—¡Coño, Álvaro, podías haber avisado! No te puedes imaginar la que se ha liado, y claro, todo el mundo cree que yo sabía que...
Mi hermano Julio había venido hacia mí sonriendo, pero antes de acabar la frase se paró en seco, entornó los ojos, y con los labios todavía entreabiertos, sosteniendo las palabras que ya no iba a pronunciar, me cogió por los hombros y me miró.
—No tienes buena cara —murmuró—. ¿Qué te pasa?
Cuando Raquel me contó que nunca se había acostado con mi padre, no había pensado en ellos. La verdad no era sólo demasiado fea, demasiado brutal, y sucia, y amarga. También era demasiado mía. Era mi amor lo que estaba en juego, era mi vida, el amor de mi vida, el futuro que iba a comenzar cuando el pasado lo hizo saltar por los aires. No había sido un estallido limpio, furioso, alegre como el olor de la pólvora en las fiestas de los pueblos, en las pasiones que fulminan con justicia la pobreza de una existencia inútil, en las batallas de las guerras justas. No. Había sido más bien una implosión, una detonación sorda, silenciosa, controlada a distancia por la rígida voluntad de algunas mujeres, algunos hombres muertos. Así se había venido todo abajo, mi amor, mi vida, el amor de mi vida, como un gran edificio que desaparece en un instante y hace mucho ruido, y levanta mucho polvo, y fabrica en el suelo un agujero tan grande como su perímetro, pero nada más, ni un solo cascote fuera del terreno previsto, delimitado por las vallas. Así había sido, así había creído yo, había sentido yo que había sido, y todo era asunto mío, sólo mío, desde el principio, desde que mi madre envió al hijo equivocado a aquella entrevista en la que todo pareció acabarse, aquel despacho donde todo empezó sólo para poder acabar después. Eso había sido todo, una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos. Raquel era asunto mío, era mía y nada más que mía, mía y de ningún otro hombre que hubiera tenido el mismo apellido, mía siempre, para siempre y todavía.
Cuando me contó que nunca se había acostado con mi padre, no había pensado en ellos. La verdad había quemado la tierra, la había arrasado como una helada en primavera para dejarme solo, nadie detrás, nadie a un lado, nadie al otro, la silueta borrosa y encogida de Raquel en un punto aún lejano, lateral, del horizonte. Y sin embargo, al margen de esa sombra, estaban allí, mi madre, mis hermanos, cabecitas recortadas en el árbol genealógico que seguía colgado en una esquina del salón de La Moraleja, un indicio, y ni siquiera el más ridículo, del fervor por las manualidades en el que la señora de la casa había entretenido sus ocios durante una temporada. Antes había sido la restauración de muebles antiguos, después fue el punto de cruz, cuadritos y más cuadritos, y tapetes, y toallas, y sábanas de cuna con las iniciales de los nombres de todos sus nietos, letras mayúsculas, cursivas o no, cabalgando animales, viajando en barco, sirviendo de mascota o escondite a niños vestidos de azul o niñas vestidas de rosa. El cuarto de mi hijo estaba repleto de los frutos del tiempo libre de su abuela, pero antes le había dado por los árboles genealógicos y había hecho docenas, para sus hijos, para sus yernos y nueras, para sus amigos. El más grande se lo había quedado ella, y había pintado las ramas, las hojas, con tintas especiales de brillos metálicos y el pulso impecable de un miniaturista. Allí estábamos todos, nuestras cabecitas recortadas formando un extraño dibujo, un árbol de copa moderadamente frondosa que se estrangula en el centro para desparramarse en la abundancia de las ramas inferiores, nada por aquí, nada por allá, y de repente, la familia Carrión Otero, mis padres y mis hermanos, ¿para qué más?, siete, y luego catorce, y luego veintiuno, bajas y altas conyugales, nacimientos y más nacimientos y por fin una muerte, que nunca arrancaría una sonrisa humillante de puro completa de la cartulina dorada que servía de fondo.
Aquella mañana, Raquel se había ido a trabajar para dejarme a solas en el umbral del resto de mi vida. Yo me senté en la mesa de la cocina y me tomé un café, y luego otro, y otro más, y fumé mucho, fumé de una manera obsesiva, incesante, mientras pensaba en mi padre y pensaba en mí, en asuntos graves y en detalles triviales, hasta que aquel marco tan historiado se instaló en mi memoria con su cargamento de hojas verdes y caras sonrientes, los espacios vacíos que mi madre había previsto a su pesar para futuros matrimonios de sus hijos, y aquellos comentarios que sonaban a advertencia y no dirigía a nadie en particular, aunque los hacía siempre con los ojos clavados en los de Julio, su hijo predilecto a pesar de todo. A mí, dejadme de líos porque no pienso volver a hacerlo, así que el que no quepa, se queda fuera...
