—Pues sí, y eso hicieron. Lo mataron el 29 de mayo, y al día siguiente publicaron su nombre, y los nuestros, en todos los periódicos.
—¡Qué amables! —Ignacio pensó primero en Casilda y luego en Carlos, pero se dio cuenta a tiempo de que ya no tenía que preocuparse por su cuñado.
—Sí, encantadores —María intentó sonreír y no le salió bien—. Claro, como ahora nosotros somos el cáncer de España... Ya sabes, los culpables de la ruina de la patria, la canalla progresista y desalmada, los traidores exquisitos que le regalaron el oro a Stalin, lo peor... —hizo una pausa y meneó la cabeza, como si ni ella misma aceptara lo que estaba a punto de decir—. Mira que son hijos de puta, ¿eh? Mira que son unos hijos de la gran puta, unos malditos asesinos, y unos sádicos fascistas de mierda... Pero que encima sean tan brutos y que se hayan quedado con España, que se la hayan quedado ellos, es que sólo eso ya es como para morirse de pena.
—Eso es lo de menos, María.
—Pues será, pero a mí me da una rabia... Total, que antes de que lo fusilaran, mientras lo llevaban a Madrid, Mateo tuvo tiempo de contárselo todo a otro que todavía está preso. Ése se lo contó a su mujer, y ella localizó a Casilda cuando por fin pudo volver.
—¿Y ella cómo está? —y por un instante, sintió que se le cerraba la garganta—. ¿En la calle?
—Sí, ella sí... —la sonrisa de María le tranquilizó antes que sus palabras—. Aunque también se ha llevado lo suyo, no creas. Al terminar la guerra la encerraron en un convento, en Cartagena, y no le dio tiempo a ver a Mateo. El día que la soltaron, él ya estaba muerto. Ahora, por lo menos, ha vuelto a su casa, que no es poco, y ha parido, un niño que se llama igual que su padre pero se apellida igual que su madre, porque ahora resulta que los matrimonios civiles no son válidos, y Casilda es madre soltera, por si no hubiera tenido todavía bastante, la pobre... Pero mira, por lo menos, y aunque el parto se le adelantó, los dos están bien, delgados pero sanos, así que somos tíos...
Ignacio se acordó de la boda de su hermano, aquella ceremonia apresurada y fría, tan corta que no consiguió llegar a tiempo para hacer de testigo y ni siquiera vio al funcionario que le había sustituido. Le había sorprendido tanto que a Mateo se le hubiera ocurrido casarse, nada más y nada menos que casarse, una idea tan absurda, tan impropia del clima polar del otoño de 1938, que no concedió mucho crédito a sus razones. Había pensado que era un simple capricho de su cuñada, y ahora, cuando ya no tenía margen para arrepentirse, se estremeció al calcular que aquella boda, lejos de proteger a Casilda, le estaría complicando la vida todavía más.
—Por Casilda nos enteramos de que Mateo te vio en Alicante y de que estabas vivo —María le miró, intentó sonreír y esta vez lo logró—, pero no teníamos muchas esperanzas, la verdad. Parece que, en general, los soldados rasos se están librando siempre que no militaran en ningún partido, pero los oficiales... Antes de saber que habías venido a parar aquí, papá estaba hundido y no hacía más que repetir que si se arrepentía de algo en esta vida, era de haber tranquilizado a mamá cuando estalló la guerra, diciéndole que vosotros, Mateo, Carlos y tú, habíais estudiado, que estabais muy preparados, que ascenderíais enseguida, que en un ejército popular, como el nuestro, vuestro destino era ser oficiales y no tropa. Ahora dice que es un milagro que no te relacionaran con Mateo, por muy corrientes que sean nuestros apellidos y aunque no os parecierais en casi nada, un milagro, no para de decir lo mismo a todas horas.
—Y lleva razón —Ignacio también sonrió—. Aunque a él le gustaba decir que la guerra es caprichosa, y que estaba encaprichada conmigo.
