Aquella noche no pude dormir. Me aburrí de dar vueltas en la cama intentando recordar, relacionar mis recuerdos, fabricar hipótesis razonables con los datos del problema, Raquel Fernández Perea, 35 años aprox., guapa, lista, con los dientes separados, empleada de Caja Madrid, Julio Carrión González, q.e.p.d., 83 años, hombre de negocios de éxito y fama irreprochable, propietario de un grupo inmobiliario, cliente de Caja Madrid entre otros bancos, intenté recordar, añadir más datos, combinar los que tenía de todas las maneras posibles, y fui audaz, y luego conservador, de nuevo audaz, y me dormí a las seis de la mañana.
Mai me despertó cuatro horas más tarde, ¿te encuentras bien, Álvaro?, tienes muy mala cara. Es que he dormido fatal, contesté, pero estoy bien, no te preocupes. Ella siguió mi consejo pero, aquella noche, Fernando Cisneros me cogió del brazo, me sacó del salón de mi casa, donde su mujer, la mía y algunos amigos más tomaban copas mientras veían un partido de fútbol por la tele, y en medio del pasillo me preguntó qué me pasaba.
—Nada —le contesté—, no te preocupes porque está todo arreglado. José Ignacio va a firmar, y María...
—No, no es eso, Álvaro, es que estás muy raro... —me dedicó una mirada risueña y cautelosa a la vez, y volví a pensar que me conocía mejor que nadie, mejor que Mai.
En la facultad nos llamaban «la extraña pareja», porque no nos parecíamos en nada pero siempre estábamos juntos en todo, y por eso me estaba dedicando a hacer campaña para la candidatura en la que iba de número dos. Fernando ya había sido jefe de departamento, vicedecano, decano, estaba a punto de ser vicerrector y, con un poco de suerte, acabaría siendo rector en menos de diez años. La política le interesaba muchísimo más que la física, para eso ya estás tú, solía decirme, pero ni siquiera la tensión de unas elecciones inminentes había logrado despistarle.
—A ti te pasa algo —insistió—. ¿Qué es, una tía?
Estuve a punto de contarle la verdad. Lo habría hecho si no fuera porque la historia era demasiado larga para la excusa que él había fabricado, así que le contesté que no lo sabía.
—¿No lo sabes? —se burló, y se echó a reír.
—Otro día —le prometí—. Hay una tía por medio pero no es lo que tú te crees, es una historia muy larga y muy rara, de verdad, y tiene que ver con mi padre, porque... Bueno, mejor te lo cuento otro día.
—Vale, como quieras —se resignó.
Fuimos a la cocina a por hielo y volvimos al salón. Javier estaba empezando a liar un canuto. Le dije que llevaba una temporada durmiendo fatal, me lió otro para mí solo, me lo fumé cuando se marcharon y el domingo amanecí a la una y media. Tú debes de estar incubando algo, dijo Mai, es posible, contesté antes de mentir, no me encuentro nada bien, te lo dije, replicó ella, ayer te lo dije, y se fue sola con el niño a comer a casa de sus padres mientras yo me quedaba en la cama, perfeccionando las que ya eran mis dos hipótesis principales, una económica y desagradable en sí misma, otra genética y desoladora por muchas razones, incluida alguna que ni siquiera me consentí a mí mismo considerar. A partir de ahí, no había avanzado nada. El lunes por la mañana simulé una recuperación tan falsa y espectacular como mi enfermedad, y le dije a Mai que tenía que ir a una comida que daba el decano y luego pasarme por el museo, que no me esperara. Eran las ocho de la mañana y ya tenía el corazón en la boca.
—Hola —ella me había visto cuando estaba todavía en la mitad del vestíbulo, yo me di cuenta, pero no aceleró el paso aunque eran ya las tres y diez—. Siento llegar tarde.
—No pasa nada.