Mi padre ya estaba fuera de nuestra vida, pero mi madre jamás quitaría su foto de aquel árbol. Raquel ya estaba dentro de mi vida, pero nadie recortaría jamás su cara de una foto para pegarla en el lugar que le correspondía. Yo nunca me he parecido a mi padre, soy el único de sus hijos que nunca se ha esforzado en parecérsele. Tampoco me parezco a mis hermanos, pero quizás ellos no han conocido nunca el significado exacto de ese verbo. El que no quepa, se queda fuera. Yo ya estaba fuera, pero seguía estando dentro, siempre lo estaría, igual que Teresa González Puerto, que era maestra, muy buena, y quería mucho a su marido, y tocaba el piano mal, muy mal, pero le gustaba tocarlo, pobrecilla. Para su hijo, mi abuela había muerto el 2 de junio de 1937, cuando más viva estaba. Para mis hermanos, tal vez también para mi madre, yo empezaría a morir en el instante en el que lograra levantarme de aquella mesa en la que fumaba y bebía café de una manera incesante, obsesiva, para intentar volver a estar vivo otra vez.
Había pasado el tiempo, mucho tiempo. Es una historia larga, muy larga y muy antigua, no la entenderías y, además, creo que no te conviene saberla. Cuando Raquel me la contó, los grandes episodios me abrumaron tanto que no advertí los cabos sueltos. Mi abuelo se encontró con tu padre un día, en un café de París, y lo invitó a su casa, empezó a ir por allí, y como era tan simpático y todo el mundo le cogió cariño, pues enseguida se hizo como de la familia... Entre el tercer y el cuarto café, volví a pensar que tendría que llamar a Mai, que eso era lo primero que debería haber hecho aquella mañana, pero marqué el número de Raquel para escuchar el espectro de su antigua voz, un hilo angustiado, quebradizo.
—Hola, Álvaro —pero adiviné que iba a seguir hablando—. ¿Te...? —hizo otra pausa—. ¿Ha pasado algo?
En los resquicios de sus palabras pude presentir dos respuestas, las dos temidas, una indeseable y la otra no, me voy o no me voy, te dejo o no te dejo, vuelvo a casa o no vuelvo, adiós o hasta luego, Raquel.
—No pasa nada —opté por una fórmula abreviada—, pero me gustaría saber una cosa. Acabo de darme cuenta... Cuando tu abuelo se encontró con mi padre en París, ¿de qué se conocían?
—De Torrelodones, claro —y estaba mucho más tranquila—. Mi familia veraneaba allí antes de la guerra. Tenían una casa...
—Ya, ya, eso lo sé. Pero en Torrelodones, aun siendo un pueblo, habría muchos niños, ¿no? Y mi padre, antes de la guerra, era pequeño, porque nació en el 22. Por eso, he estado pensando que es raro que tu padre lo reconociera, después de tantos años.
—Sí, pero su madre, o sea, tu abuela Teresa, era amiga de todos ellos. De mi abuelo no tanto, porque también era el más joven, pero había sido amiga de su hermano Mateo, y de su cuñado, de los dos que fusilaron. Ellos eran socialistas, del mismo partido que ella, iban a las reuniones de la Casa del Pueblo en verano, y luego, no sé... El caso es que mi abuelo conocía a tu abuela, y no reconoció a tu padre por ser él, sino por ser su hijo. No sé si me entiendes...
—Sí, claro que te entiendo.
Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, estaba dentro pero estaba fuera, estaba dentro y fuera a la vez, y yo era el único que lo sabía. O no. Tampoco pude extraer ningún estímulo del último café, apenas dos dedos de un líquido ya tibio y demasiado denso, un poso áspero, terroso, en mi paladar saturado. Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, tal vez yo era el único que lo sabía, tal vez no, quizás Rafa y Angélica lo habían sabido siempre, desde siempre, quizás mi madre no se había enterado nunca del destino de su suegra, pero sabía lo demás, tenía que saberlo.
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. ¿Y por qué? ¿Para qué? Veinticuatro horas antes de que Raquel me hiciera esas mismas preguntas y se las contestara a sí misma, si no sirve de nada, nada sirve de nada, para intentar disuadirme de emprender la visita que cerraría el círculo, yo me las hice también. ¿Y por qué? ¿Para qué? No eran muy originales. Estaban respaldadas por un clamor multitudinario, tan cerrado que se diría unánime, millones de voces callándolas a la vez durante décadas enteras, un silencio más estruendoso que cualquier grito. ¿Por qué? ¿Para qué? En las preguntas, la estrategia de los vencedores confluía con la de los vencidos. En las respuestas, si no sirve de nada, nada sirve de nada, también.
¿Por qué? ¿Para qué? Por mí, para mí, un mal hijo que presta oídos a la versión del enemigo, Álvaro el ingrato, el traidor, un buen profesor, un buen padre, un buen hijo, un buen ciudadano. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero aquello ya no tenía que ver con la figura, con la memoria de mi padre. Era mi propia identidad, mi propia memoria la que me empujaba, y ellos también estaban allí, sus cabecitas sonrientes, recortadas y pegadas en la misma cartulina. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero pensar en mí era pensar en ellos, en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Fotos individuales, fotos de grupo, una familia, mi familia. Todavía estaba a tiempo de salvarla, de consagrar su imagen ejemplar y risueña, de ahorrarles el disgusto de saber quiénes eran. O no. Quizás ya lo sabían, y ni siquiera les importaba. El verbo creer es un verbo especial, el más ancho y el más estrecho de todos los verbos.