—Pues sí, pero cuando volví a casa y le conté que estabas aquí..., bueno, fue como si resucitara, en serio, y mamá, pues... Te lo puedes imaginar —y a María Fernández Muñoz, que era la más joven, la más dura, la más fuerte de todos, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Querían venir ellos, pero no les he dejado, porque el viaje es muy largo, muy incómodo y, no sé... Ahora también tenemos que cuidar de Paloma, porque... Está desesperada, ¿sabes? No hace más que decir que no tendría que haber venido, que tendría que haberse quedado en Madrid, que ella lo sabía y que tenemos la culpa nosotros por haberla obligado a dejarle solo, que ella lo habría escondido, que lo habría alimentado, que lo habría sacado de allí. ¡Bah!, tonterías... Todos le decimos que entonces la habrían metido en la cárcel a ella también, pero no quiere escuchar a nadie, ya sabes cómo es. Si me hubiera quedado en Madrid y todo hubiera salido mal, me dijo el otro día, por lo menos le habría tenido más tiempo, dos meses más, quizás tres... Yo creo que no le conviene nada pensar así, y se lo dije, pero no me hace ni caso.
Cuando todavía no se había recuperado de la conmoción de interpretar la cuidadosa indiferencia de Mateo, aquella mañana en que lo tuvo tan cerca que habría podido tocarle sólo con alargar una mano, y no lo hizo porque le vio buscarle con los ojos, sin volver apenas la cara, para esbozar un gesto de negación casi imperceptible —no me mires, no me saludes, no me despidas, no me reconozcas, no le digas a nadie que eres mi hermano, sálvate—, Ignacio Fernández Muñoz sucumbió a una conmoción sucesiva e igual de intensa al conocer un destino que podría haber sido el suyo. Porque él también pensó en José María Heredero aquella noche de marzo, cuando aún estaba a tiempo de salvar al único hombre que mató en su vida. José María, profesor de Derecho Penal, hijo y nieto de juristas de derechas, oveja negra mimada por su familia, estaría a salvo y podría esconderle, avalarle, él sabría lo que había que hacer... Ignacio siguió pensando que lo mejor sería ir a buscarle mientras llegaba a las Vistillas, mientras localizaba un camión, mientras se fijaba en su conductor. Si no lo hizo, no fue por miedo a los fachas, sino a los suyos. Cuanto más lejos esté de los casadistas, mejor, se dijo. Pero él estaba fuerte, sano, y tenía dos piernas para intentar llegar andando a donde fuera. Carlos no.
—Casilda se enteró de que estaba en la cárcel, fue a verle, dijo que era su mujer, le llevó un paquete, y se escondió en el sostén una carta que le había escrito a Paloma. Como llevaba el embarazo muy avanzado y tenía manchas de leche en el vestido, no se animaron a registrarla mucho al salir. Luego nos mandó la carta, no sé cómo, porque el sello era francés, alguien debió sacarla de España, pero ella le había prometido a Carlos que llegaría y llegó, aunque con más de dos meses de retraso. Por eso no sabemos si sigue estando vivo o no, pero por lo menos hemos podido enterarnos de todo, él... Se quedó solo en Madrid, nadie le avisó, nadie le ofreció un coche. A lo mejor no le encontraron, y a lo peor, como no había apoyado el golpe, pues... Ya sabes, bueno, qué te voy a contar yo a ti —María le miró, sonrió con amargura—. Entonces se acordó de José María Heredero, se dijo que nadie podría ayudarle mejor que él. Eran amigos íntimos desde la carrera, no se le ocurrió... A nadie se le habría ocurrido. Primero fue a buscarle a su piso de la calle Torrijos, pero no encontró a nadie, y entonces se fue a Aranjuez andando, el pobre, cojo como estaba y con lo que le dolía la pierna, vete a saber cuánto tardaría, cómo llegaría. Pero sabía que sus padres tenían una casa allí, y allí se lo encontró, pasando la primavera en el campo, vestido de blanco y con una raqueta de tenis en la mano, el muy cabrón, que se metía con Carlos por llevar sombrero, acuérdate, que se compró un mono azul en el verano del 36 y no se lo quitaba ni para dormir...