Pero sí pasaba. Se había pintado los labios antes de salir en un tono casi invisible, muy parecido al de la piel que recubría, y había buscado el mismo efecto al pintarse los ojos. El rubor de sus mejillas podría parecer natural y contribuía con una calculada falta de estridencia al resplandor de un rostro que brillaba sin motivos aparentes. En el entierro de mi padre no había estado demasiado cerca de ella, pero el día de nuestra entrevista había ido a trabajar con la cara lavada. Se lo podía permitir, podía permitirse cualquier cosa, y sin embargo, hoy se había pintado los labios antes de salir. Era una chica lista, recordé, y su maquillaje, además de una confirmación de su inteligencia, un dato grave, inquietante.
—He reservado mesa en un restaurante que a todos los del banco nos gusta mucho —echó a andar en dirección a Arenal, señalándome el camino con el brazo—, muy pequeño, muy tranquilo, muy clásico, aquí al lado, en la calle Escalinata. La verdad es que me apetecía más un japonés, pero no sabía si tú eres partidario o no del pescado crudo...
No dije nada, no acerté a encontrar nada que decir, y me quedé parado en medio de la acera. Ella se volvió a mirarme, e interpretó mi desconcierto a su manera.
—No habrás comido ya, ¿verdad?
Su acento, su mirada, su expresión, eran tan inocentes como los que animaban el rostro de mi hijo cuando me descubría al otro lado de la puerta del colegio a media tarde, pero me había quedado tan estupefacto que tampoco fui capaz de contestar a una pregunta tan simple como ésa. Sentía que todo, y ni siquiera sabía qué significaba esa palabra exactamente, se había desbordado ya antes de empezar, y ni siquiera sabía qué era lo que iba a empezar.
—Tendría que habértelo consultado antes —dijo entonces—, pero no tengo tu teléfono.
—No, no es eso... —logré articular por fin—. No he comido. Es que no sabía que hubiéramos quedado para comer.
—Claro —ella reemprendió la marcha y yo la seguí como un perro amaestrado, sin ser muy consciente de mi docilidad—, por eso digo que tendría que haberte avisado. Aunque no es tan raro —sonrió—. En España, la gente come a estas horas. Yo, por lo menos, salgo del banco muerta de hambre. Pero si no has comido todavía, estupendo, ¿no?
—Bueno... —dije, por decir algo.
—No te preocupes —ella se echó a reír—, no estoy esperando que me invites, ¿eh? Pagamos a medias y andando. Al fin y al cabo, esto es una especie de comida de negocios.
—De todas formas, sí que me gusta la comida japonesa —añadí, después de un rato.
—Es bueno saberlo. Para la próxima vez —y me miró como si ya supiera que aquélla iba a ser sólo la primera—. ¿No te habrá molestado que te tutee, verdad?
—Molestarme no. No me ha molestado. Pero sí me ha parecido raro. De hecho, no me he recuperado todavía.
—Sí, me lo puedo imaginar.
Estábamos casi en Ópera, esperando a que se pusiera verde el semáforo para cruzar Arenal. Ella me dedicó una sonrisa enigmática, y no volvimos a hablar hasta que llegamos al restaurante.
No fue un trayecto largo, apenas tres o cuatro minutos, pero bastó para hacerme comprender algunas cosas. La primera fue que la mujer con la que estaba andando por la calle no era la misma con la que me había entrevistado en su despacho el jueves anterior. Tenía la misma cara, el mismo pelo, el mismo cuerpo, cubierto esta vez por un vestido de algodón estampado que le sentaba mejor que los vaqueros, aunque no ocultaba que la anchura de sus caderas excedía ligeramente la proporción que parecía exigir la estrechez de su cintura, pero era distinta. Había tan poco en ella de la profesional bien adiestrada a la que yo había creído conocer en su despacho, como de la niña rabiosa que era incapaz de sostener la mirada del adulto que la estaba presionando. No conservaba el menor titubeo ni los gestos plastificados de entonces, pero tampoco estaba muy seguro de la condición de su repentina naturalidad, esa franqueza instantánea, teñida de ironía, que pretendía ser seductora y lo era, y era también demasiado redonda, demasiado elocuente, demasiado parecida a la actitud de quien está representando un papel bien ensayado y suelta sus frases de un tirón, sin el alivio de las pausas, de las frases hechas, de los puntos suspensivos.
