —ella volvió a coger el bolso, volvió a sacar los guantes, estará pensando que por lo menos ha cenado, se dijo Julio antes de detenerla.
—No, no, está bien. Sin besos. No me importa —y mientras la veía desnudarse de una manera desganada, mecánica, impropia de una profesional, volvió a preguntar—. ¿Estás casada?
—Eso no es asunto tuyo.
Está casada, o viuda, no, casada, se dijo él, casada y sola, mientras se acoplaba sin dificultad a sus exigencias. Está casada pero es joven, guapa, y tiene un buen cuerpo, y él estará en cualquier sitio, vete a saber, quizás en Francia y a lo mejor hasta lo conozco, o aquí, en la cárcel, o no, porque también será joven, demasiado fuerte como para desperdiciarlo, y le habrán mandado a un campo de trabajo, a redimir pena y a pensar en su mujer, a desearla a todas horas, a esperar sus cartas con ansiedad para contestarlas a vuelta de correo, ¿y qué?, pues nada, en cuanto salga, ella deja esto, vuelve a ser decente, y a vivir de un jornal, tan ricamente, bueno, lo de ricamente es un decir...
Cuando terminaron, la mujer se levantó sin decir nada, se vistió deprisa, se despidió con un adiós apresurado, átono, y se marchó. Entonces, Julio Carrión González, que un par de noches antes había sido el hombre más escogido, el más poderoso de París, se quedó a solas con su pobreza, y comprendió a su pesar cuál es el verdadero precio de los besos. Muy bien, se empeñó en decirse a sí mismo a cambio, ha estado muy bien, y cuanto antes, mejor. Luego, ya no encontró nada que añadir, y los besos de Paloma empezaron a picarle en los ojos, a arrasar su garganta, y se cebaban en su costado como un pinchazo desordenado, intermitente. Muy bien, Palomita, dijo en voz alta, se acabó. Te juró que se acabó, repitió, cueste lo que cueste, como si ella estuviera a su lado, mirándole, escuchándole, consolándole. Te juro que esto se ha acabado ya, Paloma, volvió a decir, y fue verdad. A Julio Carrión González le quedaba mucho por vivir, pero no volvería a sentir la tentación de echarse a llorar en lo que le quedaba de vida.
Las lágrimas ni siquiera le inquietaron cuando se enfrentó con el deterioro de su padre, la ruina de su casa, pero sintió un alivio profundo al volver allí, después de comer lo más caro que había en la tasca de la plaza y pagar una ronda de copas de coñac del bueno a los conocidos que se acercaron a saludarle. Evangelina, que no tenía cuerpo para andar ofreciéndolo por los bares de los hoteles de la Gran Vía, había trabajado bien y deprisa. La habitación que ocupaba casi la totalidad del espacio de la planta baja, y a la que siempre habían llamado el comedor, estaba tan limpia como si Teresa González no hubiera llegado a abandonarla nunca. Al fondo, sentado a la mesa, peinado y con una americana sobre la misma camisa que llevaba antes, Benigno miraba hacia delante como si estuviera ciego, sin fijar la vista en ningún lugar.
—¡Julio! —Evangelina bajó corriendo por las escaleras al escuchar el ruido de la puerta—. Ya hemos acabado abajo, aunque la cocina la he hecho sólo por encima. Ni te figuras cómo está.
—Sí, sí que me lo figuro —la miró, sonrió—. Gracias, Evangelina.
—Le he frito a tu padre un par de huevos, porque no había nada más en la despensa. El pan no estaba muy tierno, pero se lo ha comido. De todas formas, queda mucho por hacer, y necesitaremos más tiempo, dos días, o tres, para lavarlo todo, su ropa, que está hecha un asco, y lo demás, las sábanas, las colchas, las cortinas, y...