No me cuentes más, María, estuvo a punto de rogar Ignacio en ese instante, de verdad, no me cuentes más, porque es que yo ya no puedo más, no puedo con más, no quiero saber nada más... Ya tengo bastante con lo mío, con lo de Roque, con los de aquí, por favor, María, no me cuentes nada más. Eso pensaba Ignacio, eso sentía, pero no fue capaz de decirlo, porque lo importante no era lo mejor, sino lo necesario, y él necesitaba llegar hasta el final, necesitaba llorar a Carlos Rodríguez Arce, su profesor, su cuñado, su salvador, su amigo, su ídolo.
—Hombre, Carlitos, ¿qué haces tú por aquí?, le dijo al verle, el muy... ¡Bah! Ya no sé ni cómo llamarlo, de verdad, es que necesitaría el doble de vocabulario, el triple, por lo menos, para encontrar una palabra. Total, que lo metió en la casa por la cocina, le dio un café con galletas, le dijo que iba a intentar ayudarle y le pidió que no se moviera. Carlos no sabía qué hacer, y entonces... ¿Sabes quién le ayudó? La hermana de José María.
—Bueno —Ignacio recordó a una chica vistosa y muy descarada que solía esperar a su cuñado en la puerta del aula incluso cuando ya era novio de Paloma—, siempre estuvo enamorada de él.
—No, ésa no —María sonrió—. Mercedes no, ésa acabó casándose con un requeté o..., bueno, sí, con uno de ésos. Fue Isabelita, la pequeña, ya ves, con lo beata que era, bueno, y que seguirá siendo, digo yo... Pues fue ella la que entró en la cocina y le dijo, váyase usted de aquí, Rodríguez, que aquí no está usted seguro. Ya, le contestó Carlos, pero estoy esperando a su hermano. Lo sé, y por eso le digo que tiene que marcharse, cuanto antes, mejor... Y hasta le dio dinero para que se volviera a Madrid en tren. Ya ves, es lo que dice mamá, que en estos tiempos no se sabe qué es mejor, si fiarse de los amigos o de los enemigos. Total, que Carlos volvió a Madrid, ¿y adónde iba a ir? A su casa no, desde luego, pero también tenía la llave de la nuestra, y estaba cansado, hambriento, sucio... Y destrozado, me imagino, porque una traición así tiene que destrozarte por dentro. Total, que esperó a que se hiciera de noche y se fue a la glorieta de Bilbao. ¿Y a quién se encontró allí?
—Al Sapo —supuso Ignacio—, naturalmente.
—Naturalmente. ¿Y qué le dijo? —María arqueó las cejas, esperando una respuesta que Ignacio ya no se atrevió a arriesgar—. Pues le dijo que no tenía ningún derecho a estar allí. ¡Que no tenía derecho! ¿Te lo puedes creer? Es que es... —María apretó los puños, arrugó la cara, cerró los ojos y frunció los labios en una mueca de violencia intensísima—. Es la desfachatez más grande que he oído en mi vida, la cabrona, hija de puta, me cago en sus muertos, que papá la recogió cuando estaba a punto de dormir en la calle... Pues, ya ves, cuando la oyó, Carlos se echó a reír, ya sabes cómo era. Tengo bastante más derecho que tú, Mariana, pero no vamos a discutir por eso. Necesito descansar una noche, dormir, comer algo. Luego me iré, puedes estar tranquila. No tengo ninguna intención en quedarme en esta mierda de país. Bueno, le dijo el Sapo, pero con una condición. En el dormitorio de mis tíos duermo yo.
Entonces fue Ignacio quien apretó los puños, quien arrugó la cara, quien cerró los ojos y dejó que aflorara a sus labios una violencia olvidada e inútil, que pareció inspirar las inmediatas palabras de su hermana.