El segundo descubrimiento tenía que ver conmigo mismo, con el cazador excitado por el descuido de su presa que ella había despertado en mí, que nunca antes había sido yo, y que por eso también había desaparecido pero no por completo, porque aún podía recordarlo, aún podía sentir el hormigueo de las yemas de sus dedos en los míos, su saliva en mi boca, su ferocidad en el cuidado que estaba poniendo en ocultarla. Nadie que nos viera en aquel momento, mientras bajábamos por la escalinata que daba nombre a la calle que la contenía, habría podido creer que yo, el hombre de aspecto manso y desconfiado que caminaba vigilando sus pasos, hubiera tenido acorralada cuatro días antes, detrás de una mesa, a la mujer tanque que apisonaba el terreno por delante con una infinita seguridad en la potencia de sus orugas. Y sin embargo, la excitación de aquel hombre estaba en mí, y era sólo ella quien la despertaba.
El tercero y más importante de los conocimientos que adquirí en aquel paseo era consecuencia de los dos anteriores, pero no se trataba de un hecho, sino de una intuición que nos afectaba a ambos por igual. Porque ninguno de los dos éramos en realidad lo que pretendíamos que el otro creyera de nosotros.
—Ya hemos llegado.
Empujó una puerta de madera acristalada y me miró. Yo moví la mano en el aire para indicarle que pasara primero, ella inclinó la cabeza con un gesto gracioso y sonriente antes de entrar. El restaurante no estaba lleno, pero todas las mesas libres estaban reservadas. A Raquel no le gustó la que habían guardado para nosotros y le pidió al maître que nos sentara en una esquina, al lado de la ventana.
—Antes de nada, vamos a pedir, ¿te importa? —y siguió hablando mientras estudiaba la carta, sin esperar a saber si me importaba o no—. Esto ahora está medio vacío, pero a las tres y media, cuando les da tiempo a llegar a los de Alcalá, se pone de bote en bote, no te lo puedes figurar, y entonces, pues claro, tardan mucho más en servir —levantó la vista de la carta y me miró—. ¿Quieres que compartamos algo, para empezar?
Era todo tan absurdo, aquellas palabras, aquel escenario, aquella comida, los dos sentados a la misma mesa, mirándonos el uno al otro como si nos conociéramos, como si hubiéramos comido juntos y solos muchas veces, como si nos uniera algo más que una sola pregunta y una sola respuesta, que su última frase, una oferta habitual, tan inocente pero tan vinculada al mismo tiempo a las prácticas de la intimidad, adquirió una relevancia grotesca, y me eché a reír. Estaba muy nervioso. Ella no.
—De comer —me sonrió—, digo.
—Ya, ya... Te había entendido —abrí la carta y miré por encima la lista de las entradas—. Bueno, sí, podemos compartir algo.
—¿Qué te apetece? —me preguntó, en el mismo tono que antes había empleado para indagar si me importaba que pidiéramos antes de nada.
—¿Qué te apetece a ti? —le pregunté a mi vez, más realista.
—Las anchoas son estupendas, pero buenísimas, en serio... Y las flores de calabacín... ¿Las has comido alguna vez? —negué con la cabeza—. Ah, pues tienes que probarlas.
Al final, ella misma pidió lo que le dio la gana, eligió el vino, lo probó y me ofreció su copa.
—Para mí está bien —dijo—, pero a ti a lo mejor te parece demasiado frío.
—No, está muy bueno —admití, porque era cierto, sin dejar de acusar esa nueva agresión, otra prueba de la eficacia bélica de una intimidad ficticia—. Pero, de momento, preferiría beber en mi copa, si no te importa.
—Claro, claro —ella sonrió, recuperó su copa, llenó la mía, clavó los codos en la mesa y se me quedó mirando—. ¿Quieres que te diga por qué he decidido tutearte?