Ya no quedaba café, pero seguí fumando, pensando, en el verbo creer, en el verbo saber, en el verbo querer, solo y en la compañía de los otros dos. Pensé en la palabra generosidad, en la palabra responsabilidad, en la palabra egoísmo. Pensé en el orden y en el caos, en el pasado y en el futuro, pensé en Teresa, pensé en Raquel. Qué mala suerte, abuela, qué mala suerte, Álvaro, qué mala suerte, amor mío, que mala suerte hemos tenido, qué mala suerte seguimos teniendo, qué mala la que tendremos. Cómo empezar a vivir así, cómo poder con todo esto. Nunca estaremos solos, tú y yo nunca podremos vivir juntos y solos, porque siempre habrá demasiada gente alrededor, vivos o muertos, contigo y conmigo, acostándose con nosotros, levantándose con nosotros, comiendo, bebiendo, andando con nosotros. Aquella película en la que cuatro memos fabricaban un cañón que mataba a los fantasmas. Y tanto amor, y que no sirva de nada.
¿Por qué, para qué? Por mí, porque sí. Porque la reflexión es enemiga de la acción y ya no podía pensar más. Porque estaba atrapado en un laberinto perverso que tenía muchas salidas y ninguna buena. Generosidad, responsabilidad, egoísmo. Julio cogió el teléfono enseguida, y me saludó con un tono jocoso y preocupado a la vez que no fui capaz de explicarme en aquel momento. Luego, mientras salía a la calle, y cruzaba la plaza, y levantaba una mano en el aire para parar un taxi sin estar muy seguro de que el hombre que hacía todas esas cosas fuera yo, comprendí que Mai había hablado. Entonces me di cuenta de que había pasado por alto una cuestión muy importante, y la necesidad de proteger a Raquel, de buscarle una coartada, cualquier excusa que minimizara su intervención en aquella historia fea, sucia, triste, me prestó la clase de serenidad que puede llegar a reunir un bombero dispuesto a salvar la vida cuando advierte que está cercado por las llamas. Y sin embargo, no fui capaz de contestar deprisa a la pregunta con la que me recibió mi hermano.
—Vamos a sentarnos a una mesa —propuse a cambio—. Tengo que hablar contigo.
Ya se lo había advertido antes, por teléfono, pero él me siguió sin decir nada.
—En primer lugar, me he ido de casa, pero eso ya lo sabes, ¿no?
—Claro que lo sé —y sonrió, como si no hubiera escuchado el preámbulo de mi frase anterior—. Mai llamó ayer a Angélica y, como te puedes figurar, a la media hora ya lo sabía hasta mamá. A mí me cayó una bronca tremenda, encima. Tú tenías que saberlo, Julio, seguro que lo sabías, él siempre te ha tapado a ti y tú, ahora, le habrás tapado a él, porque todos los hombres sois iguales, todos unos cerdos, etcétera... Por eso te he dicho antes que podías haber avisado, macho.
—Ya —sonreí—. Lo siento. ¿Y qué es lo que ha contado Mai exactamente?
—A Angélica, no lo sé. A mí me cayó un chorreo de la hostia porque tú habías dejado a tu mujer por otra más joven.
—No es más joven. Mai no le lleva ni un año.
—Pues para tu hermana, como si estuviera acabando el bachiller. Y eso es lo único que sé.
—Ya, bueno... —miré el reloj, era casi la una, pedí una cerveza—. Raquel tiene treinta y seis años, pero... Es una mujer especial.
—Me lo imagino —y se echó a reír.
—No, no es sólo eso —volví a sonreír—. No sé cómo contártelo... ¿Te acuerdas del entierro de papá, Julio?
—¿El entierro de papá? —levantó mucho las cejas—. Sí, claro que me acuerdo, pero no sé qué tiene que ver...
—¿Te acuerdas de que después fuimos a comer, y yo os pregunté por una chica que había llegado al final, y todos me contestasteis que no la habíais visto, y estuvimos hablando de quién podría ser?
—Pues... —me dirigió una mirada perpleja, se quedó pensando, negó con la cabeza—. Me suena, pero... No sé. ¿Es importante?
—Sí.
—¿Es ella?
—Sí.
—¿Y qué hacía en el entierro de papá?
—Es prima nuestra.
—¿Prima nuestra? —aquella revelación logró impresionarle por fin.
—Sí, prima tercera. Su bisabuelo y el nuestro, el padre de la abuela Mariana, eran hermanos.
—¡Joder! —clavó los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos, se frotó la cara un par de veces y me miró—. ¿Y por qué no la conocemos?