—No te preocupes, por favor —volvió a mirar a aquella mujer, y volvió a sonreír, porque no le costaba nada, se le daba bien, siempre le había dado resultado, y Evangelina no quiso ser una excepción cuando, a pesar de todo y quizás hasta sin darse cuenta, respondió a aquella sonrisa con otra amplia, casi luminosa—. Mira, no me importa el tiempo que tardéis. Lo que quiero es que todo esto se quede en condiciones. Y me gustaría que tú siguieras viniendo a limpiar, a lavarle la ropa y a hacer la compra, y la comida, porque yo no me puedo quedar, yo tengo que volverme a Madrid dentro de un rato. Antes de irme, lo hablamos, ¿quieres?
—Claro —Julio no estaba muy seguro de que una mujer como ella quisiera servir a un hombre como su padre, pero Evangelina le miró como si acabara de salvarle la vida, y él pensó que probablemente así era—. Bueno, pues voy a seguir arriba...
No se atrevió a cerrar el trato porque aún no sabía de cuánto dinero disponía, cuánto podría ofrecer. Aquél era el único detalle del que no se había preocupado desde París, pero el estado de Benigno proyectó sombras más que inquietantes sobre sus planes mientras se esforzaba en comportarse como un buen hijo pródigo.
—Padre —llegó hasta él, le abrazó y le besó en la mejilla antes de sentarse a su lado, muy cerca.
—Julio... —él respondió de la misma manera, mirándole como si le costara trabajo creer en lo que veían sus ojos—. Así que eras tú, has vuelto de verdad.
—Sí. Aquí estoy otra vez.
—Tu madre murió presa, en el penal de Ocaña, la muy puta —y sus ojos chispearon de repente, como si hubieran vuelto a la vida—. Lo sabes, ¿no?
—Sí, padre. Me lo contó usted, en una de sus cartas.
—Ella tuvo la culpa de todo, ella, tu madre. Todo lo que ha pasado ha sido culpa suya.
El viejo no quiso explicarse mejor, y Julio cerró los ojos porque no quería acordarse, ahora que había decidido no volver a llorar nunca más, de aquella carta terrible que rompió en pedazos antes de terminar de leerla, las palabras de su padre, no lo siento, no, ella se lo ha buscado, se ha ganado a pulso el infierno al que va a ir derecha, de tu hermana no sé nada ni quiero saber, ésa será toda su vida una tirada, igual que su madre... Julio recordó las palabras de Benigno y su orfandad, la insoportable sensación de abandono que le impidió dormir aquella noche, en Grafenwöhr, pero ya era tarde, todo se había acabado, las culpas, la emoción, las lágrimas. Se acabó, recordó a tiempo, y así logró decir algo distinto.
—¿Dónde está mi dinero, padre?
—¿Y mis cosas? —él volvió a dirigirle una mirada perdida, abismada en sí misma—. ¿Dónde están mis cosas? Me lo han robado todo, ¿no lo ves?
—No eran cosas, padre, era basura. Trozos de cosas rotas y sucias. Las he tirado yo, antes, cuando le he acostado a usted. Las he tirado porque no servían para nada. Yo le compraré cosas nuevas, pero para eso necesito el dinero. ¿Dónde está? —Benigno frunció el ceño, sonrió, Julio se preguntó desde qué vieja borrachera le miraba y no fue capaz de adivinarlo—. Mi dinero, padre, el que le fueron mandando a usted, dos años y medio de paga doble, española y alemana, por el tiempo que estuve en Rusia, con la División Azul. Se acuerda, ¿no? ¿Dónde está ese dinero, padre?
—¿Qué te crees —Benigno por fin reaccionó, y le dirigió una sonrisa sesgada, ladina, mientras señalaba con el dedo hacia el cajón del aparador, que me lo he gastado?
Aquella noche, cuando volvió a Madrid, Julio encontró la ciudad más bonita, las luces más brillantes, las mujeres más guapas, los coches más veloces y sus pies mucho más firmes sobre las aceras.