—Por favor.
—Bueno, primero por tu padre —hizo una pausa para estudiar el efecto que producían sus palabras, pero yo ni siquiera pestañeé—. Yo tuteaba a tu padre, y tú eres su hijo, mucho más joven, así que no tiene mucho sentido que siga tratándote de usted. Pero, además... Cuando me di cuenta de que no me quedaba más remedio que comer contigo, porque yo no puedo hacer absolutamente nada al salir del trabajo, ni siquiera hablar, sin comer primero, me pareció... No sé. Siempre he pensado que comer es algo que sería más lógico hacer en privado, porque al comer con alguien, por muy discreto que seas, por muy bien educado que estés, le enseñas a la fuerza el interior de tu cuerpo, órganos viscosos, cavidades, mucosas, es decir, la lengua, los dientes, el paladar... —en ese momento, ya estuve seguro de que estábamos representando una escena que no había escrito yo, y me sentí más halagado por la pasión que ella ponía en su papel que inquieto por la naturaleza del mío—. ¿No lo has pensado nunca? En realidad es algo terrible. Quien come contigo te ve masticar, tragar, deglutir la comida, atragantarte quizás, con mala suerte, limpiarte la boca, en fin... Siempre me ha parecido muy raro comer con alguien a quien no puedo tutear, permitirme la intimidad de comer delante de él, o de ella, cuando ni siquiera puedo tratarle de tú. Lo tengo que hacer muchas veces, claro, por compromisos laborales, pero no me gusta —hizo otra pausa, más breve, me miró, joder, qué peligro tienes, guapa, estaba pensando yo, y ella sonrió como si pudiera leerlo en alguna parte—. La verdad es que yo no como con cualquiera.
—Yo tampoco. Por eso no me acostumbro a estar aquí, comiendo contigo.
Después de esta mutua declaración, nos instalamos en un silencio incómodo para mí pero confortable para ella, que encontró un montón de maneras de llenarlo. Cogió su bolso, lo abrió, estudió su contenido, sacó un paquete de tabaco, un mechero, un teléfono, una agenda electrónica, perdona un momento, dijo, estuvo jugueteando durante un buen rato en la pantalla con el lápiz de plástico, miró el móvil, pulsó un par de teclas, lo volvió a dejar encima de la mesa.
—¿Qué? Parezco Barbie mujer de negocios con todos sus accesorios, ¿a que sí? —me preguntó, y se echó a reír pero yo no la seguí, ya está bien, pensé, ya estaba bien—. Lo sé, tengo una sobrina que me lo dice siempre, pero no me queda más remedio...
—¿Por qué fuiste al entierro de mi padre, Raquel?
—¡Oh, por Dios, Álvaro, qué ímpetu! —y me miró como si hubiera hecho algo raro, inesperado, más sorprendente que aquella pregunta que ya había formulado otra vez—. No seas impaciente. Seguro que estás esperando alguna revelación truculenta, pero no, ya te advierto que en ese sentido te voy a decepcionar. Es una historia vulgar. Los seres humanos somos vulgares, muy sencillos, al fin y al cabo. Hay media docena de cosas que todos tenemos en común.
—¿Como cuáles?
—No te precipites, en serio... —chasqueó los labios, improvisó una expresión de cansancio y se inclinó hacia delante para hablarme en el tono de una madre que se ve obligada a repetir las recomendaciones más obvias ante su hijo pequeño una y otra vez—. Ya hemos pedido la comida, así que nos la van a traer y tendremos que comérnosla, ¿no? Este restaurante es bueno, pero no es barato, y sería una pena tirar el dinero. Tenemos una hora, tal vez una hora y media por delante, y lo que tengo que decirte no me llevará más de dos minutos. No quiero que te enfades conmigo antes de tiempo. Nos acabamos de conocer y me caes bien. Háblame de ti, mejor. Tú sabes muchas cosas de mí, pero yo no sé nada de ti. No me parece justo.