—Tendríamos que haberla matado, te lo digo en serio. Tendríamos que haberla matado, mira que lo pensé, un montón de veces, lo pensé, aquellas tardes que subía tan contenta de casa de Dorita, tendríamos que haberla agarrado, y..., y... Y ahora a lo mejor él estaría aquí, con nosotros...
Ignacio sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, y las dejó ir. María lloraba también, con más intensidad, más desconsuelo, pero encontró antes las fuerzas necesarias para seguir hablando.
—Nada —y se limpió los ojos con los dedos, dos manotazos decididos, enérgicos—. Le dio pan, un poco de queso, la botella de coñac de papá... Carlos se acostó en el cuarto de Paloma. Había decidido irse al día siguiente, porque no se fiaba del Sapo, pero tampoco podía más. Y a las ocho de la mañana, una cuadrilla de falangistas le sacó de la cama. Ella estaba delante, tan tranquila, viéndolo todo, y levantó el brazo para despedirse de aquellos hombres. Tu prima tenía razón, le dijo Carlos entonces, eres un sapo. Y le pegó una bofetada, encima, la hija de puta le pegó, esposado como estaba, le pegó, es que, cada vez que lo pienso...
Después, siguieron llorando, por dentro y por fuera, a los dos lados de la misma alambrada, unidos por la pena y por la vida, por el dolor de cuanto habían perdido y por la obligación de seguir despertándose cada mañana. Pero los dos estaban aburridos de llorar, y por eso, al rato, sin decir nada, volvieron a mirarse, a sonreír.
—Te he traído tabaco —María volvió a hablar primero—, y croissants, chocolatinas, y lápices, un cuaderno, un sacapuntas y una goma de borrar, para que nos escribas... Échate para atrás, que voy a ver si puedo tirarlo por encima.
—No —él la corrigió con la seguridad de un experto—. Es mejor pasarlo por debajo de la alambrada, esto es una playa, aquí no hay nada más que arena. Excava tú por tu lado y yo lo haré por el mío. ¡Ah! Y otra cosa... Estaba a punto de pedírselo al jefe del campo, pero sería mejor... Mira a ver si podéis conseguirme un par de códigos franceses, uno civil, otro penal, y el texto de la ley de asilo, sobre todo eso. ¿Tienes alguna manera de contactar con el hombre que fue a buscaros? Pues dale los libros a él, y a ver si puede hacérselos llegar a Donato, el de Lugo, acuérdate de ese nombre...
Después de la visita de María, la llegada de aquellos libros usados, manoseados y sucios, llenos de inscripciones en los márgenes, cambió la vida de Ignacio Fernández Muñoz en el campo de Barcarès. Volver a estudiar, tener algo que hacer en el tedio insoportable que tejía y destejía los hilos de la incertidumbre para volver a empezar de nuevo, en cada minuto idéntico a los demás de un día tan igual al anterior como al sucesivo, le permitió descansar de su propio hastío y armarse para la llegada de días peores. El otoño de 1939 fue duro, el invierno de 1940, espantoso. El final del verano se llevó consigo la ingenua alegría de quienes creían haber escapado de su destino de víctimas, y las primeras lluvias lavaron las últimas manchas de aquel júbilo irreflexivo y optimista con la certeza de que sólo se trataba de un cambio de escenario. No estaban en una cárcel española, sino en un campo francés. Lo demás, lo que tenían, lo que podían esperar, se parecía tanto que algunos, los más desprotegidos, los más débiles, empezaron a pensar que todo daba lo mismo. Ya no podían tomar el sol, no podían jugar al fútbol, no podían bañarse sin coger una pulmonía, ni siquiera posar para los fotógrafos que se habían cansado de venir a verlos. Llovía, el agua traspasaba los frágiles techos de los barracones, el mar se encrespaba, la playa menguaba, y todo era húmedo y triste, todo mohoso, todo sucio, ajeno, y cada noche hacía más frío, y cada día había menos luz.