Era rico. Apenas una mínima parte de lo que tenía previsto llegar a ser, pero rico. En aquel Madrid más caro y más barato que nunca, tenía dinero de sobra para vivir como un señor durante unos meses, los que fueran necesarios para hacer contactos, definir una estrategia, empezar a actuar. Aquel dinero le curaba, le sentaba bien, y era tan valioso que sabía dibujar una línea en el tiempo, desdibujar los contornos del pasado, miedo y cansancio en un garaje de la calle de la Montera, frío, y barro, y piojos en Rusia, el intervalo dorado de Riga, la vida gris de un obrero exiliado y sin horizontes, primero en Toulouse, después en París, su madre y Paloma. Aquella mañana, había ido a Torrelodones en tren, pero cogió el único taxi de su pueblo para volver a Madrid. Quiero decirte algo, Julio, Evangelina se le había quedado mirando después de que él aceptara sus condiciones sin discutir, cuando creía que ya no les quedaba más que despedirse. A tu padre no, pero a ti... Tu eres su hijo, ¿no?, y yo... Sentí muchísimo la muerte de tu madre, Julio, la sentí en el alma, de verdad. Tú sabes cómo la quería yo, cómo la queríamos todos. Era una mujer maravillosa, inteligente, luchadora, generosa, valiente, y la mejor persona que he conocido en mi vida... Hasta eso, que había pasado aquella misma tarde, se quedó atrás muy deprisa, mientras un taxi le devolvía a Madrid, un buen hotel de la Gran Vía con jarrones de cristal tallado llenos de rosas frescas sobre las pulidas superficies de los muebles.
El cuerpo le pedía juerga, y durante un día y medio no hizo otra cosa que complacerle. En eso, Madrid seguía siendo igual, una golfa. Lo que no había cambiado con la guerra, menos iba a cambiar con la paz, por más que Franco fuera tan meapilas como su padre. Villa Rosa seguía abierto, y en el sótano de Los Gabrieles de la calle Echegaray, al final de una escalera estrecha y mal iluminada, a la que daba acceso el mismo pasillo que llevaba a la cocina, seguía funcionando, entre otros salones especializados de decoración elaborada, sorprendente, más o menos cañí, la joya del burdel más secreto de la capital, una minuciosa reproducción de una plaza de tientas donde al viejo Primo de Rivera, dictador militar andaluz y padre del actual padre de la patria, que al parecer no había heredado sus preferencias, le gustaba torear a sus putas favoritas y olé. Romualdo, que presumía de ir por allí de vez en cuando, se lo había contado una vez, en Rusia, con esas mismas palabras, y a Julio le había impresionado tanto que no se le había olvidado. Tampoco le sorprendió comprobar que, para el que sabía, y sabía no escatimar en los estímulos propios, ni en los ajenos, allí las noches seguían durando todos los días que hiciera falta.
Necesitó mucho menos para recuperarse, y así, después de pasar una en blanco y dormir doce horas de la siguiente, se levantó como nuevo, se bañó, se afeitó, se vistió con cuidado y bajó a desayunar al comedor. Después, mientras leía el periódico, pidió una guía telefónica. Estaba seguro de que el teléfono de Eugenio estaría allí y lo encontró enseguida. Calculaba que su viejo amigo se alegraría mucho de saber de él, y así fue. Había previsto que le invitaría a comer, y quedaron a las dos y media.
Eugenio Sánchez Delgado vivía en el primer tramo de la calle Castelló, muy cerca del Retiro, en un piso pequeño, bonito y luminoso, con su mujer, Blanca, embarazada de cuatro meses cuando todavía no habían pasado seis desde su boda. Antes de llegar a la puerta, con los sentidos aún una pizca embotados por la acumulación de excesos subterráneos, Julio alcanzó a percibir cierta claridad, una limpieza fresca y distinta, como el olor de la ropa recién lavada, en aquel barrio ordenado de burgueses tranquilos, prósperos. Esa misma sensación le acogió al entrar en la casa de Eugenio, amueblada con buen gusto pero sin ningún lujo, y al besar a su mujer, que olía a colonia de Álvarez Gómez y era más bien feíta, sí, o ni siquiera eso, una chica corriente de caderas peligrosamente anchas para su edad, sin ningún rasgo de belleza particular, la cara lavada, y sin embargo, una mansa expresión de dulzura en los labios demasiado finos, en los ojos pequeños, sonrientes.